JACK era consciente de que, desde su ascenso, el tiempo era un bien escaso, así que tomó un atajo a través del taller de armazones. Arthur se sorprendió al verlo caminar hacia él por el pasillo. Parecía haber menguado en estatura durante el último mes. Tenía el rostro cetrino, y la boca entreabierta, como si siempre estuviese hablando para sí. Además, su oscuro cabello, que él recordaba tan brillante, ahora parecía lacio y muerto. Entró en el taller como si no pintara nada allí, saludó con la cabeza a Robboe de modo furtivo y se abrió paso entre las hileras de la maquinaria, en dirección a Arthur.
Arthur había tratado de imaginarse la escena; lo que sucedió el pasado lunes por la noche, cuando por fin dejaron entrar a Jack en su casa, a su cuarto de estar, todo cubierto de toallas húmedas, de vasos vacíos y botellas de ginebra, y una bañera larga de zinc con agua que aún despedía vapor. ¿Qué le habría contado Emily? Habría dado su brazo derecho por ser invisible y escucharla. Ni siquiera Brenda lo sabía, ya que, a pesar de que la ginebra y el baño caliente habían sido todo un éxito, poco le dijo a Arthur cuando volvieron a verse unos días después y él le preguntó por el asunto, displicentemente sentado en el Royal Coach, contestando con sarcasmo a las escasas palabras de ella.
Arthur dejó de trabajar cuando Jack se le acercó; le dio una palmada en la espalda, le dijo lo contento que estaba de verle y que tendría que venir más a menudo para charlar como en los viejos tiempos.
—Pero me imagino que se te habrán subido los humos ahora que tienes un trabajo distinguido. Un día de estos te harán capataz y entonces ni me saludarás por la calle.
Jack recibió estas salidas con frialdad, mientras fijaba sus oscuros ojos en lo que había a su alrededor, todo tan familiar: del contenedor de las jabonaduras a las ruedas de la polea y a la torrecilla, con cuidado de mirar a todas partes menos al rostro de Arthur.
—Ya lo creo que tendrías que estar contento de verme —dijo—, porque tengo algo que contarte.
—Has ganado a las quinielas, supongo.
Su rostro se puso triste y circunspecto.
—Me gustaría que te lo tomases en serio y escuchases lo que voy a decirte. No tengo mucho tiempo. He de volver a mi puesto en diez minutos.
—¿Qué es lo que pasa? —Arthur se sentía molesto e incómodo porque Jack estaba nervioso, y él no se llevaba bien con la gente que le mostraba su nerviosismo.
—He venido para hacerte una advertencia —siguió Jack—. No tendría que contarte esto, pero como se supone que somos amigos, te lo diré. Harías bien en estar en guardia durante un par de días porque dos tipos del ejército andan detrás de ti para romperte la crisma, así que no digas que no te he avisado, aunque sabe Dios si mereces que se te avise después de lo que has hecho. Deberías tener más sentido común, a tu edad.
Arthur pensó: en un caso así, no digas nada. Déjale hablar a él. Anímale diciendo: «No veo por qué van detrás de mí dos soldados… Pero gracias por decírmelo, de todas formas».
Jack casi le miró directamente, pero no pudo mantener la mirada sobre él, y la desvió hacia una pila de piezas acabadas. Dijo:
—Eres un redomado sinvergüenza, Arthur. Creo que sabes muy bien por qué van detrás de ti, pero por si no lo sabes te lo diré. Uno de los soldados es Bill, el marido de Winnie, y dice que andas con su mujer. Ya de paso, también dice que andas con Brenda. Bueno, yo de su mujer no sé nada. Pero creo que se equivoca en cuanto a Brenda. Me gustan las cosas en blanco y negro, bien claras: sé lo que es blanco y lo que es negro en estos casos. Estoy seguro de que se equivoca en lo de Brenda. Pero, por si acaso no fuera así, te estoy avisando, Arthur. Lo pagarías muy caro si te lías con Brenda. Ahora bien, creo que eres mi amigo y que no harías algo así. Esto es lo que pienso.
Jack estuvo cerrando y abriendo el puño durante todo su largo discurso, y al final Arthur le pasó un pedazo de trapo limpio, que él aceptó para enjugarse lentamente el sudor de la boca y la frente.
—Puedes estar completamente seguro de que no hay nada entre Brenda y yo —dijo Arthur.
No le preocupaba lo que acababa de oír, pero sentía que tras su noche triunfal con Winnie las fuerzas del bien le andaban pisando los talones para destrozarle los colmillos y dejarle romas las garras de su existencia. Aunque nunca se sabía, la suerte cambiaba todo el tiempo: una vez te golpeaba con puños de hierro en la nuca y al minuto siguiente te endulzaba el hocico. La cosa era no bajar la guardia. Como Jack, por ejemplo.
—Ya sabes —dijo Arthur—, esos dos soldados valentones pueden andar detrás de mí, pero si llegamos a montar bronca, van a salir por patas. Que tengan cuidado. No pienso huir de ellos.
Jack sacudió la cabeza.
—No. Sé que no lo harás. Aunque preferiría que lo hicieras, porque si no te apartas de su camino vas a meterte en líos.
—También se meterán en líos los muy cabrones —maldijo Arthur, sintiendo la espalda demasiado pegada a la pared.
No le gustaba pelear, y lo evitaría por todos los medios: sólo los imbéciles pelean con los puños, y lo hacen porque no tienen cerebro para discutir; era una salida pobre para cualquier problema. Pero cuando te arrinconaban dos grandullones sedientos de sangre —dos desalmados sin cerebro que no sabían argumentar— entonces sólo podías liarte a mamporros y aplastar a cualquier gorila de cien kilos de carbón que se te echase encima.
—No digas que no te avisé —dijo Jack.
—No lo haré. Gracias por el favor. Estaré alerta.
—Nos vemos otro día. —Ya se iba por el pasillo.
—Hasta otra —dijo Arthur torciendo el revólver del torno con tal fuerza que su ruidoso chasquido hizo eco por encima del sonido del resto de la maquinaria.
Al salir del trabajo caminó por Eddison Road con la cabeza alta, confundido entre la multitud, pensando en cuánta razón tenía Jack, pues habría jurado que dos soldados le habían estado siguiendo noches atrás. Había pensado en ese momento que serían policías, pero luego llegó a la conclusión de que era imposible porque, hasta donde él sabía, no había robado ningún bolso, desvalijado ningún contador de gas ni dado ninguna buena zurra a un tendero. La advertencia de Jack había venido a aclarárselo todo. Imaginó la historia mientras caminaba: Bill había llegado de Alemania y esa misma noche se había tomado una cerveza al final de la calle y se había parado a hablar con una de las mujeres de labios apretados que pasaban por ser sus vecinas, la cual no había perdido ni un minuto en decirle lo buena mujer y esposa que había sido Winnie mientras Bill estaba fuera, pero insinuándole al mismo tiempo que algo sucio había ocurrido la noche anterior. Sería entonces cuando la mujer añadiría que a Winnie la habían visto en el Peach Tree con un tipo joven, alto y de pelo claro. En la escena que habría tenido lugar cuando Bill volvió a casa, Winnie habría acabado con un ojo a la virulé y Bill con las marcas de las garras de un tigre en un lado de la cara. Winnie le habría dicho que por supuesto que había estado en el Peach Tree con Arthur, pero que había ido para ver a Brenda, su hermana, que había aparecido diez minutos después, y que en el tiempo que duró la espera lo más que ella había obtenido de él había sido una mísera ginebra con naranja. Y en cuanto a lo de haberlo traído a casa, que le preguntase a Brenda, a cuya cama él había vuelto, por cierto, aunque más le valía no mencionárselo a Jack si no quería llevar la marca de otro zarpazo al otro lado de la cara. Pero a Bill le había enfurecido tanto encontrarse con este embrollo, cuando lo que esperaba era la dicha absoluta tras haber cruzado penosamente el gancho de Holanda, que estaba decidido a hacerle pagar a Arthur por todo esto. Un joven que se lía con dos mujeres casadas debía ser liquidado. Habría discutido el tema con Jack: «Un tipo llamado Arthur que trabaja en tu fábrica está liado con tu mujer, Jack». Él no le había creído, pero Bill habría dicho que podía probar que Arthur había vuelto a casa con Brenda el pasado lunes por la noche. Jack se habría reído en su cara, diciendo que él estaba en casa por la noche el pasado lunes y que Brenda había estado allí toda la tarde con una amiga suya llamada Emily, una antigua compañera de la fábrica de medias. Debió de guardarse el dato de que Emily estaba borracha —no era el tipo de amiga más conveniente— y que su mujer estaba en el piso de arriba en un estado de completo sopor semimoribundo en el que permaneció hasta la mañana siguiente. Bill habría jurado y perjurado que Jack era un estúpido. Jack le habría sonreído. Bill habría dicho bueno, pues muy bien. Iba a estar en casa diez días y pensaba pillar a ese cabrón que pretendía destruir sus felices vidas de casados. Un compañero suyo estaba también de permiso y los dos se convertirían en su sombra y le sacudirían una noche de esas. Jack se había dado cuenta de que Bill iba en serio y por eso le había avisado.
Arthur dobló por un extremo del patio. El atardecer se derramaba entre las casas, preparando una fría y ventosa noche de abril. Sus pesadas botas sonaban al pisar el patio. Descorrió el pestillo de la puerta trasera, atravesó el lavadero y colgó su abrigo en el salón. Normalmente decía: «Hola, qué tal» al resto de la familia, pero esta tarde estaba demasiado preocupado para tener buenos modales y se sentó malhumorado a la mesa a esperar que su madre le sirviera una taza de té. La radio sonaba a todo trapo, y lo primero que dijo fue:
—Apaga eso.
Pero estaban sonando valses antiguos de los que le gustaban a su madre.
—Nada de apagarlo —dijo—. Es una música bonita.
—Bueno, ponme un té entonces —pidió.
Ella le miró.
—¿Qué te pasa hoy? ¿A qué viene esa cara tan larga?
Él no respondió. La radio seguía encendida. Su hermano mayor, Fred, estaba en la mesa resolviendo un crucigrama. Se preguntó qué le pasaba a Arthur por la cabeza al verle beberse su té sin decir palabra.
—Me voy arriba a escuchar la radio —anunció Fred.
Arthur le siguió y se sentó en la cama.
—No pareces muy contento —dijo Fred—. ¿Qué pasa?
Él no quería explicarle sus preocupaciones.
—Nada —contestó sumido en el desánimo.
Encendiendo un cigarrillo, caminó hacia la ventana y lanzó la cerilla apagada hacia fuera como si se tratase de una piedra con la que quisiera golpear a alguien; siguió de pie un momento para mirar a unos niños que jugaban bajo las farolas encendidas, escuchando el clamor distante del tráfico y el suave vibrar de las máquinas de la fábrica al final de la calle.
—Bueno, si quieres saberlo —dijo—, dos tipos del ejército van detrás de mí. —Y se lo contó todo—. El marido de Winnie ha vuelto de Alemania y va por ahí con uno de sus colegas para darme una somanta de palos antes de irse otra vez.
—Apártate de su camino por un tiempo, entonces —le aconsejó Fred—. ¿Vas a salir esta noche?
—Eso pensaba.
—Iré contigo. Me apetece dar un paseo. —«Aunque no le pueda ayudar gran cosa si hay pelea, al menos sí podré evitar que se meta en una», pensó Fred.
—¿Estás seguro de que quieres venir? —No quería mezclar a Fred en una bronca. Meterse él solo no le preocupaba.
—Te he dicho que quería dar un paseo, ¿no?
—Va a ser tu funeral —le advirtió Arthur.
—Y el tuyo —respondió Fred—, por meterte en un asunto como ese.
Ninguno de los dos llevaba abrigo, pues esperaban entrar en calor dando una caminata rápida hacia el pub, y enseguida reavivarse con una o dos pintas. Fred admitió, cuando subían por el patio, que estaba tan sin blanca como siempre —treinta chelines de subsidio por enfermedad no daban para mucho— y Arthur le dijo que él pagaría las bebidas. Mrs Bull estaba de pie al final del patio; su cara de pan escudriñaba la calle como un faro en busca de noticias sobre desgracias certeras y rumores que pronto serían carnaza, atisbando a través de la penumbra con la intención de descubrir quién se dejaba caer en Taylor’s para pedir que le fiaran una cesta de comestibles. Sin darse cuenta, Arthur le dio un codazo al pasar.
—Mira por dónde andas —le gritó—, tú, sinvergüenza.
—Creo que le has dado un golpe —explicó Fred.
Arthur se volvió:
—¡No la había visto! —gritó—. Está usted ahí plantada tan a menudo que pensé que podría ser el nuevo pilar que han puesto los albañiles. Tenga cuidado: me podría haber parado y apagado el cigarrillo encima de usted por error. Aunque ya imagino que no sería la primera vez.
Mrs Bull levantó el puño.
—Tú, caradura. Que te he visto por ahí con mujeres casadas. Te pesqué la otra noche en el centro, no intentes negarlo ahora.
Guardaba todo un arsenal de escándalos para el chantaje, un arma lista para acusar con augurios y sucesos pasados a los que se cruzaran en su camino por error, en dirección equivocada, disparando con balas explosivas y sondeadoras desde su trinchera de viejos cotilleos.
—¡Métase en sus asuntos, bruja chismosa! —gritó Arthur.
—¡Sí, claro, ahora mismo! ¡En eso estaba pensando yo! —grito ella con esa voz de sabihonda que le sacaba de quicio—. Para que a los cerdos como tú les vaya bien.
Fred le tiró del brazo.
—¡Está chalada! —dijo—. Le falta un tornillo.
Subieron la colina hacia el Peacock, donde había poca gente sentada porque aún era pronto, y encontraron una mesa en un rincón al otro lado de la barra. Arthur fue a buscar las bebidas: cerveza negra para él y una pinta para Fred.
Arthur apuró ocho botellas de cerveza negra y Fred, al verle beber de ese modo, se dio cuenta de lo preocupado que estaba. Además, Arthur siempre fumaba como un carretero mientras empinaba el codo, pero ahora empalmaba una pinta tras otra sin ni siquiera reparar en el paquete de cigarrillos que Fred había dejado sobre la mesa.
—Tómatelo con calma —le recomendó.
—¿Por qué?
Era una pregunta inflexible con la que insinuaba que quería estar solo.
—Porque te estás emborrachando. Vas a empezar a pelearte.
—No. Bastante tengo en la cabeza como para pelearme.
Se trataba de una respuesta lógica, pero Fred sabía que no significaría nada si le sobrevenía un arrebato de ira antes de que tuviera tiempo para pensar. En la séptima botella exclamó:
—¡Mira, imbécil, no quiero tener que llevarte a casa!
—¿Quién te ha pedido que me lleves a casa?
—Nadie. Nunca lo pides. Simplemente te caes redondo.
—¿Cuántas veces me has visto caerme redondo por beber demasiado? —preguntó sombrío.
—Dos. Pero fueron suficientes.
Arthur le lanzó una mirada asesina, pero Fred se la devolvió hasta que el otro se relajó y dijo simplemente:
—Si me caigo redondo no será sobre ti, así que no te preocupes.
—Pero estaré ahí para verlo —prosiguió Fred—. Y no pienso arrastrarte por Ilkeston Road en la oscuridad, especialmente si te pones a vomitar por todas partes. —Aún no estaba preocupado: ocho botellas de cerveza no eran motivo de alarma.
—Beber algo me vendrá bien esta noche —dijo Arthur.
—Beber algo está bien, pero no bañarse en alcohol.
Arthur se echó a reír, pero era la risa de un hombre que se había visto sorprendido por algo chistoso cuando la situación no invitaba a la risa en absoluto.
—Tú no estás bebiendo mucho, ¿no?
Fred le dio un golpecito a la media pinta que tenía ante él.
—Alguien ha de permanecer sobrio para cuidar de ti.
—Tú, cabrón, no me insultes. No necesito que nadie me cuide.
—Yo creo que sí —exageró Fred—. Cualquiera que vaya por ahí liándose con dos mujeres casadas y que dé pie a que sus maridos lo descubran necesita que lo cuiden.
A Arthur le desagradó que se sacara el tema tan abiertamente.
—No les dejé que lo descubrieran. Algún vecino me habrá visto y se fue de la lengua. No dejan vivir en paz a nadie.
—Esos matones no te van a dejar con vida cuando te pesquen.
—Me puedo cuidar yo solo —afirmó—. Espera y verás.
—Eso es lo que hago. Si están por ahí esta noche te ayudaré, pero no quiero que vayas de un lado a otro dando tumbos, y que cuando te encuentren estés borracho como una cuba y no te puedas defender. De todas formas, si los ves, hazme caso y sal corriendo. Es lo mejor. Me dijiste que son un par de gigantones de permiso, recién llegados de Alemania. No puedes encararlos con toda esa bazofia que llevas dentro.
—Siempre peleo mejor si he bebido algo —respondió Arthur—. Me pone como un loco. Si los viese cuando estuviera sobrio querría darles la mano y decirles: «¿Cómo estáis, chicos? Lo siento, pero no deberíais haber sido tan estúpidos como para alistaros durante diez años en el ejército; tendríais que haber cuidado un poco más de vuestras mujeres». Pero si he bebido algo, simplemente les atizaría.
Cuatro jóvenes se estaban divirtiendo jugando a los dardos. Los dos equipos habían rebasado con emoción los trescientos uno, vociferando cada punto con tal vehemencia que Fred pensó que el premio tenía que ser por lo menos de noventa mil libras. O eran malos jugadores o estaban borrachos, porque los dardos golpeaban la pared y los bordes de la diana, y luego caían al suelo como pájaros heridos. Uno de los jugadores, con un exagerado balanceo del brazo, arrojó un dardo con energía en dirección a la diana. La punta de acero chasqueó sonoramente en un borde, rebotó y dio algunas vueltas gráciles en el aire hasta ir a caer sobre la pierna de Arthur.
Sentado junto a una mesa, Arthur siempre se las veía y se las deseaba para colocar las piernas en una posición cómoda. En esta mesa, en concreto, sólo podía encontrar espacio para una. La otra la tenía extendida, y dejaba ver un espacio de carne entre la parte alta de sus calcetines cortos y el bajo remangado de los pantalones. Las cabriolas del dardo volador finalizaron cuando fue a caer en picado sobre la parte carnosa y blanda del tobillo de Arthur. Allí se clavó y allí se quedó colgando.
Su pierna se contrajo, pero él no saltó ante el repentino dolor, pues estaba tan ocupado pensando en sus problemas que ni siquiera una pedrada en la cabeza o una explosión de fuegos artificiales podrían haber hecho que se levantara. Se inclinó hacia delante, se arrancó el dardo y lo dejó en la mesa, al lado de su vaso.
A Fred siempre le sorprendía el modo en que empezaban las peleas; una máquina defectuosa se ponía en marcha y sabías que se iba a hacer pedazos si no corrías hacia el interruptor para detenerla. Pero en tales momentos se mostraba demasiado interesado por el proceso hacia la destrucción, y la máquina acababa convertida en un amasijo de tuercas y tornillos revueltos por el suelo.
El joven que había tirado el dardo llevaba un traje azul eléctrico, zapatos marrones, un jersey amarillo y una camisa marrón sin corbata. Tenía bastantes granos en el rostro, y su cara estaba toda apretujada, con unos ojos medio entornados que casi te permitían ver la bebida que burbujeaba tras ellos.
—¿Me puedes devolver mi dardo? —le pidió a Arthur.
Arthur lo miró, y dijo en voz baja:
—Antes dime que lo sientes, porque tu dardo se me ha clavado en la pierna.
Fred quería decirle al joven: «Haz lo que te pide y todo irá bien», pero se quedó sentado, haciendo apuestas consigo mismo acerca de lo que iba a ocurrir inmediatamente después.
El joven miró a Arthur:
—Quiero mi dardo —dijo.
Sus amigos gritaron impacientes:
—¡Vamos, Ted, recupera ese dardo y lánzalo! ¡Estamos esperando!
El joven les sonrió, y dijo de nuevo con agresividad:
—Devuélveme mi dardo.
Arthur volvió a decir, en tono razonable:
—Tú pídeme disculpas, sólo eso, y te lo devolveré.
—Yo no le pido disculpas a nadie —gritó el joven, que de repente se encontraba cómodo gracias a la cerveza y la bravuconería que nublaban su mente—. Dame el puto dardo.
Arthur se levantó y le arreó un buen golpe, poniendo en su puño toda la rabia que le había desbordado en las últimas semanas. Le golpeó con tanta fuerza que el joven fue tambaleándose hacia la barra, manteniéndose derecho únicamente gracias a sus pies trastabillantes, que le llevaron hacia atrás con la soltura de un consumado bailarín. Fue tropezando entre sus amigos, que se apartaron de su camino y que se quedaron mirándole fijamente, con los ojos desorbitados, mientras pasaba por delante de ellos. Entonces se recobró y le devolvió el golpe a Arthur, que soltó un nuevo puñetazo como si se tratase de un robot cuyo mecanismo se hubiera activado gracias al golpe del chaval, y el joven repitió el mismo camino hacia la barra, aunque esta vez girando ligeramente sobre sí mismo. Luego volvió de nuevo con sus amigos.
Fred comentó más tarde que aquello había sido como la batalla campal de una buena película de vaqueros. Pudo relatar la escena con toda objetividad porque tan pronto empezó la pelea, él se dirigió hacia la puerta que conducía a los lavabos. Se sentía mal por dejar a su hermano solo, pero tuvo que apartarse de los puños voladores y de las mesas patas arriba, ya que el médico le había prohibido participar en peleas debido a su bronquitis.
Además, decidió que Arthur lo estaba haciendo bien. Seguramente el joven había pensado que no era tan alto como parecía cuando lo vio sentado, y ahora se daba cuenta de su error: Arthur era mucho más alto que los otros, de ahí que fuera difícil alcanzarlo. Pegaba por la izquierda, por la derecha y por el centro, y no tenía problemas en dar patadas ocasionales con sus pesadas botas de trabajo. El camarero y el encargado corrieron hacia él. Fred gritó:
—¡Lárgate, Arthur!
Lo vio detenerse, mirar hacia atrás, saludarle con la cabeza y golpear una vez más al joven que había provocado la trifulca. Luego echó a correr hacia las puertas oscilantes.
Se encontraron fuera.
—Corramos por esta calle —dijo Fred.
Una farola lucía débilmente, y aquí y allá algunas ventanas arrojaban uno o dos cuadros de luz amarillenta. Anduvieron lentamente, y al doblar la primera esquina un tumulto estalló tras ellos. Fred dijo que deberían echar a correr, pero Arthur respondió que era mejor caminar despacio para que nadie supiera qué dirección habían tomado. Doblaron varias esquinas dentro del laberinto de calles y poco después desembocaron en las luces de Alfreton Road.
—Creo que me vendría bien beberme otra —dijo Arthur abrochándose el abrigo.
Tras el cierre de los pubs, a las diez, Canning Circus se rendía a su toque de queda y el silencio se apoderaba del barrio. Algunos coches pasados de hora cambiaban de marcha cuando subían por la colina, mostrando sus morros oscuros al girar por la isleta de arriba, para desaparecer en el olvido por una calle opuesta. La luna iluminaba el jardín sin flores de la isleta, y los postes verdes de las farolas del cruce brillaban débilmente en comparación con el fulgor lunar.
Arthur y Fred caminaron a lo largo de las tapias del hospicio, hablando sobre la guerra; Fred gesticulaba mientras expresaba sus opiniones acerca de las tácticas militares, comparando Corea con Libia, la montaña con el desierto, las «mareas humanas» con los tanques. La luz de un pub en el que aún había algún que otro trabajador tardío fregando vasos refulgía en medio de la oscuridad que todo lo ocupaba. Todos los demás edificios parecían vacíos, con las ventanas oscurecidas por persianas. Había más bien poca gente rondando por allí: un hombre que merodeaba entre las sombras, otro que cruzaba audazmente la isleta silbando la última canción de moda… Una tercera persona salía del pub con paso vacilante agarrando con fuerza una jarra de cristal mediada de cerveza.
—¿Ves a ese? —dijo Arthur apuntándolo—. ¿Qué diablos pretende ese borrachín?
Lo único que notó Fred fue que le interrumpían en la trama de su discurso. Al acercarse, oyeron que el hombre canturreaba una melodía irreconocible, como para disimular el propósito de su expedición a lo largo de la calle. Se paró sobre la acera y se quedó mirando atentamente el escaparte de una funeraria.
—Me pregunto qué pretende —repitió Arthur.
Tras decidirse, el hombre dio tres pasos atrás bien calculados hasta el borde de la acera y lanzó la jarra de cerveza con todas sus fuerzas hacia el escaparate. El estrépito que siguió sonó musical y espontáneo, y toda la acera quedó repleta de cristales, mientras el hombre sorteaba con habilidad el caos que había ocasionado.
Arthur se sintió súbitamente emocionado por el sonido del cristal al romperse: sintetizaba todo su anarquismo interior, era el sonido más perfecto y adecuado para acompañar el fin del mundo y el suyo propio. Corrió hacia el lugar del destrozo. Cada pisada de sus botas sobre la acera enviaba un eco a través del círculo desierto de edificios, eco que rebotaba desde todas las esquinas y volvía hacia él amplificado.
—Vamos —le dijo a Fred.
Todavía había bastante gente alrededor del escaparate de la funeraria, como si la multitud hubiera brotado del suelo. En la puerta, una mujer tenía agarrado de la muñeca al perplejo culpable. Arthur se acercó a atisbar y vio que otra mujer, más joven y con uniforme militar —cuyo color inmediatamente le generó prejuicios— se había hecho con el mando y había encargado a alguien que llamase a la policía. Fred sonrió al ver el agujero irregular en la ventana, las grietas que partían de él en todas direcciones, las lápidas, los rollos de pergamino en piedra y los floreros de cerámica salpicados de cristales. Se rio a carcajadas ante la catástrofe, mientras metía algunos cristales en la alcantarilla con la punta del zapato.
—¿Qué pasa, señoras? —quiso saber un fumador de pipa con gabardina—. ¿Pero qué ha hecho este insensato? —dijo cabeceando hacia el borracho, que sonreía con gran afabilidad a cada uno que llegaba.
—Ese tipo acaba de estampar una jarra de cerveza contra ese escaparate —dijo Arthur.
—Eso justamente es lo que ha hecho —le dijo la mujer de caqui, señalando la ventana destrozada como la guía de un museo enseñando orgullosa un trofeo.
Era una mujer de unos treinta y cinco, de busto prominente subrayado por unos botones muy lustrosos. Arthur se fijó en sus labios finos, en sus pómulos altos, en sus ojos entrecerrados, en su frente pequeña y el pelo que entresalía ondulado de la parte de atrás de su gorra de visera y se posaba en su cuello rapado. Al examinarla, se preguntó si la habrían amado alguna vez. Lo dudaba. Era el tipo de mujer que le escupiría a un hombre en los ojos cuando este tratase de ser amable con ella, pero al mismo tiempo imaginaba que era de esas que lo que más deseaban en el mundo era ser amadas. Sólo que podías verle en la cara que te atizaría si lo intentases. Cara de rata vieja, pensó. Eso es lo que le va mejor.
—¡Menuda fiera! —dijo un hombre, con tanta admiración como desdén—. Ella sí que sabe lo que se hace.
—Por esto te van a poner una medalla —gritó Arthur—, pero en el culo.
Casi toda la atención estaba focalizada en el culpable, que seguía de pie y en silencio al lado de la mujer que lo tenía agarrado de su muñeca, floja y sin resistencia. No era ni joven ni maduro, sino que parecía estar a caballo entre dos generaciones, pero sin ser acogido realmente por ninguna. Su rostro daba señales de estar marcado por largos años de matrimonio, aunque su porte lo etiquetaba como soltero, una persona extraña y solitaria, con aire de no pertenecer a ningún lugar en especial. Arthur dedujo que no tenía muchas luces. La mujer uniformada también era de las que parecía no haber tenido nunca un hogar ni pertenecido a ningún lugar concreto, pero al menos se había adscrito a los partidarios del orden y a la ley, por lo que las simpatías generales estaban en su contra. El borracho se volvió ligeramente hacia la ventana. Su pelo castaño escaseaba en su estrecha frente, y su rosada cara parecía recién lavada. Con el brazo libre apuntó a través del cristal a un florero negro cubierto por una rejilla metálica y a una lápida gris parcialmente grabada:
—En memoria de… —leyó—. Yo sólo quería una esas —imploró mirando a su alrededor en busca de aprobación—. Y uno de esos.
Hablaba entre gemidos, como si en realidad su última intención hubiese sido hacer añicos el escaparate. La mujer mayor que estaba a su lado acabó por aflojarle la muñeca.
—¿Por qué has hecho esa estupidez, amigo? —dijo Arthur—. No valía la pena destrozar ese escaparate.
El hombre miró a Arthur como si su sola presencia le hubiese traído algo de esperanza, y volvió a señalar los dos objetos.
—¡Quiero eso de ahí! —dijo con voz insistente.
Varias voces compasivas le insuflaron algo de aplomo. Confiaba aún en que lo dejaran fugarse de algún modo, aunque parecía encantado de resultar la atracción de la noche. Por su mirada y su sonrisa, era como si se hubiera convencido de que aquello era todo un sueño, o incluso que era una especie de broma.
—Quería todas esas cosas para mi madre —dijo apuntando con su cabeza de nuevo hacia el escaparate. El tono de su voz indicaba que podría continuar si quisiera, pero dejó de hablar como si únicamente fuese capaz de emitir una frase corta cada vez, y sólo en un momento de entusiasmo hubiese pensado traspasar ese límite.
—Vámonos a casa —sugirió Fred—. Esos mendas van a denunciar al tipo a la poli. No hay nada que hacer.
Pero Arthur prefería quedarse. Observó la escena intentando dejar su mente en blanco, como si estuviera en el teatro viendo una representación, fascinado pero incapaz de participar.
—¿Y dónde decías que estaba tu madre? —preguntaron varias voces al mismo tiempo.
La mujer de uniforme caqui se irguió.
—Déjenlo en paz. Ya se encargará la policía de hacerle las preguntas pertinentes.
Algún testigo entre la multitud le preguntó de nuevo dónde estaba su madre y él se volvió hacia el grupo de curiosos con mirada seria. Adoptó una pose solemne:
—Hará tres meses que la enterré. Yo no quería hacer nada malo, señora… —dijo amablemente a la mujer que lo sujetaba.
—De todos modos —dijo ella—, no tenías por qué hacerlo…
Una mujer gritó que ya llegaba la policía. Fred avanzó hacia el prisionero.
—Ha sido una estupidez eso que has hecho… —le dijo con una voz desesperanzada. Cualquier ayuda por su parte quedaba descartada.
—Allí en el centro hay escaparates más grandes y mejores para destrozar —dijo Arthur—. ¡Sé de uno estupendo en Long Row, en una tienda de muebles!
—Lo quería para mi madre. Acabo de enterrarla y…
—Te van a caer por lo menos seis meses. ¡Y en Lincoln! —gritó alguien desde la retaguardia. Su doble conocimiento, tanto de geografía como de derecho penal, hizo que todo el mundo se echara a reír.
La mujer de caqui les pidió que se callasen y lo dejasen en paz. Las burlas estaban poniendo al prisionero más nervioso si cabe.
—Déjeme marchar, señora, por favor… —le dijo el borracho en un aparte, como si su último comentario le hubiera hecho deducir que ahora la tenía de su lado—. Vamos, sea usted buena. Yo no quería hacer nada malo. Me he bebido una pinta o dos, nada más…
La mujer de uniforme caqui se volvió hacia él con aspereza.
—¡Cállate! De aquí no te mueves hasta que no haya llegado la policía.
—Mírala —dijo uno—. Le habla como si fuera basura, al pobre tipo.
Una nueva ola de curiosidad pareció invadir al mismo tiempo a todos los congregados, y el interés se desplazó hacia los prolegómenos de la vida del pobre tipo. Le preguntaron dónde vivía, si tenía niños, dónde trabajaba, cómo se llamaba y cuántos años tenía. Pero tantas preguntas parecieron sumir al tipo en la confusión, y apenas pudo balbucear unas cuantas respuestas. La mujer de caqui insistía en que dejaran que fuera la policía quien hiciera esas preguntas, como si su única misión sobre la tierra fuese mantenerse viva hasta que llegasen los agentes.
El tipo, mientras tanto, seguía intentando escaquearse de la mujer.
—Déjeme marchar, señora, por favor… —le dijo—. Sea usted buena.
Ella le sujetaba con poca convicción. Suponía que al tipo no se le ocurriría soltarse y echar a correr, tal como estaba. Aunque esa era precisamente la idea que le rondaba la mente a Arthur desde hacía un rato.
—¿Por qué no te las piras, amigo? —le susurró—. Todo irá bien. Ella no te lo va a impedir, y aquí mi hermano tampoco.
—¡No le metas ideas en la cabeza! —ladró la mujer de caqui.
—Cierra tu asqueroso pico, cara de rata —repuso él con desdén—. ¿Qué te pasa? ¿Quieres hacer tu buena labor del día? ¿Crees que vas a conseguir algo entregándolo a la poli? Es la gente como tú la que no deja vivir a los demás. ¡Y tú, sal corriendo! —le gritó al hombre—. Cara de rata no te lo impedirá.
El tipo tenía tantos simpatizantes ya entre el grupo que miraba a cada recién llegado con una sonrisa radiante, incluso cuando volvió a mencionar el hecho de que había enterrado a su madre hacía poco. La concurrencia empezó a gritar que lo liberasen pero la mujer de caqui, se mantuvo firme, allí de pie con las piernas algo separadas. Arthur le pasó un cigarrillo encendido al preso y se lo puso entre sus dedos temblorosos.
—¡Corre! ¡Ahora! —le susurró.
—No puedo —dijo él, dando un par de caladas nerviosas—. Esta tía no me suelta.
—Esa no pinta nada aquí —argumentó él—. ¡Venga, echa a correr! —La gente se abrió para que pudiera escapar—. O te meterán en el talego… —dijo Arthur—. Eso tenlo por seguro.
El pánico se adueño del rostro del borracho. Entonces, con un movimiento repentino, intentó soltarse.
—¡Ni se te ocurra moverte de ahí! —gruñó Cara de Rata.
El tipo miró a su alrededor, perplejo, sin saber qué hacer, incapaz de forzar el cepo mental que lo apresaba. Arthur seguía de pie en la calle, pero sin obstruirle la escapada. La cara del hombre se iluminó con una súbita resolución y la sonrisa que mantenía desde un principio le abandonó en un suspiro.
Cara de Rata le agarró más fuerte del brazo, pero él la apartó bruscamente. Entonces ella le lanzó un manotazo, y él, en respuesta, le agarró a ella la muñeca y se la retorció. Los gritos de ánimo de la gente le dieron alas para zafarse de ella por fin. Entre temblores, se preparó para poner pies en polvorosa.
Pero tan fácilmente como un instante antes se le había abierto una vía de escape, por alguna razón la multitud se cerró sobre sí misma sin previo aviso. Nunca la esperanza había abandonado tan bruscamente un rostro humano. Justo delante del tipo se había plantado un oficial de policía.
El borracho respondió a las preguntas sincera y brevemente, con presteza, como si se las hubiesen hecho ya muchas veces y ya se supiera las respuestas. Parecía sentirse aliviado por no tener que tomar la decisión de si escapar o no. Le complacía responder a las preguntas del agente, como si su salvación estribara en aparentar agrado en hacerlo, y en su sonrisa había tanto un deseo de satisfacer al policía, como de divertir a la multitud, ahora silenciosa a causa del giro que habían dado los acontecimientos. Las dos mujeres que lo sujetaban hicieron también sus declaraciones.
—¿Alguno más de entre ustedes quiere testificar? —dijo el policía mirando en derredor.
Nadie movió un músculo. El coche de policía, con el tipo dentro, dio la vuelta a la isleta y tiró por una calle estrecha hacia el centro de la ciudad, con su antena de radio balanceándose a causa del súbito arranque.
Arthur se sentía como si estuviera despertando de un sueño pesado, y lo primero que notó fue que tenía los pies helados. Se imaginó a Brenda en la cama, calentita y cómoda, profundamente dormida, quizá con sus dos niños junto a ella.
—Ahora lo que me sentaría bien es una pinta —dijo mientras bajaban por Alfreton Road.
—No me lo puedo creer —gritó Fred con furia desesperada—. ¿Cómo puede alguien hacer algo así?
—Lo que es es una zorra y una puta —maldijo Arthur—. Una tipa sin corazón. Una piedra, un bloque de granito, y una bastarda, cara de patata, saco de mierda, ojos de huevo y encima cara de rata. Pero qué me dices del tipo. No me negarás que el tipo no era también un calzonazos…
El camino ancho, bordeado por tiendas y talleres, estaba iluminado por la luna y por alguna ocasional farola. Arthur caminaba por el borde de la acera con las manos metidas en los bolsillos. Pensaba que algunos serían capaces de vender a su propia madre con tal de salirse con la suya. En realidad, se estaría mejor en una selva llena de animales feroces. Casi prefería las puñaladas traperas de la mili. Al menos allí sabías que tenías que cuidarte las espaldas. Allí siempre podías arreglártelas solo.
Un coche bajaba veloz por el centro de la calle, seguido de una moto que iba hacia Basford montando un escándalo de mil demonios. Un policía que andaba revisando las cerraduras de las tiendas los persiguió con la mirada durante unos cincuenta metros. Fred caminaba con paso firme, pero Arthur seguía colgado de su brazo. Doblaron en dirección a Hartley Road, y se colaron entre una iglesia y un colegio, ambos desiertos como edificios fantasmas. Fred dijo que nada le gustaría más en ese momento que agarrar a alguien del pescuezo y ahogarlo. Le valía cualquiera con tal de que le dejaran apretarlo fuerte hasta que se quedara frito. La calle vacía estaba empapada de un agradable aroma de tabaco procedente de la fábrica Boulevard. En el siguiente cruce, Arthur sugirió que tomaran un atajo hacia casa.
Se bajaron de la acera y caminaron en diagonal hacia la esquina opuesta, de camino al suburbio. Y en esto estaban, cada uno embebido en sus pensamientos, cuando un coche pequeño, de color negro, salió pitando de una bocacalle, con la marcha metida a tope para llegar antes a casa. Los hermanos no intuyeron su llegada en el silencio apagado. El coche, cuando los vio, derrapó sobre el asfalto intentando no llevárselos por delante.
Fred era el que más dormido iba de los dos, pero fue el primero en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los neumáticos del coche derraparon, pero no pudieron desviarse de su trayectoria.
—¡Cuidado, Arthur!
Los frenos chirriaron y Fred se apartó súbitamente del camino del coche agarrando a Arthur del brazo y haciéndole caer hacia delante. Pero ya era demasiado tarde. Arthur sintió un topetazo en el muslo, un golpe en uno de los costados, y cómo una arista dura y afilada le arañaba la mano con que intentaba protegerse la retaguardia. Se cayó cuan largo era en medio de la calle, con las palmas de las manos y la cara aplastadas sobre la fría y sólida superficie del asfalto, sintiendo como si una chimenea de carbón se le hubiera clavado detrás de la garganta y luego una mano tratase de empujarlo bajo el agua. El coche se detuvo unos metros más allá.
Arthur pudo sentarse a duras penas.
—¿Dónde está el maldito coche? —preguntó frotándose la pierna.
Fred, a quien aún le temblaban las rodillas, le pidió que se pusiera de pie.
—¿Estás bien?
—Dios mío, me ha dado una buena —contestó Arthur—. Como agarre a ese cabrón, lo va a sentir.
Fred introdujo un brazo bajo la axila de su hermano y le forzó a ponerse en pie. Caminaron hacia donde el coche se había detenido, y oyeron el chasquido seco de una puerta al cerrarse. El conductor encendió un cigarrillo mientras caminaba hacia ellos.
—Pedazo de imbéciles —gritó, como si pensara que la mejor defensa era un buen ataque—. ¿Es que no miráis por dónde vais?
Amagó un puñetazo en dirección a Arthur. Era de estatura media, tenía la gabardina abierta y una quijada feroz que sobresalía de una cara vulgar. Su amiguito de cuatro asientos lo esperaba aparcado en el bordillo. Arthur aún sentía el dolor apagado del cardenal en el costado y en el muslo, y se esforzó por mantener un control riguroso de las piernas, que, al menos en ese momento, amenazaban con llevarle en una dirección que él no tenía intención de tomar. Ni él ni Fred habían abierto la boca todavía, así que el tipo y sus tácticas ofensivas parecían ir ganando la partida.
—Os podría haber matado a los dos. ¿Vais siempre igual de ciegos por ahí, o es que hoy estabais demasiado borrachos como para daros cuenta? ¡Dejad en paz la cerveza, y así no seréis un peligro para la gente normal como yo y seréis capaces de cruzar la calle como Dios manda!
Cada vez que el tipo abría la boca, el aire se llenaba de vaharadas a whisky. Fred pensó que lo único que podían hacer era intentar comportarse con sensatez. No en vano, llevamos sobrios desde Canning Circus.
—Y usted, beba un poco menos —le advirtió—, o si no tendremos que llevarle preso por conducir ebrio. Se ve a la legua que se ha pasado usted con la botella.
El hombre les echó una mirada maliciosa, se acercó y arrojó su cigarrillo recién encendido al suelo. Ignoró a Arthur, que seguía allí, escuchando todo sin decir palabra.
—Sois vosotros los que la habéis pifiado, lo sabéis de sobra. —Al recibir una respuesta tan tibia por parte de Fred, el tipo siguió con los puños apretados junto a los bolsillos de su gabardina—. Ibais por ahí papando moscas. ¿Es que pretendíais que os dieran trabajo como sonámbulos del reino? Además, en cuanto os vi me cansé de pitaros con el claxon. Además de ciegos debéis de estar sordos.
—Vaya, pero si sabes perfectamente que no pusiste ni un dedo en el claxon —dijo Fred intentando aparentar calma—. En realidad, me apuesto lo que quieras a que tu birria de coche no tiene ni claxon. Es tan enano que en cuanto pretendieras meter tu barrigota dentro no cabríais los dos.
El hombre dio dos pasos hacia él levantando el puño.
—¡No me seas insolente! —gritó.
Fred le devolvió la mirada. Confiaba en evitar lo que a estas alturas sabía que era ya inevitable.
Arthur, entonces, se metió a empujones entre ellos, agarró al tipo por las solapas de su gabardina y lo alzó un par de palmos del suelo. El otro lo miró con cara de sorprendido.
—¡Como no te calles y cierres tu pico apestoso, te haré pedazos! —Su voz sonaba como el bramido de un toro. Tenía la cara lívida de furia y los ojos inyectados en sangre.
La boca del tipo se abrió, y a continuación volvió a cerrarse despacio. Seguía suspendido varios centímetros sobre el suelo, y tenía los ojos desorbitados y la cara demudada como la de un espectro. Quizás se estuviera preguntando cómo había llegado a meterse en un lío así. Cuando Arthur lo soltó finalmente, retrocedió tambaleándose hasta que golpeó con la espalda contra la pared. Estaba tan pálido que por primera vez se hizo absolutamente evidente que estaba borracho perdido.
Una idea diabólica iluminó el ágil cerebro de Fred:
—Volquemos su coche. No es más grande que un carrito de bebé.
Arthur soltó una carcajada y asintió. Era una cuestión de justicia, un castigo tanto para el pedazo de metal que le había golpeado como para el conductor enfurecido que en aquel momento respiraba agitadamente junto a la pared.
Apoyaron la espalda contra el coche y lo agarraron firmemente, uno por la rueda delantera y otro por la trasera. Se estaban divirtiendo de lo lindo. Empujaban con los hombros a la vez que alzaban el vehículo con un majestuoso esfuerzo, como si se tratara de un gigantesco Wolseley, levantándolo con la pura fuerza de sus brazos, batallando contra la puerta y el estribo, contra las ruedas y el guardabarros.
Poco a poco, el coche empezó a inclinarse sobre dos de sus ruedas. Cada vez resultaba más ligero.
—Sigue, sigue así —le animó Arthur.
Hicieron un último esfuerzo.
—Se está moviendo —dijo Fred con una sonrisa radiante.
—Otro empujón —pidió Arthur—. Ya lo tenemos encarrilado.
No oyeron nada más. Aunque estaban inmersos en un acto de venganza sentían un sublime espíritu de camaradería en su esfuerzo. Sus corazones se llenaban de una luz refulgente de poder y valor sin igual, de satisfacción y esperanza hacia más y mejores cosas. El peso, enorme al principio, se fue haciendo después cada vez más ligero hasta que finalmente lograron sujetar el coche con delicadeza, como una mariposa sobre un hilo, un punto perfecto de equilibrio que les hizo querer reír y llorar y rugir como guerreros extáticos. Y eso habrían hecho precisamente si no hubiera significado la ruina de su proyecto.
El coche se tambaleó y en una fracción de segundo aterrizó de lado con chirriante estrépito sobre el pavimento. Bien visto, resultaba más atractivo en esa posición, sereno y enaltecido, con las cuatro ruedas asomando desde el chasis, como una mula que, tras un duro día de trabajo, se tiende en su establo a descansar.
El conductor, mientras tanto, dormía profundamente junto al muro.
Mientras se alejaban caminando, Arthur no notaba ya dolor. Llevaba meses sin sentirse tan optimista y jubiloso, y con la moral tan alta. Confiaba en que los próximos días pasasen rápido, y deseaba que Jack volviese a su querido turno de noche y Brenda quedase libre para que él pudiera hacer sus incursiones en su salón mal iluminado después del trabajo. El laberinto de calles dormidas entre la fábrica de tabaco y la fábrica de bicicletas los atrajo hacia el enorme despliegue de su seno extrarradial, y los acogió en su propicia oscuridad. Más allá del imperio de casas nuevas de ladrillo rojo había campos y bosques que llegaban hasta el valle de Erewash y las colinas de Derbyshire, y cuando entraron en casa seguían hablando de lo agradable que sería ir en bicicleta hasta Matlock el primer domingo de primavera que hiciese bueno.