CAPÍTULO CATORCE

APARTÓ el dedo del taladro y la sangre brotó de su piel, ajada y blanquecina a causa de las jabonaduras, y se deslizó por su mano. La secó con un puñado de algodón sobrante: era un corte pequeño, pero la sangre siguió su camino por la palma y le bajó por la muñeca. Con un dedo la desvió hacia el suelo, apartándola de su antebrazo desnudo y nervado. Maldijo el tiempo perdido y se fue a la sección de primeros auxilios para que le curasen y le vendasen el dedo. Aquello implicaba atravesar toda la fábrica de punta a punta, así que anduvo deprisa por la principal vía de acceso con el dedo hacia abajo para que la sangre gotease libremente sobre el suelo impregnado de grasa del pasillo. Al doblar una esquina se topó con Jack.

Arthur se paró y le vio encenderse un cigarrillo. Prendió la cerilla despacio y la aplicó al cigarrillo con tal cuidado que, ahora que Jack había puesto todo su empeño en encenderlo, no le quedaba otra opción que hacerlo. Fue una operación lenta y eficaz, como todos los demás actos de Jack. Tiró al suelo la cerilla y levantó la vista, y entonces vio a Arthur de pie ante él. Por alguna razón se puso pálido.

Sin saber muy bien por qué, Arthur no tenía ganas de mostrarse amistoso. Así que no lo saludó, sino que, al notar la creciente palidez de su rostro, se limitó a decir:

—¿Qué te pasa? ¿Quieres que te traiga el bote de las sales?

Una fracción de segundo antes de darse plena cuenta del motivo del comentario, Arthur notó que ya se había embalado:

—¿O acaso es que pensabas que estaba muerto?

Jack se quedó mudo, y lo miró como si le hubiesen rodeado el cuello con una soga. ¿Quién sino Jack le podría haber contado a los dos tipos dónde iba a estar él a una hora determinada un viernes por la noche de hacía dos semanas?

—¿Que estabas muerto? —dijo Jack—. No sé de qué estás hablando…

—No pensé que lo hicieras —dijo Arthur—. Eres de esa clase de tipos que cuando les rompen la cara se ponen a chillar como cerdos acorralados.

El pasillo estaba vacío y ambos se dieron cuenta a la vez. Arthur cerró el puño, ahora cubierto de sangre a causa del corte. No pensaba que valiese la pena: ojo por ojo y diente por diente, pero él había tenido una dosis suficiente de ambos. Dijo:

—¿Por qué no tienes los cojones de admitirlo, pedazo de cabrón farsante?

Jack dio un paso atrás al oír aquella declaración tan tajante y musitó una respuesta confusa que Arthur no se molestó en descifrar. Se apartaron hacia la pared para permitir el paso de un carrito cargado de manillares cromados y luego se miraron en silencio, Jack incapaz de apartar los ojos del dedo de Arthur, de las joyas y diamantes de sangre goteando copiosamente sobre el suelo, parpadeando con cada gota que caía.

—Bueno, ¿y qué si les dije dónde estabas? —dijo Jack finalmente, mostrando algo de agresividad—. No tendrías que haberme levantado a Brenda de esa manera. Lo que hiciste no estuvo bien.

Arthur sintió el impulso de partirle la cara a Jack, de aporrearlo llevándolo de un extremo al otro de la fábrica. Jack se dio cuenta y miró hacia otro lado, hacia el carrito que ahora doblaba una esquina. Aquí no, pensó Arthur. Lo puedo pillar igual que me pillaron a mí esos dos tipos, en una calle oscura por la noche.

—Tú no me tienes que decir lo que está bien y lo que está mal. Todo lo que yo hago es correcto, y lo que la gente me hace también está bien. Y lo que yo te hago a ti también lo es. Métete eso en tu cabezota.

Jack había dejado caer su cigarrillo y estaba encendiendo otro. Apartó la mirada del rostro de Arthur, cercano y duro como el granito.

—Te puedo contar también —dijo— que el marido de Winnie todavía va a por ti. Está de permiso por Navidad, así que ándate con ojo.

Arthur buscó un cigarrillo con la mano buena, pero no encontró el paquete.

—Gracias por decírmelo, pero si va él solo lo lamentará. Esto es una amenaza en toda regla: si lo pillo, lo destrozo, que no se te olvide. Y lo digo en serio.

Jack vio que era verdad.

—Eres un embaucador, Arthur —dijo débilmente—. Eres demasiado violento. Un día te las vas a ver negras: lo estás pidiendo a gritos.

—Y tú eres demasiado cagado como para meterte en líos —respondió Arthur, sin encontrar una sola palabra amable para él.

—Puede ser —dijo Jack. Al ver a Arthur pasando apuros buscando con una sola mano, le dijo—: Coge un pitillo de los míos. —Y le tendió el paquete.

Arthur acababa de encontrar el suyo.

—No te molestes —le dijo, empapando de sangre la caja de cerillas antes de encender una.

Jack quería irse, pero por alguna razón no podía.

—¿Sigues trabajando en la tornería? —preguntó, incapaz de soportar el silencio entre ambos.

—¿Dónde te crees que me he hecho este corte? Estaré ahí hasta el día del juicio, si es que no me vuelvo majara antes.

—No te preocupes —dijo Jack—. La empresa te dará una buena paga extra estas Navidades. ¿Cuántos años llevas trabajando aquí?

—Ocho. Es como una cadena perpetua. Si llego hasta veintiuno será lo mismo que si hubiera cometido un crimen.

Jack soltó una risa sardónica.

—Es verdad.

—No es que quiera asesinar a nadie. No creo que nadie merezca tanto la pena como para que lo asesinen, a no ser que sea por diversión. Al menos por ahora.

—No pienses esas cosas —dijo Jack con voz amistosa y tolerante, dándole un consejo íntimo—. Tienes que pasar por el aro, Arthur. Si lo hicieras, disfrutarías de la vida.

—Ya la disfruto, compañero —dijo en voz muy alta—. Sólo porque no sea como tú no pienses que no lo hago. Yo tengo mi vida y tú tienes la tuya. Tú seguirás con tu familia y tus carreras, y yo seguiré yendo al White Horse, a pescar y a echarme mis polvos.

—Yo sigo mi camino y tú el tuyo —reconoció Jack.

—Eso es; y son caminos diferentes.

Jack permaneció en silencio.

Arthur dijo:

—Me voy pitando a la enfermería antes de que me desangre.

—Y yo tengo que ir al almacén a buscar repuestos —dijo Jack aliviado—. Ya nos veremos en otra.

—A lo mejor —dijo Arthur mientras se marchaba.

El viernes por la noche se fue a casa con treinta billetes de una libra en el bolsillo: sueldo y pagas extra. El sábado compró juguetes para los niños de Margaret y regalos variados para el resto de la familia; volvió del centro de la ciudad con los brazos cargados y un puro entre los dientes. Una apuesta al caballo Fairy Glory en la carrera de las dos y media le hizo ganar doce libras. Escondió veinte en su cuarto y abarrotó su cartera con lo que le sobraba para hacer frente a las Navidades.

Mientras cruzaba la plaza del mercado de camino a casa de su tía Ada, un manto de nubes negras se colocó sobre la ciudad. Daba la impresión de que en cuanto Dios accionase la palanca, caería una capa de dos metros de nieve.

Entró a toda pastilla por la puerta trasera, que estaba medio rota, y la tía Ada le recriminó que se hubiese saltado la comida del mediodía, porque ahora estaba como un témpano en la cocina y sólo se la podrían comer los gatos. Arthur hundió la mano en el bolsillo de su abrigo y les tiró a los niños golosinas de seis peniques. Luego hizo la ronda y les dio puros a Bert, Dave y Ralph, de modo que los cuatro llenaron la sala, ya de por sí cálida, con densas nubes de humo. Durante todo ese día, le contó Ada a Arthur, habían estado esperando a un soldado negro de la Costa de Oro. Se llamaba Sam y era amigo de Johnny, que estaba en África Occidental con el Real Cuerpo de Ingenieros. Johnny le había pedido a Sam que los visitara mientras hacía su curso de mecánica en Inglaterra. El día anterior había llegado un telegrama que decía: «Llego el 24. Sam», así que Ada se lo imaginaba vagando por la ciudad helada como un alma en pena, incapaz de encontrar el camino a casa.

—Debe de imaginarse que todos los telegramas se mandan por tam-tam —dijo Bert, estallando en una carcajada ante su propio chiste—. En cualquier caso, no se nos va a perder. Lo único que hay que hacer es buscar entre la multitud una cabeza negra envuelta en un abrigo color caqui.

Arthur se fue con él a buscarlo por las estaciones de tren y autobús, y una hora más tarde se pararon en un puesto de té cerca del mercado, sin haberlo encontrado todavía. Era tarde, hacía frío y querían escuchar los resultados del fútbol en casa con la tripa llena y un pitillo cerca del fuego crepitante.

—Han dado las cinco —dijo Arthur, alejando su taza—. Si se ha perdido, qué le vamos a hacer. No voy a quedarme aquí como un témpano por perseguir a un zulú.

Cuando volvieron a casa, Sam ya estaba allí. Era un negro achaparrado con un rostro inteligente y sereno, y un uniforme recién planchado en cuya manga destacaban tres largas barras. Explicó que había llegado en un tren matutino y que había pasado el día explorando la ciudad. Se sentó bien estirado en una silla de mimbre junto a la chimenea, con pinta de estar a punto de sufrir un sofoco en la calurosa cocina abarrotada. Su cinturón de campaña, cuidadosamente doblado, reposaba en el sofá, bajo la ventana. Sabía que era el centro de atención, y se levantó para saludar a Bert y a Arthur cuando entraron; Arthur notó el apretón fuerte y cálido de su negra mano sobre la suya, que estaba helada. Las dos hijas pelirrojas trataban de contener la risa ante el suplicio de las infinitas presentaciones por las que Sam se estaba viendo obligado a pasar. El propio Dave entró cinco minutos después. Venía del fútbol y casi se cae de espaldas al ver un negro sentado en su cuarto de estar. Las dos chicas gritaron que el segundo batallón llegaría en cualquier momento, y Ada las regañó y las mandó callar. Ralph, acurrucado ante la chimenea, ajeno al ruido y encerrado en su calido mundo propio, sólo se volvió para preguntarle a Dave qué equipo había ganado.

—El County perdió por cuatro a cero —dijo Dave—. Todo el mundo lo comenta. Nunca habían tenido una racha tan mala. Tiró su gorra a las chicas que ahora se reían de él, sacó de su bolsillo un ejemplar bien doblado del Mirror y se lo lanzó a Ralph diciendo:

—Aquí encontrarás los resultados del primer tiempo.

El periódico se abrió en el aire y Ralph lo agarró al vuelo cuando iba a aterrizar en el fuego.

Arthur se sentó a la mesa con una taza de té, disfrutando de las bromas y de las preguntas que le llovían a Sam, que estaba ahí, y que se las desenvolvía a las mil maravillas. ¿Sabía leer y escribir? ¿Quién le había enseñado? ¿Creía en Dios? ¿Cómo le iba a Johnny en Africa? ¿Estaba a gusto Johnny en un sitio tan caluroso? ¿Se lo estaba pasando bien? ¿Echaba Sam de menos Africa Occidental? (Por supuesto, dijo Bert susurrando en alto, pero lo que más extraña son los tam-tams. Ada le lanzó una mirada implacable). ¿Cuánto tiempo llevaba Sam en el ejercito? ¡Siete años! ¿No le parecía una vida entera? ¿Y no estaba contento de que sólo le quedasen tres más? ¿Qué edad tienes, Sam? ¡Sólo treinta y dos! ¿Y te gusta Inglaterra? Bueno, supongo que pronto te acostumbrarás. ¿Y tienes novia en la Costa de Oro? ¿Es simpática? (¿Es tan negra como el as de picas?, le susurró Bert a Arthur al oído). ¿Os casaréis por la Iglesia? Arthur hundió su tenedor en un pedazo de pastel de carne, contento de estar en casa de Ada por Navidad. Las bromas caían como chispas en el relajado barril de pólvora de sus mentes. Dave, Bert y él se apoltronaron en los sillones que había junto a la chimenea del salón, mientras fumaban y escuchaban a los paseantes cuyos pies marcaban el paso de las horas vacías del fin de semana que quedaban entre los partidos de fútbol y la apertura de los pubs. Sonó el picaporte y entró Jane, una treintañera pelirroja de cara afilada, que se sostuvo en el brazo del sillón de Dave.

—Quiero que todos me deis media corona para una caja de cerveza. Es para cuando volvamos del pub esta noche.

No encontró oposición, así que todos hundieron las manos en los bolsillos.

—¿Y qué pasa con Sam? —preguntó Dave.

—Él no pone nada —dijo ella—. Es nuestro invitado.

—Menos mal —comentó Bert—. Quizá intentaría pagarte con cuentas de collar.

Jane se volvió hacia él con gesto airado.

—Cállate. Va a salir con todos esta noche y más te vale ser majo con él, o Johnny te arreará de lo lindo cuando vuelva de África.

Más tarde, la casa empezó a funcionar como el cuello de un reloj de arena: los visitantes entraban por el patio de atrás y eran evacuados junto a diversos miembros de la familia por la puerta principal. Ada, Ralph, Jim y Jane salieron con el primer grupo. A los menores de dieciséis los despacharon a la última sesión del cine.

Arthur salió con Bert, Dave, Colin y Sam. Todos llevaban su abrigo, y aún así Sam temblaba como una hoja. Escalaron la cuesta del puente de dos en dos e hicieron bajarse de la acera a un chico que iba en dirección contraria con un cucurucho de fish and chips. Los patios de carga ferroviarios, más abajo, estaban cubiertos por la niebla; subían sonidos de estridentes camiones, envueltos y amortiguados por la humedad antes de ascender flotando hacia la calle iluminada. Sobre el pretil de los patios brillaban luces naranjas en torno al gran reloj de la estación, y las siluetas negras de los silos se erguían en los alrededores.

El Lambley Green estaba casi vacío. Dave pidió unas pintas y se pusieron a jugar a los dardos; Arthur iba de pareja con Sam contra Colin y Bert, mientras que Dave hacía el recuento de los puntos. Sam poseía un ojo asombroso y acertaba a todo lo que se proponía; Bert lo achacaba a la herencia de un probable pasado como lanzador de azagayas. En el siguiente pub, más concurrido por ser más céntrico, Sam se ofreció a invitar a una ronda de bebidas, pero los demás se negaron a aceptar. Arthur se agarró a la barra y pidió cinco pintas. Mientras las pasaba una a una por encima de su hombro se le derramó un poco de cerveza en el abrigo de una mujer, que se volvió amenazadora hacia él:

—¿No puedes tener más cuidado?

—Lo siento, señora —dijo alegremente.

Su marido estaba cerca, un hombre alto de labios gruesos, bigote negro y pelo cepillado hacia atrás desde su estrecha frente hasta llegar a tocar la bufanda blanca remetida en el cuello de su abrigo negro.

—Serás manazas —exclamó. Arthur le ignoró y continuó acarreando las cervezas—. ¿Qué te pasa? ¿Es que estás sordo? —preguntó el hombre.

Arthur apretó los puños, listo para aplastarlo.

—Debe de estarlo —añadió la mujer mostrando unos labios de expresión avinagrada y unos ojos demacrados y vengativos.

Arthur no dijo nada. Dave se abrió paso hacia el hombre:

—¿Andas buscando líos, amigo?

Sam y Colin miraron desde la pared.

—Atízale una buena, Arthur —gritó Bert.

—No quiero líos —dijo el hombre, apartándose de la fría mirada fija de Arthur, cuya actitud no podía ser más agresiva—. Solamente digo que debería tener más cuidado, eso es todo.

—Ha sido un accidente, ¿no crees? —dijo Dave en voz muy alta, mirándolo por encima, con la cara roja y tensa de rabia.

—Atízale, Jack. ¿Por qué no le atizas? —dijo la mujer sorbiendo su oporto.

—Es a usted a quien habría que atizar, señora… —dijo Dave—. La gente como usted es la que causa todo el jaleo.

El dueño del pub llegó desde el otro extremo de la barra.

—A ver, no quiero peleas aquí.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó Sam a Arthur.

—No me gusta que la gente ponga perdido de cerveza el abrigo de mi mujer —dijo el hombre malhumorado.

Arthur relajó los puños.

—Si hubiera sido whisky le habría dado unos lametones y listo —dijo Bert—. Este sitio es como un cementerio. No hay más que muermos.

Atravesaron Slab Square y, bien frescos tras una pinta en el Plumtree, tiraron hacia el Red Dragón y de allí pasaron al Skittling Alley y al Coach Tavern, y finalmente se abrieron paso a codazos entre la muchedumbre que abarrotaba el Trip to Jerusalem, una lapa de luces y ruido pegada a la carcasa de la Roca del Castillo.

Cuando volvieron a casa, Sam intentó contar a los que se agolpaban en el salón, pero lo dejó al llegar a veinte, cuando vio que estaba contando dos veces a la misma gente. Jane sirvió cerveza en tazas y vasos.

—Venga, Arthur, agarra uno de estos. ¿Lo estás pasando bien, Sam? —dijo volviéndose hacia él cuando entró en la sala—. Esta cerveza es la repera, Sam —le dijo con la voz discordante por la borrachera—. Jim y yo la «compramos» en el pub de al lado. Hace un par de años —le dijo a Sam—. Bert y Dave bajaron a nuestra bodega con un martillo y un cincel, dieron un par de golpes a unos cuantos ladrillos de la pared y se hicieron con dos cajones de cerveza de la bodega del pub contiguo. Lo volvieron a tapar con cemento para que nadie se diese cuenta y desde entonces tenemos bebida de la buena.

La carcajada de Arthur corrió junto a las otras al rememorar aquellos acontecimientos, pues él también había participado. Se acordaba de los ladrillos. Los habían numerado con un trozo de tiza mientras se los pasaban.

Ada entró con un gran plato de loza blanca abarrotado de sándwiches de pierna de cordero.

—Venga, tribu, que tenéis que comer algo. Queremos que lo pases bien, Sam —le dijo. Se volvió bruscamente hacia Colin—: ¿Dónde está Beatty? Pensé que vendría hoy. Como es Nochebuena…

—No deberías tirártela tan a menudo, Colin —le dijo Dave.

—Sólo con mirarla ya le hago un crío —dijo Bert, llenando su vaso y agarrando un sándwich. Ada llevaba un vestido de colores alegres.

—¿Te gusta mi salón, Sam?

Él admiró las paredes y el techo, las felicitaciones de Navidad sobre la encimera de la chimenea de mármol que sólo dejaban ver la cúpula de nogal del reloj.

—Arthur y Bert me lo empapelaron hace dos años. Me habría costado cinco libras de haber llamado a un decorador, pero ellos lo hicieron igual de bien.

—Salvo por las arrugas del papel… —dijo Arthur, aturdido por un largo beso que le había dado a una de sus primas pelirrojas bajo el muérdago.

Ralph, que llevaba un gorro de papel de colores, y Jim, con su uniforme de piloto y otro gorro de papel, ensayaron un numerito de baile al entrar en la sala, seguidos por la segunda prima pelirroja, que exhibía la gorra de la Fuerza Aérea de su cuñado.

—No hagas el tonto —le dijo Ada a esta última.

—Quiero una cerveza —gritó ella.

Ada dijo que como se le ocurriera probar una gota de alcohol le daría un coscorrón. Sam se sentó en el sofá y alguien le encasquetó un gorro de papel rosa en el pelo negro y encrespado. La tuberculosa de Eunice entró con Harry, su chico de cara ancha y cetrina. Tenía el rizado pelo castaño peinado hacia atrás; trabajaba como soldador en una de las fábricas de los Meadows. Eunice llevaba un abrigo pardo con hombreras para esconder su cuerpo enjuto, pero la traicionaban sus pómulos hundidos y sus muñecas como palillos. Les lanzaron a las manos sándwiches de cordero y bebidas, y Arthur, ya con bastante alcohol encima, empezó a cantar a voz en cuello por la sala, mientras Bert, Colin y Dave hacían solitarios con desgana sentados a la mesa. Ada le pidió a Sam que cantara también él, pero él le dijo que no se sabía esas canciones.

—¿Te sabes Everybody likes Saturday Night, Sam? —gritó Bert desde la mesa, y Sam sonrió de alegría ante la simpatía que le mostraban.

Se fueron yendo a la cocina uno por uno hasta dejar solos a Harry y Eunice. Apagaron la luz y se sentaron junto a la ventana para ver pasar el tráfico.

Cuando el fuego de la cocina se consumió del todo, la gente se fue a la cama. Por toda la casa se escuchaban portazos. Arthur, que subía a tientas las escaleras detrás de Sam, dormiría en la cama grande con sus dos primos, y a Sam le habían preparado un catre especial junto a la ventana. Los demás se fueron enseguida a dormir, pero Arthur tardó en dormirse, atento a los ruidos de la casa. Oyó un portazo, una risa femenina, un grito animal de protesta y luego llegaron los ronquidos de sus primos. Un estrépito pesado de camiones, como el avanzar de una versión gigante del dickensiano fantasma de Marley sobre el valle del Trent, salía de las vías de ferrocarril que corrían cerca. Los cristales vibraron cuando un coche cruzó a corta distancia. Los pasos de un hombre dejaron atrás la puerta y desde el centro de la ciudad unos cuantos relojes melancólicos dieron la media.

Los exabruptos de Bert y Dave peleándose por las mantas despertaron a Sam. Los niños corrían descalzos por los pasillos y el sol brillaba a través de las ventanas. Dejaron a Sam vestirse en privado, y el aroma de la panceta frita iba cobrando fuerza a medida que Arthur, Bert y Dave descendían a la cocina. Jane y Jim hablaban en su dormitorio, y Ralph se dio la vuelta con un ronquido tras su puerta cerrada. Se lavaron uno por uno en la pila del lavadero. Una vez se sentó para desayunar, Bert bromeó acerca de Sam:

—Oye, mamá, creo que hay un zulú en mi cuarto.

Ada le dijo que no fuera tonto y que dejara en paz a Sam. Cuando este bajó, le sirvieron tres huevos y las chicas protestaron y dijeron que eso no era justo. Pero Ada les enseñó el puño y les dijo que se callasen. Se sentaron en el salón tras el desayuno, tostándose ante la chimenea. Tiraron un cable desde la radio de la cocina hasta un altavoz y la casa tembló bajo una de las peticiones de los oyentes: parte de un concierto de Bach que sonaba como el tumulto del mar.

Caminaron hasta el centro. Del este venía un viento frío y amargo, y Dave vaticinó que nevaría, burlándose con simpatía de Sam, que sólo la había visto en postales pero nunca en las calles. Los ruidos del pub eran contenidos y meditabundos, como si la gente llevase dos horas en silencio en memoria de los hechos de la noche anterior. Había momentos en que el sol les daba en los ojos, y otros en que el viento casi los barría. Se tomaron una pinta en el Horse and Groom, y a Arthur le llevó cinco minutos explicarle a Sam lo que era un mercachifle:

—Es un hombre que vende fruta de un barril por la calle.

En casa, habían puesto una mesa especial en el salón y habían mantenido el fuego encendido para ellos. Las chicas les sirvieron patatas al horno, cerdo asado y coliflor y nadie habló mientras comían. Siguieron los platos de pudín de Navidad, con ríos de natillas bajando por los riscos. Un ruido sombrío como el de una marea salía de la cocina, donde la familia se alimentaba bajo la severa dictadura de Ada. Todo el mundo se reunió en el salón para jugar al tejo, tras colocar el fondo común en un frutero de cristal plantado en medio de la mesa, que se fue llenando de dinero a medida que el juego se desarrollaba. Había doce personas jugando, incluidos Sam y Ada, cuyos grandes brazos reposaban sobre la mesa. Cuando no se echaban cartas lo suficientemente rápido se daban órdenes, las monedas se deslizaban por todo el tablero para empezar una nueva partida y alguna mano alegre dejaba limpio el plato con el bote cuando ganaba la baza. Una niña de diez años recogió los doce peniques. «Cochina granuja», «pilluela», «suertuda». Ella rechazó apostar de nuevo el dinero y dijo que se iba a ver a un amigo y entonces el aire se llenó de amenazas.

—No tengo por qué jugar más si no quiero —chilló, y dio un portazo.

Ada se volvió a uno de los hijos de Beatty y preguntó cuándo llegaría su madre. Dave abrió sus cartas en abanico y lanzó un dos de corazones:

—Tiene demasiados hijos que cuidar —dijo intentando mostrarse solidario—. Es imposible alimentarlos a todos a la vez. No sé cómo se las apañan todos para dormir en esa casa. Colin ha debido de instalar literas en la bodega.

—Nunca había visto una tribu así —intervino Bert—. Cada vez que entras por la puerta aplastas contra la pared a un par de críos.

Sam estaba confundido ante sus bromas privadas, aunque se reía con ellas. Sirvieron el té en tres turnos, con Ada como organizadora principal, pavoneándose ante sus dos hermanas solteras. Annie era bajita y se había quedado encogida tras demasiados años de trabajo en la fábrica de encajes. Era una mujer de cuarenta años con una trenza de pelo canoso, vestida con un traje verde oscuro y una chaqueta de punto negra como el carbón. Bertha era más alta, pero también mayor, con mucho pecho, voz rotunda y ropa más favorecedora. Ada entró desde el lavadero con un plato de ensalada, seguida por Bertha con un bol de gelatina y Annie con un pastel de Navidad cuya cinta rosa sirvió de corona para Ada. Bert se hizo con una rebanada de pan con mantequilla, y le pidió a gritos el jamón a Annie.

—Ten un poco de paciencia, Bert. Ya ves que estoy ocupada haciendo el té.

Arthur se sirvió un montón de ensalada en un plato, balanceando rodajas de tomate clavadas en su tenedor por todo el mantel blanco. Bertha estaba situada en el extremo de la mesa con la tetera preparada, lista para inclinarse sobre cualquiera cuya taza estuviese vacía. Sus ojos se posaron en Sam:

—Sam sí que sabe comer. ¡Qué bien se llena el estómago!

Sam miró para arriba y sonrió:

—¿Os dan viandas como estas en el ejército? —preguntó Bert.

—Seguro que no —dijo Ada antes de que él pudiera responder—. ¿Os las dan?

—No, pero a veces la comida está buena en el ejército —respondió Sam con instintiva diplomacia.

—Cuando yo estaba en el ejército, en Bélgica y Alemania —dijo Bert, alcanzando el plato de pasteles que Annie había puesto sobre la mesa—, nos daban comida para cerdos.

Dave se rio:

—Cuando yo estaba en el ejército nos daban pan y agua, y eso con suerte.

—¿Sabes en qué regimiento serví yo? —le dijo Bert a Sam, que negó con la cabeza—: Estaba en el RCD —siguió Bert—. ¿Sam, tú sabes lo que es el RCD?

Sam preguntó qué regimiento era ese.

—El Real Cuerpo de Desertores —soltó Bert a voz en grito—. Y a fe que como empiece otra guerra volveremos a alistarnos en ese regimiento, ¿a que sí, Arthur?

Dave pidió otra taza de té y Ada gritó que se dieran prisa, pues aún faltaban otros dos platos. Se volvieron entonces al salón y mientras Sam estaba en el baño, entró Jane y extendió la mano pidiendo más medias coronas.

—Es para cerveza —dijo. Cuando todo el mundo había pagado ya, preguntó—: ¿Dónde está Sam?

Arthur se lo dijo y Bert añadió:

—Está envuelto en una manta.

—Él también tiene que poner media corona.

—Pensé que era un invitado —dijo Dave, echando dos trozos de carbón al fuego.

—Bueno, pues tiene que pagar, como todos —dijo ella indignada—. Tiene dinero suficiente.

—¿Y entonces, qué pasa con Annie y Bertha? —dijo Dave—. ¿Tienen que pagar esas dos gorronas también?

—Sí —gritó Bert—, ¿qué pasa con esas comebiblias? Siempre están ahí con sus medios peniques. Debe de ser que echan todo el dinero en el cepillo de la iglesia.

—No te preocupes —dijo ella—. Ya pagarán.

Jane abordó a Sam en el pasillo y se hizo con su media corona.

Tras una ronda de pubs por la tarde, acabaron en el Railway Club bebiendo con Ada y Ralph. Era un salón largo y de techo bajo, con hileras de mesas como las de una cantina militar y una barra y una tarima al fondo. Estaban jugando al bingo. Arthur, Sam, Bert y Dave compraron cartones y miraron sus números. Cerca del momento culminante del juego, un hombre con una gorra saltó de repente y gritó con todas sus fuerzas, como si le acabaran de clavar un puñal en la espalda: «¡BINGO!». A Sam le dio un escalofrío del susto; los otros se lamentaron de su mala suerte.

—¡Cristo! —exclamó Ada—. Sólo me faltaban dos para ganar…

—A mí sólo uno —dijo Arthur.

—Qué rabia —dijo ella—. Habrías ganado una botella de whisky.

A las diez y media la tribu entera salió en tropel por el puente que cruzaba las vías en dirección a casa. Apilaron los abrigos en montones sobre la mesa de la cocina, y sobrecargaron tanto los percheros del vestíbulo que se vinieron abajo. Cerveza para los mayores, naranjada para los niños: la edad límite eran dieciséis años, y Jane los iba discriminando en el mostrador del salón. Beatty, alta y ruidosa, se sentó en el sofá con Colin; Eileen, Francés, June y Alma se llevaron las sillas a la ventana y trataron de entonar una canción protesta para provocar a los demás; Arthur, Sam, Bert y Dave ocuparon el espacio alrededor de la chimenea; Ralph, Jim y Ada, por su parte, permanecían de pie junto a la puerta; Annie y Bertha repartían sándwiches de carne; Frank, que ya tenía veintidós años y que era hijo de Beatty y de su primer marido, trataba de convencer a su novia de que vomitase fuera y se dejase de historias. Harry, Eunice y una chica vestida con un uniforme militar ocupaban el sofá. Varios niños se agarraban a las patas de las mesas por seguridad. Alma, que tenía quince años, pelo castaño y un vestido de algodón escotado que mostraba la piel blanca de sus dos pechos redondos y regordetes, era blanco de las burlas de Bert, que la obligó a besarle bajo el muérdago. Salió disparada de la casa cuando Bert intentó que besara también a Sam. Explotaron globos; las serpentinas de colores colgaban del techo; Bert se abrió paso por la sala con un cigarrillo en alto. Sobre el bullicio se oyó la voz de Jane diciéndole a Jim, con un tono muy agresivo:

—¡No me lo creo! No es verdad. No puedes estar hablando en serio, cerdo cabrón.

Bert consiguió que Sam besase a Annie y a Bertha bajo el muérdago, y Bertha le preguntó después a Sam si le escribiría desde Africa.

—Y mándale recuerdos de mi parte a tu novia, ¿lo harás? —dijo ella. Tenía el ojo izquierdo medio bizco y todo vidrioso de tanto que había bebido.

—Sí —respondió él—, lo haré.

Ada le preguntó si se lo había pasado bien esas Navidades.

—Muy bien —contestó él solemnemente.

—¿Y le contarás a Johnny todo sobre nosotros cuando vuelvas? —quiso saber ella.

Sam le dijo que sí.

—Ojalá estuviese aquí Johnny. Es un buen chico —dijo Ada—. Nunca le he oído decir nada malo de nadie. Me acuerdo de que un día un hombre en Waterway Street me dijo algo feo y Johnny lo persiguió por toda la calle. El hombre corrió a meterse en su casa y cerró con llave, pero eso no detuvo a nuestro Johnny. Empujó la puerta con el hombro hasta que el hombre tuvo que abrir por miedo a que la tirara abajo, y entonces Johnny lo persiguió alrededor de la mesa hasta que lo agarró y lo estampó contra la pared. Después de eso, el hombre comía de mi mano cada vez que me veía.

Ada le pasó un vaso de cerveza a Sam y le besó bajo el muérdago, lo que hizo gritar a Beatty:

—Bueno, me apuesto algo a que no es la primera vez que la besa un hombre negro.

Alguien sugirió que Ralph podría estar celoso.

—¿Celoso a santo de qué? —dijo ella—. Sam es como si fuera mi hijo.

Las niñas chillaron cuando explotaron más globos.

—¿Entonces te gusta Inglaterra? —preguntó Jane a Sam. Se había ausentado de la sala durante unos minutos.

—Me gusta mucho —farfulló Sam.

Ella lo rodeó con los brazos y lo besó, dándole la espalda a su marido que estaba junto a la puerta con rostro rabioso. Las dos niñas se fueron a casa, y Francés y Eileen llevaron a dormir a varios niños. Frank, finalmente, acompañó a su novia a que vomitara fuera. Eunice se fue con Harry. Annie y Bertha se pusieron los abrigos y se marcharon a su casa. Jane y Jim se sentaron en el sofá con los vasos vacíos; Jane parecía malhumorada, y Jim apagado. Sam anunció que se iba a la cama.

—Me quiero levantar pronto mañana. Tengo que coger el tren.

Se puso de pie y cogió su cinturón de campaña de la silla. La estancia se quedó de repente en silencio. Jane estaba en medio del salón de pie, mirando fijamente a Jim con los labios fruncidos por el enfado.

—No se te ocurra decir esas cosas de mí —gritó muy fuerte.

Arthur vio que tenía en la mano un vaso de cerveza.

—¿Qué es lo que ha dicho…? —preguntó Ada a todo el mundo.

Jane no respondió, y en cambio golpeó a su marido en la frente con el vaso haciéndole una brecha de un centímetro de profundidad. La sangre le corría por la cara, cogiendo velocidad hasta caer sobre la alfombra. Él se quedó parado como una estatua sin emitir sonido alguno. A Jane se le cayó el vaso de la mano.

—No me vas a acusar de eso… —dijo ella de nuevo, con los labios temblorosos.

—¿Por qué me has golpeado? —preguntó Jim finalmente, con un gemido de sorpresa en la voz.

—Para que tengas cuidado con lo que dices —gritó ella, apartándose al ver tanta sangre.

—¿Qué es lo que he dicho? —se defendió él—. Que alguien me diga qué es lo que he dicho.

—Te lo tienes bien merecido —dijo ella.

Dave lo condujo hacia una silla. Arthur fue al lavadero y colocó un pañuelo limpio bajo el grifo. Sam seguía de pie, pero parecía a punto de desmayarse. El agua fría que corría por su mano despertó a Arthur. Apretó el pañuelo húmedo y frío contra la cabeza de Jim, sintiéndose extraña y alegremente vivo, como si hubiese estado viviendo en un vacío sin alma desde su pelea con los soldados. Pensó que no había tenido vida desde entonces, pero ahora estaba despierto de nuevo, listo para hacer frente a todos los obstáculos, para arrearle a cualquier hombre o mujer que anduviese buscándolo, para volverse contra el mundo entero si le molestaba demasiado. Habría sido capaz de hacerlo saltar en pedazos. El chasquido del vaso contra la frente de Jim retumbaba una y otra vez en su mente.