CAPÍTULO QUINCE

EL que fue rebelde una vez, lo será siempre. No se puede evitar. Nadie puede negarlo. Y es mejor ser un rebelde, más que nada para demostrarle a la gente que no merece la pena intentar jugártela. Las fábricas, las oficinas de empleo y las aseguradoras nos mantienen vivitos y coleando —eso dicen—, pero son trampas que te acaban tragando como arenas movedizas si no vas con cuidado. Las fábricas te hacen sudar la gota gorda, en las oficinas de empleo te matan con sus soporíferas charlas y las aseguradoras y las delegaciones de Hacienda te ordeñan el dinero de tus pagas y si te descuidas te roban hasta las pestañas. Y si todavía te dejan con vida después de haberte exprimido, el ejército te llama a filas y te matan de un disparo. Ay, por Dios, qué vida más dura si no te rindes, si no evitas que ese gobierno cabrón te revuelque la cara en el estiércol, aunque no puedes hacer gran cosa para impedirlo, salvo volarle los morros con dinamita a esos cuatro ojos.

Te arengan subidos a cajas de detergente: «Vótenme a mí, por esto y por lo otro», pero al final da igual a quien votes porque el gobierno seguirá poniéndote sellos por toda la jeta hasta que no puedas ver ni a tres palmos. Y lo que es más: te obliga a que seas tú mismo quien les compres los sellos. Te tienen agarrado por los huevos, por la columna y por la calavera. Quizás hasta piensen que vas a acudir como un perrillo a sus pies cuando te den un silbido.

Pero escucha, este torno es mi amigo para siempre porque me hace pensar, y ese es su principal error, porque sé que no soy el único. Un día ladrarán y nosotros no iremos tras ellos al redil como borregos. Un día encenderán sus luces y darán palmadas diciendo: «Venga, chicos. Poneos en fila y coged vuestro dinero. No vamos a dejaros morir de hambre». Pero quizá algunos de nosotros decidamos morirnos de hambre, y ahí empezará el problema. Quizá algunos prefiramos jugar al fútbol, o irnos de pesca a Grantham Cut. Entonces ese marica barrigón del sindicato nos pedirá que no liemos las cosas. Sir Harold Vejigafloja nos prometerá una paga extra mayor cuando las cosas mejoren. El inspector jefe Pochoclo dirá: «Nada de crear problemas, nada de reunirse en la verja de entrada». Tipos con trajes y bombines nos dirán: «Estos chicos tienen sus televisores, dinero suficiente para vivir, pisos de protección oficial, y los fines de semana les damos cerveza y les dejamos jugar una partidita de billar… Algunos hasta tienen coches. Los tenemos bien contentos a todos. ¿Cuál es el problema entonces? ¿Es una metralleta eso que oigo o es un coche que petardea en la distancia?».

Rat-tat-tat-tat-tat-tat-tat-tat-tat-tat-tat-tat-tat. Espero no estar aquí para verlo, pero sé de sobra que me tocará ser testigo de ello. Soy un cabrón que lo único que quiere es joder al mundo, y no es de extrañar, porque el mundo pretende hacer lo mismo conmigo.

Arthur se convirtió en el novio de Doreen. En cierto modo, aquello le parecía entrañable, y cuando no estaba involucrado en su rebelión contra las normas del amor, o destilándolas junto a las normas de la guerra, todavía le quedaba el enorme poder apabullante del gobierno contra el que arremeter con su hombro blanco y huesudo ignorando, y por ende incumpliendo, sus miles de leyes represivas. Consideraba a todo bicho viviente su propio enemigo, y sólo bajo estas condiciones de lucha podía llegar a un acuerdo consigo mismo. La única regla tolerable que podría servirle como arma era la astucia, pero no una de astucia llorica y pusilánime —eso era peor que estar muerto—, sino la exuberante astucia del hombre que trabaja todo el día en una fábrica y al que le quedan catorce libras cada viernes para derrocharlas lo mejor que sepa durante el fin de semana, mientras se deja atrapar por su aislamiento y por esas políticas vitales medio conscientes y esposadas que piden a gritos una salida.

Mientras cumplía su penitencia junto al torno, violentos diálogos peleaban a muerte dentro de su cabeza. El corte escarlata en la frente de Jim y la cara asustada de labios tensos de Jane en Navidad le habían mostrado, a través de un resquicio de luz, por decirlo de algún modo, que pocas veces uno podía apostar por la seguridad si al final de lo que se trata es de ganar (y pensaba, al mismo tiempo, que si una mujer le pegase a él como Jane hizo con Jim, él se la habría devuelto doblada). Ganar significaba sobrevivir; y sobrevivir conservando algo de vida dentro de uno implicaba ganar. Y vivir con los pies en la tierra no requería —y por primera vez se dio cuenta plenamente de ello— ir en contra de tu propia temeridad —como por ejemplo, esmerarse para hundir a sus enemigos que se arrastraban como hormigas sobre la G mayúscula de Gobierno—, sino también aceptar parte de las cosas dulces y agradables de la vida, como ya hiciera en el pasado, aunque más seriamente, antes de que el Gobierno lo destrozara, o de que las cosas buenas de la vida se le agriasen definitivamente.

Era un bonito domingo de principios de marzo. El sol brillaba sobre una tierra que hasta hacía poco había sentido el toque frío de la nieve llenando el aire de olor fresco y saludable. Arthur había quedado con Doreen a las afueras de las viviendas estatales. Había poca gente en la calle porque era justo después de la hora de la cena. Arthur llevaba un traje, una camisa con corbata y zapatos negros, y Doreen, que lo estaba esperando con la mirada puesta en la parada del autobús que le traería a él, llevaba un abrigo marrón claro con el añadido dominical de unas medias, unos zapatos elegantes y un jersey verde por debajo.

Arthur cruzó la calle, alto y esbelto, con el pelo corto y rubio peinado con esmero hacia atrás y una mano en el bolsillo del pantalón. Acordaron dar un paseo, pero Doreen quería ir por la ciudad y Arthur por el campo.

—Me tiro toda la semana encerrado en la fábrica —replicó él—, y el domingo es el único momento que tengo para salir un poco. Además, odio la ciudad.

Ella intuyó que Arthur tramaba algo con eso de llevarla a través de campos solitarios, pero terminó aceptando su oferta. Mientras caminaban, Arthur reflexionó sobre la singularidad de sus salidas con Doreen, sobre la ausencia de aquel peligro que le solía rodear de modo tangible cuando quedaba con Brenda o Winnie. Ahora, cada salida no era ya una expedición en la que hubiera que andar con tiento cada vez que doblaba una esquina, ni considerar cada pub como un posible refugio táctico en caso de emboscada, ni ser cauteloso a cada paso que daba por calles oscuras con el brazo alrededor de la cintura de Brenda. Cuando estaba con Doreen, echaba de menos estas cosas. Tanto, que cuando salía con ella sentía una punzada de sobresalto en el pecho al doblar una esquina, y la charla se detenía durante unos minutos hasta que hubieran pasado y él viese, con una extraña mezcla de alivio y frustración, que una avenida sin peligros se abría ante él.

El día no parecía tener horas, espléndido con sus ocasionales nubes altas. Los tilos cobraban vida a ambos lados del sendero, con diminutos retoños enhiestos que parecían surgir sólo para que ellos disfrutaran de la primavera, y que brillaban como esmeraldas lo suficientemente frescas como para calmar a un sediento. Mirando hacia atrás desde el sendero, las últimas casas de protección oficial parecían desangeladas y puestas allí al buen tuntún, como si un loco las hubiera ido espolvoreando por el terreno sin pararse a pensar en las consecuencias.

Ella le agarró del brazo y anduvieron hasta donde el camino se bifurcaba, a la altura de la iglesia de Strelley: uno de los brazos conducía a través de los campos hacia Ikeston y el otro pasaba por los pozos mineros de Kimberly y Eastwood. Arthur era feliz en el campo. Se acordaba de su abuelo, que había sido herrero y que vivía y tenía su fragua en el pueblo de Wollaton. Cuando era pequeño, solía ir allí con Fred de vez en cuando, y su recuerdo era una imagen fija en la mente de Arthur. El edificio, con su pozo del que extraer el agua, su jardín donde crecían las patatas y su corral del que cogían huevos para freír, con la panceta del cerdo curada que colgaba de un clavo en la despensa, había sido destruido para dejar paso a los progresivos ejércitos de nuevas casas color rosa que se desparramaban por los campos como tinta roja sobre papel secante verde.

Caminaron despacio hacia Ilkeston a lo largo de un sendero estrecho y pedregoso, flanqueado por una verja baja en un lado y por un seto de aligustre en el otro, hablando poco, y tomaron la bifurcación hacia Trowel cuando el camino se ensanchó. Arthur, después de toda una vida de dar paseos durante las noches de verano al salir del colegio o de trabajar, se conocía todos los caminos y prados de la región. Llegaron a una casa que exhibía en una de sus ventanas un cartel en que se anunciaba chocolate y limonada en venta. Había estado allí antes, había recorrido el sendero pedregoso en su bicicleta y también disfrutado de las sacudidas y los derrapes del camino para ir a pescar al canal de Erewash. A menudo había hecho rechinar los frenos de su bici al detenerse junto a esa misma ventana para comprar algo de comer.

Doreen se compró una tableta de chocolate y se bebió una botella de limonada. La mujer de la casa se acordaba de Arthur y le preguntó astutamente, mientras buscaba la marca específica de chocolate de Arthur.

—¿Hoy no vas a pescar?

—Quiero la tableta con nueces y pasas, maja —estipuló él—. Esta te va a gustar —dijo Arthur volviéndose a Doreen—. Hoy no pesco —le contestó a la mujer—. Ahora estoy ennoviado, ¿no lo ves?

Abrazó a Doreen por la cintura para demostrarlo.

—¿Ennoviado? —exclamó la mujer—. Bueno, así que de ahora en adelante darás un descanso a los peces…

Él le pagó y ella cerró la ventana.

—Ya habrá tiempo para pescar, supongo —dijo él.

Llegaron a un puente colgante sobre un arroyo y se quedaron un rato de pie junto al pasamanos.

—Conozco un atajo para volver a las viviendas estatales —le dijo él—. No nos hará falta tomar el autobús.

La rodeó con el brazo; ambos miraron los juncos color verde oscuro que había unos cuantos metros más allá. No era ni siquiera un arroyo, sino un afluente malogrado del canal cercano. Las aguas estaban muy tranquilas; eran poco profundas y reflejaban las nubes. Permanecieron en silencio; no había nadie a la vista. El brazo de Arthur recorrió la espalda de Doreen y descansó en su cálida nuca. Intentó besarla. Ella apartó la cara.

—Pero si no hay nadie mirando.

Él la abrazó fuerte por la cintura y se sumió en un estado melancólico y meditabundo. Se fijó en el agua en calma. Algunos pececillos nadaban gráciles en un silencio transparente y reposado. El cielo azul y blanco pintaba islas sobre el agua, de ahí que el fondo pareciera profundo e insondable. Los peces parecían nadar sobre enormes golfos y abismos de color azul cobalto. Los ojos de Arthur miraban fijamente el precioso cuenco de aguas sin fondo, tratando de explorar cada charca y cada remanso; además del silencio externo, se hizo en su propio interior un silencio que ninguna partícula de su mente o de su cuerpo deseaba romper. No se podían ver sus rostros en el agua, pero estaban unidos con las sombras de los peces que revoloteaban entre juncos erguidos y un despliegue de lirios. Ambos se sentían atraídos hacia el agua como si pertenecieran a ella, como si las garras incisivas del mundo se desprendiesen de su carne al penetrar en sus imaginarias profundidades, como si ya la conociesen como refugio y quisieran volver a ella, donde residían sus fantasmas, atravesando los serenos y tersos abismos y haciéndoles señas para que los siguieran.

Pero no había modo de seguirlos. Tarde o temprano te arrastraban al fondo, te gustase o no. Una onda surgió en medio del agua, expandiéndose en círculos concéntricos y estallando por el poder de una fuerza eterna. Cada línea se esfumaba entre los juncos junto a la orilla.

—Estoy cansada —dijo ella, rompiendo el silencio.

—Vamos, Doreen…

La agarró del brazo y la llevó al camino peatonal. Siguieron por el atajo hacia casa y llegaron por fin a un lugar solitario donde, impulsados por una pasión plena e irrefrenable, se tendieron juntos bajo un seto.

El sábado por la noche, tras varias sesiones de cine, Arthur le dijo a Doreen que quería tomarse una pinta antes de llevarla a su casa. Estaba lloviendo, dijo él, y aquella era razón suficiente para resguardarse en un pub. Ella sugirió tomar el autobús, que era otra manera de mantenerse secos, pero él respondió que no quería hacer cola.

—Nunca en mi vida he hecho colas —dijo—, y no voy a empezar a hacerlas ahora.

—Sería una cola de cinco minutos nada más —dijo ella, resentida.

—Es demasiado rato. Además, te dije que me apetecía una pinta, ¿no?

—¿Para qué quieres una pinta? —preguntó ella, subiéndose el cuello para evitar que la lluvia la azotase con sus frías agujas—. Volvamos a mi casa, que allí se está calentito. Además, mamá nos tendrá preparado algo para cenar.

Él sintió una obstinada fuerza de resistencia contra ella.

—Sólo quiero una pinta —sostuvo—. No veo cuál es el problema.

—Yo sí lo veo —dijo ella—. Bebes demasiado.

—No es así. No bebo ni la mitad desde que te conozco, así es que no intentes impedir que me beba una pinta cuando me apetezca.

El humo y barullo del pub los agobió.

—Sólo una, entonces —dijo ella al entrar.

—Pídete algo tú también —propuso él.

Ella aceptó una clara, pero no quiso sentarse en una mesa, alegando que si se sentaba acabarían quedándose hasta la hora del cierre.

—¿Es que estás tratando de controlarme? —se rio él—. Aún no estamos casados, y ya…

—No. No estamos ni siquiera prometidos —dijo ella con ironía.

—Bueno —dijo él—, nos conocemos solamente desde hace unos pocos meses…

—¿Y a eso lo llamas tú ser mi novio? —dijo ella, haciendo una mueca—. Quizá algunos lo llamen así, pero yo no.

—¿No? ¿Ni con lo de hace quince días? —sugirió él.

—¡Cerdo! —gritó ella—. Siempre me lo echas en cara.

Él se rio dulcemente y sonrió:

—Bueno, ya sabes que me encanta verte enfadada y que me eches esas broncas.

—Deberías tomártelo más en serio —dijo ella—, como hace el resto de la gente.

—Lo haría —dijo él—, si no te quisiera.

—¡Amor! —exclamó ella—. Tú no sabes lo que es el amor.

—No mucho, Doreen mía. Pero un poco más que tú sí, de eso estoy seguro.

—Eres un excéntrico —dijo ella—, eso es lo que eres.

—¡Ah! —dijo él—. Todo este lío porque yo quería una pinta y tú no te has salido con la tuya. Y mírate ahora, dando buena cuenta de esa clara. Cualquiera diría que naciste en un pub. Me daría vergüenza que estuvieras conmigo si no te quisiera, al verte beber de ese modo.

Ella se mordió los labios y lo miró.

—Por las cosas que dices y el lío que montas cualquiera diría que ya estamos casados —lanzó bruscamente—. Que sepas que siempre logras salirte con la tuya.

—¿Y no te gusta que lo haga? —pregunto él con el mismo tono jovial e irritante—. ¿No te encanta? Y además, lo natural es que me salga siempre con la mía, ya lo sabes.

—Dios mío —dijo ella—, si no estuviéramos en un pub, te arrearía una buena bofetada en este momento.

—Me juego algo a que lo harías, Doreen Greatton. ¡Y vaya si me gustaría! Pero te la devolvería sin pensármelo. Lo sabes, ¿a que sí?

—Te estaría muy bien empleado —dijo ella, pero en un tono más suave. Y entonces se acordó de su anterior comentario—: Además, ¿quién dice que eso me gusta? No eres tú quien hace que me guste, así de claro te lo digo.

—Sí que soy yo, y no digas más mentiras. ¿Ya se te han olvidado todas las cosas bonitas que me dijiste acerca de lo mucho que te gustaba? No sé, siempre dices una cosa y después me vienes con que querías decir otra.

Ella se quedó callada y lo observó pedirse otra pinta. Él le ofreció un cigarrillo y, cuando ella lo rechazó, encendió el suyo friccionando exageradamente la cerilla.

—Te crees que eres el gallito del corral —comento ella, queriendo decir en realidad: «Pero yo te domaré, ya lo veras».

Al volverse para tirar la cerilla, Arthur se dio cuenta de que el hombre de al lado llevaba uniforme militar. Era alto, fornido y agraciado a su modo soldadesco, aunque tenía la cara demasiado enrojecida bajo su cabello oscuro y pronto estaría casi granate, y llevaba el bigote demasiado recortado sobre unos labios de un rojo violáceo. Su gorra estaba sobre el mostrador, junto a una jarra de cerveza vacía. Miro a Arthur el tiempo suficiente como para que ambos se reconocieran y después se dio la vuelta.

—¿No te has traído a tu amigo contigo esta noche? —preguntó Arthur.

—¿Quién es ese? —preguntó Doreen, dándole un codazo.

El atractivo desapareció del rostro del tipo.

—¿Y a ti qué te importa si mi colega está o no conmigo?

—Si todavía sigues buscando lío, salgamos a la calle —dijo Arthur—. Tranquila —le dijo a Doreen—. Es un viejo amigo mío.

El tipo no se movió. Estaba apoyado en el mostrador, con las cejas fruncidas y los ojos entrecerrados, como si hubiese bebido demasiado.

—No ando buscando lío —dijo, vencido por la mirada férrea de Arthur.

—¿Qué quieres decir —exclamó Doreen con una voz repentinamente aguda y asustada—, con lo de que es amigo tuyo?

—Te estoy avisando —le dijo Arthur al tipo—, si andas buscando lío, lo tendrás.

Nunca se disculpará y yo nunca me disculparé, pensó. Si no fuera un soldado corriente estaría de mi lado, dejándose las entrañas junto a una máquina parecida a mi torno, pensando en cómo plantar dinamita para volar el Ayuntamiento. Pero no, es un cabrón descerebrado. No consigo ver lo que Winnie ve en él, pobre capullo. Me apuesto un chelín a que ya tiene problemas con ella. Le voy a ofrecer una pinta:

—Tómate una pinta, compañero —le dijo.

—No, gracias —respondió el tipo.

—Venga —dijo Arthur amistosamente—, tómate una.

La pidió, y también otra para él, y pusieron las jarras una al lado de la otra en la barra. El tipo la miró con suspicacia, como si fuese una jarra de veneno.

Arthur alzó su vaso:

—Salud. Bebe, compañero. Que me caso la semana que viene.

El tipo salió de su amargo trance y dijo:

—Buena suerte, entonces. —Y se terminó la cerveza de un trago.

Tomaron un autobús hasta las viviendas de protección oficial. Iban sentados en silencio, como dos personas que viajan en avión por primera vez, demasiado asustadas ante el vaivén como para decir nada. Cuando tomaron la última curva, ella preguntó:

—¿Quién era ese soldado?

—Un viejo amigo mío —respondió él—. Lo conocí en el ejército.

Y no dijo más.

Caminaron por el jardín hacia la puerta trasera, y entraron por el estrecho porche que se abría entre la carbonera y el baño. Arthur la siguió hasta una cocina que olía a gas rancio y ropa lavada. El pequeño saloncito estaba desordenado. Si yo viviese aquí estaría limpio como una patena, pensó Arthur. Había una hilera de ropa puesta a secar tendida en diagonal por la habitación, y tanto el aparador como la estantería estaban abarrotados de viejas felicitaciones de Navidad apaisadas, de fotos apoyadas en cepillos del pelo, de relojes sin manecillas y de paquetes de tabaco. Cuando entraron, la madre de Doreen apagó una radio de las de hacía veinte años, que sonaba desde el aparador emitiendo interferencias. La mesa estaba puesta ya para la cena: tetera y tazas, azúcar, una lata de leche, pan, queso, cuchillos y tenedores.

Mrs Greatton se sentó cerca de la chimenea a leer el periódico, y el indio de Bombay estaba en cuclillas al otro lado de la caja del carbón, fumándose un cigarrillo que apretujaba entre los dedos. La madre de Doreen era sorda y llevaba gafas, y Arthur calculó que tendría unos cincuenta años. Se preguntó qué vería su amigo el indio en una mujer tan desgarbada y tan fea como ella. Incluso el pelo se le había debilitado y encanecido en la zona de la frente. El indio no se había dignado a conversar con Arthur en sus anteriores visitas a la casa: se limitó a saludarle con la cabeza porque, aparentemente, no sabía una palabra de inglés. La madre de Doreen decía que su amigo trabajaba en una empresa de ingeniería en la ciudad, y que si seguía así tres años podría volver con mil libras ahorradas a Bombay, donde, decía ella, con esa cantidad te consideraban un millonario. El indio llevaba un mono de trabajo y una chaqueta, así como una gorra de tela que Arthur le había visto quitarse sólo una vez, un día en que siguió a Mrs Greatton escaleras arriba para marcharse a dormir. Entonces se dio cuenta de que era completamente calvo. Era un hombre de unos cuarenta años, atractivo a la manera de los indios, aunque a Arthur no le caía lo que se dice bien. Siempre estaba allí en silencio, mirando las imágenes de alguna revista, fumando un cigarrillo tras otro a través de la mano muy despacio y con aire meditabundo, sin que sus labios tocasen nunca la punta del cigarrillo. Mrs Greatton levantaba la mirada de su periódico de vez en cuando y le hacía algún comentario cariñoso que él no entendía pero que agradecía con un gruñido o asintiendo con la cabeza, o con una palabra en su propio idioma que ella tampoco entendía.

Mrs Greatton dobló su periódico y les sirvió la cena. Realizaba cada acción con el cigarrillo colgado en la boca, mirando por encima de sus gafas, moviéndose tan torpemente que Arthur se sorprendió de ver la comida dispuesta finalmente ante ellos tras sólo diez minutos. Sin embargo, ninguno de los dos tenía hambre. Se sentaron frente a frente, masticando despacio el pan, el queso y la carne en lata; Arthur le guiñaba el ojo a Doreen cuando Mrs Greatton volvía la cabeza, y agitaba en broma los dedos bajo la nariz del indio cuando éste miraba hacia abajo.

—A tu madre le va a llevar toda la noche leer ese periódico —comentó en voz bastante fuerte, ya que Mrs Greatton estaba sorda—. ¿Lee despacio o es que también mira los anuncios?

—Lee todas y cada una de las palabras —respondió Doreen—. Le encanta el periódico. Más que cualquier libro que le puedas dar.

Mrs Greatton levantó la vista. Sus ojos astutos le avisaron de que Arthur y Doreen estaban hablando.

—¿Qué decís? —preguntó con interés.

—Le decía a Arthur que te lees todos los anuncios del periódico —gritó Doreen.

—Son interesantes —dijo ella sucintamente.

El indio (Arthur no había oído nunca que nadie emplease su nombre, como si no se hubiesen molestado en preguntárselo) miró hacia arriba y sonrió al oírlos hablar.

—Es un bala perdida —le dijo a Doreen cuando ella le sonrió.

—¿Qué? —quiso saber Mrs Greatton.

—¡Que es un bala perdida! —bramó Arthur.

—No tan perdida —dijo Mrs Greatton—. Le va bien. Es buen tipo.

—¿No tiene nombre? —le preguntó Arthur a Doreen.

—Me parece que no —respondió ella—. Pero le llamamos «Chumley» porque así nos sonó cuando se lo preguntamos, ¿no, Chumley? —le gritó ella.

Él se giró y la miró fijamente, como si ella estuviese intentando sacarle un secreto inconfesable; después se volvió hacia la chimenea.

—No está loco —explicó ella sirviéndole otra taza de té a Arthur—. Le gusta que hablemos de él.

—Parece sentirse muy solo, el pobre —dijo Arthur, como si acabara de caer en ello.

—En realidad no lo está —dijo ella—. Mamá y él se entienden bien. No lleva una vida tan mala como parece.

—Bueno, yo creo que se siente solo —dijo él—. Debería volver a la India. Puedo darme cuenta perfectamente de cuándo un tipo se siente solo. No dice nada, ¿no lo ves? Eso quiere decir que echa de menos a sus colegas.

—Tiene a mamá —dijo Doreen.

—No es lo mismo —respondió él—. Nada que ver.

Acabaron de comer pero se quedaron charlando en la mesa. Arthur estaba esperando que Chumley y Mrs Greatton se fuesen a la cama, que despejasen el terreno para poder quedarse a solas con Doreen. Cada vez hablaba menos, como si la impaciencia la estuviese corroyendo a ella también.

Chumley se incorporó y, gorra en mano, con la calva reluciente bajo la intensa luz eléctrica, caminó hacia la puerta. Cuando lo sintió moverse, Mrs Greatton bajó e hizo crujir su escudo de papel de periódico.

—Subiré pronto, cariño —dijo ella.

—Esperemos que sí… —musitó Arthur.

Escucharon a Chumley subir lentamente las escaleras, pero Mrs Greatton continuó leyendo como si fuese a seguir así toda la noche. Arthur le pasó un cigarrillo encendido a Doreen y se encendió uno para él. Rompió la cerilla en pedacitos y los dispuso a lo largo del borde de su plato, para después hacerlos saltar uno por uno hacia el pedazo de queso que había en medio de la mesa. Doreen le volvió a preguntar acerca del soldado del pub.

—Te lo contaré, ya que insistes —dijo—. Verás, ese tipo era mi amigo en el ejército. Una vez lo castigaron porque yo le acusé. No pude evitar hacerlo, ¿sabes? Había un oficial conmigo y le cayeron siete días de arresto. Bueno, cuando cumplió su condena quedó conmigo en la ciudad, me arreó y nos peleamos, y desde entonces no hemos vuelto a ser tan amigos. Pero ahora parece que todo va mejor entre nosotros. Es un buen tipo, en el fondo, y, antes de que me viese obligado a acusarlo, pasamos ratos agradables juntos. Ahora te darás cuenta de por qué estábamos tan enfadados el uno con el otro cuando nos encontramos esta noche.

Continuó elaborando mentalmente los detalles de sus aventuras juntos hasta que convenció a Doreen de su historia por el sincero tono narrativo que imprimió a su voz. Le costó algunos minutos adquirirlo.

Mrs Greatton llegó finalmente a la última página del periódico. La sección de deportes, pensó Arthur. Estoy seguro de que no querrá leérsela.

—No me fastidies que tu madre hace también el crucigrama… —dijo con descomunal desinterés—. Porque como se le ocurra hacer también el crucigrama, estaremos aquí hasta las cuatro.

—No. Lo intentó una vez pero lo dejó porque todas esas casillas blancas y negras le hacían daño a la vista.

Aliviado al oír eso, observó cómo los ojos de Mrs Greatton se movían de arriba abajo por el periódico. Chumley ya llevaba veinte minutos arriba. ¿Cuándo demonios se levantaría ella también para irse?, se preguntó. A este paso se iba a quedar allí sentada toda la noche. Atrapó de un manotazo a una mosca que andaba por su muñeca. Mrs Greatton levantó la mirada al oír el chasquido, y luego continuó leyendo. Tendré que aguantarme, pensó Arthur con gravedad, aunque se quede en esa silla hasta mañana. Un coche pasó por la calle.

—Es la camioneta del Fish and Chips, que va de vuelta hacia el centro —le informó Doreen.

Eran ya las once menos cuarto. Oyeron los pisotones insistentes de los pies en calcetines de Chumley sobre el suelo del dormitorio.

—No te apures, que ya se marcha —dijo Doreen.

Pero no se marchó. Sube ya las putas escaleras, por Cristo bendito, pensó Arthur. Las madres son tan puñeteramente inoportunas cuando quieren… ¿Por qué no te vas de una vez?

A las once en punto Mrs Greatton se levantó y dobló el periódico.

—Bueno… —dijo mirándolos a ambos—. Me voy a la cama. Y tú, Doreen, no tardes mucho.

—Claro, mamá. Sólo diez minutos. Arthur se tiene que ir ya. Le queda un largo trecho hasta su casa.

—Ya lo creo —gritó Arthur—. En un minuto me voy pitando.

—Y yo fregaré los cacharros y limpiaré la cocina antes de irme a la cama, mami —gritó Doreen cuando su madre ya subía las escaleras.

Cuando sus pasos sonaron sobre el listón suelto del final de las escaleras, Arthur agarró a Doreen y la besó apasionadamente.

—Pensé que no se iba a ir nunca.

—Bueno, pues te equivocabas —dijo ella en tono de reproche, escabulléndose de él.

Retiró la ropa y los periódicos del sofá para que pudieran sentarse y besarse allí sin que nada les molestase, una rutina del sábado noche ya bien establecida en los pocos sábados previos que habían pasado juntos. Unos minutos más tarde, ella se soltó de él y se levantó:

—Hagamos como si te fueras a ir ya.

—El viejo truco de siempre —dijo él, siguiéndola por el lavadero hacia la puerta de atrás.

Doreen la abrió haciendo ruido, gritando forzadamente:

—¡Pues buenas noches, Arthur!

—¡Buenas noches, nena! —gritó él. Le debió de oír todo el vecindario—. ¡Nos vemos el lunes!

La puerta se cerró tan violentamente que los cimientos de la casa temblaron; Doreen se aseguró que el oído de su madre sorda hubiera reaccionado al ruido. Arthur, todavía dentro, siguió a Doreen de puntillas de nuevo hacia el cálido, confortable y bien iluminado cuarto de estar.

—No hagas mucho ruido durante un rato —le susurró ella al oído.

Él se fumó un cigarrillo y se tumbó en el sofá, silbando dulcemente para sí, repantingado cómodamente mientras Doreen quitaba la mesa y lavaba los platos de la cocina, haciendo ruidos discretos pero apropiados que flotaban a través de la casa, confiando en que arrullarían a la madre para que se durmiese, o al menos le harían creer que su hija estaba haciendo sus tareas sin mayor novedad en la planta baja.

Doreen salió de la cocina y se quitó el delantal; se paró junto a la mesa con su vestido verde oscuro que resaltaba de tal modo las curvas de sus pechos y su esbelto cuerpo que Arthur no pudo dejar de exclamar:

—Nunca he visto a nadie tan bonita como tú.

Ella sonrió y se sentó a su lado. La sala estaba caldeada por el fuego que aún ardía en la chimenea. Él arrojó su cigarrillo a medio terminar en la caja del carbón.

—Te quiero —dijo dulcemente.

—Yo también te quiero —respondió ella, pero con ligereza.

Él le puso la mano en el hombro.

—Me gustaría vivir contigo.

Ella sonrió más ampliamente.

—Sería bonito.

—¿Qué edad decías que tenías?

¿Y qué demonios tendrá eso que ver?

—Pronto cumpliré veinte.

—Yo tengo veinticuatro. Conmigo no tendrás problemas de dinero. Cuidaré bien de ti.

A ella se le alegró la cara:

—Jamás se me olvidará ese paseo que dimos aquel domingo —dijo ella con calma, cogiéndole la mano—, cuando estuvimos mirando el agua cerca de Cossal y luego fuimos al prado…

—Sabes a qué me estoy refiriendo, ¿no? —preguntó él severamente.

—Claro.

Se quedaron callados. Arthur se sentía doblegado, con la mente bloqueada por preguntas y respuestas poco satisfactorias, bregando en las últimas etapas de una vieja batalla que tenía consigo mismo y, al mismo tiempo, sintiendo aflorar las primeras escaramuzas de un nuevo conflicto. Pero por dentro se sentía bien, cómodo y seguro, pisando más fuerte nunca. Debo de estar borracho, pensó. No, no lo estoy. Estoy totalmente sobrio.

Se sentaron como si les hubiesen liberado del peso del mundo en ese mismo instante y se hubiesen quedado mudos de asombro. Pero eso duró sólo un momento. Arthur la abrazó con una fuerza criminal, como si quisiera domeñar su espíritu ya desde el primer breve combate. Pero ella le respondió como si le fuera a vencer ella primero. Estaban empatados y buscaron alivio en la trascendental decisión que acababan de tomar. Él le habló dulcemente y ella asintió con la cabeza ante sus palabras, sin saber qué significaban. Tampoco Arthur sabía lo que decía realmente; tanto la transmisión como la recepción estaban ahogadas y trataban de abrirse paso a través los surcos abiertos de la tierra.