CAPÍTULO DIECISÉIS

SE sentó junto al canal para pescar. Era una mañana primaveral de domingo, y estaba en un recodo donde los alisos se inclinaban sobre el agua como ancianos moribundos, empujados desde atrás por jóvenes robles macizos. Arthur enderezó la espalda y liberó el sedal de nailon del veloz carrete giratorio. Junto a él estaban su chaqueta y su mochila, una red de pesca vacía, su bicicleta y dos latas de lombrices que obtuvo cavando en el huerto de su casa antes de ponerse en camino. El sol se filtraba entre las nubes, despidiendo el aroma de la tierra hacia el cielo. Los pájaros cantaban. Una sorda explosión minúscula de agua captó su mirada. Se desplazó más cerca del borde, se puso en pie y con un movimiento vigoroso del brazo, lanzó el sedal.

Otro hombre solitario pescaba más allá, junto al canal, pero Arthur sabía que ambos se respetarían, sin saludarse ni siquiera desde lejos. Nadie te molestaba: eras un cazador, un soñador, tu propio jefe, alejado de todo durante unas horas cualquier día que no lloviera. Como el cabo del ejército que comentó lo maravillosas que eran las cosas que uno pensaba mientras estaba sentado en el retrete. Pero esto era mejor aún: las cosas que se te venían a la cabeza en la tranquilidad de una mañana de pesca sí que eran maravillosas.

Se bebió el té del termo y se comió un sándwich de queso. Luego se sentó a mirar el flotador rojiblanco —sumergido en el agua hasta la cintura, bajo los alisos—, con el ojo siempre puesto sobre él para aprovechar la suerte repentina de que cayese una presa. Por su parte, él ya había cazado su propia presa y tendría que luchar con ella durante el resto de su vida. Cada vez que pescabas un pez, el pez te pescaba, por decirlo de algún modo, y lo mismo ocurría con cualquier cosa que pillases, ya fuese la varicela o una mujer. A todos los pescaban de algún modo, y los que aún no habían caído, es que estaban a punto de hacerlo. En cuanto naces, al minuto de salir te atrapa el aire fresco contra el que berreas. Después te atan bien fuerte a una fábrica, te cuelgan del cuello una ametralladora y te enganchan a una mujer por el trasero. Más que nada eres como un pez: nadas por ahí sintiéndote libre y pensando en lo magnífico que es que te dejen en paz, haciendo todo el día tu santa voluntad y sin preocuparte de nada, y entonces, de repente: ¡zas!, un enorme anzuelo se te clava en el cielo de la boca y ya te han pescado. Sin saber muy bien lo que te esperaba, mordiste más de lo que podías y entonces comprendes que tendrás que seguir con el mismo trozo de cebo tirando de ti durante el resto de tu vida. Eso implica la muerte para un pez, eso está claro. Pero para un hombre puede que no sea tan malo. Quizá sea solamente el principio de algo mejor en la vida, mejor que lo que te habrías imaginado que era posible antes de cerrar tu ávida bocaza sobre el cebo de la vida. Arthur sabía que aún no lo había mordido del todo, que en realidad solamente había lamido el reclamo del anzuelo y lo había encontrado sabroso, pero que aún estaba a tiempo de retirar la boca del trocito hasta entonces solamente mordisqueado. Pero no quería hacerlo. Si ibas por la vida rechazando todos los cebos que te ponían delante, eso no era vida ni era nada. No cambiarías, ni tendrías nada contra lo que luchar. La vida sería soporíferamente aburrida. Hasta te podrías llegar a suicidar por ser demasiado astuto. Aunque morder el anzuelo implique peligros, no puedes ignorarlo toda la vida. Se rio pensando que ya estaba saciado de carnada, de fango a medio digerir que sin duda ya le había dado su buena cuota de problemas, de un modo u otro.

De mirar tan atentamente el flotador le entró sueño: había estado con Doreen hasta las dos de la mañana. Hablaron de que se casarían dentro de tres meses. Para entonces, dijo Arthur, ya habrían reunido una buena suma de dinero, casi ciento cincuenta libras, sin contar la devolución fiscal, así que probablemente podrían llegar a unas doscientas. Así que estarían muy bien situados, respondió Doreen, porque Mrs Greatton ya les había ofrecido quedarse con ella todo lo que quisieran si pagaban la mitad del alquiler. Se iba a sentir sola cuando se fuese Chumley. Arthur dijo que podría llevarse bien con Mrs Greatton, porque al vivir allí, él sería el hombre de la casa. Y si al final discutían, siempre podrían conseguir alojamiento en otra parte. Así que parecía que todo iba a salir a las mil maravillas, pensó, siempre que no estallase una guerra, o cayesen las ventas de bicicletas y volviera a quedarse sin trabajo. Mientras no hubiese una hambruna, una epidemia que invadiera Inglaterra, un terremoto que la partiera en dos y provocase el derrumbamiento de la ciudad sobre sus cabezas, o una bomba que cayese y acabase con la vida sobre la tierra con un gran estallido… Pero no podías preocuparte demasiado de estas cosas si tenías planes y querías conseguir que la vida te diese algo que no habías tenido nunca. Y eso era un hecho, pensó, mordiendo una brizna de hierba.

Clavó la caña con firmeza junto a la orilla y se puso de pie para estirarse. Bostezó con la boca muy abierta, sintiendo que sus piernas se debilitaban, luego se fortalecían y finalmente se relajaban. Su alta silueta se recortaba frente a un fondo de setos y árboles que bordeaban el canal serpenteante. Se frotó con las manos las marcadas facciones de su cara, de arriba abajo sobre sus gruesos labios, sus ojos grises, su estrecha frente y el pelo corto y rubio; después levantó la vista hacia la mezcla de nubes grises y parches de cielo azul sobre su cabeza. Por alguna razón, sintió ganas de sonreír al ver todo aquello, y se volvió para caminar algunos metros a lo largo del camino de sirga. Olvidó el flotador que reposaba en el agua y se paró a orinar junto a los arbustos. Mientras se abrochaba los pantalones, vio el flotador agitarse con violencia, como si estuviese vivo de repente y quisiera saltar fuera del agua.

Corrió a la caña y comenzó a girar la bobina del carrete con movimientos firmes. Sus manos funcionaban a las mil maravillas y el sedal entraba tan rápido que no parecía estar moviéndose salvo dentro del propio carrete. El hilo de nailon aumentaba de espesor y anchura y él lo nivelaba con el pulgar para que no se atascase en el momento menos oportuno. El pez surgió del agua, centelleante y forcejeando, y él lo agarró con firmeza para sacarle el anzuelo de la boca. Miró dentro del ojo gris vidrioso, y vio una pupila color marrón cuyo temor expresaba toda la vida que ya había vivido y todo el temor a la muerte que ahora le amenazaba. Vio en aquel ojo el verde melancólico de los canales rodeados de sauces en su helado deterioro, un ojo lleno de pánico y angustia por la vida que le restaba y que giraba como un remolino a su alrededor, a toda velocidad. ¿A dónde van los peces cuando mueren?, se preguntó Arthur. El resplandor de millones de vidas rememoradas a través del tiempo se reflejaba en los ojos de aquel pez, y también el recuerdo de las ágiles curvas ejecutadas bajo las sombras movedizas, de junco en junco, haciendo dispersarse a los alevines, mientras era perseguido a su vez por peces mayores: todo ello también estaba retratado allí, en ese ojo. Arthur sintió fluyentes oleadas de esperanza recorriendo el cuerpo escamoso del pez de la cabeza a la cola. Le sacó el anzuelo y lo lanzó de nuevo al agua. Lo vio brillar como un relámpago y luego desaparecer.

Te he dado una oportunidad, se dijo a sí mismo, ¡pero si tú o alguno de tus colegas volvéis al anzuelo, se acabó lo que se daba! Con el flotador meciéndose ante él una vez más, se sentó a esperar. Esta vez era la guerra, y quería llevarse un pescado a casa, ya fuera para freírlo en la sartén o para dar de comer al gato. Es un lío para los peces y también para mí. Y todo por un pedazo de carnada. He ensartado en el anzuelo la lombriz más gorda del montón, así que no os quejéis si finalmente acabáis sintiendo esa afilada punta encajada en vuestras agallas.

Y para mí será un lío también, pelearme a diario hasta que me muera. ¿Para qué nos convierten en soldados, si ya nosotros solitos nos dejamos todos los días las entrañas en la pelea? Peleamos con nuestras madres y nuestras esposas, con nuestros caseros y nuestros patrones, por no hablar de la policía, el ejército, el gobierno. Si no es por una cosa, es por otra.

Y luego está el trabajo que nos obligan a hacer y la manera en que nos obligan a gastarnos lo que ganamos. Lo que está claro es que seguiré metiéndome en todos los líos que pueda, porque los líos siempre me han acompañado y así seguirá siendo por los siglos de los siglos. Da igual que hayas nacido borracho y te hayas casado ciego, o que seas un bastardo en un mundo absurdo, arrastrado al desempleo y a la guerra con una máscara antigás en el careto y las sirenas retumbando en tu interior todas las noches mientras te pudres de sarna en un refugio antiaéreo. Te embuten en un uniforme militar a los dieciocho y cuando te dejan salir te meten en una fábrica a que sudes la gota gorda, a que te pases la vida intentando conseguir una pinta de más, a que te tires a todas las mujeres que puedas los fines de semana y a que tengas que memorizar la lista de los maridos con turno de noche. Lo que importa es que trabajes hasta que tengas las tripas hechas un asco y la espalda dolorida. Y tu única compensación será un poco más de pasta que te permita volver a arrastrarte a la fábrica todos los lunes por la mañana.

En fin, que esta es una buena vida, a decir verdad. Eso si no flaqueas, y si no te olvidas de que el ancho mundo te ignora, te ignora olímpicamente. Aunque no por mucho tiempo.

El flotador se hundió con más violencia que antes, y con una amplia sonrisa en el rostro, Arthur comenzó a enrollar el sedal en el carrete.