Pintaba árboles guiado por una intuición extraordinaria que le permitía adivinar sus cualidades esenciales. Los comprendía. Sabía, por ejemplo, por qué en un robledal cada individuo era completamente distinto de los demás, o por qué no había en el mundo entero dos hayas que fueran idénticas. La gente le invitaba a sus casas de campo para que les pintara su tilo o su abedul favorito, pues al igual que hay artistas capaces de captar la personalidad de un caballo, él sabía captar la personalidad de un árbol. Cómo se las arreglaba para conseguirlo era un verdadero misterio; carecía de formación pictórica, su dibujo era en extremo impreciso y, aunque su percepción de una Personalidad arbórea era vívida y certera, la representación que hacía de ella podía en ocasiones rayar en lo ridículo. Con todo, el carácter de un determinado árbol brotaba de sus pinceles lleno de vida: deslumbrante, adusto o soñador, según fuera el caso; cordial u hostil, bondadoso o perverso, lo cierto es que surgía.
No había ninguna otra cosa en el mundo que supiera pintar; las flores y los paisajes los despachaba con unos cuantos borrones; era una auténtica nulidad cuando se trataba de pintar la figura humana y otro tanto le ocurría con los animales. A veces conseguía defenderse mejor con los cielos, o con el efecto del viento sobre el follaje; pero, por lo general, se abstenía por completo de incluir estos motivos en sus cuadros. Se limitaba a pintar árboles, obedeciendo sabiamente una intuición que venía guiada por el amor. Era verdaderamente fascinante aquella capacidad que tenía de hacer que un árbol pareciera casi un ser sensible. Era algo casi sobrenatural.
«Desde luego, este Sanderson sabe lo que se trae entre manos cuando pinta árboles», pensó el viejo David Bittacy, un antiguo funcionario del Departamento Forestal y miembro de la Honorable Orden del Baño. «¡Si es que casi se oye su murmullo! ¡Se le puede oler! ¡Se puede escuchar cómo gotea la lluvia entre las hojas! ¡Casi puede verse cómo se mueven las ramas; sentir cómo crece!» Era así como daba rienda suelta a su satisfacción, en parte para convencerse a sí mismo de que las veinte guineas que había pagado estaban bien empleadas (pues su mujer era de la opinión contraria), y en parte para explicarse la misteriosa sensación de vida que desprendía la imagen del viejo y espléndido cedro que colgaba enmarcada sobre la mesa de su estudio.
Lo cierto es que, por lo general, se tenía al señor Bittacy por un hombre de espíritu adusto, por no decir taciturno. Pocos eran los que habían descubierto en él aquella pasión secreta y tenaz por la naturaleza que se había ido forjando durante los años que había pasado en los bosques y junglas del Oriente. No era algo normal en un inglés, y puede que algo tuviera que ver en ello la presencia de un antepasado eurasiático en la familia. A escondidas, como si le causara cierta vergüenza, había mantenido viva una sensibilidad ante la belleza que no se correspondía con el tipo de persona que era y que sorprendía por su vigor. Eran los árboles, sobre todo, los que alimentaban esa sensibilidad. También él los comprendía y sentía, además, una sutil comunión con ellos, nacida quizá a lo largo de los años en que había vivido ocupándose de su cuidado —guardándolos, protegiéndolos, atendiéndolos—, años de soledad pasados bajo la sombra de aquellos seres descomunales. Como es natural, trataba de mantener aquella pasión en secreto, pues no ignoraba en qué clase de mundo vivía. También procuraba, en la medida de lo posible, ocultársela a su mujer. Sabía que era algo que se interponía entre los dos, algo que a ella le asustaba y a lo que se oponía. Pero lo que desconocía —o al menos no se daba plena cuenta de ello— era hasta qué punto su mujer captaba el poder que los árboles ejercían sobre su vida. Su temor, pensaba, venía motivado simplemente por el recuerdo de los años que habían pasado en la India, cuando debido a su profesión, tenía que pasar varias semanas seguidas en la jungla lejos de su esposa, mientras ella se quedaba en casa imaginándose que a él le ocurrían todo tipo de desgracias. Ahí se encontraba, sin duda, la explicación de ese rechazo instintivo que le producía aquella pasión por los bosques; una pasión que desde entonces nunca le había abandonado y que seguía ejerciendo una gran influencia sobre él. Tal actitud era una secuela lógica de aquellos días de soledad en que había esperado angustiada el regreso de su marido sano y salvo.
Porque la señora Bittacy —hija de un pastor de la Iglesia Evangélica— era una mujer abnegada y, en la mayor parte de los casos, asumía con gusto el deber de hacer suyas las penas y las alegrías de su marido, hasta llegar incluso a anularse a sí misma. Tan sólo en aquel asunto de los árboles no había tenido tanto éxito como en los demás. Seguía siendo un tema en el que era difícil que se pusieran de acuerdo.
Él sabía, por ejemplo, que no era en realidad el precio que había pagado por el retrato del cedro lo que le había parecido mal a su mujer, sino la circunstancia de que dicha transacción pusiera de manifiesto de forma tan enojosa aquella brecha que existía entre sus intereses comunes; era la única que había entre ellos, pero era profunda.
Sanderson, el artista, no sacaba mucho dinero de su extraño talento. Cheques como aquél rara vez llegaban a sus manos y, si lo hacían, era muy de tarde en tarde. Los propietarios de árboles magníficos o interesantes que se tomaban la molestia de encargar que los pintaran individualmente eran muy escasos; y los «estudios» que realizaba por el puro placer de disfrutar pintándolos, los conservaba para su disfrute personal. Aunque le salieran compradores, no los vendía. Tan sólo los más íntimos de entre sus amigos llegaban en alguna ocasión a verlos, pues le disgustaba oír las críticas carentes de criterio de las personas que no entendían del tema. No es que le importara que se burlaran de su técnica —lo aceptaba con desdén— pero las observaciones sobre la personalidad de un árbol podían fácilmente herirle o enfurecerle. Cualquier comentario despectivo sobre ellos le ofendía, como si se tratara de un insulto dirigido a un amigo suyo que no pudiera defenderse por sí mismo. De forma inmediata se aprestaba para el combate.
—Es verdaderamente asombrosa esa capacidad que tiene usted de hacer que un ciprés parezca un ser dotado de personalidad, cuando en realidad todos los cipreses son absolutamente idénticos —dijo una mujer que se las daba de entendida.
Y aunque aquel halago intencionado había estado a punto de expresar la auténtica verdad, Sanderson enrojeció de ira, como si hubieran hecho un desaire a un amigo delante de sus propias narices. Bruscamente se cruzó delante de ella y puso el cuadro de cara a la pared.
—¡Es casi tan extraño como que usted, señora, suponga que su marido tiene una personalidad cuando lo cierto es que todos los hombres son absolutamente iguales! —respondió con malos modos, imitando el ridículo tono enfático que ella había empleado.
Dado que lo único que diferenciaba a su marido de la plebe era su dinero —razón por la cual ella había contraído aquel matrimonio— las relaciones de Sanderson con esa familia se acabaron en aquel preciso instante, y con ellas, cualquier expectativa de futuros encargos. Es posible que su susceptibilidad fuera un tanto morbosa. En cualquier caso, estaba claro que la forma de acceder a su corazón era por medio de los árboles. Incluso podría decirse que los amaba. Desde luego sacaba de ellos una inspiración espléndida; y criticar la fuente de inspiración de un hombre, sea ésta la música, la religión o una mujer, conlleva siempre ciertos riesgos.
—No sé, querido, la verdad es que me parece un lujo excesivo, sobre todo cuando nos hace tanta falta un cortador de césped —dijo la señora Bittacy, en referencia al cheque del cedro—. Pero si te hacía tanta ilusión…
—Sabes, Sofía, me recuerda a cierto día hace ya mucho tiempo —replicó el viejo caballero, mirando orgulloso a su mujer y dirigiendo luego una mirada cariñosa al cuadro—. Me recuerda a otro árbol; a un prado de Kent en primavera, donde los pájaros cantaban entre las lilas, y a una persona con un vestido de muselina que esperaba pacientemente a la sombra de cierto cedro; no el del cuadro, ya lo sé, pero…
—No estaba esperando —replicó indignada—, estaba recogiendo piñas para encender la estufa del aula.
—Cariño, los cedros no dan piñas, y en mis años mozos al menos, no solían encenderse las estufas de las aulas en junio.
—Bueno, de todos modos, no es el mismo cedro.
—Pero ha hecho que le tenga cariño a todos los cedros y, además, me recuerda que sigues siendo la misma chiquilla de entonces —respondió.
Ella cruzó la habitación y se puso a su lado; juntos contemplaron a través de la ventana el jardín de su casa de Hampshire, donde se alzaba solitario el recortado perfil de un cedro del Líbano.
—Sigues siendo el mismo soñador de siempre —le dijo ella con dulzura—, y no me arrepiento en absoluto de lo del cheque, de verdad. Es sólo que habría resultado más auténtico si hubiera sido el mismo cedro.
—Hace mucho que lo derribó el viento. Pasé por ahí hará un año y ya no quedaba ni rastro de él —le respondió con ternura.
En ese momento, ella se soltó de su marido, se acercó a la pared y, con mucho tiento, se puso a quitar el polvo a aquel cuadro en el que Sanderson había retratado al cedro que ahora tenían en su jardín. Pasó su diminuto pañuelo alrededor de todo el marco, poniéndose de puntillas para alcanzar el borde superior.
«Lo que más me gusta es cómo consigue que parezca vivo», se dijo para sí el señor Bittacy, una vez que su mujer hubo abandonado la habitación. «Por supuesto que todos los árboles lo están, pero fue un cedro el que me enseñó por primera vez que los árboles poseen “algo” que les permite advertir mi presencia cuando estoy entre ellos y los observo. Supongo que si entonces lo sentí fue porque estaba enamorado, y el amor descubre vida en todas las cosas». Echó un vistazo al cedro del Líbano, cuya figura se destacaba lóbrega y adusta entre las sombras del anochecer. Una expresión nostálgica pasó fugazmente por sus ojos. «Sí, Sanderson ha sabido verlo tal como es —musitó—; entregado con solemnidad al sueño de su existencia secreta y oscura frente al lindero del Bosque, y tan distinto de cualquier otro árbol de Kent como lo pueda ser yo… del vicario, por ejemplo. Además este árbol es un perfecto desconocido. En realidad no sé nada de él. Al otro cedro lo amé, pero a este viejo compañero lo respeto. Sin embargo, es un amigo; sí, en su conjunto expresa amistad. Ha sabido captar perfectamente esa sensación de amistad. Ha sabido verla. Me gustaría conocer mejor a ese hombre, añadió, me gustaría preguntarle cómo ha podido darse cuenta con tanta claridad de que ese árbol, aunque parezca sentir más apego por nosotros que por la densa espesura que tiene detrás, se alza entre la casa y el Bosque como si fuera una especie de mediador. De eso no me había dado cuenta antes. Pero ahora, a través de su mirada… lo veo. Ahí está, erguido como un centinela, protegiéndonos».
Con un movimiento brusco se dio la vuelta para mirar por la ventana. Vio la masa de oscuridad circundante del Bosque que bordeaba su pequeño jardín. Envuelto en tinieblas su cerco parecía aún más estrecho. La presencia en aquel lugar de aquel jardín tan cuidado, con sus arriates de flores dispuestos regularmente, resultaba casi una impertinencia: era como un pequeño insecto de vivos colores que pretendiera instalarse sobre un monstruo dormido, o una abigarrada mosca que bailoteara con descaro a la orilla de un gran río al que le bastaría lanzar la más mínima de sus ondas para engullirla. Sí, aquel Bosque, cuyo profundo ser se había ido esparciendo tras miles de años de crecimiento, era como una especie de monstruo durmiente. Su casa y su jardín se hallaban demasiado cerca de la extensión continua de sus labios. Y cuando los vientos soplaban con fuerza y levantaban sus sombrías faldas de color negro y púrpura… le encantaba sentir que el Bosque tenía una personalidad; siempre le había encantado.
«¡Es extraño —reflexionó—, es verdaderamente extraño que los árboles me transmitan la sensación de que poseen una vitalidad inmensa y oscura! Recuerdo haberla sentido sobre todo en la India, y también en los bosques de Canadá; pero nunca en los pequeños bosques ingleses, hasta que vine aquí. Y Sanderson es la única persona que conozco que también lo siente. Aunque nunca me lo haya dicho, ahí está la prueba». Se volvió de nuevo hacia el cuadro que amaba. Al contemplarlo, sintió en su interior una inusitada descarga de vitalidad. «¡Dios mío, me pregunto si, si… un árbol, en el sentido estricto del término, está… vivo! —pensó—. ¡Recuerdo que, hace mucho, un tipo que escribía libros me contó que hubo una época en que los árboles fueron seres capaces de desplazarse, como una especie de animales que, al permanecer durante mucho tiempo alimentándose, durmiendo, soñando o lo que fuera en un mismo lugar, habrían terminado por perder su facultad de movimiento…!»
Aquellos pensamientos fantásticos revoloteaban en desorden por su mente y, tras encender un puro, se dejó caer en un sillón junto a la ventana abierta y se abandonó a ellos.
Al otro extremo del jardín cantaban los mirlos entre los macizos de arbustos. Le llegaba el olor de la tierra, de los árboles, de las flores; el perfume del césped cortado y de los pequeños claros de matorral que crecían en el corazón del bosque. Entre las hojas soplaba una leve brisa veraniega. Pero el gran Bosque Nuevo apenas levantaba sus amplios faldones de sombras negras y purpúreas.
El señor Bittacy tenía un conocimiento detallado y profundo de cómo era aquella espesura por dentro. Conocía cada una de sus rojizas cañadas: salpicadas de ondulantes matas de tojo, impregnadas del dulce aroma del enebro y del mirto, y reluciendo con cristalinas charcas que miraban al cielo con ojos oscuros. Sobre ellas se cernían los halcones, volando en círculos durante horas, y revoloteaba el avefría, cuyo trinar, petulante y melancólico, ahondaba la sensación de quietud. Conocía los pinos solitarios —achaparrados, empenachados, vigorosos— que al más mínimo viento respondían con un canto; nómadas como los gitanos que levantaban bajo ellos sus tiendas semejantes a arbustos. Conocía los ponis lanudos, cuyos potros parecían crías de centauro; y los parlanchines arrendajos, y el meloso reclamo del cuco en primavera, y la algarabía de los avetoros que llegaba desde la soledad de los pantanos. También conocía al acebo que vigila entre la maleza, extraño y misterioso, lleno de una oscura y sugerente belleza, y el centelleo amarillento de sus pálidas hojas caídas.
Aquí todo el Bosque podía vivir y respirar seguro, a salvo de cualquier mutilación. La amenaza del hacha no perturba la paz de su vasta vida subconsciente ni el terror a las devastaciones de los seres humanos le afligía con el espanto de una muerte prematura. Se sabía soberano y se desplegaba orgulloso, sin ningún recato. Sus copas no remataban en penachos que pudieran lanzar una señal de alarma, pues los vientos no avisaban de ningún peligro a aquel Bosque que se elevaba majestuoso hacia el sol y las estrellas.
Pero una vez que se dejaban atrás sus frondosos pórticos, los árboles de la campiña tenían que hacer frente a una situación muy diferente. Las casas los amenazaban; se sabían en peligro. Los caminos ya no eran veredas de silencioso césped, sino ruidosas y crueles vías que traían a hombres dispuestos a atacarles. Estaban civilizados, se les cuidaba; pero tan sólo para un día darles muerte. Incluso en los pueblos, donde el solemne e inmemorial reposo de los castaños gigantes remedaba una apariencia de seguridad, las sacudidas de un abedul, que ante la más mínima ráfaga de viento se golpeaba inquieto contra una de aquellas moles, traían un mensaje de advertencia. Las hojas del gigante estaban cubiertas de polvo. El hormigueo interno de su reposada existencia se había vuelto inaudible en medio del estridente y chirriante fragor del tráfico. Los árboles de la campiña anhelaban y suplicaban que se les dejara entrar en la gran Paz del Bosque, pero no podían moverse. Sabían, además, que el Bosque, desde su augusta y profunda majestad, no sentía por ellos sino conmiseración y desprecio. No eran más que una de esas cosas que se plantan en los jardines artificiales, pertenecían a la misma categoría que los arriates de flores, todos ellos forzados a crecer en una misma dirección…
«Me gustaría conocer mejor al artista ese. ¿Le importará a Sofia que venga a pasar algún tiempo con nosotros? Aquella idea hizo que, finalmente, volviera a ocuparse de las cuestiones de la vida práctica. Al sonar el gong, se levantó, y tras quitarse la ceniza que le había caído encima, se estiró su chaleco moteado. Era un hombre de figura esbelta y enjuta, cuyos movimientos denotaban una gran energía. En aquella penumbra, de no ser por su bigote plateado, bien podría haber pasado por un hombre de unos cuarenta años.
«Al menos se lo voy a proponer», decidió mientras subía al piso de arriba para vestirse. En realidad, lo que estaba pensando era que, probablemente, Sanderson podría explicarle todo ese mundo de sensaciones que siempre le producían los árboles. Un hombre capaz de pintar así el alma de un cedro tenía que saberlo todo al respecto.
—¿Por qué no? —fue el veredicto que dio la señora Bittacy mientras tomaban un budín de pan—. Pero, ¿no crees que le aburrirá estar aquí sin más compañía que la nuestra?
—Se pasará el día pintando en el Bosque, querida. Además, me gustaría sonsacarle algunas cosas, si es que puedo manejarle.
—Tú puedes manejar a quien te propongas, David —fue su respuesta; pues aquel matrimonio sin hijos, y ya entrado en años, se trataba con una cortesía afectuosa que hacía mucho tiempo que había caído en desuso. Sin embargo, lo cierto es que aquel comentario la molestó e hizo que se sintiera tan inquieta que no prestó atención cuando su marido, sonriendo de placer y satisfacción, replicó: «Excepto a ti y a nuestra cuenta corriente».
Hacía mucho que aquella pasión por los árboles constituía su particular manzana de la discordia, aunque fuera una discordia muy leve. A ella le asustaba. Ésa era la verdad. En la Biblia, su guía para todo lo divino y lo humano, no se hacía mención alguna al respecto. Su marido, aunque le seguía la corriente, nunca lograba modificar ese temor instintivo. Podía llegar a tranquilizarla, pero nunca conseguía que cambiaran sus sentimientos. Para ella los bosques no eran más que unos lugares agradables para estar a la sombra o ir de merienda, pero, a diferencia de él, no los amaba.
Después de la cena, sentados en torno a una lámpara junto a la ventana abierta, él leía en voz alta el Times, que había venido con el correo de la tarde, seleccionando aquellos extractos que creía que a ella podrían resultarle de interés. Era una costumbre que se repetía todos los días excepto los domingos, cuando, para complacer a su esposa, leía soñolientamente algo de Tennyson o de Farrar, según fuera el estado de ánimo en que se encontraran. Mientras él leía, la señora Bittacy se ocupaba de su labor, le hacía algunas preguntas con mucha discreción, le decía que «leía con una voz muy bonita» y disfrutaba de los pequeños debates que a veces se suscitaban, porque él siempre la daba por vencedora con un: «¡Ah, Sofia!; nunca antes lo había contemplado desde ese ángulo, pero ahora que lo dices, tengo que reconocer que tienes bastante razón…».
Y es que David Bittacy era un hombre sensato. Fue mucho tiempo después de casarse, durante los meses de soledad que pasaba entre los árboles y los bosques de la India mientras ella le esperaba en el bungalow, cuando esa otra vertiente más profunda de su personalidad desarrolló aquella extraña pasión que su esposa no alcanzaba a comprender. Y tras dos intentos serios de compartirla con ella, se dio por vencido y aprendió a ocultársela. Esto es, aprendió a hablar del tema sólo de pasada; pues dado que ella sabía de su existencia, guardar un silencio absoluto al respecto no habría hecho sino aumentar su dolor. Por eso, de vez en cuando, trataba el asunto muy por encima con la única intención de dejarle que le mostrara en dónde radicaba su error y que llegase a creer que se había salido con la suya. Seguía siendo un terreno en el cual era muy problemático llegar a un acuerdo. Escuchaba pacientemente sus críticas, sus digresiones y sus temores, consciente de que, de esa manera, su esposa se daba por satisfecha sin que por ello él tuviera que cambiar en lo más mínimo. Se trataba de algo demasiado profundo y verdadero para que pudiera cambiar. Pero, para preservar la paz, era deseable que existiera algún punto de encuentro entre los dos, y era así como lo había conseguido.
Aquella manía religiosa heredada de su educación era el único defecto que a sus ojos tenía su mujer y, en realidad, tampoco era algo excesivamente grave. En ocasiones, una emoción profunda podía conseguir quitársela de la cabeza. Si se aferraba a ella era porque se trataba de algo que le había enseñado su padre, y no porque fuera fruto de sus propias reflexiones. De hecho, como suele ocurrirle a muchas mujeres, no se puede decir que «pensara» en el sentido estricto del término, sino que, más bien, se limitaba a reflejar un pensamiento ajeno al que se había acostumbrado. Así pues, como buen conocedor de la naturaleza humana, el viejo David Bittacy asumía el dolor de verse obligado a mantener una parte de su vida interior separada de la mujer a la que amaba profundamente. A su modo de ver, las pequeñas frases bíblicas que ella solía citar no eran más que rarezas que seguían adheridas a un alma, por lo demás grande y espléndida. Vendrían a ser como esos cuernos y demás adminículos inútiles que algunos animales no han perdido todavía en el curso de la evolución, aunque ya hayan dejado de cumplir cualquier función.
—¿Qué te ocurre, querido? ¡Me has asustado! —preguntó de pronto ella, irguiéndose en su asiento con tal brusquedad que su gorra le cayó a un lado hasta casi cubrirle una oreja. El crujir del periódico que ocultaba a David Bittacy había quedado interrumpido por una aguda exclamación de sorpresa. Había doblado la hoja y la miraba fijamente por encima de sus lentes dorados.
—Escucha esto, por favor —dijo con un tono de voz que denotaba entusiasmo—. Escucha esto, querida Sofía. Es parte de una disertación de Francis Darwin en la Royal Society. Ya sabes que es su presidente y, además, el hijo del gran Darwin. Escucha atentamente, te lo ruego. Es muy significativo.
—Ya te estoy escuchando, David —dijo con cierta perplejidad mientras alzaba la vista.
Interrumpió su labor y echó una rápida ojeada a su espalda. De pronto la habitación le parecía cambiada. Aquella sensación la despabiló del todo, pues hasta hacía un instante había estado adormilada. Eran la voz y la actitud de su marido las que habían introducido aquel cambio. Sus instintos se pusieron alerta.
—Venga, léelo de una vez, querido.
El señor Bittacy respiró profundamente y, antes de empezar, volvió a mirar por encima del borde de sus gafas para cerciorarse de que le prestaba atención. Era evidente que se había topado con algo de verdadero interés; aunque a ella, particularmente, los pasajes de esas «disertaciones» solían resultarle bastante pesados.
Comenzó a leer con voz profunda y enfática.
—«Es imposible saber si las plantas poseen o no conciencia; pero está en concordancia con la doctrina de la continuidad que en todos los seres vivos haya un componente psíquico, y si aceptamos este punto de vista…»
—Si… —le interrumpió ella, olfateando el peligro.
Estaba tan acostumbrado a esas interrupciones, que la pasó por alto sin darle la más mínima importancia.
—«Si aceptamos este punto de vista —prosiguió—, hemos de creer que en las plantas existe, cuando menos, un ligero reflejo de lo que entendemos por consciencia».
Dejó el periódico y la miró fijamente. Sus miradas se encontraron. Había subrayado la última frase.
Durante uno o dos minutos ella ni replicó ni hizo comentario alguno. Se quedaron mirándose el uno al otro en silencio. El señor Bittacy esperó a que su esposa asimilara el enorme alcance de aquellas palabras. Después, bajó la vista y leyó de nuevo una parte de las mismas, mientras ella, viéndose libre de aquella mirada penetrante y extraña, volvía a echar instintivamente un vistazo a su espalda. Tenía casi la sensación de que alguien había entrado en la habitación sin que ellos se dieran cuenta.
—«Hemos de creer que en las plantas existe, cuando menos, un ligero reflejo de lo que entendemos por consciencia».
—Si… —repitió ella sin mucha convicción, pues sentía que tenía que decir algo ante la mirada insistente de aquellos ojos escrutadores, aunque todavía no hubiera conseguido ordenar del todo sus ideas.
—Conciencia —repuso. Y después añadió con seriedad—: Esto, querida, es lo que afirma un científico del siglo XX.
La señora Bittacy se inclinó hacia delante, de tal modo que los volantes de seda de su vestido produjeron un crujido más sonoro aún que el del periódico. Hizo un ruido característico —mitad resoplido, mitad resuello—, juntó los pies y puso las manos sobre las rodillas.
—David, a mí me parece que lo que le pasa a esos científicos es que han perdido la cabeza —dijo en voz baja—. Que yo sepa la Biblia no dice absolutamente nada de eso.
—No, Sofía, tampoco yo recuerdo que diga nada —respondió con paciencia. Después, tras una pausa, añadió como si hablara consigo mismo y no con ella—: Ahora que lo pienso, Sanderson me dijo en cierta ocasión algo muy similar.
—En tal caso, el señor Sanderson es un hombre sensato y juicioso; y si dijo eso, también una persona de fiar —se apresuró a decir su mujer.
Creía que su marido se refería al comentario que ella había hecho sobre la Biblia y no a su valoración de los científicos. No la sacó de su error.
—Además, querido, una planta no es lo mismo que un árbol —le dijo tratando de arrimar el ascua a su sardina—. No tienen nada que ver, no señor.
—Es cierto, pero ambos pertenecen al gran reino vegetal —dijo David con tranquilidad.
Se produjo una breve pausa antes de que ella respondiera.
—¡Bah, valiente cosa es eso del gran reino vegetal! —exclamó mientras sacudía su bonita cabeza. En sus palabras había tal grado de desprecio que, de haberlas escuchado el propio reino vegetal, bien podría haberse sentido avergonzado de cubrir un tercio del mundo con su prodigiosa maraña de raíces y ramas, con sus delicadas y temblorosas hojas, y sus millones de copas que atrapan el sol, el viento y la lluvia. Su propio derecho a existir había sido puesto en entredicho.