CAPÍTULO OCHO

EL chismorreo malicioso de Mrs Bull viajaba raudo como la electricidad a través de un circuito, de un polo al otro, y lo sorprendente era que rara vez se quemaban los fusibles. Un mediodía de principio de verano, uno de esos con el cielo bajo, tranquilo y preñado de amenazas, como anunciando lluvia, Mrs Bull se apoyó en el pilar de siempre para observar la salida de la fábrica. De repente sonó una suave detonación, como el chasquido de un arma de aire comprimido, que le hizo pegar un brinco. Sus gordezuelos brazos saltaron desde su delantal. Llevándose una mano a la cara, chilló:

—¡Por Cristo bendito! ¡Esa iba para mí!

Así siguió, lamentándose durante algunos minutos, «como un cerdo ensartado en un espetón», según dijo la vieja Mrs Mackley que le miró la cara amoratada, contenta de que hubiesen disparado a Mrs Bull pero sin osar hacer nada salvo mostrarse compasiva.

—Ahora lo que quiero saber yo es quién ha sido el desgraciado…

Como era una sabihonda, en cuanto dejó de maldecir Mrs Bull miró a su alrededor intentando descubrir quién le había disparado. Sus ojillos, hundidos y brillantes, recorrieron toda la extensión del patio desde la calle a la fábrica para inspeccionar después el muro del edificio donde ella vivía, paseándose arriba y abajo por las ventanas sin que se le escapara detalle arquitectónico o movimiento humano alguno. Las malas lenguas decían que el gobierno la tenía fichada ya para que se integrase en un equipo de reconocimiento en la próxima guerra.

—Ya caigo —dijo, moviendo el mentón hacia Mrs Mackley. Tenía la vista fija en la penúltima ventana de la casa de enfrente; estaba ligeramente entreabierta.

Allí era donde vivía Bernard Griffin, con su madre divorciada. Tenía un rifle de aire comprimido. El penetrante dolor que sentía en la cara le hizo asumir que el muchacho todavía tenía el rifle. El fichero de su memoria se puso en acción inmediatamente: cuando era niño lo mandaron al reformatorio por desvalijar contadores del gas y por arrancar plomo de los tejados de varias iglesias; desertó tres veces del ejército; metió en un lío a una chica y estuvo en chirona durante tres meses por no pagar por la manutención del bebé; y por si fuera poco, Bernard Griffin odiaba a muerte a la gente. Mrs Bull tenía un expediente similar para todos y cada uno de los vecinos del patio.

Acompañada de Mackley como testigo, caminó hacia la puerta trasera de los Griffin y la aporreó con tal violencia que el vecino de enfrente juró que habría roto el panel si hubiese llamado una sola vez más. No había nadie en casa. Al menos nadie acudió a abrir.

Con la mano plantada sobre su cara magullada se dirigió hasta la entrada del patio. La mitad de los trabajadores habían pasado ya, con una prisa loca por meterse en los cafés y en los locales de fish and chips, y esta pérdida de entretenimiento, unida al dolor de la herida provocada por el perdigón, auguraba para su pobre marido una cena de lo más deprimente.

En ocasiones, Fred se veía obligado a admitir que Arthur no era un buen tipo. En realidad a veces se juraba a sí mismo que podía llegar a ser un verdadero cabrón. Si alguien le entraba por el lado malo podía hacer cosas muy sucias de verdad, sobre todo si uno no sabía que su motivo principal era la venganza. Mrs Bull llevaba demasiado tiempo cotilleando sobre Arthur y sobre sus líos con mujeres casadas, y tanto Fred como el propio Arthur consideraban esto un pecado imperdonable, más que nada porque resultaba que tenía razón. Arthur sentía que le estaba arruinando la reputación además de hacerle arriesgar el pellejo; le molestaban sus miradas cuando caminaba por el patio, y sus indignados murmullos entre dientes que le tildaban de pervertido. No tenía forma de saber cómo había descubierto Mrs Bull tantas cosas sobre él, pero no tenía ningún interés en averiguarlo. Ella también tenía sus secretillos, pero a él no le interesaba eso y nunca se le pasó por la cabeza usarlo en su contra; por lo tanto, aunque era incapaz de pagarle con la misma moneda, una mañana que no fue a trabajar por encontrarse mal del estómago se le ocurrió la idea de devolverle el favor con un perdigón. A pesar de los extraordinarios poderes de observación de Mrs Bull, esta no le oyó cerrar la ventana del dormitorio tras el disparo, simplemente porque no necesitó hacerlo: le había disparado desde un agujero que había en el cristal. Su madre llevaba días con la intención de cubrirlo con un parche de cartón, pero aún no lo había hecho. Fred estaba en el mismo cuarto que él cuando Arthur disparó, sentado en la mesa rellenando su solicitud de ayuda por enfermedad. Arthur insertó otro perdigón en el cargador y disparó a lo que quedaba del caniche de escayola que lucía sobre la chimenea, un bonito amigo mudo que, desde que Arthur le comprara el rifle de aire comprimido a Bernard Griffin por diez chelines, había perdido gradualmente la cabeza y el torso en una tormenta de disparos. El perrillo era un blanco perfecto, y ahora se hallaba convertido en un muñón amorfo de escayola blanquinegra sobre cuatro patas intactas.

Por la tarde las noticias ya habían corrido de boca en boca: alguien había disparado a Mrs Bull. Aunque no con una pistola de verdad, sino con un rifle de aire comprimido, se apresuraba a añadir el narrador cuando su interlocutor se reía o se apenaba, según el grado de amistad que tuviera con la víctima. La cara de Mrs Bull nunca había resultado tan feroz y determinada como al gesticular:

—¡Bandido sinvergüenza! ¿Por qué la habrá tomado conmigo? Yo, que nunca he matado a una mosca.

Mrs Bull abordó a Bernard Griffin cuando volvía a casa de la cristalería donde trabajaba. Cuando le acusó de haberle disparado con su rifle de aire comprimido, él se mostró más indignado incluso que si realmente lo hubiera hecho.

—¿Cómo podría haberle disparado? —bramó él—. Para empezar, me he tirado toda la mañana en el trabajo. Puede preguntarle a mi jefe si no me cree. Además, le vendí mi escopeta de perdigones a un colega de Mansfield la semana pasada.

Arthur, en mangas de camisa, los miraba con cara de interés apoyado sobre la verja, sacudiendo tristemente la cabeza ante alguna de las declaraciones más violentas de Mrs Bull. Fred, por su parte, escuchaba desde la ventana del dormitorio, a sabiendas de que Mrs Bull, aunque estuviese yendo a muerte contra alguien, podía muy bien volverse hacia un espectador sin razón aparente y acusarlo de cualquier delito por el que clamase venganza. Y cualquiera podría ser el culpable. Así que Fred pensó que Arthur no debería permanecer tan cerca de la escena.

—En cualquier caso —continuó Bernard Griffin—, ¿cómo sabe que el culpable ha sido alguien del patio? Podría haber sido alguien de más arriba de la calle. Un arma de aire comprimido tiene mucho alcance, ya sabe…

Mrs Bull había decidido de antemano que Arthur no era el culpable, así que paseó la mirada por encima de él sin verle; sus esquivos ojos y su mente escrutaron la calle de arriba abajo en busca de otro sospechoso. No es culpa suya, pensó Arthur. Con esa marca negra que tenía en un lado de la cara, más bien parecía como si alguien le hubiese tirado un tintero encima.

Decidieron ir a una sesión matinal de un cine barato. La sala estaba llena de jubilados, de niños que hacían novillos, de dependientas a media jornada, de correturnos y de gente que estaba de baja, como ellos. Justo en la fila de atrás, un viejo fumaba un inmundo tabaco twist; tres filas más allá, un bebé empezó a berrear en el ruidoso clímax de la película de vaqueros. Nada más salir, aún con el eco de los tiros en los oídos y el ruido sordo de unos cascos vengadores abriéndose paso a través del inhóspito sol radiante y del viento favorable, Arthur tropezó con Brenda. Iba cargada con las bolsas de la compra, y se la veía natural e inocente, sonrosada y tranquila. Con la mordacidad propia de los sábados por la noche le dijo que mirase por dónde iba. No se veían desde la semana anterior.

—Fúmate un pitillo conmigo, nena —dijo él, pero a ella no le apetecía fumar en la calle.

—Déjalo, no tengo ganas —contestó ella.

—¿Cómo está Jack últimamente? —preguntó Arthur—. Hace mucho que no le veo…

—Parece que está mejor.

Se encendió un cigarrillo.

—¿Y Emily?

—Muy bien —se rio ella—. Aún sigue pensando que todo el mundo está chalado.

—La muy bribona quiere que le aprieten las tuercas, como me hizo a mí —dijo imaginándosela como la causa de todos sus males.

—No es mala chica. Conmigo se portó de perlas esa noche.

Era la primera vez que mencionaba «esa noche», y eso le agradó, porque quería decir que podían echar tierra sobre el asunto y liarse de nuevo como si nada hubiera pasado.

—Intenté darle una libra por su ayuda, pero no la aceptó. Casi me saca los ojos. Emily me cae bien, lo sabes. Es de lo mejorcito que hay en el mundo. Sólo que a veces me pone de los nervios. Creo que es un poco cotilla, porque una tipa de nuestro patio se ha enterado de que salgo con una mujer casada, y me está haciendo la vida imposible.

Brenda se rio a grandes carcajadas.

—Bueno, si dejas que algo así te incomode, quizás eres tú quien merece que le aprieten las tuercas, no Emily.

—No es eso. No me importa que la gente sepa lo nuestro. Sólo que esta mujer es de las que se pasan de la raya y luego dan problemas.

Le contó cómo había disparado a Mrs Bull y ella le dijo que estaba chalado y que la podría haber dejado ciega.

—Ella se lo buscó —dijo él—. Ya verás cómo le hace bien. Se lo pensará dos veces antes de volver a ponerse a cotillear de nuevo al fondo del patio.

—Bueno, ya me contarás en qué acaba todo. Si te meten en chirona, manda noticias y te llevaré un pastel a Lincoln con un par de limas dentro.

—Gracias —dijo él con ironía—. Sabía que podía contar contigo. ¿Cómo andan Winnie y Bill últimamente?

—Bill se ha vuelto a marchar. No creo que lo haya pasado bien en los días de permiso. Se tiró la mayoría de las noches buscando a un tipo que andaba detrás de Winnie. Alguien se lo ha estado currando para romper ese matrimonio. Winnie jura que él se equivoca del todo, pero se alegró de que se marchase.

Jack es un tipo serio, pensó Arthur. Ni siquiera le ha contado a Brenda las ideas que le rondaban por la cabeza a Bill. ¿Por qué no? Es curioso. Jack sabía lo mío con Winnie y ni siquiera se lo dijo a Brenda, como cualquier hombre haría con su mujer, mientras pasaba el rato tras haber puesto a hervir el agua, o entre un cigarrillo y otro. Y tampoco Winnie le había dicho nada a Brenda sobre esa noche, cuando ambos se acostaron. Puede que Jack no quisiera darle ideas. La jungla era menos peligrosa de lo que creía.

—¿Puedo ir esta noche a verte, preciosa?

—Mejor mañana, sobre las nueve, cuando los niños estén en la cama. Pero no permitas que nos volvamos a meter en líos, ¿eh?

—Estaré ojo avizor. De ahora en adelante no tendrás que preocuparte.

Un viento fuerte soplaba por la calle y una bicicleta apoyada por un pedal contra el bordillo se cayó sobre la acera; un hombre salió corriendo de la barbería para recogerla. Brenda dijo que se tenía que ir ya a casa para prepararle la comida a Jack.

—Se marcha a las siete y media.

—Entonces te veo mañana por la noche.

Fred le esperaba en la siguiente esquina leyendo el periódico.

—¿Alguna noticia? —preguntó Arthur.

—Poca cosa. Se ha ahogado un crío en Wollaton Cut. A un hombre le cayeron tres meses de trabajos forzados por robar en una tienda. Un accidente de tráfico en Radcliffe. Un trabajador murió dentro de la mina y va a haber una reunión de las Tres Potencias.

—¿Eso es todo?

Los tejados de las casas se habían teñido de un rubor naranja por la puesta de sol, y un resplandor verde y luminoso se aposentó en los muros de las casas de la calle opuesta; un silencio repentino llegó junto con los colores sublimes del atardecer, haciendo que refulgieran los ladrillos ocres y rojizos de las paredes de los lavaderos. Fue justo entonces cuando Mr Bull llamó con los nudillos a la puerta trasera de casa de los Seaton. Al ver, cuando abrió, su cara hostigada y llena de magulladuras, Fred supo que su mujer le había obligado a hacerles una visita, y le dio lástima verlo allí de pie en el umbral, con su mono de trabajo y sin saber muy bien qué decir. Hay mujeres que hacen la vida imposible a sus maridos, pensó. Algunas incluso le hacen la vida imposible a todo el mundo. Mr Bull trataba de decidir cómo empezar mientras Arthur imitaba sus gestos como un mimo a través de la ventana de la cocina. Fred se preguntaba cómo habría llegado Mrs Bull a la conclusión de que había sido Arthur quien la había disparado.

—He oído por ahí que alguien de ustedes ha disparado a mi señora —dijo Mr Bull, deslizando nervioso el pie por el umbral de la puerta. Estos hombres de ojos huidizos, pensó Fred, sorprendido, siempre acaban casándose con mujeres de mirada esquiva.

Los músculos de la cara de Bull se contrajeron como si tuviese un tic: quería dar la impresión de estar furioso pero a la vez temía alzar la voz más allá del nivel normal de conversación. Parecía como si solamente le estuviera pidiendo a Fred que le asegurase con la convicción suficiente que nadie de esa casa había disparado a su mujer; de ese modo conseguiría una respuesta y podría volver a su casa. Por eso, Fred le espetó sin rodeos:

—Yo no he disparado a su señora. No sé de qué me habla, así que mejor que se vaya y pregunte en otro lado.

Intentó cerrarle la puerta en las narices, pero Bull aún no estaba preparado para irse. Si volvía con las manos vacías, su mujer le montaría una escenita de lo más desagradable.

—Escucha —dijo Bull como si estuviera regateando con un tendero—, a mi señora la dispararon a la hora del almuerzo con un rifle de aire comprimido, y ella piensa que ustedes tienen uno en su casa.

Hablaba con una voz quejumbrosa, en un tono que sacaba de sus casillas a Fred. Cualquiera aguanta a un tipo así, pensó. Desde antes de empezar sabe que está equivocado.

—Bueno, pues no es verdad —dijo—. En esta casa no hay rifle que valga.

—¿Qué te has creído que es esto? —gritó desde dentro Arthur—. ¿El cuartel general de la Real Brigada de Francotiradores?

Bull abrió los ojos como platos, después los entrecerró y una expresión de ira se adueñó de su rostro. Comenzó a soltar improperios a voz en grito diciendo que eran todos una banda de bárbaros, que no eran gente civilizada y que se merecían una buena paliza, si es que se atrevían a salir de uno en uno.

Arthur se levantó de su silla junto a la chimenea. Se colocó justo al lado de Bull, como si fuese una farola:

—Eres tú el que se va a llevar una paliza ni no cierras tu cochino pico —susurró.

Se encararon; pero Bull parecía pensar que ya había dicho su última palabra, así que se dio la vuelta y caminó por el patio, tanteando el cerrojo para salir.

—Pobre tipejo. Ahora tiene que enfrentarse a su señora —dijo Arthur—. Hay gente que nace sin suerte.

De repente la vieron caminar patio abajo, balanceándose al andar como si se acabara de bajar de un barco. Aún se le veía el cardenal de la mejilla, aunque le había bajado la hinchazón desde la hora de comer.

—Le sienta bien, la verdad —comentó Arthur.

—Algo malo se trae entre manos —le dijo Fred—. Cuando camina así es que hay problemas.

Arthur dijo que subía a buscar su rifle, y antes de que a Fred le diera tiempo a pedirle que no hiciera el imbécil, la puerta al pie de la escalera se cerró de un portazo y él ya subía galopando a su dormitorio como un caballo de la mina. Fred se sentó junto a la chimenea esperando que se desencadenara la tormenta.

Mrs Bull estaba en la puerta, dando golpecitos insistentes y rápidos, como tiros de una metralleta. Fred siguió fumando, y entonces volvieron a escucharse los golpecitos en la puerta.

—Están dentro —oyó que decía Bull—. Sé que están dentro…

Fred se fue hacia la puerta y la abrió despacio. Tras pedirles que entrasen, les dijo lo mucho que sentía no haber recibido visita suya desde hacía tanto tiempo, dando a entender que tendrían que venir más a menudo. Mrs Bull entró con cautela en la cocina, como si temiera que le hubiesen tendido una emboscada, y una vez dentro sus ojos empezaron a escrutarlo todo, como si fuese un tasador revisando los muebles de una venta rápida. Fred consideró que tenían suerte de que su padre no estuviera en casa, porque de haber sido así la habría puesto de patitas en la calle en menos que canta un gallo. Si había algo que el viejo no podía tolerar era a los cotillas, y se decía que Arthur había salido a él en ese aspecto.

—Siento no poder ofrecerles una taza de té —dijo—, pero es que está frío como el hielo.

Mrs Bull se quedó junto a la puerta de brazos cruzados, como si antes de entrar se hubiera propuesto averiguar si la casa estaba limpia, o como si fuera capaz de mirar dentro de los armarios para comprobar cuánta comida tenían almacenada. Pero Fred también estaba juzgándola a ella: era una de esas que siempre llevaban un retraso de tres meses de alquiler, aunque sólo costase once chelines por semana, de las que visitaban la casa de empeños cada lunes por la mañana a pesar de que su marido tuviera un buen trabajo.

Al final fue Mrs Bull la que rompió el silencio, moviendo despacio su pesada mandíbula. En sus ojos pequeños y hundidos había una firme determinación.

—He venido a ver el rifle ese que tenéis.

—¿Rifle? —Fred estaba de pie delante de ella. Parecía muy sorprendido ante esa palabra—. Aquí no tenemos ningún rifle. ¿Qué se cree que es esto? ¿Cammell Laird’s?

Nunca podía entender por qué la gente perdía los nervios tan rápido. Quizá fuera lo del «Cammell Laird’s» lo que la ofendió. Era el nombre de una gran fábrica de armas que había en los Meadows.

Sin moverse aún de su esquina, Mrs Bull sacudió el puño:

—Eres un caradura. Y un sinvergüenza. Hoy me han disparado con un rifle de aire comprimido y voy a descubrir quién fue.

Fred le hizo frente mirándola con indignada inocencia. Sabía la bronca que les caería si el viejo volviera y los pillara allí, en la cocina. No podía tardar ya, había salido sólo para cortarse el pelo.

—No es usted la única a la que han disparado hoy —dijo él, como si fuera lo peor que a uno pudiera pasarle, y como si hubiese que ser implacable con tales ataques—. También le dieron a Mrs Morris, o al menos eso oí. Fue hace sólo una hora, justo arriba de la calle, cuando doblaba la esquina de Ilkeston Road. Se lo estaba contando a mamá cuando salía a comprar algo para el té de papá. Por eso me enfadé tanto con su marido hace un momento, puesto que él pensaba que había sido yo. Papá nunca guardaría un rifle en casa…

Vio que sus ojos cambiaban de expresión. Estaba casi convencida.

—Bueno, todo en orden, entonces —dijo ella. Bull añadió:

—Te dije que no habían sido ellos.

Ella se volvió hacia su marido:

—¡Y tú, cállate la boca! Todavía no he encontrado al culpable y no pararé hasta hacerlo.

Cuando se disponían a marcharse, sonaron tras la puerta varias pisadas de botas, y la voz fuerte y desgarradora de un loco que lanzaba carcajadas llenó la cocina de una risa socarrona. Todo el mundo miró hacia el pasillo, esperando con expresión congelada que ocurriese algo insólito.

La puerta se abrió de una patada y Arthur apareció enmarcado en el espacio abierto, con las piernas separadas sobre el primer escalón y apuntando a los Bull con un rifle de aire comprimido.

Fred se quedó estupefacto con la aparición. Sombras púrpuras treparon lentamente por el rostro de Mrs Bull. Su marido tembló, quizás temiendo que su mujer le obligase a enfrentarse al muchacho armado.

—¡Ese es! —chilló ella—. Ahí lo tienes, ese es el sinvergüenza. Él es quien me disparó.

La cara de Arthur se contrajo. Estaba tratando con todas sus fuerzas de no reírse.

—¡Fuera de aquí! —gritó él—. O te llevarás otro tiro, esta vez en tu enorme panza.

Mrs Bull le gritó que llamaría a la policía para que lo mandasen a Lincoln, y que debería ser ilegal tener armas de aire comprimido en las casas. Se volvió a su marido:

—¡Vamos!, ¿qué haces aquí parado? ¡Pégale, pégale!

Arthur no podía parar de reírse. Gritó:

—Venga, largo de aquí los dos. ¡Pitando!

Bull no se movió, parecía como si le hubieran clavado los pies al suelo. Mrs Bull no quería que le dispararan por segunda vez, así que dijo que lo mejor era marcharse, pero añadió que volverían pronto y con un poli.

—No vas a probar nada por traer a un poli —dijo Arthur—. Nadie encontrará este rifle, te lo digo desde ya.

Los Bull retrocedieron a través del lavadero y hacia el patio de atrás, seguidos por Arthur. Fred vio que su viejo venía por el patio con la cabeza recién afeitada y una mirada de enfado en su cara, como si le hubieran estafado la paga extra de un año en la fábrica. Se encontró a los Bull antes de que llegasen a la verja.

—Hola —dijo—, ¿qué hacen ustedes aquí?

Arthur dijo que habían irrumpido en casa a empujones y que se habían puesto a gritar que él tenía algo así como un arma de aire comprimido.

—¿Eso han hecho? —dijo el viejo volviéndose hacia Mr Bull. Eran de la misma altura, pero Seaton era más corpulento y tenía una cabeza más grande y rotunda—. Pensé que les tenía dicho que no se les ocurriera pisar mi casa —dijo, blandiendo el puño.

En el patio se iban abriendo las puertas. La gente se asomaba para mirar.

—Son ustedes una banda de ladrones y unos sinvergüenzas —gritó Mrs Bull a los Seaton.

Era una disputa mayor incluso que las míticas batallas de los hambrientos previas a la guerra. Las discordias se habían fundido las unas con las otras, las que habían quedado ocultas se hicieron públicas, y Mrs Robin se desmayó y mandó a su marido a comprar whisky, una buena excusa para que se mantuviera alejado de la trifulca, pues era de los que había apuntado a sus hijos a los boy scouts y siempre votaba a los liberales, traicionando las convicciones del sólido bloque de anarquistas laboristas que moraban en esa calle. Mrs Bull amenazó con arrearle un puñetazo a Fred en las costillas cuando él le espetó que estas eran las consecuencias de ir por ahí diciendo a los cuatro vientos que Arthur estaba liado con una mujer casada. La señora le replicó que por más que la gente anduviera por ahí levantando infundios, ella no era una chismosa, y que eso era un hecho. La penumbra se hizo más honda; las caras no se distinguían ya las unas de las otras. Todos gritaban que se iban a zurrar mutuamente. Mrs Robin, que había revivido gracias al whisky, había vuelto a su estado catatónico habitual debido a las terribles maldiciones que se proferían. Uno de los que estaba en la pelea la llamó saco de huesos, de modo totalmente gratuito, y ella recobró el conocimiento justo a tiempo de ver a Arthur persiguiendo a golpe limpio a Mr Bull por todo el patio.

—Eres un cabrón —decía Arthur, apretando el puño—. Y un puto cotilla.

—No soy un cabrón —replicó Bull.

—Sí que lo eres.

—Que no.

Y entonces le arreó un último mamporro, como la traca final de un espectáculo de fuegos artificiales, y Mrs Robin se desmayó de nuevo.

La multitud se dispersó, sonaron portazos. Era noche cerrada y el viejo se volvió a casa a hacerse un té, mascullando:

—Así aprenderán, así aprenderán.

Un policía llegó para preguntar si alguno en esa casa tenía un arma de aire comprimido. Arthur le invitó a buscarla, pero no encontraron nada. Arthur se había deshecho incluso del caniche negro medio sarnoso y marcado por los disparos que tenía en el estante del dormitorio, enterrando ambos, perro y rifle, bajo una pila de carbón en la parte inferior de la escalera. Negaron todo ante el policía, que no veía que la cosa fuera más allá de una riña vecinal y se limitó a decir que dejaran de dar guerra en el patio. Incluso la evidencia del cardenal de Mrs Bull se había atenuado hasta el punto de haber podido ser causada perfectamente por un puñetazo propinado por su marido. Pero al menos esta aparición de la ley sirvió para que el orgullo de Mrs Bull se viera satisfecho, y Arthur dejó de oír sus chismes.

Sin embargo, siguió allí como cada día, apostada al final del patio, aunque ahora se situaba un poco más hacia la calle, donde dos cuartos de baño interrumpían la línea de fuego desde la ventana de Arthur. Siguió manteniéndose fuera de su alcance incluso cuando Arthur tuvo que marcharse a cumplir sus quince días de entrenamiento militar.