CAPÍTULO NUEVE

JULIO, agosto. Los cielos de verano se cernían sobre la ciudad por encima de las hileras de casas de los suburbios del oeste; los patios traseros se requemaban bajo el sol que abría heridas en el asfalto, cuyo olor antiséptico se mezclaba con el de los cubos de basura que pedían ser vaciados, y que secaba aun más si cabe la pintura ya reseca de las puertas principales, de las aldabas y los buzones oxidados, agostando las flores sobre los alféizares, bajo un cielo azul estival hacía el que subía en negras trenzas el humo de las chimeneas de la fábrica.

Arthur sudaba junto a su torno, trabajando al mismo ritmo que en invierno para seguir manteniendo el nivel en su gráfica de ingresos. La vida proseguía, como una lanza que desapareciera a lo lejos, con recuerdos tenues de los tiempos del paro y del colegio, y un sentimiento de muerte más tenue aún por delante, una vida presente puntuada de encuentros con Brenda en ciertas noches hermosas, cuando las calles eran cálidas y ruidosas y las nubes se escapaban por encima de los tejados. Hacían el amor en el salón o en el dormitorio y sentían cómo el océano del extrarradio se iba durmiendo fuera de su minúsculo barquito de esperanza y dicha intocables. Una noche que estaba en su propia cama, antes de quedarse dormido con las mantas tiradas en el suelo, Arthur oyó el repiqueteo de la tapa de un cubo de basura sobre el pavimento del patio trasero. Puede que fura solamente un gato en su ronda nocturna en busca de comida, pero se acordó de cuando tenía seis años y Fred lo llevaba de la mano a cenar al comedor de beneficencia y la lanza que desaparecía en el horizonte sólo era rejón de muerte cuando los titulares de los periódicos clavaban la palabra «guerra» con un punzón en las cuencas de sus ojos escrutadores. Las horas mejores para recordar eran aquellas en las que hacía el amor con Brenda, deseando estar en su cama y no marcharse nunca, quedarse toda la noche rodeándole el cuerpo con los brazos, tumbado ahí cómodamente hasta la mañana. Pero la medianoche era su límite. De otro modo, Jack le habría pillado cuando volviera del turno de noche, helado y de mal humor. Debe de ser bueno vivir todo el tiempo con una mujer, pensó, y dormir con ella en una cama que pertenezca a ambos, de la que nadie te pueda sacar.

El futuro implicaba cosas en las que centrar nuestras esperanzas, tanto buenas como malas, como la llegada del verano (una cosa buena), el entrenamiento militar a finales de agosto (un purgatorio), la Feria del Ganso en octubre (algo estupendo), la noche de Guy Fawkes[5] (una cosa buena, pero sólo si no sales chamuscado) y las Navidades. Luego llegaba el año nuevo agitando su puño y te llevaba a rastras con los ojos vendados y agarrado del pescuezo hacia lo más alto de la cresta de otra ola. Al vivir en una ciudad y trabajar en una fábrica, sólo el calendario ofrecía alguna indicación real del paso del tiempo, pues seguir los cambios estacionales era complicado. A medida que la primavera se fundía con el verano o el otoño se transformaba en invierno, Arthur sólo tenía un modo de sentir en sus propias carnes los mecanismos de transición entre las estaciones, y era durante los fines de semana, durante los sábados y los domingos, cuando se montaba en su bicicleta y recorría la ribera del canal para irse al campo a pescar. Durante las noches eternas de verano se sentaba en el umbral de la puerta con una navaja de bolsillo y un trozo de madera, y tallaba la réplica de un pez para usarlo como flotador, con un cigarrillo encendido a su lado, abandonado inútilmente sobre el escalón, mientras levantaba el pez a medio terminar hacia la luz para calcular las proporciones exactas de la cabeza, el cuerpo y la cola. Más tarde lo colorearía con diseños intrincados en colores rojo y gris, con un poco de naranja para los ojos y una panza azul como el huevo de un pato; un pez extraño que atraería, o eso esperaba él, a sus homólogos vivientes al anzuelo. Y al día siguiente, sentado a la orilla del canal bajo Hemlock Stone y Bramcote Hills, echaba su caña de pescar a la estrecha manga de agua en calma. Las hojas de un saúco se derramaban sobre el río desde la otra orilla, con sus verdes ramas enmarcadas por los blancos bordes de las nubes. Era aquel un lugar tranquilo, por donde pasaba poca gente, circundado por lomas empinadas y cubiertas de arbustos contra los cuales reposaba su bicicleta, en el camino de sirga. No había siquiera un indicio de nada que tuviera que ver con la ciudad, situada más allá de las colinas, a siete kilómetros, lo suficientemente alejada de él si se medía por el silencio y la paz de la que disfrutaba al sentarse allí con un cigarrillo entre los dedos, a mirar cómo el flotador se deslizaba lentamente junto a la orilla opuesta, produciendo a su alrededor pequeños anillos concéntricos, y a observar a los insectos acuáticos patinando graciosamente como diminutos botes de remos entre nenúfares de anchas hojas. En el petate caqui de sus días de soldado había sándwiches, un termo con té y una botella de cerveza que reservaba para el final de la tarde, cuando la sombra avanzaba y el frío hacía su aparición, momento en el que ataba los aparejos a la barra de la bicicleta y se apresuraba a volver a casa a tiempo de que encendieran las luces de las calles. Así transcurrían muchos domingos de sus veranos, una estación del año enjoyada y multicolor cuyos bordes estaban ennegrecidos por soporíferas tardes en la fábrica, cuando forzaba su torno para que trabajase más rápido, engañando a sus músculos para que no sucumbiesen a su deseo natural de dormir. El resto consistía en un breve vistazo al cielo cada tarde, en un sistema penitenciario que no resultaba del todo desagradable, pues al menos podía estar contento de saber que gracias a este trabajo nunca tendría que preocuparse de dónde vendrían los siguientes cigarros, los siguientes trajes, comidas o cervezas.

A veces recordaba cómo le habían enfundado en un uniforme caqui a los dieciocho años, cómo había entrado en el almacén de suministros con su chaqueta, su corbata y su abrigo deportivo y había salido hecho un tipo ufano, con su traje de batalla sobre su abrigo deportivo y con los hombros cargados con un equipamiento de lo más incómodo. Mientras le sacaba brillo a las hebillas de su cinturón pensaba en el modo en que sus primos habían vivido durante la guerra: altos y sonrientes desertores del ejército, atrapados una y otra vez por la policía, pero embarcados en una perpetua fuga, ocultándose allá donde iban, viviendo con putas, robando dinero y comida porque ni cartillas de racionamiento tenían, ni siquiera tarjetas de empleo. Un juego peligroso y delicado. Arthur se preguntaba a veces cómo habían logrado aguantar durante tanto tiempo, por qué no se habían ido sencillamente al extranjero para que los mataran y así acabar con todo. Pero en el fondo habían acabado saliéndose con la suya, él lo sabía, porque aún estaban aquí, vivos, trabajando, ganándose bien la vida a pesar de la persecución del ejército. Se acordaba de Dave, de las conversaciones que tenía con su padre durante la guerra:

—Hace ocho meses estaba en el paro. Igual que tú, Harold. Nos las vimos y nos las deseamos para no morirnos de hambre y ahora encima quieren reclutarnos. Mi madre tiene catorce hijos a los que sacar adelante, y Doddoe trabaja sólo de vez en cuando. Recuerdo que una noche entré a robar por la puerta de atrás de una tienda. No teníamos ni para comer. Nunca se me olvidará, porque después nos metimos la mejor cena de nuestra vida. Por entonces yo tenía quince años, y estuve entrando en las tiendas a robar cada semana durante un par de meses. Hasta que una noche los muy cabrones me pillaron. ¿Y sabes qué me hicieron? Sé que lo sabes, tío Harold, pero aún así te lo cuento. ¡Me cayeron tres años en el reformatorio! Y entonces cuando salí, se acababa de declarar la guerra y me reclutaron. ¿Tú te crees que yo voy a jugarme la vida por esos cabrones, o qué?

Arthur se acordaba de la cara de Dave: una cara flaca y medio raquítica, enrojecida por el viento tras ciento veinte kilómetros montado en una bicicleta que había robado en Manchester. Tuvo que cruzarse a fuerza de riñones los montes Peninos sin nada para comer, sólo para escapar de los gorras rojas. Era jueves y las raciones de la semana se recogían los viernes, así que en casa sólo había pan y mermelada y algo de té. Seaton le ofreció cobijo durante una semana. Se quedó tres. Una tarde que había salido, la policía vino a buscarlo, y mientras inspeccionaban la casa, su padre le hizo un guiño a Arthur. Se encontró a Dave bajando por la calle y silbando una canción, dando pedales con sus largas piernas en una bicicleta robada. Las sirenas acababan de parar de sonar, y mientras Arthur le decía a Dave que no volviera a casa, las ráfagas blancas de los bombardeos llenaban el cielo y la sombra fusiforme de un avión alemán se deslizaba sobre los tejados como un ataúd con alas. A Arthur le entraban ganas de reírse cuando se acordaba. Estaban en plena guerra, peleaban contra los alemanes, y Churchill salía cada noche, después de las noticias de las nueve, y te recordaba por qué estabas luchando, como si aquello importase. Porque ¿qué podías hacer tú? ¿Lo que hizo Dave, escaparse del ejército? No: lo único que te quedaba era tu astucia. Nada más. Dos años sometido, y después considérate afortunado si logras salir con vida. Había empezado a lustrarse las botas y, cuando el sargento pasó y vio todo tan brillante y reluciente, tan ordenado y limpio, dijo que Arthur sería un buen soldado. Astucia, pensó. Cabrones, no lograreis someterme. Arthur fue testigo del regreso de los tres hijos de Ada, tras su corto periodo de servicio en el ejército al comienzo de la guerra, y lo recordaba todo como si hubiera ocurrido ayer: la quema de los uniformes y el equipamiento en el pequeño hogar del dormitorio, el humo que salía por las chimeneas casi en desuso.

Como Arthur era alto, lo destinaron a la policía militar, le dieron un silbato y una gorra roja y lo colocaron como un poste para que vigilara los pases de los afortunados que salían de permiso o se licenciaban. ¡Era un gorra roja! ¡Qué ironía! ¡El hazmerreír de la familia! Se quejaba todo el tiempo. Le pagaban cinco chelines al día, así que pensaba amargamente en las dos libras que ganaba en su torno. Pero déjales que empiecen una guerra, pensaba, y ya verán qué mal soldado puedo ser.

«Los de arriba» debían de saber que nadie lucharía. Por eso mismo no estaban tan ansiosos como para confiar en ellos en otra guerra. En el ejército era: «Que te jodan, yo estoy bien». Fuera del ejército nuestro lema había cambiado: «Cada uno a lo suyo». Lo que, bien visto, venía a ser lo mismo. Las opiniones de uno no contaban. Cooperar inteligentemente suponía dejarte engañar por un nudo corredizo o por una media llave, aunque conocía bien cómo zafarse de ambos. La poca paz posible la obtenías cuando estabas lejos de todo aquello, sentado en los márgenes del canal, rodeado de juncos por todas partes, esperando a que picaran los peces o tumbado en la cama con una mujer que te ponía.

Ahora estaban apuntando hacia otra guerra, esta vez contra los rusos. Incluso habían llegado a prometer que sería corta, unos cuantos fogonazos y pum, todo habría terminado. ¡Vaya bromita!, pensaba Arthur. Y, para más inri, pelearíamos codo con codo junto a los alemanes. ¡Los mismos que se habían cansado de bombardearnos en la última guerra! ¿Por quién nos toman esos locos de mierda? Ahora, que uno de estos días se van a estrellar. Esos se han creído que nos tienen dominados con sus pólizas de seguros y sus televisores, pero yo seré uno de los que se enfrente a ellos y les haga ver lo equivocados que están. Cuando esté en mis quince días de entrenamiento y me tumbe boca abajo tras una trinchera, disparando a un blanco, ya sé qué caras tendré en mente cada vez que dispare mi reluciente rifle. Sí. ¡Las de los cabrones que me pusieron el arma en las manos! Me quedaré con sus estúpidas caras de cuatro ojos que parpadean al leer libracos sobre cómo lograr que los tíos se vistan de caqui y luchen en batallas de una guerra a la que ellos nunca irán, y les dispararé sin contemplaciones. Rat-tat-tat-tat-tat-tat. Y también veré otras caras: la del cabrón comemocos que se lleva mis impuestos, la del cerdo bizco que nos cobra el alquiler, la del hijoputa cabezón que me saca de quicio cuando me pide que vaya a reuniones del sindicato o que firme un papel contra lo que está sucediendo en Kenia. ¡Como si me importase una mierda Kenia!

Se acordaba de su padre cavando en el jardín trasero para instalar un refugio Anderson[6], y de él mismo cayéndose en el agujero y llevándose, encima, un tortazo por hacerlo. Y más tarde, de toda la familia sentada dentro, sobre los tablones, tosiendo por culpa de la tierra húmeda, rascándose los cuerpos costrosos y escuchando el extraño sonido fantasmal de los cañones antiaéreos tras el bosque de Beechdale; y de su padre, con la cara pálida, que llegaba allí corriendo a medianoche con una tetera en una mano y media docena de tazas ensartadas en los dedos de la otra, tras haber desafiado el peligro de la metralla que caía para hacer el té y volver justo a tiempo para escapar del avión alemán que acribillaba la fábrica con sus ametralladoras. Mientras escuchabas el largo y agudo silbido de una bomba cayendo, el mundo entero quedaba atrapado y suspendido en esos breves segundos, de modo que lo único que podías hacer era reflexionar, y reflexionar, y reflexionar, y te mantenías muy quieto durante lo que durara el silbido, sin respirar siquiera, sin mover un dedo, con los ojos abiertos como platos hasta que la explosión sobre las vías del tren o sobre un grupo de casas en la calle de al lado te hacía suspirar de alivio por seguir aún vivo.

Y cuando se ponía a pensarlo, reconocía que los hijos de Ada no se lo habían montado tan mal, a fin de cuentas. Cuando la guerra ya estaba a punto de terminar, los acorralaron por última vez y los largaron a todos al reformatorio. A Dave lo mandaron al Ejército Británico de Liberación, seis meses antes de la desmovilización. La guerra había terminado y estando en Berlín se encontró con la hermana de Arthur, Margaret, que trabajaba de camarera para los comedores del ejército, y ambos caminaron del brazo por Unter den Linden, señalando con el dedo las ruinas, y hablando de los viejos tiempos, y bebiendo cerveza fuerte en los bares, y riéndose ante la idea de que justo ellos, entre tanta gente y tantos sitios posibles, hubieran ido a encontrarse allí precisamente, en las destrozadas calles de Berlín.

A Dave lo licenciaron en el 45, en cuanto llegó de Alemania, y Arthur se lo encontró una noche de sábado cerca del Horse and Groom. Dave vestía su uniforme militar, elegante e inmaculado, y sobre el bolsillo de su traje de batalla llevaba colgadas cinco condecoraciones.

—No sabía que te daban medallas en el reformatorio —se rio Arthur.

Dave le contó que Ada y los demás habían pintado: «Bienvenido a casa, Dave» en el refugio antiaéreo, y habían colgado banderas de la ventana del dormitorio como si fuese un héroe, y añadió:

—Compré estas condecoraciones en la tienda del ejército. Sólo cuestan media corona, y quedaban bien ahora que estoy licenciado. Nos vemos, Arthur, tengo que despachar unos asuntos ahí dentro en el bar.

Despedirse de Brenda no le resultó muy agradable a Arthur. Tras un viaje bastante triste en autobús hasta el pueblo de Wollaton, caminaron del brazo por Bramcote Lane. Los campos de trigo, algunos ya segados, se extendían ante una serie de colinas bajas parcheadas de matorrales. Los aromas de las granzas del trigo en el aire le trajeron recuerdos:

—Solía venir por aquí a recoger moras cuando era niño. Una vez, con mi primo Bert, nos encontramos a unos críos que ya habían recogido unas cuantas, y Bert se las quitó. Yo no quería, pero Bert dijo que así nos ahorrábamos el tiempo de andar buscándolas.

Brenda se paró para estirar la chaqueta de punto que llevaba doblada en el brazo. Se mostró crítica:

—Claro, claro, tú no querías quitárselas, apuesto a que no. Eres un listillo, Arthur. Nunca has sabido la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal.

—Bueno —dijo él—, sí que la sé. Ese es el problema, si te digo la verdad, porque saber la diferencia no sirve para nada, ¿no es así, nena? —Había levantado la cabeza y había puesto la cara seria.

—A veces sí. Te mantiene alejado de las complicaciones. Y tú has nacido para complicarte, ¿o no? Ayúdame a cruzar el cerco, cariño.

Él le agarró la mano mientras ella trepaba al primer escalón.

—¿Nacido para complicarme? Yo no. Por si te interesa, he llevado una vida tranquila. Nunca me gustaron los líos, o hacerle daño a la gente. Me sienta mal, como beber. Sólo que a veces no puedo evitarlo. Agárrate la falda, nena, o te lo veré todo. Aquí es donde suelen venir las parejas de enamorados, ¡y aquí empieza todo, cuando el hombre ayuda a su chica a salvar el cerco!

Ella se rio:

—Qué cosas dices. De todas formas, ha sido idea tuya bajar aquí, y sabes lo difícil que es para una mujer cruzar un cerco sin enseñar ni un poco de su ropa interior. ¡Cuidado, cógeme de la mano! Uy, eso es, ya estoy abajo.

Él saltó y los dos caminaron junto a un seto de aligustre; el maíz se mecía en los campos como una guirnalda.

—Es un asco, de todas formas, tener que volver al ejército cada año. No le dejan vivir a uno.

Ella le agarró de nuevo el brazo.

—Son sólo quince días, y sabes que no te molesta. A todos los hombres os gusta, o al menos eso creo.

—A lo mejor a los demás les gusta —dijo él—. Pero a mí no. Te digo que odio el ejército, y siempre lo he odiado. No puedes decir esas cosas de mí. No soy tan imbécil como para que me guste.

—Bueno, quizás no. Pero estoy segura de que a muchos sí que les gusta. Les encanta llevar puesto un uniforme y salir con otros hombres de francachela. Si hubiera una guerra, millones de ellos irían corriendo a alistarse.

Bramcote Hills tenía campos verdes en torno a sus faldas, macizos de árboles a lo largo de su cresta, y parches de hierba muy corta en las lomas. Se imaginaba a sí mismo y a otros doscientos tipejos haciendo eses, cayéndose, trepando por las laderas con la bayoneta, cargando contra los árboles borrachos como cubas. Unas cuantas ametralladoras y morteros bien emplazados y podías aniquilar a un par de batallones, razonó.

—Pero yo no. Me mantendré lejos de todo eso. Lo odio. La verdad, ni siquiera me gusta hablar de ello.

La perspectiva de su partida no incomodaba a Brenda tanto como a Arthur. Para él, la cara de ella parecía traslucir más bien felicidad ante la idea de dos semanas de libertad.

—No importa, Arthur, pronto estarás de vuelta. Es sólo una vez al año. Y para cuando hayas terminado, será ya la Feria del Ganso, y luego Navidad. El tiempo vuela: pronto nos haremos viejos, no lo dudes.

—Yo no —dijo él con aspereza—. Uno es viejo sólo cuando se siente viejo, y por lo que a mí se refiere, aún no he empezado a vivir mi vida.

—Y no lo harás hasta que no te cases.

—¿Casarme yo? Pierde cuidado. Sólo me casaría contigo porque te quiero, pero eso no es posible. Y si no me puedo casar contigo, nena, entonces no me casaré con nadie.

A ella le gustaba su franqueza, pero respondió:

—Eso es lo que dicen todos, supongo. Pero en un año habrás cambiado de opinión. A tu edad, todo el mundo piensa que nunca se casará. Hasta Jack lo pensaba, me lo dijo un día. Crees que puedes seguir siendo soltero toda la vida, me acuerdo que dijo, pero de repente descubres que eso se ha acabado.

—Bueno —dijo Arthur con una sonrisa astuta—, yo no necesito casarme, ¿o sí? No te cases hasta que no tengas que hacerlo, ese es mi lema.

Jugueteando, la pinchó con los dedos en las costillas y luego la agarró para besarla.

—¡Estate quieto! —chilló ella—. Me estás estrujando. No me beses aquí, hay un hombre caminando por esa colina y nos va a ver.

Estaba irritada.

—No, no nos verá —sonrió él.

—Y de todas formas, ¿te crees que uno se casa sólo por eso? Si lo piensas, estás equivocado. Algunos lo hacen, imagino, pero la mayoría se casa por otras razones.

—Una sabelotodo, eso es lo que pareces —dijo él. Entre ambos saltaban chispas—. Pero yo también sé un par de cosas. Cuando esté preparado para casarme lo sabré, y todavía no lo estoy. —Se volvió hacia ella, malhumorado—: Supongo que te encantaría que me casase…

—No seas idiota —dijo ella, aparentemente más contenta ahora que lo había hecho enfadar—. Eso es justo lo que no quiero que suceda, ya lo sabes. Pero si te decides, no quiero ser yo quien te lo impida. Sí, ríete si quieres, pero sabes lo que quiero decir. Ahora me quieres, pero puede que en seis meses ya no.

Ay, pensó él, todos podemos estar muertos en seis meses. Así que empezó a bailar delante de ella, riéndose, doblando sus largas piernas arriba y abajo, desapareciendo tras los altos maizales y saliendo por sorpresa para tratar de asustarla. Ella acabó por reírse también.

—¡Vamos! —gritó ella—. Estás loco. No hay quien te entienda…

—Bueno —dijo él sin aliento, con un brazo alrededor de su cintura—, eso es lo que yo pienso de ti también. Pero no me preocupa demasiado porque nunca me complico mucho tratando de entender a la gente. No vale la pena.

Tras aquel arranque de alegría sintió como si las ruedas gigantes del mundo se hubieran puesto a girar en su dirección con la intención de aplastarlo. Quince días vestido de caqui aparecían ante él como un guerrero blandiendo una espada africana. El hecho de que sobre él brillase el vasto cielo azul de una tarde de verano, y de que Brenda no pareciera muy dolida ante su partida impidieron que reaccionase. Se sentía vacío ante los colores y accidentes del paisaje.

—¿Entonces, dónde quieres que vayamos, Arthur?

No lo sabía. Era una gran pregunta, en muchos sentidos. Acción, pensó. Ese es más mi estilo. Por eso en un segundo se deshizo de sus pensamientos enfermizos y la condujo por la línea del seto, que se abría en ángulo recto. El trigo estaba alto y él le dio una patada para intentar aplanarlo.

—No está bien —dijo ella—. No lo pisotees así.

—¿Qué es lo que está mal? A mí me gusta hacerlo. Y además, ¿qué importa?

—¿Ves lo que te acabo de decir? —respondió ella con una leve sonrisa—. No conoces la diferencia entre el bien y el mal.

—No, no la conozco. Y tampoco quiero que nadie se tome la molestia de enseñármela.

—Creo que has tenido una idea magnífica. Este es un buen sitio —dijo ella, mirando la suave hondonada al final del seto—. Y yo te quiero, Arthur —añadió.

Se sentaron y se besaron apasionadamente.

Estaba de pie en el andén de la estación de Derby, esperando el tren de Birmingham, bien derecho al lado de una máquina de chocolate averiada, recién salido de la cafetería con una taza de té y un bollo en su estómago, tan lavado y bien afeitado que su uniforme manchado no deslucía su aire elegante. Había un banco libre a unos metros, pero desechó la idea de sentarse por no arrugar los afilados pliegues de sus pantalones. Se recreaba en la despedida desenfrenada que le había dedicado a Brenda. Habían estado en el campo hasta la medianoche, y se les había hecho demasiado tarde para coger el último autobús. Caminaron hacia casa bajo una luna brillante, sus ánimos teñidos con una sutil nota de pesimismo que se desprendía de una despedida tan perfecta, las estaciones iniciales de un sentimiento de abandono contra el que se podía luchar, pero que era imposible de vencer. No dijeron nada, pero ambos sentían lo mismo, y se habían disimulado mutuamente ese sentimiento en su afán excesivo por estar alegres. Había una nota de amargura en su pasión, montones de palabras tiernas sin raíces y sarcasmos que tiraban por tierra el afecto como si fuese el guante de un duelo de honor que ninguno de los dos se molestase en recoger.

—Cuídate —le había dicho ella—. Y sé bueno. Te veré muy pronto.

Puede ser, pensó él.

Un portero de estación arrastraba un carrito cargado hasta los topes a lo largo del andén. Arthur permanecía rígido. Contemplaba las finas ráfagas de lluvia caer una tras otra sobre las naves de los motores, una llovizna fina de verano que le provocó un tedio y un vacío que se le antojaron intolerables. Cinco soldados irrumpieron ruidosamente por el puente situado sobre las vías y bajaron al andén, llenando el aire frío y húmedo de campechanos chistes. Arthur los reconoció y ellos a él. Se le acercaron con sus pesadas botas y lanzaron sus petates sobre el banco. Arthur se sentía perdido, acunado por el barullo de sus riñas, que se hacía aún más sólido merced a su propio sudor, a sus propios apretones de manos y palmadas en la espalda.

—¡Pero si aquí está el viejo Ernie Ambergate!

Estaban destinados al mismo campamento y se conocían del año anterior.

Arthur se emborrachaba todas las noches. Los quince días se te hacían eternos, insoportables, si permanecías sobrio. Odiaba los cambios y más aún el ejército. Llevaba un corta alambres en el bolsillo, así que podía permitirse el lujo de volver tarde al campamento cada noche, exultante al tumbarse en la zanja y partir un filamento de alambre de púas tras otro, y después enrollarlo cuidadosamente con la mano, sintiendo la tierra húmeda en los pantalones, las briznas de hierba haciéndole cosquillas en la cara y las zarzas rozándole los tobillos, arrastrándose sobre el estómago para evitar ser descubierto por las luces de la garita de vigilancia. A este paso, por el claro de la verja cabría entera una división acorazada.

En su primera revista el sargento mayor exclamó que no podía calcular el tamaño de la cabeza de Arthur porque tenía mucho pelo, y Arthur aceptó jocosamente que se lo cortasen, tratando de olvidarse del tema hasta que transcurriesen los quince días, cosa que hizo de buen grado.

—Ahora eres un soldado, no un Teddy Boy —dijo el sargento mayor, pero Arthur sabía que en cualquier caso se equivocaba.

Él no era nada de nada cuando la gente trataba de decirle quién era. Ni siquiera su propio nombre era suficiente, aunque estuviera estampado en su cartilla militar. ¿Quién soy?, se preguntaba. Soy un poste de un metro ochenta de alto que se muere por una pinta de cerveza. Eso es lo que soy. Y si algún cabrón sabihondo dice que eso es lo que soy, entonces seré un traficante de dinamita, un vendedor de fusiles Sten, un comerciante de tanques de cien toneladas, un tornero esperando hacer volar al ejército entero y mandarlo al quinto carajo. ¡Soy yo y nadie más que yo, y lo que la gente piense o diga que soy, eso es lo que no soy, porque no saben una mierda sobre de mí!

Al día siguiente de su llegada estaba en el mingitorio mirando fijamente la superficie gris de la pared con ojos agrestes, como tratando de penetrar en los garabatos obscenos que en su día encontró tan graciosos. En su lugar, intentaba adivinar la lista de las carreras de caballos del día y los ganadores del día siguiente. Los segundos que permaneció allí duraron días, cada uno como un tren de mercancías en su estómago, como una dinamo en su mente, como un yunque en su corazón, como unas pinzas en su boca. Y sin embargo musitaba: «Cabrones. Cabrones. Cabrones», hasta que Ambergate entraba después del desayuno y lo golpeaba en la espalda, y Arthur se volvía alzando el puño listo para darse el gusto de recibir un sopapo. Pero se contenía a tiempo, porque no le podía hacer eso a Ambergate, su colega que trabajaba de minero en algún túnel al pie de las colinas de Derbyshire.

Ni los días ni las noches transcurrían con suficiente rapidez. En el campo de tiro era feliz con su ametralladora Bren, pensando en que las balas caían al cañón desde el cargador, oyendo su sonido que tintineaba como música contra el blanco. Le encantaba disparar, tenía que admitirlo. Destruir le proporcionaba satisfacción, aunque lo que destruyera fuese sólo un blanco suspendido sobre un poste. Habría preferido destruir algo más tangible, como casas o seres humanos, pero eso era imposible en las actuales circunstancias. Cuando no tenía turno en las trincheras construidas con sacos de arena, le gustaba quedarse de pie y escuchar el seco estallido procedente de docenas de metralletas disparando a la vez, notar el auge y la caída del ruido, estudiar los ritmos completamente indómitos que rasgaban el aire con alegría incontenible.

Todas las noches salía a emborracharse con Ambergate; en las largas caminatas tramaban guerras y revoluciones privadas, planeaban incendios y saqueos, haciendo aflorar sueños imposibles y comentándolos en broma. Al volver del pueblo olvidaban todo salvo su propia existencia, el ahora, el preciso minuto con sus estómagos llenos, sus piernas ágiles y sus muslos cubiertos por sarga color caqui. El cántico ebrio de Arthur cobraba la velocidad de una locura primigenia sobre los campos y bosques oscuros, llenando las mejores horas de la quincena. Pasaban por delante de granjas cerradas a cal y canto, de puertas y ventanas hostiles a las canciones improvisadas por Arthur que se sucedían entre bramidos como la explosión de alguna una voz medio olvidada en el mundo.

Una noche hizo el camino de vuelta él solo, tras despedirse (o al menos eso creyó él) de sus amigos del pub. El día claro, azul y abrasador, había llegado a su término, y la noche era oscura como la boca de un lobo, preñada de nubes que se apelotonaban y forcejeaban entre ellas. Iba silbando una melodía, con las manos metidas en los bolsillos, tambaleándose de tanta bebida como llevaba en la panza. Un relámpago, púrpura y brillante, le iluminó en medio del camino. Vio grupos de árboles de los que no se había percatado antes. En medio del cañoneo de truenos que siguió, continuó su canción sin apercibirse siquiera de lo que estaba pasando, pero el primer destello labró un surco en las profundidades de su mente, y luego siguió otro relámpago. Las piernas le empezaron a temblar.

—¿Qué pasa? —dijo. Y luego más alto—: ¡¿Qué diablos está pasando?!

Siguió caminando bajo la lluvia, que se derramaba sobre su cabeza pesada y uniforme, contando los segundos entre el rayo y el trueno. Entonces reanudó su silbido, una marcha militar que le ayudó a mantener el paso a lo largo del camino hasta que el cansancio le obligó a pararse a encender un cigarrillo. El siguiente destello pareció desgarrar la tierra en dos. El trueno que siguió hizo explotar la tierra como si una fábrica de pólvora hubiese volado por los aires. Vio los árboles del sendero arqueándose sobre él. Temió que un rayo le cayera encima. Era la primera vez en años que una tormenta lo asustaba. De niño, cuando llegaban las tormentas de verano, corría gritando desde la calle para esconderse en la oscuridad del lavadero o bajo las escaleras, hasta el verano en que los truenos se convirtieron en bombazos y los relámpagos en fogonazos de explosiones. Desde ese día, le perdió el miedo a los meros fenómenos atmosféricos. Una noche de verano, durante la guerra, lo despertó el sonido de las explosiones y los destellos que iluminaban su cuarto. No quería abandonar su cama por nada del mundo para ir a encerrarse en un refugio antiaéreo, y se preguntaba por qué las sirenas de alarma no habrían sonado, o por qué ni él ni nadie en la casa las habían oído. Fred se sentó en la cama tranquilamente y le dijo que solamente eran truenos. ¡Sólo truenos! ¡Estupendo! Volvió a dormirse arrullado por ellos, y al recordarlo ahora, temeroso y cansado como estaba, no pudo evitar echarse a reír hasta que vio cerca las luces del campamento, cuando ya no necesitaba su cobijo y hubiera podido continuar caminando bajo la tormenta durante kilómetros y kilómetros.

Abrió de un puntapié la puerta del barracón, se desabrochó el cinturón de campaña y tiró su gorra. Lo último que oyó antes de desplomarse fue un trueno.

Emergió del suave pozo del sueño a las ocho de la mañana; estaba en la cama, desvestido, tapado con unas mantas. Abrió los ojos pero no pudo ni mover un brazo para rascarse. Tenía atadas firmemente las extremidades al marco de la cama. Al alzar la cabeza unos cuantos centímetros vio que el barracón estaba vacío. Deben de estar todos desayunando, pensó. El sol salió y convirtió el suelo reluciente en un espejo, inundó de luz la estufa, iluminó los montoncitos de ropa que descansaban sobre las camas recién hechas. Le dolía la cabeza. Trató de liberarse de las fuertes ataduras que lo sujetaban, pero eran firmes y no cedían. Minutos después volvió a quedarse profundamente dormido.

Le despertó el ruido de los que volvían del desayuno. Ambergate estaba guardando su taza de latón en el petate. Moore le ofreció a Arthur un té.

—Ernie —le dijo Arthur a Ambergate con voz ronca y floja—, desátame.

Moore le alcanzó el té.

—Bébete esto y te sentirás mejor.

—Primero desátame.

Al ver que nadie le desataba, se bebió el té, tragándoselo ruidosamente. Todos se rieron.

—¿Quién es el cabrón que me ha atado? —preguntó.

—No estás atado —dijo Moore.

—Vaya que no. ¿Quién lo hizo?

Ambergate parpadeó y explicó:

—Anoche, cuando entraste, te caíste redondo al suelo, y cuando intentamos meterte en la cama te liaste a golpes con todo el mundo. Así que te dejamos ahí tirado toda la noche. Pero entonces entró el comandante y dijo: «¿Qué está haciendo ese tipo en el suelo en un charco de meados?». «Se ha desmayado, señor», dije. «Entonces, llévelo a la cama», gritó el comandante, hecho un energúmeno. «No puede haber un tipo tirado en el suelo del barracón. Llévelo a la cama inmediatamente». «Pero señor —dije yo—, cada vez que me acerco a él me arrea un puntapié con la bota». «No sea imbécil», dijo el comandante. «Llévelo a la cama. Mire, le voy a enseñar cómo hacerlo». Entonces, que me caiga muerto ahora mismo, Arthur, si no le pegaste una patada en todos los huevos al comandante. Es la pura verdad, ¿o me equivoco, chicos? Ahí mismo, en los huevos. Bueno, y al comandante casi le da un síncope. «Atenle», gritaba como un toro enloquecido. «¡Aten a ese desgraciado! ¡Ningún maldito capullo me pega a mí una patada en los huevos! Ya le daré yo a este cabrón por la mañana. ¡Se va a enterar!». Por eso tuvimos que atarte, ¿entiendes? Ordenes del comandante.

—Cabrón mentiroso —gritó Arthur—. Tendrías que estar metido en el gobierno. Ganarías cincuenta chelines por semana. Ahora desátame.

—Me parece que no —dijo Ambergate entre las risas de los otros—. Lo único que harías sería liarte a golpes con nosotros otra vez.

—¡Desátame!

El sargento asomó la cabeza por la puerta y chilló:

—Venga, todos a revista.

Y en medio minuto el barracón estaba vacío, con la excepción de Arthur, que estaba atado a su cama y no podía moverse. Pero no era tan desagradable para él, porque estaba cansado y no daba para más: así que cerró los ojos y volvió a dormirse.

A las once el oficial de guardia hizo su inspección del barracón.

—¿Y quién es este idiota que está aún durmiendo a estas horas? —dijo alzando la voz—. ¡Eh, tú! ¿Qué te crees que haces?

Los ojos de Arthur se abrieron. Trató de mover los brazos y las piernas, pareció recordar algo, puso los ojos en blanco y los cerró de nuevo. El oficial lo sacudió:

—Por Dios, hombre, ¿qué hace aquí? Levántese, vamos.

Arthur lo miró fijamente.

—¿Sí, señor?

—¿Qué hace usted todavía en la cama? —dijo el otro, enfadado.

Dijo la primera excusa que se le ocurrió:

—Estoy malo. No me encuentro bien. Me duelen la cabeza y el estómago. Es como si estuviera atado a la cama.

—Muy bonito. Bueno, ¿y por qué no dio parte de enfermedad?

—No me desperté a tiempo.

El oficial chasqueó la lengua como si ya hubiese tenido demasiado por ese día.

—Malditos reclutas… —despotricó—. Mandaré al sargento para ver si te llevan a la enfermería, entonces.

Salió dando un portazo y el barracón se quedó en silencio. El oficial se olvidó de enviar al sargento y Arthur se quedó en la cama hasta la hora del té, durmiendo despreocupadamente. Se olvidó incluso de que estaba atado. Las horas pasaron a una velocidad tan agradable que, como le comentó más tarde a Ambergate, creía que tendrían que haberlo dejado así durante el resto de sus prácticas militares. No se le ocurría mejor manera de pasar sus quince días. Mientras le diesen té para beber y un pitillo de vez en cuando…