DOREEN, a sus diecinueve años, tenía miedo de que «se le pasase el arroz». Sus amigas de la fábrica de redecillas, casadas, ennoviadas o comprometidas en firme de un modo u otro, le gastaban bromas porque no tenía novio aún, pero desde que conoció a Arthur le era posible hablar de su «chico» con las demás, y su cara ovalada se iluminaba cuando ensalzaba sus atributos de generosidad y gentileza, laboriosidad y afecto. Ella creaba su imagen: un hombre de mundo, joven y alto, de casi veintitrés años y con el servicio militar terminado hacía tiempo, un hombre que había sido un buen soldado y que ahora era un buen obrero porque ganaba catorce libras por semana trabajando a destajo. También sería un buen marido, de eso no cabía duda porque ante todo era amable y atento. Y lo que es más, era guapo, alto, delgado y de pelo rubio. ¿Qué chica no estaría contenta con un hombre así? Además, afirmaba, él la quería y, hasta donde sabía, ella lo quería también. Sentada con las mujeres y las chicas a la hora del almuerzo en la cantina les contó que, en su primera cita, un joven le había gritado algo inapropiado y Arthur se había dado la vuelta y casi lo había estampado contra la pared. Pero las mujeres sostenían que, aunque Doreen saliese con un chico, en realidad no estaba comprometida todavía, y que eso era lo que importaba. Porque un chico podía esfumarse para siempre el día menos pensado, mientras que si estabas comprometida, se lo pensaría dos veces. Salir con un chico estaba muy bien, pero eso no quería decir ni mucho menos que te fueras a casar. Doreen decía que sí, y les evocaba el retrato de Arthur cada día hasta que ellas admitían de mala gana que, aunque no estuviera lo que se dice comprometida, al menos tenía un novio más o menos formal.
La visión del interesado era completamente distinta. Había pasado un mes desde su primera cita —las noches eran más oscuras, más largas, más frías y se acercaban inexorablemente a la Fiesta del Ganso— y él solamente la había visto tres veces en el cine. Le gustaba la idea de salir con una chica que no estuviera comprometida, pero desde que ella le dijese varias veces en la última fila del Granby que apartara las manos, y al no haberle llevado aún a su casa, él no sentía deseos de verla más que una vez por semana. No podía negar que era maja, y también atractiva, algo que le fue posible comprobar gracias a las breves incursiones de sus astutas manos durante sus largos besos de buenas noches. Pero mientras él no estaba por la labor de empezar un noviazgo, Doreen, en cambio, sí lo estaba. Era una chica lista y sabía divertirse, se dijo, y le gustaba caminar a su lado sin temor a que lo pillaran dos matones por liarla, pero se daba cuenta de que por salir con una chica soltera quizás algún día —sin querer y, por supuesto, para su desgracia— se encontraría en el borde de ese abismo vertiginoso y no deseado que los hombres mayores llamaban matrimonio, e incluso ante la perspectiva menos atractiva aún de enfrentarse algún día cara a cara con la ira y el puño en ristre de algún marido despechado. Era una pena, pensó, que siempre hubiera que elegir entre una calamidad y otra.
Aun así, no se veía muy a menudo con Doreen, puesto que sus semanas y fines de semana se dividían entre Brenda y Winnie. Más tarde se le ocurriría que quizás se debería haber mantenido en la grata y segura senda junto a Doreen, pero el placer y peligro de tener a dos mujeres casadas al retortero era demasiado dulce como para resistirse. Pensaba mucho en Brenda y en Winnie mientras hacía girar, empujaba y manipulaba su torno. Como hacía con los topes y herramientas que tenía delante, así jugaba con una mujer y con la otra, llevando a Winnie al Langham y a Brenda al Rose, y preguntándose todo el tiempo cuánto iba a durar aquello. Winnie sabía todo lo que había entre Brenda y él, y lo llamaba perro sucio y sinvergüenza, pero Brenda no tenía la mente lo suficientemente ágil para darse cuenta de que de vez en cuando echaba una canita al aire con su hermana. Su vida y sus hazañas eran oscuras, y sus más tenebrosos pensamientos giraban en torno a la posibilidad de un encontronazo con esos sombríos soldados. Pero su capacidad para guardar la debida discreción había aumentado, y por ahora la cuerda floja ni se aflojaba ni cedía, ni tan siquiera amenazaba con hacerle perder el equilibrio.
Arthur huyó de la llovizna y se situó dando la espalda a una vitrina de fotos en tecnicolor, mirando hacia la calle en busca de señales de Doreen. La calle húmeda estaba bordeada por casas nuevas de fachada rosa, de aspecto incluso más sombrío que los negros caserones de Radford. Se volvió para mirar las fotos: una bélica y otra cómica, Corea y payasadas, por un lado unos cuantos marines en apuros dentro de un barranco bombardeado, y por otro Abbot y Costello perseguidos por asesinos en medio de montones de carcajadas. Y al final, todo el mundo abriéndose paso hacia la salida bajo los acordes del Dios salve a la Reina.
Faltaban pocos días para que se abriese la Gran Feria del Ganso, estaban apenas a una semana del discurso de inauguración del alcalde, y enormes camiones cargados con las intrincadas piezas de las atracciones y los coches de choque entraban ya retumbando a la ciudad procedentes de los cuatro puntos cardinales de la región de las Midlands hasta congregarse en un descampado cerca del centro. La Feria del Ganso era el momento más importante del año. Era el único sitio donde te reencontrabas con gente que no habías visto desde hacía siglos. También era costumbre que los chicos llevaran allí a sus novias, así que Doreen, que para eso era muy tradicional, llevaba las dos últimas semanas intentando averiguar si Arthur le pediría ir con ella. Él sospechaba que ella quería que así fuese, pero su promesa a Winnie y Brenda databa de hacía tanto tiempo que no podía romperla aunque quisiera, por menos interés que tuviera en ellas.
Doreen dobló la esquina, cruzó la calle y saludó a Arthur con el brazo enfundado en un impermeable de plástico.
—Me retrasé con el té, siento haberte hecho esperar.
Mostró sus dientes blancos, salió de su impermeable y de su abrigo y, acompañó a Arthur a que pagara en la taquilla. Eran la viva estampa de una pareja enamorada que llevara mucho tiempo saliendo, y cuya única razón para no casarse fuera la carestía de la vivienda.
A las diez en punto, a la salida del cine, dieron un largo paseo hacia la casa de Doreen, por el bulevar que bordeaba el terreno municipal (Arthur recordaba haber visto una foto aérea de la zona: una red gigante de carreteras, avenidas y calles en forma de media luna, con un colegio como una araña negra acechante en medio). Pasaron por delante de la camioneta de las patatas fritas y compraron un cucurucho que olía a sal y vinagre. Doreen mencionó la Feria del Ganso:
—Fui a dar un paseo al bosque ayer y vi que ya habían montado bastantes atracciones.
—¿Ah, sí? —dijo él, como si fuera la primera vez que escuchaba hablar sobre la feria.
—También he visto algunos camiones —añadió ella—, cruzando el puente de Bobber’s Mill.
—Cuando tenía seis años me perdí en la Feria del Ganso —dijo él—. Aun así me divertí mucho porque me dejaron montarme gratis en todas las atracciones. Cuando dieron las siete empecé a llorar y entonces vi a un poli y le dije que me había perdido y me llevó a la comisaría de Norwood. Me dieron pasteles y varias tazas de té porque tenía hambre, y cuando me llené les dije dónde vivía y entonces me llevaron a casa en un camión de la policía. Aún me acuerdo de lo bien que sabían los pasteles. Debía de ser un granuja incluso entonces, porque hice como que no sabía dónde vivía hasta que no me harté de comer. Los polis están bien para cosas así, aunque luego no fueron tan buenos con mi primo. Una vez robó dinero de los contadores del gas y la luz, y cuando le pillaron le dieron una buena somanta de palos para que confesase dónde había escondido la pasta. Pero ya se la había gastado, así que lo mandaron al reformatorio, y cuando volvió a casa por vacaciones todo el mundo le preguntó si aún seguía trabajando para la compañía del gas, y dónde estaba su bolsita marrón de recaudador y su gorra de visera.
Hizo una bola apretada con el envoltorio de las patatas y lo lanzó rodando hacia la alcantarilla.
Ella no comentó nada y siguieron caminando durante algunos minutos en silencio. Arthur sabía que ella quería que él hablase primero. Como en otras ocasiones, cuando tenía que tomar una decisión que iba en contra de sus propios intereses, se sentía como si le estuvieran aplastando contra la pared. También ella arrojó al suelo el envoltorio de sus patatas y le agarró del brazo.
—¿Vas a ir este año a la Feria del Ganso? —le preguntó Arthur finalmente. Estaban en la última avenida antes de llegar a la calle donde ella vivía.
—Imagino que sí —contestó lacónicamente—. Suelo ir.
—Yo también, aunque no espero gran cosa. Vas y te montas en las atracciones hasta que te mareas. No es muy divertido que se diga.
—Hay gente a la que le gusta —dijo ella bruscamente—. A miles de personas, de hecho.
La feria duraba tres días y la mejor noche era la del sábado, pero era cuando él había prometido llevar a Winnie y a Brenda. También era la noche en la que Doreen esperaba que él la acompañase.
—¿Te vendrás conmigo a la feria entonces? —preguntó él con voz considerada y suave.
Ella le apretó el brazo con cariño.
—Será estupendo, sí.
—Te llevaré el viernes —siguió él—. La noche del viernes es la que más me gusta porque no hay tanta gente como el sábado. En cualquier caso, no te puedo llevar el sábado porque prometí ir a Worksop con mi compañero. Tiene una moto y voy de paquete.
La mano de ella se puso rígida. ¿Quién se habrá creído que soy?, se preguntó él. ¿Se piensa que estamos prometidos o qué?
—El viernes no puedo —dijo ella—. Le prometí a mi hermana que iría a verla. Su bebé nacerá en un mes y todos los viernes por la noche voy a ayudarla con la casa.
Ojo por ojo, diente por diente.
—Pues va a estar difícil entonces —dijo él—. Esperaba poder llevarte. ¿Y qué tal el jueves entonces?
—No es una buena noche —dijo ella—. La feria acaba de empezar. Pero no quiero complicarte las cosas.
Él siguió como si ella no hubiese sido irónica:
—Muy bien. No me complicas nada.
Llegaron junto a la verja de su casa.
—No me puedo quedar mucho tiempo aquí fuera. Tengo que entrar y lavarme el pelo.
—¿A qué hora te veré entonces el jueves?
Él notó la decepción en su voz:
—¿A las siete y media en la esquina del bulevar Gregory?
Ella pensó que quizás el jueves no estaría tan mal, que era probable que encontrase al menos a algunas de sus amigas del trabajo y estas la verían del brazo con su chico. En cambio, si la hubiese llevado el sábado, seguro que todo el mundo la habría visto. Esa noche, para él sólo hubo un triste beso de despedida.
Quedó con Winnie y con Brenda el sábado en el mismo lugar y a la misma hora que con Doreen dos días antes. Con Brenda cogida del brazo derecho y Winnie del izquierdo, caminaron hacia el lago de fuego de la feria, vestidos de punta en blanco. No tenían muy en cuenta eso que solía decirse de que en noches como esa era mejor ponerse ropa vieja, para que luego no te importasen las manchas de pescado, de patatas fritas, de algodón dulce, de bígaros y de Brandy Snaps. Según dijo Brenda, Jack se había quedado en casa haciendo quinielas, revisando las cuotas del sindicato y apuntándolas en su libro de contabilidad.
Las luces de la feria eran como un velo de pálido resplandor anaranjado que se imponía a la oscuridad. La multitud formaba una densa masa a lo largo de la acera y se movía en corrientes discontinuas, mezclándose aquí y allá en dirección a las barracas y las atracciones. Los niños asían con fuerza sus globos del pato Donald, las mujeres y las niñas llevaban gorros de marinero de papel que decían: «Bésame rápido» o «Ahora te aguantas»; otros se abrazaban a sus trenes de juguetes y sus perros de porcelana ganados en la tómbola y los dardos. El aire cortante arrojaba efluvios de Brandy Snaps y vinagre sobre la gente. Oyeron los estridentes pistones de los motores pintados de rojo que alimentaban el Gusano Loco y el Arca de Noé, y chillidos distantes que bajaban hacia ellos desde la Torre del Tobogán y la parte más alta de la noria. El bullicio y las luces parecían en cierto modo un pantano magnetizado que atrajera hacia su fondo a la gente desde varios kilómetros a la redonda.
Arthur llevaba a sus mujeres a la carrera; se paró a comprar un gorro de «Bésame rápido» para Winnie y otro de «Ahora te aguantas» para Brenda y, nada más atravesar la entrada, repleta de gente, se libró por los pelos de perder su hombría por no ver el poste metálico que se alzaba desde el suelo. Winnie le agarraba del faldón del abrigo para no perderse, gritando:
—¿Dónde vamos primero?
—Vosotras seguidme —bramó él.
Brenda gritó:
—Creo que he perdido el gorro.
—No importa —respondió él—. Te compraré otro.
Ella se palpó la cabeza con la mano:
—Vaya, en realidad no lo he perdido…
Del tiovivo salía una tonadilla dulce, un subir y bajar circular que giraba al son de una cautivadora melodía de organillo.
—¡Los caballitos! —gritó Winnie—. ¡Quiero montarme en los caballitos!
Ya están parando —dijo Brenda—. Subamos, rápido.
Se levantó la falda y Arthur la empujó desde atrás mientras tiraba de Winnie, que iba tras él y que, cuando se montó sobre el caballo, se sentó encima de su gorrito de papel.
—Es una atracción para jubilados —gritó Arthur—. Espera a que nos montemos en el cohete.
Cuando los caballitos se elevaron, obtuvieron una vista sobre las cabezas de la gente, adultos y niños mezclados.
Tras avanzar despacio hacia el centro del recinto se montaron en el Gusano Loco, y cuando las capotas los cubrieron dejándolos a oscuras, Arthur primero besó a Brenda y después a Winnie, de ahí que cuando echaron hacia atrás la lona y las estrellas pudieron mirarlos, ambas se reían bien fuerte, ruborizadas tras las caricias ardientes de Arthur, tratando de zafarse de sus posesivos y recios brazos. Qué diferencia con Doreen, pensó, que se había tirado toda la tarde del jueves pendiente de sus pasos, sin permitirle muchas licencias que le alegrasen el corazón, y parándose a hablar durante media hora con esa boba compañera de su trabajo con la que se habían encontrado.
—Probemos suerte —dijo Winnie—. A ver si echando a rodar unos cuantos peniques ganamos una libra.
Winnie los dejó caer a toda velocidad desde la ranura de madera sobre cuadrados numerados para perder cinco chelines. Brenda, por su parte, apuntó bien pero no lo hizo mucho mejor que su hermana. Arthur los echó a rodar despacio pero sin apuntar y ganó simplemente porque no dejó de gritar bien alto que había nacido con suerte. El buen juicio de Brenda se impuso y se retiraron con dos chelines de ganancia para comprar barquillos y empezar su lento peregrinaje por las barracas laterales, chupando cada uno su sabrosa barrita color café. Los expulsaron del zoológico cuando Arthur intentó arrojar a Winnie hacia un par de pitones medio sordas que dormían enrolladas en una jaula.
—Serás una buena cena para ellas —dijo mientras ella forcejeaba entre sus brazos—. Tienen pinta de no haber comido desde la última Navidad, las pobrecillas.
El guardián dio con ellas en los escalones agitando un látigo sobre sus cabezas. En un puesto de dardos Brenda ganó un plato de adorno.
—Ahí tienes el fruto de tus prácticas en el club el año pasado —dijo Winnie con una sonrisa cómplice—. Y tu, Arthur, también deberías ser capaz de ganar algo.
—Y una mierda —dijo—. Te echaré a los leones la próxima vez si no tienes cuidado, ya verás.
No había espacio para la sensatez: habían quedado atrapados en globos de luz y placer que les impedían marcharse. Los cuatro acres de feria se habían convertido en el mundo entero, con sus carpas y sus caravanas, sus puestos y sus atracciones, sus casetas y sus torres, sus artefactos mecánicos y sus asientos voladores y sus grandes norias, y una multitud que había perdido la noción del tiempo y el espacio encerrada en las entrañas de aquel ruido infernal.
Winnie pidió a gritos montarse en el Tren Fantasma, y Arthur se sintió como si fuera el padre de dos criaturas que le pidieran que cumpliera una promesa hecha en el optimismo exacerbado de las Navidades. Esperaron que se aproximara un vagón vacío y, una vez impulsados a la carrera fantasma, fueron tragados por la negra oscuridad y los infernales gritos que, según decidió Arthur, venían del vagón delantero Se puso de pie para luchar contra la muerte de pega cuyos horrores figuraban escritos en letras de molde a lo largo de la fachada exterior.
—¡Siéntate! —le advirtió Brenda.
—O vendrá el hombre del saco a buscarte —dijo Winnie, que era la que más miedo tenía de las dos a pesar de que había sido ella quien había sugerido montar.
Al principio, son solamente la oscuridad y los fantasmas que convoca tu propia mente los que te asustan, y Arthur, libre de ataques, se lio a soltar improperios confiando en que estaba demasiado oscuro como para ver nada, y pidiendo que le devolvieran el dinero. Las chicas que iban en el vagón delantero empezaron a reírse ante su queja, agitadas a causa de la legítima sensación de terror por la que habían pagado un chelín.
Arthur saltó del vagón y corrió hacia delante hasta que llegó donde estaban las chicas. Había decidido que a fin de cuentas no deberían sentirse decepcionadas por el Tren Fantasma. Comenzó a agitar las manos y ellas gritaron de miedo. Del fondo del oscuro túnel les llegó el ruido de un caballo quejumbroso a punto de desbocarse, y luego oyeron elevarse junto a ellos los lamentos mortales de un hombre aplastado, que finalmente dio un grito como si de pronto hubiese puesto fin a sus males gracias a la bala de un rifle. Arthur saltó del vagón y, cuando calculó que Brenda y Winnie habían llegado donde él estaba, se subió de nuevo.
—¿Quién se acaba de meter en nuestro vagón, Alf? —preguntó una voz femenina que él no reconoció. Se quedo allí de pie, sin mover un músculo, respirando pesadamente.
—No lo sé —dijo el hombre—. ¿Se ha subido alguien?
Arthur oyó cómo le daba a la mujer unas cuantas palmaditas en el muslo, como si tratara de reconfortarla.
—No te preocupes, Lil, preciosa.
—Pero es que alguien se ha subido, te lo digo yo —lloriqueó ella—. ¡Mira, está ahí de pie!
El hombre alargó la mano. Palpó la pierna de Arthur y retrocedió como si hubiese tocado un cable eléctrico.
—¿Quién eres? —preguntó.
—¡Boris Karloff! —dijo Arthur con voz sombría.
La mujer pegó un grito y se puso a llorar de modo lastimero.
—¡Te dije que no tendríamos que haber entrado! Fue idea tuya, siempre con tus cochinas trampas.
—No es nada —dijo el hombre, con voz poco alentadora—. Es sólo uno de los mecánicos. Pero se ha pasado un poco, la verdad, estropeándonos así el paseo.
—¡Tengo sed de sangre! —dijo Arthur—. Con sólo una taza me conformo.
—¡Dile que se vaya! —protestó la mujer—. Dile que se monte en el vagón de otro.
—¡Brenda! —gritó Arthur—. ¡Winnie! ¿Dónde estáis? —Y luego se rio.
No iba a saltar en marcha, así que decidió que acabaría su paseo en ese vagón. Llegaron a una curva y los huesos luminosos de un esqueleto colgante oscilaron ante ellos, en una visión que llenó el túnel de chillidos.
—¡Dile que se vaya! —siguió diciendo la mujer, cada vez más irritada—. No sabes quién es.
—Soy Jack el Destripador, señora —dijo Arthur—, aunque esta noche no destripo.
—Oh, qué cosas tan horribles dice —lloró ella.
—Bueno, Lil, tranquilízate —dijo Alf—. No te va a pasar nada. Esto es sólo el Tren Fantasma. Saldremos enseguida.
—Estoy asustada… —lloriqueó ella—. Tiene una risa terrorífica. Ha debido de salir de un asilo o algo así.
Arthur se irguió todavía más cuando el tren pasó cerca del esqueleto.
—Mire, señora, le voy a hacer un favor: si me deja montarme en su tren, le daré un puñetazo a la calavera en todos los morros.
—¡Vete de aquí! —gritó ella, tapándose la cara—. ¡No quiero verlo!
—Bueno, bueno —dijo el hombre—. No llores. Me quejaré a los organizadores.
Arthur golpeó el esqueleto, en realidad un retazo enorme de trapo, lo agarró con las manos y se quedó atrapado en él. Trató de zafarse, pero el esqueleto pendía de varios enganches como si estuviera vivo y se inclinaba sobre él respondiendo a los golpes. Arthur se vio encerrado, a dos metros bajo tierra en un ataúd de trapo con ruedas de tren traqueteando sobre sus pies. Escuchaba los gritos de la mujer y notaba que su novio trataba de golpearlo. Fue entonces cuando gritó a través de un agujero en la tela, con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Fuego, fuego! ¡Sálvese quien pueda!
Batalló contra la oscuridad para llamar a Winnie y Brenda, y no paró de dar patadas y de aporrearlo todo hasta que pudo sacar los brazos de la pesada funda negra. El sitio estaba repleto de huesos de esqueleto relucientes como rayas de tigre.
—¡He ganado! —le gritó a todo el mundo—. He vencido a ese puto esqueleto.
El tren salió al exterior, en medio del parpadeo de las luces y la música de las atracciones que giraban velozmente sobre el tum-tum-tum de los motores. Vio a un mecánico con cara de agobio que corría hacia él blandiendo una llave inglesa.
Arthur dobló rápidamente la tela y se la lanzó al hombre y, mientras este luchaba y maldecía para zafarse de ella, agarró de las muñecas a Winnie y Brenda y se las llevó con decisión hacia el imán loco de la siguiente atracción.
Justo en los límites del recinto de la feria se pararon en un puesto a beber té. Se habían intercambiado los gorros de papel: el de Brenda ahora decía: «Bésame rápido» y el de Winnie: «Ahora te aguantas», y Arthur obtuvo un beso de cada una allí donde el gentío se acumulaba y una de las dos volvía la cabeza. Fue justo entonces —mientras regresaban hacia los caballitos— cuando el rostro de Doreen apareció de repente en medio del gentío. Al retirar los ojos de Winnie, con la luz del éxtasis aún en ellos, vio a Doreen. Le estaba mirando fijamente, enmarcada entre dos cabezas tocadas con sombreros tiroleses. La luz de su mirada fue reemplazada por una amplia sonrisa y por un amago de saludo con el brazo.
—¿Quién es esa? —quiso saber Brenda, dándose la vuelta.
—Nadie. Una chica que vive en nuestro patio.
Brenda siguió tirando de los dos hacia los caballitos, y Arthur buscó de nuevo a Doreen, pero había sido absorbida por un mar de cabezas ondulantes y gorros de papel.
Cada uno armado con su cucurucho de helado, siguieron en dirección el juego del Cake Walk, arrastrando los pies, trastabillándose, riéndose por el traqueteo tembloroso de la maquinaria móvil; Brenda iba delante, Winnie detrás agarrada a su cintura, y Arthur el último de todos, sujetándose a lo que encontraba. Tras la conga, Arthur sugirió subir a la Torre del Tobogán, una torre alta de madera con una escalera que la recorría desde el exterior, lo suficientemente resbaladiza como para deslizarse por ella a toda velocidad, y lo suficientemente encajonada como para impedir que las personas salieran disparadas como pájaros sobre las carpas y los techos de los puestos y se rompieran la crisma. Tras tomar cada uno su alfombrilla entraron en la torre, y comenzaron a subir por las estrechas escaleras de madera, mientras oían el descenso amortiguado de los pasajeros que se deslizaban por la parte exterior.
Emergieron en lo alto a una salida carente de puertas, y Arthur animó a Winnie para que bajase la primera.
—Eh, sin empujar —gritó ella—. No quiero ir rápido. —Y desapareció de la vista, seguida por Brenda.
Arthur se sentó sobre su alfombrilla esperando a que subiera la siguiente persona y le diera un rápido empujón. Atisbo desde arriba las luces, los techos de las carpas y la gente que bramaba con voz ronca hacia el cielo, cuarenta mil voces sumidas en una orgía ritual de tres días. Se sentía como un rey allí arriba, su poder se desplegaba bajo él en todas direcciones, y en el momento en que dos manos lo empujaron por la espalda y lo impulsaron hacia el olvido, se preguntó súbitamente cuántas columnas de soldados se podrían formar de esa multitud para emplearlas en una rebelión.
Se precipitó lentamente por la suave y curvada pendiente, acercándose por momentos a un océano del que pronto sería otra gota de agua más, indistinguible del resto. Winnie y Brenda le estarían esperando en ese océano impuro y turbulento, así que la perspectiva de amerizar en él parecía menos terrorífica. Trató de aumentar su velocidad impulsándose contra las paredes del tobogán y puso la espalda derecha para mirar hacia un costado, hacia la masas de carpas, luces y ruidos que todo lo anegaban, y mientras aceleraba, el sonido se disparaba hasta convertirse en un alarido. Su viaje de un minuto le pareció que duraba una vida entera, y eran tantos los pensamientos que pugnaban por entrar en su mente que aquel fue el viaje menos agradable de todos. Estaba próximo a la tierra una vez más, cerca del final del tobogán, listo para deslizarse sin percances sobre una pila de cojines. Se sentía relajado, ahora que el viaje estaba a punto de concluir. No se podía hacer nada salvo esperar, le dijo una voz. ¿Pero esperar qué? Dobló la última curva en el punto álgido de su velocidad, vacío de pensamientos, supremamente purificado, hasta que se estampó contra la pila de cojines de abajo.
Winnie y Brenda estaban de pie frente a la muchedumbre. Jack, vestido con su mono de trabajo, puso cara de sorpresa al ver a Arthur agarrado al brazo de Winnie; a la derecha estaba el soldado grandullón y su amigo, aún de uniforme militar; la cara de Bill aparecía hinchada de rabia y deseos de venganza al moverse entre la multitud con la clara y definida intención de estrangular a Arthur en cuanto lo agarrase. Antes de que pudiera moverse, Arthur atisbo el peligro, se incorporó y cuando el soldado le iba a agarrar de la bota, le dio una patada y se sumergió entre la multitud; su última visión fue la de Brenda y Winnie con caras de circunstancias, su última sensación la de la mano del tipo resbalando por su brazo cerca del codo mientras bajaba la cabeza y se perdía entre la gente.