CAPÍTULO DIEZ

SE puso una chaqueta drapeada y unos pantalones de tobillo estrecho y se plantó en la puerta del Match, escrutando todo el salón, que tenía forma de L. Brenda y Winnie estaban sentadas en una mesa en la esquina, frente a un par de cervezas negras. Brenda le localizó con la mirada y le sonrió. No esperaba verle por allí.

—¿Os importa que me siente? —preguntó Arthur.

—Por supuesto que no.

Brenda tenía la cabeza inclinada hacia delante en actitud pensativa, y bebía a cortos tragos; su garganta permaneció oculta hasta que dejó el vaso en la mesa. Arthur se preguntaba qué era lo que trataba de esconder; tenía la impresión de que sobraba allí, a pesar de que su ofrecimiento de invitarlas fue cortésmente aceptado.

—¿Pasa algo, nena? —le dijo.

Brenda levantó la cara y sonrió.

—Estoy bien.

—Vamos a otro sitio si quieres. Esto está más muerto que un cementerio —dijo él, dando la espalda a los que se apelotonaban en la barra.

—Prefiero quedarme aquí —dijo ella dulcemente.

Tiene una cita, pensó él. Con algún hombre.

—Nos quedamos, entonces —añadió, y le pidió al camarero que trajese más bebidas.

Winnie preguntó si le había ido bien en el campamento, y él contestó que habían sido más bien unas vacaciones, que había sido incluso mejor que Blackpool porque en vez de agua salada para nadar, allí había cerveza fuerte para beber. No había visto a Winnie desde el festival de los gin-tonics de Brenda, y ahora le resultaba aún más deseable porque iba a todas luces vestida para matar, con una elegante blusa blanca y un traje negro, y con la permanente recién hecha, como si se hubiera decidido a salir a pasarlo bien tras enterarse de que su marido Bill había aprovechado que a la ocasión la pintan calva y estaba por ahí con una alemana en el Rin. Arthur pensó que había dado en el clavo, porque el Match tenía la peor reputación de la ciudad. No podía apartar los ojos de ella. Se sentía como un rey coronado invitando a bebidas a dos mujeres tan espléndidas y accesibles como aquellas.

Se inclinó cortésmente hacia Brenda.

—No pareces muy contenta esta noche, nena. ¿No te alegras de verme?

Ella se acabó la cerveza antes de responder.

—¿No te enseñaron a escribir de pequeño en el colegio?

Así que era eso. No le había escrito.

—No tuve tiempo, preciosa. Te dije antes de irme que estaría demasiado ocupado.

—¿Ni siquiera una postal? —dijo ella ásperamente.

—Te digo que nos tuvieron ocupados todo el santo día. Nada más poner los pies en el campamento me encasquetaron un rifle en las manos y me pusieron a entrenar. Quince kilómetros al trote con la bayoneta calada bajo una lluvia torrencial, reptando por los bosques y arañándome hasta las cejas entre las zarzas. Te digo que ni siquiera me pude llevar a los labios una taza de te cuando terminamos. Después tuvimos instrucción, más clases, guardias, sesiones de combate cuerpo a cuerpo, lectura de mapas. Vaya, ni un minuto de descanso tuve. Y también fuimos al campo de tiro la mayoría de los días. No tienes ni idea de cómo nos las han hecho pasar. Les hemos salido de lo más rentables. Pensaba todo el tiempo en escribirte, pero no tenía ni un momento para mí, lo digo en serio. Ni siquiera le escribí unas líneas a mi madre, la pobre. Estaba preocupadísima, y en cuanto entré en casa esta tarde me dijo que era el canalla más grande de la tierra, y que pensaba que me habían reventado de un balazo o que me había destripado un tanque, o algo así.

—¿No teníais nada de tiempo por las noches? —preguntó Brenda, no muy convencida a pesar de la mirada franca en la cara de él.

—¿Por las noches? —dijo él, resentido—. Los cabrones nos tenían sacándole brillo al suelo del barracón hasta las diez, o acarreando fusiles. Era un tostón, te lo aseguro. No pude salir ni a tomarme algo: cada noche acababa muerto de cansancio. Había que hacer guardias también, casi todas las noches. ¡Te digo que ha sido la peor quincena de mi vida!

Parecía que la había convencido, pero no pudo evitar preguntarse a sí mismo por qué no le había escrito ni una mísera carta, y la verdad era, tal como descubrió, que sencillamente se le había olvidado. Había pensado en ella de vez en cuando, de acuerdo, pero nunca se le había pasado por la cabeza escribirle. Por otra parte, se preguntó, ¿no habría sido peligroso? Supongamos que Jack hubiese recogido la carta del felpudo una mañana y la hubiese leído. Jack era un buen tipo, pero muy terco en sus actitudes y difícil de entender, uno de esos hombres que podría perder los estribos y liarla parda si se cayera del guindo y descubriera que llevabas mucho tiempo haciéndole la cama. Aparte de eso, escribir cartas era demasiado cansado.

Con Brenda no hizo progresos, pero Winnie estuvo más receptiva. Sin embargo, en cuanto dieron las nueve en punto las dejó a las dos sentadas diciendo que se iba a casa a dormir. Su ardua quincena en el ejército le había dejado agotado.

—Si es pronto… —dijo Brenda, pero apenas opuso resistencia a su partida.

—No te preocupes por nosotras, de todas formas —se rio Winnie con una expresión de alborozo que no auguraba nada bueno a su marido—. Sabemos cuidarnos solas.

Las puertas se cerraron tras él. Corrió por la calle y se abrió paso entre un grupo de soldados hacia los semáforos y el tráfico de la calle principal. Aquellas mujeres eran dos tercas que no le merecían. Les dedicó unos cuantos insultos pulidamente obscenos; habían salido a buscar guerra, pensó, y se habían llevado la sorpresa de sus vidas cuando él entró en el Match y se instaló en su mesa. Habían bebido un par de cervezas a su costa y no habían tenido agallas suficientes para decirle que se fuera. No es que le importase que se bebieran las cervezas que él les pagaba. Esperaba eso y más de las mujeres de Nottingham, las cuales, pensó, eran todas unas tontas caraduras que se creen que pueden beber a tu costa les caigas bien o no. ¡Todas unas zorras! Pero nunca más. Eso era todo lo que conseguirían de él. Brenda no merecía todo el lío que había tenido que armar para conservarla. ¡Como si cambiara mucho las cosas que él le hubiese escrito o no! Lo único que pretendía era buscar camorra. Lo más seguro es que se hubiera alegrado de perderle de vista y se hubiera pasado las dos semanas engañándolo. Y eso sin mencionar al pobre cornudo de Jack. En vez de ponerse ciega en el Match, más le valdría estar en casa cuidando de sus dos niños, pobres críos. Si me caso algún día, pensó, y me toca en suerte una mujer como Brenda o Winnie, vaya si no le daré unas palizas de muerte. La mataré con mis propias manos. Aquella que se case conmigo tendrá que cuidar de los niños que yo le dé y tener la casa reluciente. Y si lo hace bien, quizá la deje ir al cine de vez en cuando y la lleve a tomar algo los sábados. Pero si pensase que me está poniendo los cuernos a mis espaldas, la mandaría de vuelta a casa de su madre con los dos ojos morados antes de que sepa de qué va la fiesta. Por mis muertos que lo haré.

Caminó hacia Slab Square. Se moría por zambullirse en el bullicio de un pub y perderse en una cascada de cerveza y risas. La calle principal estaba iluminada por furtivas farolas, como si estuvieran listas para sumirse en la oscuridad a nada que viesen a un miembro reconocido de la Sociedad de Observancia del Día del Señor. Domingo, pensó con amargura; prefería incluso el lunes, aunque fuese el primer día de la semana, y el comienzo de su tortura en la fábrica. Varios pubs daban señales de vida, pero no traslucían la violencia intensa que él necesitaba para aliviar el peso de los líos de faldas que amenazaban con arrastrarlo a una limpia y reluciente alcantarilla.

Un grupo de personas se había reunido ante la verja del templo de Saint Mary. Las luces brillaban aún dentro de la iglesia, y un coche Daimler se pavoneaba como un cocker spaniel negro con pedigrí junto a la acera. Arthur siguió su camino sin meterse con nadie, confiando en que el Horse and Groom le proporcionase el bullicio propio de un domingo por la noche. Los marineros irlandeses solían reunirse allí para gastarse en bebercio sus últimas monedas antes de arrancarle al jefe el anticipo del lunes por la mañana. Su primo había trabajado una vez con ellos y dijo que todos los fines de semana era común que dos se pusieran de acuerdo para pelear a puñetazos, con los respectivos sueldos como premio bien consignados en una esquina del prado más cercano, a condición de que el ganador dejase una libra para pagar el alojamiento del perdedor. Cabrones insensibles de cabeza dura, pensó Arthur mientras se abría paso hacia las brillantes luces del pub elegido. Antes incluso de llegar a la barra, notó que los vapores de la cerveza empezaban a reanimarle.

—La noche está tranquila —le dijo a la mujer cuando le sirvió su jarra.

—Sí —contestó ella, estirando los brazos y sonriendo sólo con sus delgados labios—. Tuvimos jaleo el sábado pasado. Se organizó una buena pelea. —Se refería a los marineros ausentes—. Así que vino la policía y los echó a todos. ¿No te enteraste? Casi perdemos la licencia.

Arthur le explicó que había estado fuera.

—Son unos tipos duros, esos irlandeses —le dijo mostrándose de acuerdo con ella.

—Tendrías que haberlos visto —siguió la mujer, no sin cierto orgullo—, luchaban como leones. Y me he enterado de que luego los domingos van a misa, como buenos católicos. No lo entiendo, la verdad.

—Ellos son así —comentó él—, pero yo no. Nunca en mi vida he entrado en una iglesia. Ni siquiera estoy bautizado.

—Bueno —dijo ella—, entrarás en una iglesia cuando te cases, eso te lo puedo asegurar.

—Yo no —se rio él, empujando su jarra vacía hacia ella—. Para empezar, no me casaré, y además, si lo hiciera sería en el registro.

—Tendrías que ver lo que tu novia opina al respecto. Nunca se sabe…

—Bueno, si es de ese tipo, no me casaré con ella. Tengo una tía que es muy religiosa y ahora le va mal. Su hijo murió atropellado cuando tenía diez años y desde entonces nunca volvió a ser la misma. Y no sólo eso: al mismo tiempo bebe como una esponja. Todos los días se pimpla un montón de botellas de cerveza negra. Por mis muertos que no me casaré con una chica que sea religiosa.

—Si te enamoras, te casarás con quien sea —le dijo ella.

—Yo no. Eso se lo dejo a los demás, nena. Esta vez ponme un black-and-tan.

Había algunas mesas ocupadas, y le pareció que el ambiente tampoco era nada del otro mundo. Se percató de que, cerca de la pared del fondo, había una mesa interesante de la que surgían algunas carcajadas. Escogió, de las cuatro que estaban allí sentadas, a una chica joven cuyos dedos reposaban en un vaso de clara. El recogido de su pelo castaño la favorecía, formando un óvalo en la parte trasera de su cabeza, y por el cuello de su abrigo asomaba un pico en forma de rombo de su echarpe de seda marrón. Por lo que pudo ver en la inspección de su parte delantera —no lucía anillos en los dedos—, sólo llevaba pintalabios y parecía lo bastante pálida como para estar en mitad de la regla. Los que estaban en la mesa eran todos de la misma familia, dedujo él, aunque la chica no hablaba mucho. Solamente se atrevía a decir de vez en cuando: «Pero eso no es así, mamá» en voz bastante alta, y luego se callaba de nuevo mientras su madre seguía hablando con el hombre y la mujer jóvenes que estaban con ellas. Estos dos últimos están casados, decidió Arthur. Hija y yerno, aunque podrían ser hijo y nuera.

Y la chica era su hija, seguro. Se les veía en la cara. Le parecía maravilloso que, con o sin anillo, siempre pudieras diferenciar a una mujer casada de una soltera. Era una cuestión de intuición, más bien. Con mirarla durante medio segundo lo averiguabas: «Está casada» o «No está casada», y nueve de cada diez veces acertabas. Otra cosa de las mujeres jóvenes era —aunque aquí no se acertara siempre— que podías saber por su cara, aunque llevase puesto un abrigo voluminoso, el tamaño y la forma de sus pechos. Las que tenían labios finos, cara de galgo y charlaban mucho eran tan planas como platos de porridge, o bien las tenían más pequeñas que los huevos de faisán, pero en las de risa franca, mejillas redondas y boca muy abierta siempre había donde agarrar. Las que parecían mosquitas muertas eran las más difíciles de calar en este sentido: la mayoría resultaban pasables, pero si por casualidad no tenían grandes atributos, los solían suplir con su pasión. Y la chica que ahora captaba su atención al girarse a decirle algo a su madre entraba en esta última la categoría. Le sirvieron su black-and-tan.

Ella miró hacia donde estaba él. Se creía que yo no tendría la osadía de seguir mirándola fijamente, pensó Arthur sonriendo y levantando la mano para agradecer la señal que ella aún no le había hecho. Entonces ella sonrió y se giró rápidamente para discrepar de algún comentario de su madre. Él levantó su bebida y se miró en el enorme espejo que había sobre la barra.

¿Por qué no?, pensó. Porque está con su madre, tontaina. ¿Y qué? Porque a su madre no le gustaría, por eso. Pero la cosa no va con su madre. Le diré que… Parece una chica maja, agradable, me sobran razones para hacer el esfuerzo. Volvió a mirar, esta vez vio su cuello blanco. Se debe de haber quitado la bufanda por el calor. Le daba rabia que estuviera ocupada hablando con los demás. Sabe que quiero que me mire, pensó. Quedan veinticinco minutos para que cierren y el tiempo corre en mi contra.

Se volvió hacia la barra para pedir otra consumición. La mujer que servía le había visto antes con Brenda y le preguntó dónde había metido a su amiga.

—¿Amiga? —dijo él—. No era mi amiga. Era una prima mía de Sheffield. Había venido de visita. Sólo le estaba enseñando la ciudad. Ya se ha marchado.

—No es por ser cotilla —dijo—. Es sólo que pareces un poco solo esta noche.

—No te preocupes —respondió—. Me gusta estar solo a veces. Me siento bien cuando estoy solo porque en casa somos familia numerosa, y trabajo todo el día con miles de personas, por eso estar solo es una delicia para mí. No hay nada que me guste más que salir al campo en mi bicicleta y pescar cerca de Cotgrave o de Trowel y sentarme conmigo mismo durante horas.

—Ya veo lo que quieres decir —respondió ella—. Yo también me siento así a veces. No es divertido trabajar en un pub, ya sabes, con gente que entra y sale todos los días y te tiene en la barra a todas horas. Pero ¿qué otra cosa puedes hacer? Se gana bien. Sí, querida, ¿qué te pongo?

Esta parte la dijo en voz más alta, mirando por detrás del hombro de Arthur. Él se dio la vuelta y se echó a un lado para que la chica a la que había estado mirando pudiera acercarse a la barra. Ella le dio las gracias y le pidió a la mujer cuatro bolsas de patatas fritas. Llevaba el abrigo abierto, mostrando un vestido amarillo chillón con botones del mismo color. En una segunda mirada solapada pudo apreciar que era delgada, pero bien proporcionada.

—¿Es el cumpleaños de alguien? —preguntó Arthur.

—No —contestó ella con amabilidad—. Son las bodas de plata de mi madre.

La mujer dejó las patatas y el cambio sobre el mostrador y se fue al otro extremo de la barra para servir un whisky doble.

—No veo a tu padre —dijo él—. ¿Está muerto?

—Separado —contestó ella—. Empezó como una broma, eso de que mi madre quisiera celebrar sus bodas de plata. A mí no me gustan las bromas de ese tipo.

—¿Ah, no? —dijo él—. Tómate algo entonces, nena, mientras estás aquí.

Ella miró por encima de su hombro a los demás, y al ver que todavía charlaban, dijo:

—Vale. Me tomaré una clara si no te importa. ¿Qué es eso negro que estás bebiendo? Parece melaza.

Él se lo dijo.

—He oído hablar de eso —repuso ella—. Creo que lo probé una vez, pero era demasiado fuerte. —Le dio unos sorbos a su clara—. Esto es lo más que puedo llegar a beberme.

—Bueno, yo tampoco soy un borrachín que digamos, pero esta noche me apetecía tomar algo porque acabo de volver de mis quince días. Un tío se merece una bebida después de eso.

—Apuesto a que sí. ¿En qué andas?

—En el ejército. Pero el año que viene habré acabado.

—¿Tienes ganas de terminar?

—No te digo que no. Quiero acabar cuanto antes.

—Mi hermana se casó con un tipo del ejército del aire —le dijo a Arthur—. Estaba tan guapo de uniforme. Pero creo que ahora ya está liberado, y tienen una casa ahí arriba, en Wollanton. Ella espera un niño para la semana próxima.

—¿Vives en Wollanton? —preguntó él sin haber tocado su bebida.

—No —respondió ella—, más bien hacia Broxtowe, en las viviendas de protección oficial. Me gusta vivir en esas casas nuevas y bonitas. Están bastante lejos de las tiendas, pero al menos se respira aire fresco.

Arthur sugirió que le llevara las patatas a su familia y volviera a la barra.

—Muy bien —dijo ella. Él le oyó decir muy alto a su madre que se había encontrado a un amigo del trabajo y quería hablar con él. Arthur bebía.

—¿Tu madre está sorda? —preguntó él cuando ella volvió, ofreciéndole un cigarrillo.

—Sí. Y cuando la gente me escucha gritarle por la calle piensan que soy una boceras. No, no fumo, gracias.

Él se rio y le preguntó su nombre.

—Doreen. Un nombre espantoso, ¿a que sí? —Sacó la lengua, sana y con forma de pala, y la metió de nuevo en su cálida guarida.

—¿Qué tiene de malo tu nombre? Doreen está bien. Yo me llamo Arthur. Ninguno de los dos nombres es gran cosa, vale, pero no es culpa nuestra, ¿verdad?

Apuró la última gota de black-and-tan de su jarra.

—Nadie está contento con lo que tiene, eso te lo digo yo. El mundo no iría precisamente bien si no fuese así. Entonces, me decías, ¿dónde trabajas?

—¿Yo? En Harris, la fábrica de redecillas para el pelo. Bueno, me fumaré un pitillo si insistes. Mejor que mamá no me vea, o me reñirá. Llevo trabajando allí cuatro años, desde que dejé el colegio.

Lo que pensaba, se dijo Arthur. Diecinueve.

—Yo trabajo en el sector de las bicicletas —le contó—. Me gusta trabajar en un sitio grande; te dan paga extra en Navidad, de vez en cuando un viaje a Blackpool, clubs deportivos donde puedes ir a tomar algo. En la fábrica te cuidan.

Como capullos, pensó. Doreen había dejado su vaso vacío.

—Tómate otra clara. Venga, no te vas a emborrachar con eso. ¡Una clara, señorita! —pidió Arthur—. Además, son las bodas de plata de tu madre…

—No tienes que hacer el paripé si quieres invitarme a algo. Me pediré una clara. Y tú pídete tu combinado también.

—Eres muy viva —dijo él. Se acabó su segunda bebida desde que ella llegó—. No se te escapa una.

—No ganas nada si se te escapa una —se rio ella.

—¿Y qué haces durante la semana? —se lanzó él—. ¿Vas alguna vez al cine?

Ella le miró con sus ojos castaños, llenos de suspicacia.

—Sólo los lunes, ¿por qué?

—¡Qué gracia! Yo también voy los lunes. Por la tarde. Siempre he pensado que el lunes es el mejor día de la semana para ir al cine. Los fines de semana me tomo algo y veo a mis amigos, y los demás días tengo mucho que hacer: arreglar la bici o preparar los aparejos de pesca. Así que el lunes por la tarde es siempre mejor para ir al cine porque además ponen los estrenos. ¿A cuál vas tú?

—Al Granby.

—Yo voy a ese a veces los lunes —dijo—, y nunca te he visto.

—Será porque van cientos de personas también —contestó ella en tono de burla.

—Te veo mañana por la tarde a las siete, entonces —dijo él.

—Chico rápido, ¿eh? Muy bien, pero no en la última fila.

—¿Por qué no? No veo nada si no me siento justo en la última fila. Si me pongo cerca veo las imágenes todas borrosas. Debo de tener algo en los ojos, supongo.

—Quizás necesitas gafas —dijo ella.

—Ya lo sé. Algún día me haré unas. Pero no me quedarán bien. Parecería un corredor de apuestas, o un cobrador del alquiler. De todos modos, no veo tan mal… No pienso llevar gafas hasta los sesenta, y además, puede que no viva tanto.

—Optimista, ¿no? ¿Qué te hace pensar eso?

—Todo lo que dicen de la guerra…

—Son sólo habladurías. No quiere decir nada —dijo ella.

—Mientras no empiece antes de mañana por la noche, lo demás me da igual.

Ella se encogió de hombros.

—¡Hombres!, son todos iguales. Es fácil imaginarte trabajando en una gran fábrica. Eres un listillo, me parece a mí. Supongo que os pasaréis el día hablando con las chicas.

—Eso es lo que tú te crees. Tengo demasiado trabajo.

—Bueno, te creo. Pero habrá miles que lo harán.

La manecilla del reloj marcaba las diez menos cinco.

—¿Qué ponen mañana en el cine? ¿Algo bueno?

—¿No decías que ibas mucho al Granby? —preguntó ella con perspicacia—. Siempre sabes lo que van a estrenar porque lo anuncian en los avances.

Me ha pillado.

—Ya lo sé —dijo él—, pero nunca presto demasiada atención. Se me olvida nada más salir. Tengo una memoria espantosa. Incluso me olvido de la película, a no ser que sea fetén, con Boris KarlofF o con alguien así. Debo de haber visto miles de películas, como todo el mundo, pero me apuesto algo a que sólo me acuerdo de media docena. Recuerdo Enrique V fue hace unos años, pero es porque la vi como seis veces. Me leí ese monólogo largo que dice cuando va montado en su caballo antes de la pelea. Está en el libro de mi hermano.

—¿Entonces te lo sabes?

Una parte. Ciertas frases le venían a la cabeza en la voz fuerte del rey, pero no las podía decir en ese momento. Porque quien hoy derrame su sangre conmigo será mi hermano… Se recordarán como si fuera ayer entre sus copas rebosantes… Se redactará su pasaporte y se pondrán coronas para el viático en su bolsa… No quisiéramos morir… Los ancianos olvidan… Alguno que luchará con nosotros el día de San Crispín… Sus dedos olvidaron el asa de la jarra durante un momento y se quedó de pie como para oír mejor una vez más el destructivo vuelo de las flechas en Agincourt, el fragor de las huestes destrozándose mutuamente en una matanza colorida, arriesgando un brazo, una pierna, por promesas de fuego y un buen botín.

—Se me ha olvidado, es demasiado largo. Pero si lo quieres te lo copio del libro de mi hermano Sam.

—No, no te molestes. Creo que Laurence Olivier es un actor magnífico, ¿no te parece? Es guapo. Me recuerda a un chico que conocí una vez, que trabajaba en nuestra oficina.

La mujer empezó a cubrir con trapos los grifos de cerveza, gritando:

—¡Es la hora! ¡Es la hora, por favor!

—Te veo mañana por la tarde entonces, nena —dijo él.

—Sí. A las siete. Pero aparece. No me des plantón.

Las luces comenzaron a parpadear para que los últimos que quedaban en el bar se dieran prisa en salir.

—No digas esas cosas. Allí estaré. —La madre de Doreen la estaba llamando—. Hasta enseguida, entonces.

—Adiós, nos vemos mañana.

He triunfado, se dijo, saltando a la acera. He triunfado. Bajó por la calle, dándole la espalda al Match. La gente que salía de los pubs iba formando colas en las paradas de autobuses, cada una convertida en el rabo fluctuante del renacuajo del fin de semana. El tiempo pasa, pensó. Antes de que nos demos cuenta llegará la Feria del Ganso, con sus noches oscuras y dará paso a un invierno frío como un témpano, y todo el mundo llenará sus cestas de Navidad con bombones, pasteles de carne y alcohol. En diciembre cumpliré veintitrés. Pronto seré un viejo. Al girar donde la iglesia vio a Winnie caminando sola por delante de los escaparates oscuros de Woolworth.

—Creí que te ibas a dormir —dijo ella cuando él la alcanzó.

—Cambié de idea. ¿Dónde está Brenda?

—Se hartó y se fue a casa.

Él detectó la mentira.

—¿Con quién se fue a casa?

—Es tan cierto como que estoy aquí hablando contigo —gritó ella, parándose para otorgarle fuerza a su mentira—. La cabeza le estallaba de dolor y tomó un autobús para ir a casa.

—Si quiere jugar a ese juego —dijo él, empujándola hacia la pared para que la gente pudiera pasar—, no se lo impediré, pero un día se dará cuenta de que no le sale a cuenta. Puedes decírselo de mi parte.

Winnie le miró con sus ojos negros como el carbón.

—Eres demasiado listo, ese es el problema.

Siguieron andando y él le rodeó la cintura con el brazo.

—En cualquier caso, Gitanilla, no es tu problema, así que no te preocupes.

Arthur decidió que sus posibilidades de pasar la noche con ella serían más altas si no tomaban un autobús. Su hipótesis de que, después de todo, aún podía poner el broche de un final brillante a su agitado día parecía razonable cuando ella le apretó el brazo con cariño. Esa mañana Arthur había estado en Shrewsbury, y por su cabeza pasó un breve resumen del día y de la tarde como si estuviera viendo un espectáculo de linterna mágica. La imagen mostraba instantáneas de paisajes urbanos y campestres, cielos, olores de estaciones de tren y vapor de locomotoras, reemplazadas más tarde por humos de autobús y efluvios de cerveza, y ahora por los promisorios aromas del cuerpo y el dormitorio de una mujer que servirían para coronar el final de un día quizás demasiado movido y apasionado. Mientras subía en silencio la cuesta hacia la casa de Winnie, deseó que Doreen no olvidase su cita del día siguiente, y que no lo tuviera esperando en el cine durante demasiado rato. Su opinión de las mujeres de Nottingham había cambiado ligeramente. Por supuesto que iban siempre buscando el dinero de uno, pensó, pero a menudo encontrabas alguna de las buenas, y normalmente podías conseguir lo que querías si tenías cuidado y te apartabas del camino lo suficiente como para cazar a la mujer adecuada.