LAS anchas nalgas de Brenda se deslizaron hasta el fondo de la larga bañera de zinc. El agua estaba tan caliente que no se podía soportar, pero Brenda dio un suspiro, dando a entender que era mejor de este modo y no de otro, y dijo:
—Otra cacerola llena, Emily.
Arthur se apoyó en el aparador, taciturno y enfadado, como si no tuviese fuerzas para desabrocharse el abrigo en el interior de aquella sofocante habitación porque parecía protegerle de los vapores del agua caliente, los efluvios de la ginebra y las impredecibles mujeres. Tras tomarse el té a toda prisa, se había cambiado de ropa y había cogido un autobús hacia la casa de Brenda, accediendo a su severa petición de tenerlo presente en la ceremonia de «expulsarlo». Para ayudar en la gran noche, Brenda había convocado a Emily, su antigua compañera de la fábrica de medias, de la que se decía que era un poco corta. Tan pronto como Jack salió hacia el turno de noche y despacharon a los niños, pagando bien a la hija de un vecino para que los llevara al cine hasta las diez, apareció una bañera procedente del cuarto donde guardaban el carbón, botellas de ginebra del armario de la alacena, y Emily fue sigilosamente hasta el lavadero a avivar el fuego para el agua. Cuando abrió la puerta trasera, Arthur la reconoció y dio un respingo de sorpresa porque esperaba a una extraña. En todos los pubs la consideraban una chismosa, y en una décima de segundo la imaginó al día siguiente propagando la noticia de esa noche por todas las tabernas de la ciudad. Pero se acordó de que era un poco corta y, aunque alguien creyera lo que contaba, sería algo tan enrevesado que no le encontrarían ni pies ni cabeza a sus chismorreos. Así que le sonrió y dijo:
—¿Qué pasa, maja?
Estaba entrando en la amplia cocina cuya mesa habían corrido hacia la ventana para situar la bañera de zinc en medio.
Emily se quedó de pie al lado del cubo de agua hirviendo, que estaba suspendido sobre la cocina de carbón. Suspiró, solidaria con la odisea de Brenda en el baño, y repitiendo: «No sé yo». Una y otra vez, en un tono que sacó tanto de quicio a Arthur que le dieron ganas de estrangularla.
—No sé yo —dijo sumergiendo la cacerola de aluminio en el cubo y vertiendo un chorrito en la bañera, renovando las nubes de vapor ardiente en todas direcciones hacia el techo—. No sé yo, la verdad, no sé.
—Cierra el pico —dijo Arthur.
—Con esto se va a estropear el papel de la pared —señaló Brenda guiñándole el ojo—. La última vez se despegó todo, y Jack se puso hecho una furia —dijo entre risas.
—Él es quien tendría que estar aquí —comentó Emily enfadada. Si usase su cerebro un poco sabría que él es la causa de todo esto. Pero ¿cómo puedes esperar que un hombre use su cerebro?
Arthur sonrió: Emily pensaba que era fruto de Jack lo que se querían quitar de encima. Era imposible deducir cómo explicaba su oscuro mecanismo mental la presencia de él en la casa.
Brenda lo miró.
—Ánimo, chico. Todo saldrá bien. Tómate una ginebra. Emily, sírvele un trago a Arthur. —Le clavó en la mano medio vaso, pero él lo dejó tras el primer sorbo, torciendo el gesto—. ¿Qué pasa? ¿No te gusta? —gritó Brenda desde el baño, agitando la mano.
—Es puro veneno —dijo.
—La ruina de las madres —sentenció ella con una mirada extática, subrayada por el brillo de la bombilla eléctrica sobre su cara—. Es estupenda.
—No me sorprende —dijo Arthur—, por la forma en que Emily se la bebe. Se atontará aún más si sigue así.
Emily se había terminado un vaso entero desde que él entró.
—Ella es como yo —dijo Brenda—, lo lleva bien.
—Puedo con todo —afirmó Emily, añadiendo más carbón al fuego—. Me educaron así.
—Eso es lo que la volvió turulata —dijo Arthur.
Emily se ofendió:
—No soy tan tonta como crees. Ni la mitad que vosotros, los hombres. De eso estoy más que segura.
Brenda estiró el brazo hacia el vaso de ginebra caliente que había sobre la silla, y al girarse le brotaron por la frente nuevos hilillos de sudor que bajaron por su rostro y su cuello, y siguieron por su pecho hasta acabar en el agua. Tras beber un generoso trago, volvió a dejar caer la mano en la bañera con ímpetu, estremeciéndose ante la agitación de las plácidas aguas que se rizaron en abrasadoras olitas contra su piel.
—No sé yo —se quejó Emily—. No sé, de veras. No me gusta verte sufrir así.
Pero Brenda lo vio como una amenaza para desviarla de su propósito y se enfadó tanto como la alta temperatura del agua se lo permitió.
—Hay que hacerlo —dijo.
Arthur miró a Emily con odio:
—¿Por qué no te callas?
Ella le devolvió la mirada.
—Cierra el pico tú —dijo con desprecio.
Arthur encendió un cigarrillo y tiró la cerilla aún encendida a la chimenea, rozándole la cara a Emily. Ella se giró para forzar a Brenda a beber más ginebra:
—Bébete esto, guapa. Te hará bien.
Brenda dio unos sorbos y luego la puso en la silla.
—Está demasiado caliente —se quejó.
—¿Pongo más agua?
—Un chorrito.
Emily vertió lentamente el agua hirviendo en la bañera.
—¿Otro?
—Creo que sí.
—Se me parte el alma al hacer esto —dijo Emily—. Ojalá hubiera funcionado lo otro.
Brenda se acercó la ginebra.
—Lo tomé tanto tiempo como pude, pero estoy de quince días, ya sabes.
—Preferiría que tuvieses al crío —dijo Emily—. Yo lo cuidaría. Me lo puedes dar. Lo criaré y lo querré, de veras.
Sé que lo harías —dijo Brenda—. Vales tu peso en oro, Emily, pero no puedo hacerlo. Traería muchos problemas.
Se bebió su ginebra e hizo una mueca mientras le bajaba por el estomago. Emily sacó un pitillo con una boquilla de corcho de su bolso rojo, y Brenda rechazó su oferta de encenderle uno a ella y ponérselo en la boca.
—Se me mojaría. Echa más agua. —Puso los ojos en blanco y empezó a arrastrar las palabras—. Ya basta… —dijo tras el cuarto cazo, cuando el agua le rebasaba ya la cintura.
Arthur se quitó el abrigo y se sentó con las piernas estiradas sobre la alfombra, fumando un cigarrillo tras otro. Veía descomponerse el rostro de Brenda, sus rasgos se fundían bajo el ardor de la ginebra caliente y los mares de agua. Nunca más, se decía a sí mismo todo el tiempo, nunca más. No más baños de vapor para Brenda. Nunca más. Antes me corto el pescuezo. Se sentía borracho aunque sólo había bebido un sorbo de ginebra. A veces formaba parte de la escena, sentado entre las dos mujeres, caldeado por el fuego, sofocado por los vapores de la bañera; otras veces permanecía contemplativo, como viendo la tele sin tener un papel en lo que estaba presenciando. Arthur sólo se sentía real en su interior. Ahí no cambiaba, tal como se lo demostraba la agonía de la fatiga que perduraba de su día de trabajo, intensificada por la fiebre que le iba subiendo. Los cigarrillos sabían a estiércol, pero siguió fumando. Le apetecía un vaso de cerveza, pero en la casa no había, y no podía acercarse al pub porque era incapaz de salirse de la escena que lo mantenía agarrado como una llave inglesa… Cuando la forzaba para soltarse tenía la sensación de que las dos mujeres saltarían sobre él y lo harían pedazos si trataba de escapar.
Emily decía a gritos que quería llevar a Brenda a la cama.
—Lo que quiero es que lo dejes ya. Todo irá bien.
Brenda abrió los ojos por completo. Eran castaños y recorrieron la habitación, como si se estuviera dando su habitual baño del sábado por la noche.
—¡No! —gritó con aspereza—. No seas boba. No es tan fácil, estoy segura. —Se volvió como para resultar más firme en su propósito, pero ese leve movimiento agitó el agua y ella se quejó y cerró los ojos para protegerse de su ardor.
Arthur caminó hacia ella y le besó la frente húmeda y la boca.
—Pronto estarás bien, mi amor.
—Sí —dijo ella—, sí, seguro. Eres un buen tipo, Arthur.
«Nunca más», se repitió, y se preguntó si era necesario tanto jaleo, incapaz de comprender cómo habían permitido que sucediera algo así. Nunca más.
—Venga, niña —dijo Emily con voz angustiada—, bébete esto.
Brenda se lo llevó silenciosa a los labios y enseguida lo apartó sin probarlo.
—Bébetelo, anda —dijo Arthur.
Ella obedeció, sorbiéndolo despacio. Emily habló, para evitar que Brenda cerrase los ojos y se marease, preguntándole cuándo fue la última vez que se hizo la permanente y dónde estaba Jack, haciendo ver que ese era su trabajo y que debería estar aquí en tales circunstancias. Brenda abrió los ojos y subió la cabeza:
—No, no debería —replicó—. No sería lo adecuado. Apártame el pelo de los ojos, anda. A Jack le gusta estar en el trabajo cuando pasa esto.
—No está bien, de todos modos —dijo Emily enfadada—. Los hombres piensan que pueden huir cuando les da la gana.
Lanzó una mirada malévola a Arthur, con sus ojos grises colmados de un odio antiguo. Él sonrió, y ella apartó la mirada y le pasó más ginebra a Brenda.
—¿Cuánto queda? —preguntó Brenda.
Emily miró la botella.
—Medio vaso —mintió.
La piel de Brenda se puso de un rosa asalmonado bajo la línea del agua, y bebió despacio. Echó la cabeza hacia atrás pero, al no encontrar dónde apoyarla, la levantó de nuevo hacia delante, y finalmente la dejó caer a un lado. Arthur era incapaz de seguir preocupado por más tiempo. La fiebre de su resfriado le adormiló. El vapor ocultaba el rostro de Brenda y el aire era tan cálido y olía tanto a ginebra que durante unos minutos Arthur no supo dónde estaba. Bajo el mantel de cuadros, las robustas patas de la mesa parecían las piernas de una cocinera que se mostraran bajo un delantal, y el recio armario, cuyo espejo se había empañado, parecía la popa de una barcaza desapareciendo a través de la bruma vespertina. Las sillas y el sofá sobre el que Brenda hacía esparcido su ropa se convirtieron en gotas de vaho adheridas a los cristales de la ventana. Arthur se despertó cuando el vaso de ginebra resbaló por los sudorosos dedos de Brenda, y Emily, en una alocada carrera que le hizo tirar una endeble silla por el camino, evitó que la ginebra cayera en la alfombra. Luego secó los dedos de Brenda con una toalla y le devolvió el vaso.
—Ya no te queda mucho más por beber, muchacha —dijo amablemente.
Brenda le apartó la mano.
—No la quiero. Voy a vomitar.
—Es por tu bien —insistió Emily con firmeza.
—Bébetela —dijo Arthur dulcemente—. Un trago más, muchacha.
El olor a ginebra penetró en la barrera de su resfriado y le hizo sentir ligeramente enfermo.
—Me estoy mareando… —dijo Brenda.
Emily vertió más agua en la bañera.
—Mantén abiertos los ojos —dijo, mirándola de cerca—. Así no te marearás, niña.
—No puedo mantenerlos abiertos. —Trató de beber más ginebra pero se le vertía por las comisuras de los labios. Mi madre nunca, me enseñó esto— dijo arrastrando las palabras, repitiendo la frase hasta que resultó ininteligible. Entonces comenzó a cantar con voz débil, como el maullido de una gata.
—Calla, muchacha —dijo Emily dulcemente. Se volvió hacia Arthur—: Tú, cabrón. Sucio cabrón.
—¿A quién llamas cabrón? —gritó, saltando sorprendido—. Estás loca, perra fea.
—Bébete esto, muchacha —dijo ella—. Venga. Sólo un trago más. Sigue con los ojos abiertos y te sentirás mejor.
Brenda levantó el vaso y bebió. Después miró inexpresivamente hacia delante, sin decir nada, con la cara lívida y la boca apretada del todo. Emily le secó el sudor con una toalla, le apartó varios mechones de pelo de la frente y vertió más agua caliente en el baño.
—Sólo queda esto —dijo, pasándole el resto de la ginebra.
—¡Pensé que se había terminado! —Brenda frunció los labios—. Voy a salir —dijo sollozando.
Emily miró los tragos de ginebra que quedaban.
—Déjala salir —dijo Arthur—. El asunto ya está zanjado.
—Cierra el pico —dijo ella cortante—, de eso me encargo yo.
—Bueno, pues date prisa —dijo, y encendió otro cigarrillo.
Brenda se levantó de pronto desplegando su cuerpo vaporoso y encarnado ante él como una rosa completamente abierta. Se bamboleó como si se fuese a caer, pero salió poniendo un pie sobre la alfombra, salpicándolo todo. Emily la secó con una mano y la sostuvo con la otra.
—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Arthur.
La réplica fue rápida:
—No. Puedo apañármelas perfectamente sin tu ayuda, muchas gracias.
Fue a alcanzar una bata que había en el respaldo del sofá y, cuando se dio la vuelta, a Brenda se le cayeron las toallas, dejándola desnuda. A continuación comenzó a balancearse hacia la chimenea.
Arthur la sujetó primero, y enseguida Emily lo empujó, celosa, y se hizo cargo del peso muerto de Brenda, manteniéndola en pie e intentando ponerle la bata a la vez.
—No te muevas, Brenda. Por favor, mantente recta mientras te la pongo.
—Dime si quieres que te ayude —dijo Arthur, sentándose relajadamente en su silla.
—Tú calla, cabronazo —soltó Emily—. Un día me las vas a pagar.
—Por Dios, nunca he conocido a nadie tan imbécil como tú, cerda bizca —dijo con voz pausada.
Brenda empezó a tambalearse. Cerró los párpados sobre sus desorbitados ojos y se deslizó inconsciente hacia la alfombra. Emily corrió al lavadero en busca de una taza de agua fría, con la que roció abundantemente a Brenda hasta que esta abrió los ojos. Con tremenda fuerza y habilidad puso a Brenda en pie y la condujo hasta la puerta que había al pie de la escalera, y que abrió para que pudiesen subir los escalones.
—Vamos a la cama, muchacha —la convenció—. Ya pasó todo. Métete en la cama y duérmete.
Subieron las escaleras a paso de caracol. A veces, Emily tenía que alzar las piernas y los pies de Brenda y situarlos sobre los escalones, economizando así su fuerza con maña, y Arthur, mirando desde atrás, le agradeció al cielo que Emily hubiese hecho esto por ellos, y en un momento de sentimentalismo le perdonó todas las veces que le había llamado cabrón.
—Vamos, Brenda —continuó ella—. Vamos, niña. Sólo un escalón más. Así. Ahora otro. Y otro. Muy pronto estaremos arriba. Estoy segura de que lo hemos conseguido. Un escaloncito más.
Una risa clara surgió de la borrachera de Brenda:
—Me da igual que salga o no. Ahora ya no me importa.
Emily la sentó en la cama. Ella se cayó hacia atrás y se quedó completamente quieta. Luego dio un suspiro y se durmió de inmediato. Arthur permaneció de pie en la puerta, observando cómo Emily asentía con la cabeza y arropaba a Brenda con las sábanas.
—¿Está bien? —preguntó él.
El rostro de Emily mostró lo más parecido a una sonrisa.
—No te preocupes —le dijo a Arthur.
Él sacó un billete de una libra de su bolsillo.
—Cómprate algo con esto, Em.
Ella le apartó la mano.
—No quiero tu dinero. Guárdatelo. Algún día te hará falta.
—No seas imbécil —replicó él—. Cómprate una blusa o unas medias. Nos has ayudado mucho esta noche.
Emily se alisó el pelo por atrás.
—No, no quiero tu dinero.
Su voz volvió a ser dura. Él metió el billete en el bolsillo de su delantal pero ella lo devolvió a su abrigo.
—Muy bien —dijo él—. Si no me dejas agradecértelo…
Emily se inclinó para apagar la luz.
—¿Quién te has creído que eres queriendo agradecerme esto? Eres un caradura, tío, en serio.
—Vete al carajo entonces —maldijo él, y se giró para salir del cuarto. Cambió de idea y volvió, besándola en los labios—. Gracias —le dijo.
Ella levantó el puño para pegarle, pero él le agarró la muñeca con fuerza y la paró.
—Como me toques —dijo él—, te vas a enterar.
Arthur le apretó el brazo hasta que el dolor asomó a su rostro.
—Suéltame, cabrón —dijo ella—. Alguien viene por el patio.
Él oyó que llamaban a la puerta de atrás y la soltó. Con la luz apagada, corrieron escaleras abajo.
—¿Brenda? —llamó Jack—. Déjame entrar. Me he olvidado de la tartera.
Arthur agarró a Emily y susurró:
—Ve a hablar con él. Yo saldré por la puerta principal.
—Haré lo que me parezca —contestó con su voz habitual, fuerte y de idiota—. Quizá lo entretenga o quizá no. No me puedes obligar. Yo decidiré lo que hago, que lo sepas.
—Hija de puta —dijo Arthur entre dientes—. Cállate.
—¡No soy una hija de puta! —gritó ella.
—Vale, lo que tú digas. Pero por Dios, no hables tan alto.
Jack martilleó la puerta gritando:
—¡Abreme, Brenda! ¿Quién está ahí contigo?
—Tú sí que eres un hijo de puta —siguió Emily, como si no hubiera oído los golpes—. O lo que sea, pero yo no. Si crees que soy una hija de puta, te enseñaré mi partida de nacimiento para que lo compruebes.
—Eres peor que eso —dijo Arthur, y la dejó hablando y buscando algo a tientas en el bolsillo de su delantal, como si en efecto llevase consigo su partida de nacimiento.
Arthur caminó en silencio por el salón, y escuchó cómo Emily corría el pestillo y le preguntaba a Jack bruscamente que qué quería. Le dijo entonces que no encontraba su partida de nacimiento ahora pero que se la enseñaría al día siguiente. Sin cerrar la puerta del salón, Arthur se echó a reír al escuchar a Jack balbuceando mil excusas ante la feroz Emily, que seguía cortándole el paso por razones que sólo ella conocía. Brenda dormía ajena a todo en el piso de arriba, y a Arthur ahora le daba igual si el turno de noche había ido bien o no. Febril y cansado, de pie sobre el escalón de la entrada mientras trataba de decidir cuál sería el mejor camino para llegar al pub más cercano, no le podría importar menos haber dejado embarazadas a veinte mil mujeres y que sus maridos fuesen tras él, blandiendo hoces y sedientos de sangre.
Bajó por la larga calle vacía, con la cabeza más despejada y la conciencia más clara gracias a la súbita irrupción del aire fresco. Parecía que sus problemas pesaban menos ahora que no tenía que enfrentarse a ellos. En Market Square las luces danzaban a su alrededor. Cada adoquín le devolvía el sonido de sus suelas al caminar, y de las puertas de los pubs emanaban generosas bocanadas de aire con olor a cerveza y efluvios de humo. Avanzaba esquivando los altos autobuses verdes que eliminaban toda la oscuridad al pasar con los faros encendidos. Tuvo que abrirse camino a empujones entre la multitud reunida en torno a los espontáneos predicadores y oradores que se habían subido en sus cajas de detergente en Slab Square. La noche le había abierto una zanja en la cabeza, y no podía quitarse de encima la vivida y cruda escena del blanco cuerpo de Brenda reclinado en la bañera, ni la cara de imbécil de Emily, que le pasaba vaso tras vaso de ginebra hasta que Brenda, desesperada y sin fuerzas de tanto beber, fue ya incapaz de hablar o de reconocer a quien estuviera con ella. Es culpa suya haber dejado que le pase algo así, maldijo él. Pedazo de estúpida.
Caminó con pasos lentos hacia el Peach Tree, y se sentó a tomar un ron doble. Se sentía mejor; su resfriado le molestaba menos ya. Alguien cantaba con voz lastimera y desafinada. Parecía una serpiente sobre un escenario balanceándose ante un micrófono al fondo del salón. Arthur miró con tristeza las espaldas alineadas en la barra, escuchando el tintineo profesional de la caja registradora y el tono cazallero y seco de la camarera. La voz flotante y demoníaca que cantaba ante el micrófono emergía de la bruma y serpenteaba en torno a Arthur hasta hacerle querer retorcer el maldito pescuezo que causaba ese ruido. No era el único. Arthur observó a un hombre que se abría paso entre la multitud.
—Perdonen, con permiso. —Y se dirigió al joven que cantaba.
Hablaron como dos amigos que se hubieran encontrado en la calle; el cantante con un cigarrillo en la mano, el otro hombre con la suya en la solapa. El cantante no había encendido su cigarrillo, y parecía estar ofreciéndoselo al otro, pero entonces, de repente, el hombre que parecía tan dócil golpeó al cantante. Le dio un violento porrazo en la parte inferior de la cara, y los pies del cantante se engancharon con los cables del micrófono. Así que, cuando trató de levantarse y contraatacar, volvió a caer al suelo.
Arthur se alegró de lo ocurrido. Se reía tan fuerte que empezó a ahogarse debido a las punzadas de dolor que sentía en las costillas. Quizá el cantante no se había dado cuenta de la bulla que estaba armando y tal vez pensara que sonaba como Gene Autry o Nelson Eddy. En cualquier caso, no era necesario hacer tanto ruido, y se merecía que le hubiesen dado una paliza. Perplejo y con la cara roja y magullada, el cantante sorteó a Arthur y salió por las puertas oscilantes. Cuando Arthur aún no había apartado los ojos de ellas, entró Winnie, la hermana menor de Brenda.
Echó una mirada hacia la barra y las mesas cercanas a la pared mientras se abría el abrigo negro debido al calor repentino. Arthur se fijó en una bufanda de colores que llevaba puesta como un turbante, en los zapatos de tacón de aguja, en las medias y el bolso negro.
—Oye, Winnie —la llamó—, ¿andas perdida?
Ella no le oía. La había visto una vez, en la fiesta de cumpleaños de Jack del año anterior. Winnie se fue de aquella fiesta a las dos de la mañana tras ponerse hecha una furia contra Jack y hacer añicos cada cacharro y botella de la mesa con el atizador del fuego porque él había derramado accidentalmente media pinta sobre el mejor vestido de Brenda. Tal acto de destrucción fascinó a Arthur. Quería conocerla mejor. Era una mujer menuda de veinticinco años que debía de llegarle a Arthur por la cintura. En la fiesta de Jack la llamó Gitanilla por su larga cabellera negra, pero aquel mote la enfureció, de ahí que le amenazara con darle un guantazo si no paraba. Arthur le propuso entonces que salieran, así no la liaría en la fiesta de Jack, pero ella no aceptó y dijo que si no se comportaba como era debido le contaría cosas sobre él a su marido, que iba a volver de Alemania al año siguiente, de permiso. «Muy bien, Gitanilla», le respondió él, y este comentario fue el causante del mal genio que la llevó a arruinar la fiesta, poniendo como excusa la cerveza que había vertido Jack.
Arthur se levantó y avanzó hacia ella.
—Hola, Winnie —le dijo. Lo de Gitanilla vendría más tarde.
Ella se volvió hacia él y sonrió, sin dar señales del bramido que él había esperado recibir.
—Estoy buscando a una persona —dijo ella.
—Quizá tu amigo esté en el Trip —sugirió él.
—Es una chica, capullo —fue la respuesta.
Arthur le agarró del brazo.
—Entonces ven y bébete algo.
—No —dijo ella—. Me tengo que ir. No he acabado aún de limpiar la casa para cuando vuelva Bill. Llega mañana, y como la casa esté echa unos zorros le dará un ataque y me pondrá un ojo morado.
Ella convenció para que se sentase.
—Yo quiero una ginebra con naranja —dijo ella.
—¿Cuánto le dan de permiso?
Esta vez diez días, pero tendrá otro el mes que viene. Ya es sargento de la policía militar.
El observo como bebía: sus labios pequeños y carnosos parecían llenos de rencor y preocupación; sus pechos, desproporcionadamente grandes en relación con el resto de su cuerpo, estiraban los pliegues de su jersey violeta hacia fuera. Si nos tocas, decían, te llevarás una buena bofetada. Mucha malicia. Nunca dirías que es la hermana de Brenda, pensó Arthur. Algún asunto turbio debió de ocurrir en la familia hace unos veinte años. Algún gitano que vendía pinzas de la ropa pilló a su madre cuando a ella se le ocurrió ofrecerle un té, y le dio lo suyo, estoy seguro. Sólo tienes que fijarte en sus ojos y en esas mejillas altas, en ese pelo negro como el carbón y la naricita ganchuda. De todos modos, es una buena variante de la típica cara de pan con ojos de cucaracha y orejas coloradas.
—¿Entonces, cuándo vuelve Bill definitivamente? —dijo Arthur.
—Sólo le quedan otros diez meses. Y yo también me alegro. Le irá mucho mejor fuera de ahí. Es como no estar casada, al estar él en el ejército.
Winnie tenía un atractivo hueco diminuto entre los dos incisivos centrales, lo que intensificaba cualquier emoción que apareciera en su rostro, haciéndola parecer más molesta de lo que en realidad estaba, o más triste, o más contenta, un añadido físico a su personalidad, que fascinaba a Arthur.
—No —dijo él—, no es vida para una mujer. Sin nadie que la cuide ni la saque de paseo cuando a ella le apetezca. Tiene que ser muy triste para ti. Una mujer quiere que un hombre la cuide, no que esté ahí plantado en Alemania. No entiendo ni entenderé a los tipos que se enrolan en el ejército, sobre todo cuando están casados. Y si tienen una mujercita dulce como tú lo veo incluso más descabellado. Mira que dejarte aquí en Nottingham. No hay quien entienda el mundo de hoy, de veras. Bébete otra, chica, así te sentirás mejor. Que sí, seguro. Estar en el ejército no es vida, ni en el mejor de los tiempos. Lo sé por experiencia. No, nena, cuanto antes vuelva mejor, así te cuidará como debe hacerlo un hombre. Que consiga un trabajo y se instale, y que traiga una paga fija a casa todos los viernes. No hay nada como eso. Escríbele y dile que vuelva a casa tan pronto como pueda, y que salga del ejército para siempre. ¿Ginebra con naranja? Yo quiero un black-and-tan[4].
Hablaba en voz baja, sugiriendo con su tono que no sabía que estaba resultando empático. Era tan eficaz como la bebida eso de desplegar con palabras cierta compasión por una mujer abandonada, hasta que ella misma empezaba a autocompadecerse y entonces él se ponía a contar chistes burdos y a hacer payasadas para intentar alegrarla. Por eso, cuando la llamó Gitanilla, Winnie estaba tan contenta que no mostró objeción al respecto.
—¿Cómo está Brenda? —preguntó él más tarde, mientras ella sorbía su tercera ginebra con naranja.
—Deberías saberlo —se rio—. Tú eres su amiguito.
Con una sonrisita mutua cambiaron de tema. Él se sentía bien. Que el problema de Brenda se hubiese resuelto o no, en ese momento, le daba igual: le aliviaba saber que ella estaba durmiendo y que, de algún modo, las cosas se habían arreglado. Semejante sensación de alivio le volvió insaciable en la ternura hacia su hermana Winnie, y a las diez, según el reloj del pub, ya le estaba agarrando la mano. En seguida levantó la mirada para pedir la última antes de que en el local gritaran:
—Hora de cerrar.
Cuanto más hablaba menos notaba el ruido. Se hallaban los dos en el interior de un círculo mágico de pausada conversación que nadie era capaz de alterar.
—Te acompaño a casa si quieres, nena —le dijo cuando se acabaron las últimas copas y se levantaron para abrocharse los abrigos.
—Muy bien —respondió ella.
Atrapado en la febril firmeza de su resfriado, casi no se acordaba de Brenda. Pensaba que quizás había soñado con ella alguna vez, pero nada más. Se había desvanecido tras un velo de fiebre, ahogada bajo las aguas vaporosas de una bañera de zinc; se había extinguido al tomarse una botella de ginebra hirviendo, mano a mano con la mema de Emily. Él estaba feliz con Winnie, ahora que la llevaba por Derby Road hacia su casa. Ella le agarró del brazo y pareció olvidarse de que debería estar limpiando la casa para cuando llegase Bill al día siguiente, por la noche. Y Arthur no iba a recordárselo. Varios autobuses repletos pasaron ante ellos. En Canning Circus ella le dijo que cruzasen rápido para que no la reconociera ninguno de los vagabundos que también volvían a casa tras largas sesiones en los pubs. En ese instante él supo de qué iba la cosa. Pensó que era un cabrón con suerte, confiando en que su premonición saliese bien. A su lado ella parecía pequeña, como una niña. Anda, asaltacunas… Se rio para sus adentros cuando torcían hacia la calle de Winnie. Dejaron de hablar, y aligeraron el paso.
—No quiero que los vecinos sospechen nada —susurró ella, apretándole el brazo.
—Me importa un bledo lo que digan los vecinos —dijo con sorna.
—¡Cállate! —respondió ella entre dientes—. Para ti todo está bien, pero Bill viene mañana por la noche. Me meteré en un buen jaleo si alguien me ve contigo. —Aunque estar resfriado hacía que se comportara de una manera tan temeraria, su contestación logró que se pusiera en guardia y se quedó callado hasta que llegaron a la casa.
—No creo que nos haya visto nadie —dijo ella encendiendo las luces de la cocina.
—Todo va a ir bien. —La abrazó tiernamente y se inclinó para besarla. Ella le rodeó con los brazos, aceptando sus besos con el ansia de una mujer ardiente apartada de su marido durante demasiado tiempo—. ¿Nos vamos arriba, chica?
—Sí, pero no hagas ruido.
Él la siguió, acariciándola cada dos escalones, retorciéndose de deseo por su cuerpecillo salvaje, y recordando que hacía muy poco que había subido otras escaleras en distintas circunstancias. La noche había comenzado y la noche iba a terminar. Winnie se quedó en ropa interior y se acostó en la cama, esperándolo. Nunca una noche había empezado tan mal y terminado tan bien, pensó él, quitándose los calcetines.