CAPÍTULO DOCE

CALLEJEAR durante las noches de invierno le hacía entrar en calor, a pesar de las frías pasiones nocturnas que transportaba el viento. Sus pasos discurrían entre casas rotuladas con marcas comerciales, con chimeneas como dedos o ubres porcinas en lo alto de los tejados enviando calor y humo hacia el cielo ventoso. Las estrellas se escondían como francotiradores, haciendo blanco una y otra vez cuando las nubes les dejaban un resquicio. El invierno era una temporada propicia para esconder secretos, pues cada calle oscura le daba una palmadita en el hombro y se congraciaba con él, y el ojo gaseoso de las farolas brillaba sin pestañear cuando él pasaba. Las casas estaban dispuestas en filas y rangos, lo que suponía en cierto modo que los que vivían en ellas se sentían seguros y cómodos, y también agradecidos de haber conseguido refugiarse de las rachas de viento que traían la lluvia desde las montañas de Derbyshire y la nieve desde las colinas de Lincolnshire. La lluvia gris caía a torrentes por las cañerías y corría a lo largo de las aceras hacia las alcantarillas con su dulce canción. Podías escuchar su música mientras estabas sentado cerca de una chimenea de carbón, o de camino al pub, al cine o al lecho clandestino de una mujer casada e impenitente. Arthur ocultaba su cigarrillo en lo oscuro, atrapado en una partida feroz, con una mano peligrosa de ases, sintiendo tras cada aventura exitosa entre las sábanas de Brenda o Winnie que una negra noche la escalera real se quedaría escondida en la baraja de cartas para no volver a aparecer jamás.

Cuando quedó con Doreen tras la Feria del Ganso —tenía presente que ella le había visto con dos mujeres a la vez cuando él debiera haber estado en Worksop— optó por poner cara seria y quiso saber por qué ella, en vez de haberle devuelto el saludo, se había perdido tan rápidamente entre la multitud.

—Quería que conocieras a mis dos primas —dijo él—, y tú echaste a correr como si no quisieras verme en público.

Ella replicó que, suponiendo que esas dos mujeres fueran sus primas —cosa que no se tragaba—, era él quien tenía que explicarle por qué le había dicho que ese día estaba en Worksop.

—Ya sé que te dije eso —respondió él, todavía con un matiz herido en la voz—, y no te mentí. Pero la moto de mi amigo se averió cuando no habíamos recorrido ni un kilómetro, así que al final no pudimos ir. Intentamos coger un autobús, pero estaban llenos. Entonces, volviendo a mi casa desde la de mi amigo, que está en Mansfield Road, me encontré a Jenny y a Lil, y me pidieron que fuese con ellas a la feria, así que no pude negarme. ¿O tú crees que debía haberlas dejado con un palmo de narices?

Ella le creyó. Después de todo, quizá la culpa fuera suya. No tendría que haber salido corriendo de esa manera cuando lo vio en la feria, porque Arthur, pensó, era honesto y franco, y no estaba bien desairarlo de ese modo.

Con el sobre de la paga bien metidito en el bolsillo de su mono de trabajo, Arthur se dispuso a limpiar su torno. Se levantó tras secar una pieza y vio que Jack estaba de pie a su lado.

—Buenas tardes, Arthur —le dijo con voz calmosa.

Arthur se preguntó por qué iba tan trajeado, pero casi al instante recordó, casi como si se tratara de una broma, lo del último ascenso. Ahora Jack era capataz: supervisaba parte del proceso de montaje de las bicicletas, así que por eso llevaba ese guardapolvos marrón tan limpio, y abotonado por delante con tanto esmero.

—¿Cómo te va la vida? —dijo Arthur.

—No me puedo quejar —fue la respuesta de Jack.

—Hace mucho que no te veo —dijo Arthur, ocultando una sonrisa—. Desde la Feria del Ganso, ¿no es así?

—Efectivamente —respondió Jack—. Aunque no tuvimos mucho tiempo para hablar, al menos eso creo. Te quería preguntar un par de cosillas, pero parecías tener prisa.

—Ya lo sé —explicó Arthur—. No me pude quedar. Ese matón iba detrás de mí. No sé por qué, pero tú viste que me buscaba. Si tenía algo que ver con el hecho de que estuviera con Winnie en la feria, eso no quiere decir nada, ya sabes. Me acababa de encontrar con Winnie y con Brenda hacía unos minutos y les pedí que se montaran en la Torre del Tobogán conmigo. No veo que haya nada malo en eso, ¿tú sí? Y por cierto, ¿quién era ese soldado?

Los ojos de Jack se clavaron en el torno.

—Era Bill, el marido de Winnie. Su unidad está ahora en Inglaterra.

—Bueno, no hacía falta que se pillara ese cabreo —se quejó Arthur—, ¿no te parece?

—Decía que has andado tirándote a Winnie —contestó Jack.

Arthur agarró una llave inglesa y se dio golpecitos con ella en la palma de su mano abierta.

—Entonces no había razón para atacarme. Si ves a ese tipo otra vez, dile de mi parte que tenga un poco de cuidado. No me gusta que se me acuse de cosas así, sin fundamento. La gente no debería tener la mente tan sucia.

Hubo una pausa, y de repente Jack dijo:

—¿Por qué no sientas la cabeza, Arthur? ¿Por qué no buscas una buena chica y te estabilizas? Te vendría estupendamente.

Arthur ignoró la primera pregunta.

—Tengo ya una buena chica, para que lo sepas. Pero en cuanto a lo de casarme, me lo pensaré dos veces. Aún no tengo ganas.

—Hazlo, te gustará —dijo Jack—. Sigue mi consejo.

—Quizá lo haga —sonrió Arthur—, pero no me veo dedicándole todo mi tiempo libre a una mujer. Los viernes por la noche tendría que ir a casa corriendo con mi paga, dársela toda y recibir una regañina porque no gano lo suficiente; en cambio ahora llego a casa y si me apetece, me cambio de ropa y me largo al White Horse a tomarme un par de pintas.

Jack se quedó pensativo por un momento. En su rostro había una mirada que denotaba entre nerviosismo y desagrado, como si estuviera atrapado en el hecho de tener que tomar una decisión.

—Nunca me pareció gran cosa la cerveza en el White Horse —comentó.

Arthur sintió que la conversación se volvía más natural.

—No sé un carajo de eso, pero en noches como esta, cuando hace un frío de perros o llueve a cántaros, el White Horse es un buen sitio porque está a tiro de piedra de casa. En cualquier caso, la cerveza de allí no es tan mala. Esta noche, sin ir más lejos, me iré para allá a echar un trago, eso seguro.

Jack pareció decidirse.

—Bueno —dijo él, casi alegre—. Yo nunca he sido de beber mucho, ya sabes. ¿No estará muy lleno el White Horse un viernes por la noche?

—No tanto como crees —dijo Arthur—, pero algo tienes que tomarte después de estar todo el día de pie junto al torno, ¿no?

Jack hizo amago de irse.

—Quizá tengas razón.

—¿No querías verme para nada en especial? —preguntó Arthur.

Jack frunció el ceño y se sacó las manos de los bolsillos.

—No, sólo me preguntaba qué tal te iba.

Faltaban diez minutos para que sonara el timbre de salida. Le dijo:

—Hasta la próxima entonces, Arthur.

Y se fue por el pasillo.

Arthur tanteó su bolsillo en busca de un cigarro y encendió una cerilla en la rueda de afilar del banco opuesto. Se preguntaba qué le pasaría a Jack, pues parecía más receloso y esquivo que nunca. Jack apenas había osado mirarle durante todo el tiempo que estuvo allí de pie, y luego se había marchado de repente, como si estuviera planeando apuñalarle por la espalda pero se lo hubiera pensado mejor en el último momento. Agarró la hoja con la tabla de los turnos y se dispuso a calcular su trabajo de la semana.

A la hora del té, se preparó un plato de salchichas y tomates en lata y luego se sentó cerca de la chimenea para fumarse un cigarrillo. Todo el mundo se había marchado al cine. Se quitó la camisa, la lavó en el fregadero y volvió junto a la chimenea para secarse con una toalla áspera. Arriba, en su cuarto, supervisó su hilera de camisas, pantalones, chaquetas deportivas y trajes. Colgaban formando una cortina de colores de buen corte y calidad, y su valor no bajaría de las doscientas libras. Tenía un fabuloso guardarropa del que estaba orgulloso, y buen trabajo que le había costado. Por alguna razón eligió su mejor traje negro y se lo puso; se abrochó los botones de nácar de su camisa blanca de seda y se puso los pantalones. Agarró su billetera y se metió el mechero y el paquete de cigarrillos en un bolsillo exterior. El elemento final del ritual de la noche del viernes consistía en mirarse en el espejo del piso de abajo y ajustarse la corbata, peinarse el espeso pelo rubio cuidadosamente hacia atrás y buscar un pañuelo limpio en un cajón del aparador. Los zapatos negros de punta cuadrada reflejaron su cara sonrosada cuando se inclinó a comprobar que no tuvieran ni una mota de polvo. Sobre la chaqueta llevaba su orgullo, valorado en veinte guineas: un sobretodo tres cuartos en tweed de Donegal.

En la fría y desierta Eddison Road el aire estaba cargado de humedad. La calle bordeaba el Leen, un arroyo que serpenteaba a través de campos y minas de carbón desde Newstead, Papplewick y Bulwell. Tras las venas palpitantes de la maquinaria de la fábrica de gas, se escuchaba la vibración de un generador que sonaba como un gato quejumbroso, un ruido fantasmagórico que fue in crescendo hasta que dejó atrás la verja de la oficina.

En el White Horse se pidió un black-and-tan, se desabrochó el abrigo y tomó asiento bajo la ventana, sintiendo cómo vibraba la pared cada vez que un trolebús pasaba por la calle. Siempre se sentía extrañamente aislado del resto de su universo familiar en un pub como aquel, medio lleno. No quería estar solo y había esperado encontrar a alguno de sus amigos en la barra. Estar solo le parecía la continuación de su alienada vida junto al torno. Quería bullicio, bebercio, hacer el amor. Estar sentado en una mesa vacía le hizo sentir lástima de sí mismo y tanteó la posibilidad de montarse en un trolebús hacia Slab Square en busca de ruido, pero rechazó la idea porque le daba pereza. El viernes era un mal momento para ver a Winnie o a Brenda, porque salían a visitar a sus parientes —o al menos eso le habían hecho creer—, y en cuanto a lo de buscar a Doreen, sabía, o eso le pareció, que eso le haría terminar la noche en algún lugar no mucho más animado. Pensó en dónde estaba justo un año antes. Aquel mismo día, un año antes, había venido aquí con Brenda y se había caído por las escaleras como si fuera una bola de nieve tras beberse siete ginebras y once pintas. Vaya noche fantástica. Tenía el recuerdo guardado en lo más hondo de su corazón. Y desde ese día, rememoró, lo único que había hecho era jugar a los malabares con Brenda, Winnie y Doreen, como un artista loco encima de un escenario, saltando él también por los aires de vez en cuando y aterrizando sin percances en esta o en aquella cama. Una vida peligrosa, reflexionó.

A las ocho y media su tío George entró en el pub. Arthur pensaba que era un gorrón y le caía mal, pero dadas las circunstancias lo llamó y lo invitó a una pinta. George llenó su pipa y se quejó del mal tiempo. Quería más lluvia.

—No digas eso —dijo Arthur a voz en grito—. La semana pasada cayeron como cuarenta centímetros. El campo sigue encharcado.

—Ya no, muchacho, ya no —le dijo George—. El suelo es capaz de chupar la lluvia antes de que tú puedas chuparte diez pintas de cerveza Shippoe.

—Me parece a mí que hasta que no se tire tres meses lloviendo sin parar no estarás contento —dijo Arthur.

—Pues no me quejaría, vaya que no —repuso George.

Era un hortelano alto, de cara colorada y rasgos afilados. Lo conocían como el Silbador, un mote que le había endosado la familia porque cuando lo veían por la calle siempre estaba silbando a todo trapo, con las mejillas hundidas, los labios apretados y las manos en los bolsillos. Siempre caminaba a toda prisa, al son de una anodina melodía que él mismo se había inventado, con sus ojos azules ausentes y una gorra plana encasquetada en lo alto de su pelo grisáceo. Apenas sabía leer y escribir, pero tras el vacío de sus ojos azules se escondía una sagacidad que le permitía ganarse la vida honradamente gracias a los pequeños huertos que cultivaba. Arthur pasó por delante de uno de sus huertos una vez y vio un cartel colgado en la verja que decía: «Lechujas resién cortadas a sispiniques». Había una pequeña cola de gente apostada en la entrada del chamizo.

—Algo muy gordo ha de tener ahí dentro —dijo su madre acerca de su propio hermano, señalándose la sien con un dedo—, para ganar tanto dinero.

—Lo que es yo, como le oiga silbar otra vez —gritó Arthur para alegría de su padre, a quien no le gustaba la familia de su mujer—, por mis muertos que le mando un paquete de alpiste como regalo de navidad.

George había cambiado de tema.

—¿Has leído los periódicos últimamente, Arthur?

Dos tercios de la pinta desaparecieron en lenta agonía a través de su nuez.

—Los leo a diario. ¿Por qué?

—Me pregunto qué piensas de la gran carrera de mañana.

Arthur le había dado buenas pistas a menudo, para su disgusto.

Último Eco —dijo—. Apuesta por ese.

George carraspeó y se terminó la cerveza.

—Pero esta a veinte contra uno. No puede ganar con esas probabilidades.

—Último Eco —repitió Arthur, que se mostró de acuerdo con él en silencio—. Sé que está a veinte contra uno, pero tengo un par de libras puestas en él. Y puede que más. Apuéstale cinco, tío George, y no lo sentirás.

George era cauteloso. El humo de su tabaco negro se le metió en los ojos a Arthur.

—Veré qué opina mi corredor de apuestas.

Esos cabrones siempre acaban prosperando, pensó Arthur.

—Me da igual lo que piense el corredor. Sé que no puede fallar. He puesto todo mi dinero en él. Por supuesto que el corredor te dirá que no lo hagas, porque sabe que no puede fallar y no querrá perder sus castañas.

George tuvo que admitir la lógica de aquello, pero en sus ojos quedaba un ramalazo de desconfianza. Arthur pidió dos pintas más. Esperar que George pidiera carecía de sentido. Nunca podías ponerle en evidencia, al muy cabrón. A veces hasta le admiraba. George preguntó por qué Último Eco no podía fallar.

—Lord Tijereta me llamó hoy desde Aintree. «¿Eres tú, Arthur?», me pregunta. «Mira, ya que somos amigos desde hace tanto tiempo, creo que voy a ayudarte a conseguir un dinerito. Sé que te va a venir bien, estás sudando la gota gorda todo el santo día ante esa puta máquina». No, tío George, no te puedo contar cómo lo sé porque el tipo me hizo jurar que no le diría a nadie cómo se había enterado. Lo echarían del Jockey Club si lo hiciera, y nunca más podría darte buenos consejos. De todas formas, todas las otras pistas que te he dado fueron buenas, ¿a que sí?

George se aplacó, aunque sólo podía creer a medias lo de ese contacto aristócrata de Arthur.

—Muy bien —dijo con un guiño—. Ya veo lo que quieres decir.

Los vasos estaban de nuevo vacíos y George miró inexpresivo hacia la barra; un silbido apagado salió de sus labios. Cuando Arthur volvió a pedir, se tragó la bebida como si llevase diez días sin probar una gota.

—¿Qué piensas de la guerra, Arthur? —preguntó.

—¿La guerra?

—Sí. Un tipo me dijo en el mercado que leyó en el periódico que dentro de tres meses va a empezar una guerra.

Arthur se rio.

—No te preocupes por la guerra, tío George. No dejan alistarse a tipos de tu edad.

—No es eso. Sólo pensaba en que volvería el racionamiento. Hay una terrible escasez de comida durante las guerras.

Este punto espléndido y culminante de la conversación hizo que Arthur resoplara de risa sobre su cerveza. La única cosa en la que pensaba George era en el dinero. Para eso sí que era listo. Durante la guerra se las arregló para que lo licenciaran del ejército y luego se metió a trabajar en una fábrica de armas. Hacía botones luminosos para los apagones, cajas para las máscaras antigás y fundas para las cartillas de racionamiento; durante su tiempo libre trabajaba como vigilante antiincendios, y cuando la guerra finalizó había ahorrado lo suficiente como para comprarse su huerto. Aparte de hortalizas, le iba bien comerciando con huevos y aves de corral.

—Yo en tu lugar no estaría tan contento ante la perspectiva de una guerra —dijo Arthur—. Si lanzan la bomba atómica incluso a ciento cincuenta kilómetros de Nottingham, dejarán toda la tierra muerta y no se podrá plantar nada. La bomba también matará a los pollos. Lo llaman radiación, o algo así. Oí una charla sobre ello en la radio la otra noche.

George, escéptico para muchas cosas, sentía un pánico irracional hacia los datos científicos.

—¿Es verdad eso que dices? —exclamó, poniéndose pálido y dejando la cerveza en la mesa—. Es la primera vez que escucho algo así.

—Eso es porque no te juntas con gente que sabe de estas cosas —dijo Arthur—. Lo único que haces en tu tiempo libre es apalancarte ahí, en el mostrador del local de apuestas.

—No, chico, no tengo tanto tiempo libre en realidad. Trabajo duro para agenciarme mi dinerito.

—Imagino que te crees que yo me paso el día jugando al poker. De todas formas, te digo que esas bombas atómicas envenenan la tierra y luego no puede crecer nada. Esto también lo leí en la prensa, lo decía un médico que llevaba seis meses examinando lechugas de sitios donde habían caído bombas atómicas.

Los vasos estaban vacíos de nuevo. George se levantó, sobrio a pesar de las pintas que había gorroneado. Tras una larga pausa recordó la pulla de Arthur acerca del mostrador del local de apuestas.

—Yo sé lo que es trabajar duro, te lo digo de verdad. —Se abrochó la chaqueta, se encasquetó la gorra y adoptó un aire desenfadado muy propio de él—. Me voy al Dog and Stag —dijo, y caminó hacia la puerta silbando tan fuerte que no oyó la respuesta de Arthur a su brusco saludo de buenas noches.

Arthur se bebió otra pinta en soledad pensando en irse a casa, cenar algo y quizá sentarse a ver la televisión. Acostarse temprano no le haría daño por una vez. Le dio las buenas noches al camarero con un grito.

El White Horse hacía esquina, y cuando salió por la puerta principal vio un trolebús que bajaba de la estación y se paraba justo enfrente.

¿Corro y lo cojo hacia el centro?, se preguntó. No, se respondió sin pensar.

Oyó cómo el conductor hacía sonar la campanilla y a continuación el autobús comenzó su lento ascenso a la colina, como un invernadero iluminado y lleno de gente. Arthur se adentró en la oscuridad de Eddison Road, y tras unos cuantos metros escuchó un movimiento de fuertes pisadas tras él.

—Es ese, seguro. Clávale bien las botas, Bill.

Qué pasa, se preguntó. ¿Clavarle las botas a quién?

—Ahí tenemos al cabrón.

—Por fin, ya iba siendo hora.

Dos figuras en la sombra lo alcanzaron y lo agarraron por el brazo. Clavármelas a mí, y una mierda, pensó, luchando por zafarse. Agitó los puños como aspas de molino hasta que finalmente se pudo soltar.

—Andaos con ojo —gritó—, o lo pagaréis caro.

Estaba de espaldas a la pared, con los puños levantados y los ojos desafiantes, inyectados en sangre; su instinto de autodefensa era inflexible. La guerra había comenzado por fin, y no había escapatoria ante esos puños y esas botas pesadas, a no ser que superara a esos dos en agallas.

No perdieron el tiempo. En su avidez, uno se puso delante del otro, y entonces Arthur arreó al tipo con todas sus fuerzas y le hizo trastabillar hacia atrás mientras se llevaba la mano a la cara. Notó la pesadez de su propia respiración y entonces dejó de sentir nada. En aquel momento vino la patada del segundo atacante. Pero este no le dio fuerte, así que logró hacerse a un lado y recibió la cabeza del hombre con el puño. De repente, la pared que tenía detrás desapareció, porque lo que él pensaba que era la pared le atizó un doloroso golpe en plena espina dorsal. Alguien lo agarró por el cuello y lo sujetó fuerte, pero pudo escaparse de milagro antes de que el otro matón le entrase. Súbitamente se le abrió un hueco por donde escapar, pero por alguna razón que nunca logró entender, no corrió.

Tenía la espalda de nuevo contra la pared. Le embistieron a la vez. Concentro todas sus fuerzas en uno y lo esquivó, atacándolo con el zapato en un intento de aminorar la acometida del segundo. Golpeó a uno, después al otro, y luego el primero volvió tambaleándose. Aun así, seguían frescos, y Arthur sintió como un estallido en la cara que parecía romperle todos los huesos; el dolor le explotó desde los ojos y lanzó una lluvia de destellos anaranjados sobre él. En ese mismo instante lanzó un par de puñetazos y se liberó, pero algo muy duro le dio en la espalda, y luego notó un puñetazo que le rozó la barbilla. Volvió a dirigir los puños con fuerza contra sus atacantes. Parecían indiferenciables y sin identidad, lo que proporcionaba un sentimiento exultante a los contraataques de Arthur. Pero cuatro puños eran mejor que dos. Sin embargo, ni se le pasó por la cabeza darse a la fuga. Habría unas cien personas bebiendo en el White Horse, pero el mundo se había reducido para él a una pelea que se decidía en el espacio de unos cuantos metros cuadrados, y ese mundo en concreto tenía matices de un sombrío tono morado.

Entre golpe y golpe sentía como si todo aquello formara parte de un sueño. Se las arregló para seguir manteniendo a sus atacantes lejos de él, oyendo sus maldiciones y sus consejos, sus monosílabos y sus resoplidos, que le saltaban a la cara cada vez que él les devolvía una bofetada. A juzgar por el tono en que despotricaban y por las sacudidas de dolor en la articulación del brazo y el escozor en los nudillos, Arthur se percató de que acababa de asestar el mejor puñetazo de la noche. Pensó entonces que se retirarían. Pero no se retiraron. Sintió un golpe en el pecho, luego otro, pero al menos él logró clavar el codo en un estómago y dar un par de mamporros al aire con la mano libre. Lo arrojaron lejos de la pared.

Un puñetazo en un lado de la boca lo hizo girar y el suelo subió para golpearle el hombro. Dio patadas, se liberó, metió los nudillos en los ojos de alguien y se levantó de nuevo. Lo volvieron a derribar y él luchó y levantó la cabeza entre una maraña de brazos y piernas. Apretó los dedos alrededor de una garganta mientras le tiraban de la cabeza hacia atrás. De la calle principal llegó una bocina y, antes de que su sonido estridente se apagara, un puñetazo le hizo perder el sentido por completo.

Notaba puñales y flechas insertándose en su cuerpo. Me quieren matar, pensó torpemente, y trató de levantarse para, enseguida, ser derribado de nuevo al suelo. Se acurrucó. Su gruesa ropa amortiguaba la dureza de las botas que lo pateaban. Tras darle un par de golpes más, temerosos de que alguien entrara en el callejón y les pillara, sus atacantes huyeron.

La furia lo ayudó a levantarse. Se apoyó aturdido en la pared, notó algunas grietas en el cemento y arrancó un poco más con los dedos hasta que pudo levantarse por sí sólo. Se tocó la cara, y decidió vengarse, sin querer pensar si merecía o no la pena perder la pelea de nuevo. Su máximo anhelo era volver corriendo al White Horse para beberse un whisky antes de que cerraran. Se palpó el abrigo: la billetera estaba aún allí. El dolor le trepó a la cabeza. El mundo que veía seguía siendo púrpura y sombrío, los ladrillos y los adoquines brillaban amoratados en la oscuridad, llenos de furia y dolor cuando intentó tocarlos. Pero las yemas de sus dedos tenían voluntad de vivir. Caminó despacio hacia la verja trasera del White Horse. Miró su reloj pero estaba hecho trizas, con las manecillas dobladas hacia delante marcando las nueve y media. Siete libras tiradas a la cloaca, pensó. Se fue hacia los baños. Bajo la tenue luz de la bombilla abrió el grifo y se lavó la cara con agua fría, humedeciendo un pañuelo para quitarse la mugre. Notó que se le movían dos dientes. Tras enjugarse la sangre con el pañuelo buscó el peine en su bolsillo. Estaba roto, así que lo tiró y se empapó el pelo de agua, alisándoselo hacia atrás con los dedos. El dolor no le dejaba pensar. Notó que la cara le ardía cuando se inclinó a sacudirse el polvo de los zapatos.

Tras abrir de un empujón la puerta, tipo saloon, del pub, caminó raudo hacia el mostrador con el cuello de su abrigo bien levantado y pidió un whisky doble. Las luces brillaban más de la cuenta, como imanes gigantes que le hincharan la cabeza varias veces su tamaño normal, quemándole los ojos de tal forma que tuvo que entornarlos hasta apenas poder ver. El whisky le entró en el gaznate como una llamarada, y ya estaba a punto de pedir otro, preguntándose cómo era posible que nadie reparara en la sangre que le corría por la cara, cuando alguien le dio una palmadita en el codo. Se dio la vuelta y allí estaba Doreen.

—¿Qué tal, nena? —dijo con una sonrisa.

—¡Dios mío! —dijo ella—. ¿Qué te ha pasado, Arthur? Estás hecho polvo.

—¿Se puede saber de dónde sales tú ahora? —preguntó él, ignorando su pregunta.

—Estaba en casa de mi hermana y mi cuñado, y hemos decidido venir aquí a tomar algo. Están sentados allí, mira.

Él no siguió el dedo con el que ella apuntaba a la oscuridad, así es que ella se dio la vuelta:

—¿Pero qué te ha pasado? ¿Te has fijado cómo tienes la cara? ¿Cómo…?

Las palabras de Doreen se fueron apagando y, con una horrible mueca en los labios, Arthur se desmayó. Fue como si la enorme bota del mundo le aplastara la cabeza, obligándole a apartarse de las luces y a desplomarse sobre el negro colchón de mugre, escupitajos y serrín que alfombraba el suelo.