CAPÍTULO TRECE

ESTABA tumbado, invadido por la apatía. Al incorporarse para recolocar la almohada, fijó la mirada en la pared rosa de su cuarto sin reconocerla. Después volvió a sumirse en el sueño, deseoso de que sus preocupaciones se esfumaran. Al despertarse, devoró con ansia la comida que su madre le había dejado en una silla junto a la cama y respondió con hosquedad cuando ella le preguntó qué le pasaba y por qué llevaba tantos días tumbado así, como un perro muerto.

—Me encuentro mal —respondió.

—Pues déjame llamar al médico.

—No estoy tan mal.

Le daba igual vivir o morirse. Los mecanismos del cambio que iba grabando sus profundas huellas por toda su mente aún no se presentaban como una mejoría. Dejó la mirada fija en la pared del dormitorio color rosa pálido, sobre la chimenea, acuciado por un espeso revoltijo de pensamientos, y empezó a convencerse de que se estaba volviendo loco. Oía el repiqueteo de platos y tazas en el piso de abajo, el zumbido monótono de las turbinas de la fábrica al final de la calle, el rumor de la gente que pasaba cerca, los gritos de los niños que jugaban bajo las farolas, las radios que perforaban el aire desde las casas de la vecindad, un avión que volaba bajo como un hombre asmático que hiciese música con un peine cubierto por un papel, pero nada de aquello tenía sentido y sólo podía notar vagamente el pandemónium que giraba sobre el oscuro nubarrón de su melancolía. Pensó que pronto sería capaz de volver a trabajar, o de ir al pub por las tardes, o al cine; que podría cogerse un autobús hacia el centro y caminar despreocupadamente por los almacenes Woolworth’s y ver lo que tenían expuesto para Navidad. Pero nada tenía ya el poder de arrastrarlo fuera del duermevela en el que llevaba sumido tres días.

Parecía como si hubieran transcurrido cien años. La rueda del tiempo hacía girar a su alrededor sus luminosas ferias del ganso, sus noches de las hogueras y sus navidades como los hierros candentes de una cámara de tortura. Cuando su mirada se apartó de la pared se volvió a dormir; al poco se despertó tras un sueño violento que no pudo recordar, y entonces vio la cara burlona y frenética del reloj de la chimenea diciéndole que sólo habían pasado dos minutos. Sabía que no servía de nada pelearse con el peso frío de su dolencia sin nombre, o preguntarse cómo había llegado a suceder todo. No se hacía preguntas, porque sabía que todo tenía que ver con su pelea con aquellos dos tipos, y con el hecho de que lo habían derrotado. No había que darle muchas vueltas para darse cuenta de que aquella había sido la raíz del problema. No se preguntó si su abatimiento se debía a la pérdida del derecho a amar a dos mujeres, o a que los dos soldados representaban el crudo límite de la ley del colmillo y la garra en la que se basaban todas las demás leyes, el orden contra el que se había estado peleando toda la vida de un modo tan irreflexivo y desorganizado que no le había quedado otra que caer vencido. Esas preguntas vinieron después. El hecho en sí era que finalmente los dos matones le habían dado caza, tal como él se imaginaba que acabarían haciendo, y le habían vencido en el campo de batalla de la selva compartida.

Comió, pero no fumó ni trató de combatir el tumultuoso lago ni salvar el remolino de su mente. Esperaba inconscientemente que arreciase la tormenta y lo depositase intacto en la orilla, curado de su cólico mental y libre para reanudar su vida justo donde la había dejado. Cada hueso de su cuerpo parecía sufrir su propio dolor independiente, y supo que su desesperación había actuado como anestesia cuando, al salir de ella, empezó a sentir los fuertes dolores que le obligaron a guardar cama durante una semana más.

El sábado por la mañana no respondió a la brusca llamada de su padre instándole a levantarse para desayunar. Oyó su voz, clara y perentoria, reptando escaleras arriba y atravesando la puerta cerrada, pero se limitó a mirar fijamente a la pared preguntándose cuántas veces lo llamaría su padre antes de dejarlo por imposible.

Fred entró más tarde y le preguntó si estaba bien.

—¿Por qué? —preguntó Arthur lo mejor que pudo.

—Sólo me lo preguntaba —dijo Fred—. Pensé que necesitarías un médico. No tienes buen aspecto.

—No —dijo él.

—¿Te pillaron esos tipos?

—Sí. Déjame en paz. No me voy a levantar para ir a trabajar el lunes. Estoy bien. Cierra la puerta cuando salgas.

—¿Quién era esa chica que te trajo a casa anoche? —quiso saber su hermano.

—¿Qué chica? Déjame en paz.

—¿Seguro que no quieres que venga un médico?

—No. Lárgate.

Fred se marchó y cerró la puerta. Arthur volvió a adormilarse. ¿Qué chica? Debe de haber sido Doreen la que me dio el brandy cuando me quedé frito en el White Horse y me trajo a casa más tarde, tirando de mí a lo largo de Eddison Road, pasito a pasito. Se acordó de que había tratado de hablar con ella y se preguntó qué le habría contado cuando ella quiso saber por qué tenía tantos cardenales y magulladuras. No dudaba que le habría dicho algo que sonara verídico, porque incluso cuando estaba atontado le era fácil inventar mentiras y excusas, pensó.

Cuando pudo razonar con algo más de claridad se hizo una pregunta y al no poder responderla, se enfadó. Era la siguiente: ¿cómo supieron los tipos del ejército que él iba a estar tomando algo en el White Horse esa noche? Ninguno de los dos abrió la puerta para mirar, y era imposible atisbar por las ventanas porque las cortinas estaban corridas del todo. Sabían que estaba allí y lo habían estado esperando fuera, así que ¿quién se lo había dicho? ¿Es que alguien les había dado el soplo? Quizá no. Puede que fuese una coincidencia que estuviesen allí fuera cuando dio la vuelta a la esquina hacia Eddison Road, pero no lo creía. Habían estado acechando en la oscuridad esperando que saliera.

Al cuarto día, el sol entró por la ventana de su dormitorio y marcó una jabalina de luz a lo largo de su cama arrugada. Se sentó y leyó el Daily Mirror, y a las once en punto pidió a gritos una taza de té. Su madre subió con un plato de galletas de nata y las dejó en una silla. Lo miró mojar una en el té y dijo:

—Estás hecho un espanto, la verdad. ¿Qué has hecho para que te pongan así?

Sus ojos grises e inflamados se posaron en ella. Habló con los labios hinchados, y tenía un lado de la cara cubierto de arañazos.

—Me caí. Ya sabes cómo soy cuando voy borracho. ¿Quieres una galleta?

—Ya he comido algunas. ¿Que te caíste? No se pone uno así sólo de caerse.

—Me caí desde un gasómetro. Por una apuesta —dijo.

—Más bien sería el marido de alguna, que te buscaba. Si fue así, que te sirva de lección. No se puede jugar con fuego sin quemarse los dedos.

Hizo una mueca y dejó su taza vacía en la silla.

—Supongo que Fred ha abierto su enorme bocaza. Ni de tu hermano te puedes fiar ya.

—No hace falta que me cuenten nada de ti —dijo ella. Estaba de pie, a cierta distancia de su cama, como si así pudiera verle con más claridad—. Puedo ver lo que te pasa. Eres mi hijo, ¿no?

No podía negarlo.

—Me quedaré un día o dos en la cama. No me encuentro bien. Me duele otra vez la espalda y tengo la tripa hecha polvo.

Ella se cruzó de brazos; en sus ojos había orgullo y ternura.

—¿Quieres otra taza de té?

—En realidad, creo que no voy a volver al trabajo hasta el lunes que viene —decidió sobre la marcha.

Ella le cogió la taza.

—No seas caprichoso. Mañana puedes ir a trabajar perfectamente.

Lo único que quiere esta es que vuelva al trabajo, pensó él.

—No soy caprichoso. Te digo que me duele el estómago.

—Te traeré tónico y algo de linimento para frotarte por la espalda. ¿Quieres más galletas? Compré media libra en la tienda…

Arthur cambió de opinión: no es verdad que me esté insistiendo para que vuelva al trabajo, y quiso besarla y abrazarla.

—Mi mamá querida —dijo, al hacerlo—. Sí, quiero más galletas.

Y ella bajó a buscarlas.

Se acostó; los ojos le ardían de dolor y sentía la cabeza como si tuviera los sesos expuestos al aire. Pensar le acrecentaba los dolores, pero ahora no podía dejar de darle vueltas al coco. Tenía la sensación de que, aunque lo único que había ocurrido era que dos tipos lo habían golpeado —nada del otro mundo, no era la primera vez que perdía una pelea—, se sentía como un barco que nunca se hubiese apartado del muelle y que de pronto se encontrase perdido en alta mar luchando por mantenerse a flote. No podía mover ni los brazos para nadar: se había entregado a las olas que lo revolcaban y lo zarandeaban, y se sentía asediado por las esquinas punzantes de la resaca. Los puñetazos de los soldados no eran en sí responsables de este estado, porque hacia el quinto día su efecto había desaparecido ya.

Se sentía vulnerable. No existía ya ningún lugar en el mundo en que pudiese considerarse a salvo, y por primera vez en su vida se dio cuenta de que no existía la seguridad y de que nunca existiría; la diferencia era que ahora sabía que era un hecho, mientras que antes era sólo un estado natural inconsciente. Si vivieses en una cueva en mitad de un bosque oscuro no estarías seguro, pensó, y siempre tendrías que dormir con un ojo abierto y una pila de piedras afiladas bien cerca, al alcance de la mano, por si las moscas. Bueno, se dijo, siempre he vivido así, por eso tampoco me importaría. A menudo soñaba que se caía de lo alto de un acantilado, pero nunca recordaba haberse estrellado al aterrizar. La vida era así, pensó, ibas flotando con un paracaídas, como los tipos de esa película de Arnhen[7], tirando de las cuerdas así y asá para poder sacar la mano y alcanzar lo que uno quisiera, hasta que un día te golpeabas contra el suelo sin darte cuenta, y todo explotaba como una burbuja que estalla cuando da con algo sólido, y entonces estabas muerto, fundido como una luz en la tempestad de Derbyshire.

En fin, eso no es para mi. Yo llevaré una buena vida: mucho trabajo, alcohol y cada mes levantar unas cuantas faldas, y así hasta que tenga noventa. Brenda y Winnie quedaban ya fuera de su alcance, cercadas por Jack y Bill, pero había más chicas en el mundo, y más días que longanizas. Volvió a dormirse, entregándose al sueño como si llevase años sin pegar ojo. Y era verdad, ahora que lo pensaba: nunca en su vida se había quedado en la cama durante más de tres días.

Margaret llegó el viernes por la noche y subió las estrechas escaleras con un niño en cada brazo. William le iba a la zaga, vestido con polainas de lana y una gorra que Arthur le arrebató y mantuvo en alto para que él la alcanzara. William estaba asombrado y desconcertado al ver al tío Arthur en la cama a una hora tan rara del día, y no se alzó para agarrarla. Margaret se sentó y le contó a Arthur que le habían instalado un televisor.

—Es maravilloso, Arthur. Nunca pensé que podría permitírmelo, pero Albert ya no bebe tanto como antes y dijo que pagaría los treinta chelines semanales de la letra. Así que cada vez que me pone la mano encima, con ver una película me olvido de él.

De lo que se olvidó fue de preguntarle a Arthur por qué estaba en la cama.

La televisión, pensó con desdén cuando se fue su hermana. Se volverían turulatos si se la quitasen. Me encantaría que hubiera grandes furgones de policía por todas las calles y que hombres armados con hachas entraran en todas las casas y destrozasen las teles. La gente se volvería majareta.

No sabrían qué hacer. Habría una revolución, eso seguro; volarían el Ayuntamiento y prenderían fuego al Castillo. No me importaría nada que no quedase ni un televisor en el mundo.

—¡Arthur! —gritó su madre—. Hay una chica que quiere verte. Quiere saber si puede subir.

Suponía que era Fred gastándole una broma.

—Mándala para arriba —dijo entre risas—. Pero dile que tenga cuidado.

Conocía las pisadas particulares de los pies de cada miembro de la familia al subir las escaleras, pero los pasos que se acercaban a su puerta eran los de un extraño, los pasos leves y vacilantes de una mujer. ¿Qué clase de broma era esta? ¿Una de sus tías que se hacía pasar por una chica joven? ¿O era Winnie? ¿O Brenda? No, no tendrían la caradura de venir a verle. Su corazón dejó de latir sólo de pensarlo. Encendió la luz mientras su visitante tanteaba el picaporte.

—Aquí es, niña, esta es la habitación —dijo su madre desde atrás. Oyó risas en el piso de abajo y Arthur los maldijo en silencio.

La puerta se abrió y era Doreen.

—He venido a ver qué tal te va —dijo, con aspecto de estar preguntándose si eso era lo correcto.

Arthur estaba impresionado. No había pensado en ella durante días, pero se incorporó en las almohadas diciendo:

—Pasa, nena, y siéntate. No esperaba que vinieras a verme.

—Ya veo —apuntó ella con ironía—. Me miras como si hubiese entrado un fantasma en tu cuarto.

—No, te aseguro que no. —Se apoyó hacia atrás sobre los codos y la miró con desconfianza.

—Me gusta tu cuarto —dijo ella con los ojos puestos en la cortina descorrida de su armario—. ¿Toda esa ropa es tuya?

—Son sólo trapos —dijo él.

Doreen se sentó bien derecha, con las manos sobre el regazo.

—Parecen algo mejor que trapos. Te han tenido que costar una fortuna.

Llevaba los labios pintados y algo de perfume. Su agradable aroma le daba vida al cuarto.

—Cobro un buen sueldo —dijo él, mirando el pañuelo de colores que Doreen extendió sobre sus rodillas—, y me lo gasto en ropa. Me gusta ir bien vestido. —Se sentía incómodo, avergonzado porque lo hubiesen pillado así, en la cama. Los cabrones del piso de abajo esta vez se la habían jugado de verdad—. ¿Has visto esta semana alguna película buena? —preguntó, haciendo de mala gana incluso esta pequeña intervención.

Como estaba herido quería estar solo en su guarida, y se sentía intimidado por su visita, como si aquello le costase la vida.

—¡Oh, sí! —dijo ella vivamente, contenta de verlo de mejor humor—. Era tan buena… Los tambores de la selva. Tenías que haberla visto, Arthur.

—Habría ido con todo el gusto del mundo, lo único era que no podía levantarme. Llevé mis muletas al zapatero para que les pusieran suelas y tacones. Me prometieron que las tendrían para el lunes por la mañana, y así podría irme cojeando hacia el torno. Pero no estaban listas.

Ella se rio.

—Quizá puedas venir la semana próxima —dijo, demasiado poco segura de sí misma como para lanzarle una indirecta definitiva. Él miró desganado por la ventana—. Qué noche más fría hace —se arriesgó ella a comentar. No tenía mucho más que decir.

—No en la cama —dijo él—. Aquí dentro se esta calentito, con todas estas mantas. —Y tuvo una inspiración que no pudo rechazar—: Tendrías que meterte y probarlo.

—Ni de broma… —sonrió ella—. ¿Por quién me has tomado?

—Me juego algo a que no sería la primera vez —dijo él con una sonrisa.

—No seas caradura.

Pero él sabía, por la expresión de su rostro, que no sería la primera vez. De sus labios salieron otras palabras, quizás no tan reveladoras acerca de sí misma, pero mortificantes para él:

—Cuéntame cómo te sientes —preguntó ella—. Estabas hecho una pena cuando te traje a casa desde el White Horse el viernes pasado.

—Me siento mejor —dijo él, sin comprometerse.

—La verdad es que tienes mejor aspecto. —La conversación se detuvo unos minutos. Entonces ella volvió al tema—: ¿Qué te pasó?

—Te lo dije —contestó él con aspereza, olvidándose de lo que le había contado—. Me atropelló un carro tirado por un caballo. No lo vi hasta que no estaba casi encima de mí. Pensé que iba a palmarla.

—Eres tan misterioso… —dijo ella sin sonreír—. No le cuentas nada a nadie.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Es bueno mantener la boca cerrada.

—No lo es —dijo ella—. Me hablas como si fuese la última mona.

—Ya te he dicho lo que pasó —dijo él, resistiéndose a sus artimañas.

—Qué trolero eres —replicó ella—. Y además lo sabes.

Soy un poco cabrón, pensó, con lo buena que Doreen ha sido conmigo.

—No te gustará si te lo cuento —dijo alzando la voz.

Doreen le puso la mano sobre la muñeca.

—No me va a importar.

Me da igual que le importe o no, pensó, y le dijo:

—Me pegaron dos soldados. He estado liado con dos mujeres casadas durante mucho tiempo, así que me zurraron. Dos contra uno. Si hubiesen venido de uno en uno los habría tumbado seguro.

Ella retiró la mano de su muñeca.

—¿Estabas con esas mujeres mientras salías conmigo?

—Claro —dijo él, contento de herirla. ¿No sabe sumar dos y dos?, pensó él.

Doreen se apartó de él con expresión de haber sido traicionada.

—Creo que podrías habérmelo dicho antes…

Él la odió por decir eso, y se odió a sí mismo más aún por habérselo contado. Quizá no haya jugado limpio con ella, pero por lo menos no había promesas entre ambos, pensó.

—No importa —dijo para calmarla—. Ahora todo ha terminado.

—Quizá sí —dijo ella volviéndose hacia él, con ganas de que él dijera algo más, o al menos que se disculpara, pero él pensó que ya había dicho lo suficiente, o incluso demasiado. Aunque quizá lo mejor fuera acabar con aquello de una vez por todas y dar el asunto por zanjado.

—Así fue la cosa —dijo él—. Pero no volveré a ver a ninguna de las dos. Se paga un precio muy alto y no vale la pena.

Se llevó una mano a una de sus magulladuras.

—O sea, que las dos mujeres con las que estabas en la feria no eran tus primas…

—Sí —dijo él bruscamente—, esas eran mis primas. No soy tan mentiroso.

Le había dado la mano y ella quería el codo.

—No lo eran, y lo sabes —dijo ella—. Pero no tienes que contármelo si no quieres. Me fastidia que me cuentes mentiras tan gordas.

Arthur notó que se estaba enfadando.

—Yo también las he pasado canutas. Y además, tú y yo no estábamos prometidos ni nada por el estilo, que no se te olvide.

Ella advirtió la lógica mezquina de su comentario.

—De todas formas… —comenzó a decir Doreen.

—Pero estoy contento de que hayas venido a verme —la cortó él alegremente—. Creo que habría estado de capa caída si no hubieses venido.

—Sólo me preguntaba cómo te iba. La semana pasaba estabas medio muerto.

Él se acercó a ella hasta quedarse tumbado junto al borde de la cama. Ella llevaba el abrigo abierto; le asomaba una blusa verde y él metió la mano dentro, pero ella se la apartó.

—Hacen falta algo más que dos tipos para matarme —dijo él, bravucón.

—Ya me lo imagino —ella le siguió el hilo, eludiendo de nuevo su mano omnipresente—, pero quería ver cómo seguías. Estaba preocupada. Me gustas, Arthur, y esperaba que te encontrases bien y que no estuvieras muerto o algo peor. Cuando te traje a casa la semana pasada tu madre me miró con malos ojos, como si fuera yo la que te había hecho eso. Fue tan seca que sentí que la molestaba, así que me fui enseguida. En cambio esta semana ha estado de lo más agradable conmigo.

Él la agarro de la muñeca y hablaron durante otra hora.

—Vayamos al cine el lunes —dijo él, mientras ella se abrochaba el abrigo para irse—. Quedamos a las siete, o antes si quieres…

—No, a las siete: no quiero perderme el té. Siempre tengo hambre al salir de trabajar.

Ella se inclinó para besarlo y él la sujetó con firmeza por el cuello y la cintura, con las manos fuera de la cama.

—Ven aquí, nena —susurró él, sintiendo la pasión que ponía ella en el beso.

—Aún no, Arthur, más adelante…

No faltaba mucho para el lunes, y quizás el tiempo pasase rápido.