LLUVIA y sol, lluvia y sol. Y el siguiente domingo un cielo muy azul, con nubes llenas flotando a la deriva como un continente aéreo de montañas lechosas sobre la cima de Castle Rock, una cabeza de león coronada en piedra oscura, frunciendo su gran hocico fuera de la ciudad, en actitud de zamparse los arrabales que habían quedado arrinconados en un recodo del caudaloso río Trent. Dos parejas endomingadas que iban de camino al cine emergieron del aire frío y húmedo para montarse en un trolebús de dos pisos. La calle quedó entonces desierta salvo por la presencia de Arthur, que se desvió por la fachada estrecha del pub Horse and Groom.
Caminó por Ruddington Road con las manos hundidas por el desaliento en lo más profundo de sus espaciosos bolsillos, deseando que darle la espalda a la preocupación que Brenda le había echado encima el viernes fuera tan fácil como dársela al castillo en la esquina anterior, y deseando también librarse del dolor de cabeza que le había sobrevenido al intentar ahogar sus penas en la cerveza rubia de las Midlands. ¿Quién lo hubiera pensado? Brenda metida en un berenjenal, con un pastel en el horno, y ahora él tenía que adivinar cómo sacarla del lío, sonsacar a tía Ada y sacar ese pastel a medio cocer del horno que lo guardaba. Hay que hacerlo a cualquier precio, dijo ella. Ha sido obra de la naturaleza, razonó él. Sí, respondió ella con sarcasmo, y también de tu mala suerte. Pero él no veía la necesidad de armar todo ese jaleo, y comprendió una vez más por qué en estos buenos tiempos los hombres se enrolaban en el ejército: para escapar de los líos ajenos. La gente armaba demasiado jaleo por cosas inútiles, pero te meten hasta el fondo en ello o, por lo menos, has de sumarte al coro de sus quejas y lamentos. De lo contrario, la vida te abandonaría en una vieja pensión de mala muerte, olvidado por el mundo entero como el corazón roído de una manzana. Y así es como te cazan. Anoche Brenda lloraba como un bebé y él enjugaba las lágrimas de sus ojos con una mano y se limpiaba los mocos de su propio resfriado con la otra para que ella pensase que él también estaba llorando y así se fuese a casa algo reconfortada. Pero tan pronto como estuvo fuera del alcance de sus oídos comenzó a reírse, borracho, hacia sí mismo y hacia el mundo, hasta que trepó escaleras arriba en calcetines, colgó su traje Teddy en la percha número uno y se durmió como un tronco.
Desde el montículo del puente ferroviario se volvió para mirar el frontal achaparrado del castillo que aún parecía burlarse de él. Odio ese castillo, pensó, más que cualquier otra cosa en mi vida. Me gustaría plantar mil toneladas de dinamita seca en ese túnel que llaman el hoyo de Mortimer y mandarlo a hacer puñetas, para que nadie volviera a verlo de nuevo. Siguió caminando con rabia contenida entre las tiendas y las casas ennegrecidas de Ruddington Road, enfrentándose al viento frío que no le hacía ningún bien a su resfriado.
Abrió de un puntapié la verja que conducía a la puerta trasera de Ada. Quizá los veinte críos —o los que tuviese— estén en casa y no haya modo de meter baza, pero también puede que la casa esté vacía y podamos mantener una charla tranquila. De todos modos, será mejor que no me vaya de la lengua y no le cuente por qué busco su consejo. La familia al completo lo sabría a los cinco minutos. Las noticias se propagan tan rápido que uno pensaría que hay tam-tams en todos los tejados.
Vio a través de la puerta abierta que el lavabo estaba agrietado. La carbonera también estaba destrozada porque en una época criaron pollos allí dentro y tuvieron que tirar abajo parte de la pared para poner en su lugar una alambrada. Además, habían levantado el suelo de asfalto para habilitar un «huerto de la victoria»[3] en el que plantar hortalizas durante la guerra. Las cortinas estaban desgarradas por un lado pero limpias, y la puerta de atrás, en lo alto de los tres escalones, había permanecido levemente entornada día y noche durante años porque el casero no reparaba las baldosas rotas del suelo. Y eso que pagan el alquiler, pensó Arthur. Los caseros de hoy en día no saben la suerte que tienen. El único modo de conseguir que les pagásemos el alquiler antes de la guerra era acudiendo al juzgado.
—¿Hay alguien ahí? —gritó desde el lavadero—. Saca a tus muertos, tía Ada.
—Pasa, Arthur —gritó ella.
Las oleadas de calor procedentes de una enorme cocina de carbón empotrada en la chimenea le recibieron al entrar:
—Veo que Dave aún sigue trabajando en la mina —dijo, desabrochándose rápidamente el abrigo antes de morir del sofoco—. ¿Dónde está la tribu?
—Han ido al cine.
Los restos de la cena del domingo estaban aún sobre la mesa, y Ada se había sentado junto a ellos. Al entrar Arthur dejó de mirar el corazón ardiente de la cocina de carbón, que actuaba como una bola de cristal en la que ella veía desfilar un pasado cuyos episodios, por miserables que fuesen, no podían ser sino fascinantes ahora que habían quedado sepultados tras ella. Era una mujer de cincuenta y tantos. Llevaba un traje gris y la cara atractivamente maquillada; una cara que Arthur recordaba rechoncha pero que ahora había menguado y mostraba sus facciones como cuando era más joven, pero con la ostensible máscara de la edad impuesta.
—¿Cómo estás, pajarraco? ¿Por qué tu madre ya no viene a verme? ¿Es que el viejo Escarabajo le ha vuelto a poner la mano encima?
Fue hacia la chimenea a buscar el hervidor, y lo colocó hábilmente sobre las brasas de carbón.
Arthur dejó su abrigo en el sofá.
—No, papá está bien últimamente. Ya no la toca. No desde que Fred y yo nos hicimos mayores.
—Siéntate entonces, muchacho —dijo ella—. Te tendré preparada una taza de té en diez minutos. Estoy contenta de que hayas venido. El único momento en el que tengo algo de paz es la tarde del domingo, y me gusta que venga alguien con quien poder hablar. Está bien tener la casa vacía de vez en cuando. Qué bien cuidas de tu ropa, Arthur. Todos los jóvenes deberían hacer lo mismo, digo yo. Pero ya sabes, esta casa es completamente distinta con los niños peleándose y corriendo por todas partes. Eddie ha subido a Clifton con Pam y Mike, y no volverán hasta las seis, gracias a Dios. Me tienen en danza todos los días, por eso siempre estoy tan contenta de librarme de ellos el fin de semana. Anoche fuimos al Flying Fox y bebí tanta ginebra con vermú que pensé que nunca llegaría a casa. Nuestra Betty ligó con un tipo que nos invitó a las copas a todos durante la noche entera. Se debió de dejar sus buenas cinco libras, el muy tarado. Pero tenía un coche, así que supongo que se lo podía permitir, y pensó que estaba chupado conquistar a nuestra Betty. ¡Tendrías que haberle visto la cara cuando ella se volvió con nosotros a casa en vez de irse con él! Iba a empezar a armar bronca, pero nuestro Dave, que también estaba con nosotros, se levantó y dijo que le daría una paliza si no se largaba. El pobre tipo se puso pálido y se fue en su coche. «¡Qué boba he sido! —dijo Betty cuando él se fue—. ¡Le tendría que haber dicho que nos llevara a todos a casa!».
Arthur se rio.
—Ojalá hubiera estado allí —dijo, sentado tan contento con la tía Ada y esperando que hirviese el agua en esa fría tarde de abril, hasta que la gran preocupación empezó a aporrearle la cabeza una vez más.
Ante todo, lo que quería era irse a dormir. Se sentía como si no hubiese visto una cama en meses. El calor del fuego le dañaba los ojos, y el reloj de mármol sobre la chimenea palpitaba como el corazón de un pájaro en los cinco últimos minutos de su vida, mientras Ada atizaba el fuego y volvía a poner el hervidor. El aparador, a un lado de la sala, había quedado separado de la pared por un hundimiento de las baldosas, que evidenciaba que había demasiado espacio entre el suelo del salón y el techo del sótano. Los tres hijos de Ada, huyendo del ejército durante la guerra, se habían refugiado allá abajo y también allí habían escondido gran parte del dinero ganado tras hacer algún trabajo. Constituyeron así una especie de banco de crédito y débito con el que se ganaron la vida en sus ratos de libertad entre la cárcel civil y la militar. Sobre el mueble de la cocina colgaban dos cuadros en marcos ovalados, un símbolo familiar, porque su padre, ya fallecido, los había conseguido en el saqueo de Francia en la penúltima guerra. Era un sargento borrachín, bombardero de artillería, que había estado en activo hasta 1920, y al que habían expulsado por usar, como decía Ada, un lenguaje tan soez que ni los soldados lo soportaban. Los cuadros que le dio a Ada representaban dos preciosas niñas de pie junto a una balaustrada, con estolas de chifón sobre sus blancos hombros en un fondo de suaves y túrgidas rosas. Doddoe había muerto hacía tres años, cuando su potente moto con sidecar embistió como una bala una mercería situada en la base de una colina. Murió sonriente y con los ojos como platos, agarrando el manillar y con la certeza, cuando ya era demasiado tarde, de que tenía que haber girado antes. Había muerto lanzando como una ametralladora todas las obscenidades que sabía un segundo antes de estrellarse. Así hay que hacerlo, pensó Arthur, sentado y aturdido por el calor del fuego y la fiebre de su resfriado. Doddoe sabía en qué andaba cuando se le olvidó tomar aquella curva.
Ada tenía otro marido ahora, pero eso no había venido a incrementar la tribu de su vientre tras los catorce niños que ya había concebido de Doddoe. Ahora era demasiado vieja y también demasiado sensata para tener más: se dormía en los laureles, deleitándose en el crepúsculo de su jubilación, ya que Doddoe había llegado a ella como un azote divino que la había arrojado a una vida de borracheras, despilfarros y una horda de críos que crecían a su aire, aprendiendo a apañárselas de un modo tan salvaje que el reformatorio había sido su escuela y una selva amistosa su única esperanza. Ralph, el marido actual de Ada, era un hombre afable que había aportado cinco hijos de su propia cosecha —de ahí el rumor de que ella tenía veinte— y que deseaba una vida pacifica tras ver morir de tisis a su primera mujer y a su hija de dieciocho años, que siguió el mismo camino salpicado con la sangre de sus esputos. Pero los hijos de Ada no habían sido criados para la paz y le dieron a Ralph una vida peor que la anterior, de ahí que descubriese que se sentía celoso de Ada. Ella, a sus cincuenta años, todavía tenía la personalidad de una camarera promiscua, de espíritu amable, capaz de escuchar cualquier historia que le contase un hombre y sollozar junto a su cerveza como si fuese su alma gemela, o incluso de llevárselo a la cama si pensaba que eso le iba a hacer sentir mejor. Y Ralph mostraba su resentimiento al respecto con una agonía creciente, que era tan fuerte porque a él le había ocurrido lo mismo, sólo que había acabado trasladando sus enseres y sus cinco hijos para quedarse con ella, lo cual fomentaba la inquietante sensación de que en el futuro Ada podría favorecer a otros desgraciados. Dave, el hijo mayor de Ada, compró el disco de Jeaulousy, y cada vez que Ralph mencionaba la blandura de su corazón y el hecho de que hablase con demasiados hombres cuando iban al club o al pub, el odioso disco comenzaba a girar en el plato y a martillear su maldito tango gimiente que ponía frenético su apacible espíritu. Una noche de sábado, entre lamentos de desesperación por parte de Ada, se peleó con Dave mientras sonaba la canción, y Dave lo derribó en dos patadas. Pero al caer, Ralph se agarró fuerte al gramófono y al disco y los hizo trizas contra el suelo. A partir de entonces, Dave y los otros se contentaban con poner la radio a todo volumen cuando sonaba Jealousy en el programa de peticiones del oyente. Ralph era un hombre considerado que le daba a Ada —en la medida de lo posible, pues los hijos de ella eran clavados a Doddoe— el tipo de vida tranquila que nunca había tenido. Desde que acabó la guerra, cuando los de la policía militar dejaron de hostigar a sus hijos, la vida se había calmado. Todos tenían trabajo y el dinero llegaba con tal regularidad a la casa desde hacía tanto tiempo que ella ya no se preocupaba de qué pasaría si se acababa la buena racha. La principal agitación en la casa en estos días era la fanática división acerca de los resultados futbolísticos del sábado por la noche. Aun así, se volvían a unir más o menos gracias a las peticiones del oyente de los domingos por la mañana.
Mientras Arthur miraba el fuego, Ada volvió a poner la mesa para el té y abrió el armario del aparador para sacar un redondo de carne guisada. Le preguntó que cómo estaba, que cómo se sentía últimamente y si había estado enfermo en algún momento. Preguntaba a todo el mundo este tipo de cosas cuando venían a verla o cuando se los encontraba por la calle, de modo que uno podría pensar que había vivido entre enfermos toda su vida, cosa que no era cierta. Arthur contestó que estaba bien, aunque admitió que andaba preocupado por algo.
—¿Por qué? —exclamó, reapareciendo desde el lavadero con una botella de salsa y poniéndola junto a él—. ¿Qué le podría preocupar a un chico guapo como tú?
Arthur levantó el hervidor de su lecho rojo de brasas de carbón y vertió el agua caliente en la tetera:
—Bueno, no es que esté preocupado, tía Ada. Nunca me preocupo, ya sabes. Es un colega del trabajo. Ha metido a una chica en un lío y no sabe qué hacer. Quiere que le ayude, pero yo tampoco sé lo que se hace en estos casos. Por eso he venido a verte.
Ada rezongó al sentarse.
—Qué mala suerte para el pobre granuja —comentó con expresión fatalista—. Qué estupidez la suya por haber metido en un lio a una chica. ¿No podría haber tenido más cuidado? Pues tendrá que afrontar lo que venga, como hizo nuestro Dave.
Arthur se acordó: Dave metió en un lío a una mujer que a fin de cuentas resulto ser una puta de lo peor, una zorra flacucha y viciosa con cara de rata que trató de despellejarlo hasta que él la amenazó con tirarla por el puente del río Trent una noche oscura, y ella se conformó con recibir una libra por semana sin ir a juicio.
—Bueno —dijo él—, ¿hay algo que se pueda hacer? Me refiero a que… —Pero no sabía cómo decirlo; nunca había hablado con ella tan abiertamente y se preguntaba por qué había supuesto que sería tan fácil—. Bueno, a veces la gente hace cosas para evitarlo. Se libran de ello tomando pastillas o algo así, ¿no?
Ella le sirvió el té en una gran taza blanca y, sosteniendo la cuchara en el azucarero, se detuvo abruptamente ante su último comentario, con una mirada inquisitiva en su rostro avejentado. Por primera vez Arthur notó que Ada no llevaba puesta la dentadura.
—¿Tú cómo sabes eso?
—Lo leí en el periódico del domingo —sonrió, pero se sintió como un criminal, con la misma sensación perturbadora de estar atravesando por primera vez un campamento militar tras ser llamado a filas.
—No te compliques la vida con esas cosas —le previno—. Nunca se sabe en qué pueden acabar.
—Lo hago por mi colega —dijo—. Está en un apuro y quiero ayudarle. No puedes dejar tirado a un amigo cuando se ve en un aprieto. Es un buen tipo y él haría lo mismo por mí si estuviese en sus circunstancias.
Ada le miró con cara de sospecha.
—¿Estás seguro de que no eres tú el que está metido en este lío?
Se enfrentó a su escrutinio con cara ingenua, casi sorprendida, ante lo injusto de su acusación. Su lema era: miente hasta que revientes y siempre te creerán, tarde o temprano.
—Ya me gustaría ser yo el que tuviese el problema, y no mi colega —dijo adoptando un semblante serio—, así no me sentiría tan mal al respecto. Pero es él quien está en apuros y tengo que ayudarlo. Para eso están los amigos.
—La verdad, no sé qué decirte —dijo ella, ablandándose tras su despliegue de lealtad—. Es peligroso meterse en esas cosas. Una vez conocí a una mujer que acabó en la cárcel por algo así.
Le dio un lento sorbo a su taza de té, y Arthur le explicó:
—Esta chica lleva un retraso de unos quince días en su regla. Ha tomado pastillas, pero no han funcionado.
—Lo único que puede intentar, que yo sepa —le dijo Ada—, es darse un baño de agua hirviendo y beber ginebra caliente. Dile que se quede ahí durante dos horas, tan caliente como pueda soportar, y que se beba una pinta de ginebra. Con eso debería lograrlo. De no ser así, que tenga el crío, no le queda otra.
La puerta principal se abrió de golpe, y dio paso a la estampida de una multitud de botas que entró dando patadas por el vestíbulo. La avanzadilla de la tribu se quitaba atropelladamente el abrigo, respirando fuerte tras haber corrido demasiado rápido desde el autobús.
—Han vuelto —dijo Ada lacónicamente.
Jane, Pam, Mike y Eddie entraron en la sala pidiendo a gritos su té. Arthur alejó su plato y su taza. Justo a tiempo, pensó contento.
—Que haya paz —gritó Ada—. La tetera está vacía. Esperad a que hierva el agua.
Jane, la grandota pelirroja, se tiró al sofá, y Arthur notó cómo le rebotaban sus grandes pechos, cubiertos bajo un jersey ancho, al aterrizar.
—Supongo que os habéis ventilado todo el té —gritó arrebatadamente con cara de indignación.
—No seas insolente —dijo Ada blandiendo el puño—, o te quedas sin té.
La pelea volvía a empezar. Doddoe había dejado una retaguardia lo suficientemente fiera como para mantener su fantasma todavía presente en la casa. Si fueran mis críos, pensó Arthur, no se saldrían con la suya.
Pamela fue la siguiente en cobrar por poner la radio demasiado alta. Era la versión catorceañera de Jane, pero con una cara más afable y los pechos más pequeños, con la misma nube de pecas en los brazos y el mismo color rojo ardiente en el pelo. Bert y Dave entraron, ya de vuelta del cine, y, tratando de llamar al orden a Jane y Pam, convirtieron la sala en una gran jaula de abucheos y gritos de «métete en tus asuntos» y peticiones de «tú aparta de ahí tus sucios pies». Ralph bajó las escaleras en calcetines, arrancado sin piedad de su siesta por las erupciones del piso de abajo.
—¿A qué viene tanto alboroto? —gritó desde la puerta cercana a la escalera, con las botas en una mano y la sección de deportes en la otra. Su rostro se mostraba perplejo y lleno de ira.
Pero nadie le prestó la menor atención —como enseguida comprobó—, así que se abrió paso hacia la chimenea y se sentó desconsoladamente entre ellos para ponerse las botas mientras Ada le servía una taza de té.
Arthur se fue al cuarto de enfrente con sus primos a jugar al poker. Con la puerta cerrada —para frustrar cualquier migración espontánea y picara desde el salón— encendieron la luz y se sentaron alrededor de la mesa suavemente encerada. Dave quitó el tiesto del centro y lo dejó en el suelo bajo la ventana.
—Sin trampas —dijo Bert.
—El que haga trampas en esta casa se llevará una buena —grito Dave, picajoso por una afrenta previa—. Y eso va por ti, Bert. Te hiciste con siete chelines míos la semana pasada con esos tres reyes escondidos.
Le arrebató las cartas a Bert, que iba a empezar a repartir, y empezó a contarlas, con su cara roja y flaca pegada a ellas.
—Yo reparto —se ofreció Arthur cogiendo la baraja—. Os fiáis de mí, ¿no? Jamás en mi vida he hecho trampas. Como lo oís.
—Nunca hay que fiarse de un tipo que dice eso —dijo Bert, abatido. Se dirigió a Dave con los puños apretados de rabia—: Como me vuelvas a quitar así las cartas otra vez, te vas a enterar.
—Si no fueras un maldito tramposo… —dijo Dave—. Te lo tienes merecido.
Arthur repartió las cartas, las cinco reglamentarias para los demás y siete para él sin que le vieran. Las dos cartas más bajas se las puso en el regazo antes de que Dave o Bert mirasen hacia arriba tras su discusión. Se oía una serie de ruidos y gritos procedentes del cuarto de estar.
—Escucha a esos de ahí —dijo Arthur inocentemente—. Peleándose por las migajas.
Dave soltó una gran carcajada.
—Por la bazofia, querrás decir. —Y al ver sus cartas frunció el ceño.
—Aquí hay trampa —dijo Bert—. Entonces este tiene una escalera real.
—Ni escalera real ni leches —dijo Dave, tirándolas sin esperar a robar una segunda vez.
Bert cogió dos de la baraja, sonrió y puso un chelín en medio de la mesa. Arthur sacó sus cartas y le subió a media corona.
—No te pases —dijo Dave, arbitrando—. Es mucho dinero. No puedes jugártelo así.
—Está haciendo trampas, lo sé —dijo Bert petulante, y le subió la apuesta.
Pero Arthur no estaba haciendo trampas.
—Coge eso —dijo, quitándolo de la mesa.
Jota-reina-rey-as de tréboles. Barrió con siete chelines.
—¿Cuántas cartas tienes? —preguntó Bert con sospechas.
—Las mismas que tú —replicó Arthur, apretando los labios ante la desconfianza.
Aumentó su pila de monedas a quince chelines en la última mano. Se tomaron su suerte con mezcla de humor y resentimiento, a lo que Arthur respondió:
—¿Trampas? Claro que hago trampas. Siempre las hago, ¿no lo sabíais?
De lo que dedujeron que no las hacía. Entonces devolvió a la baraja la media docena de cartas que había escamoteado.
Terminado el juego, Arthur se fue con Bert al centro a tomar una copa. Estaba oscuro en la zona del puente. El castillo no se veía, escondido tras una pantalla nocturna de neblina, humo y oscuridad. El viento, que subía helado de las zonas de carga, de los canales cenagosos y de los riachuelos llenos de peces, hizo que Bert maldijese su crudeza y que Arthur se abotonase el abrigo.
Bert, bajo, fiero y de ojos azules, era hijo de Doddoe. Sabía que el peligro implicaba cosas desagradables, pero se tiraba de cabeza a por él hasta que sólo se le veía la cabellera rubia y rizada en medio de la escaramuza. Tales métodos de ataque habían sido su educación en casas de acogida y en el reformatorio. Sus hermanos habían mostrado tanto o mayor coraje en su lucha por mantenerse alejados de la policía, como si los hubiesen agrupado para llevarlos al frente a golpe de rifle y bayoneta. Pero Bert, por alguna extraña razón, era el más parecido a Doddoe y no había tratado de evadirse del ejército. En realidad, se alistó demasiado joven mintiendo sobre su edad, y a los diecisiete ya lo habían mandado a la última ofensiva en el Rin, de cuyo pelotón salió con menos heridas que sus hermanos, que habían servido en las pobres filas de los desertores. Bert era el vivo retrato de su padre, decía Ada, y ella lo quería por eso y por su aguda inteligencia y su sentimentalismo, que había heredado de ella. Bert nunca dejó que Ralph reemplazase a Doddoe. Doddoe había sido un matón y un dictador, y ahora Ada reinaba en su lugar desde un trono estable, con Ralph como inútil consorte al que Bert, el protector del reino, amenazaba con zurrar cuando le levantaba la voz a su madre.
Bajaron la cuesta del puente en silencio, cruzaron Castle Boulevard y pasaron por delante de los almacenes Woolworth, con sus oscuras ventanas, hacia un pub que bordeaba el solar de una calle trasera. Iban a tomarse la primera pinta de la noche. Bert dijo que deberían pillar un par de putillas pero, como el pobremente iluminado Match no ofrecía nada interesante, continuaron despacio hacia el Nottingham Rose. Ahí tuvieron más suerte, aunque las dos chicas adorables y divertidas que los habían gorroneado, tras consumir treinta chelines de bebidas hasta la hora del cierre, escurrieron el bulto y saltaron a un autobús. Entonces Arthur y Bert se dirigieron a la animada Slab Square y bajaron camino a casa por los Meadows.
Con la humedad del canal volvió la tristeza, y Arthur meditó sobre el alcance del problema de Brenda, que pesaba sobre él y que ahora parecía más grave que nunca.
—Vayamos a casa —dijo Bert—, y cenemos allí. Espero que mamá tenga algo de carne para nosotros.
A Arthur no se le ocurría nada mejor. Las calles estaban casi vacías. Un autobús nocturno emprendió ruidosamente su camino hacia el depósito, con todos los faros encendidos y la cobradora de aspecto exhausto sentada en un asiento trasero.
—Como vuelva a ver a las putitas esas —Bert encendió una colilla que encontró en el forro de los bolsillos de su abrigo—, les aplasto la cabeza, así como te lo digo.
Se bajaron de la acera y cruzaron la calle adoquinada.
—Lo único que quieren es cerveza —dijo Arthur—. Pero ¿qué otra cosa puedes esperar? Cuando pillas a una puta en un pub te la juegas. Unas veces se enrollan y otras no.
Bert despotricó diciendo que dejarían seco a cualquiera, pero la gran preocupación de Arthur había vuelto y, cuando pasaron por el abrevadero para caballos, cerca de la bolsa de comercio, sintió un fuerte impulso de dejarse caer dentro y ahogarse. Se rio porque no era lo bastante hondo. Y hacía frío. Y, además, ¿no le había dado Ada un buen consejo? Por Cristo bendito esperaba que sí, y que pudieran deshacerse de aquello. Los últimos modelos deportivos brillaban débilmente tras el escaparate de una tienda de bicicletas, con la sombreada silueta en cartón de Sir Walter Raleigh haciendo una noble reverencia entre las mercancías. Bert, cuyos sentidos se habían agudizado tras una tarde de decepciones, se detuvo para girarse, atraído por algo que había tirado en la calle: le había llegado cierto olor impreciso, y su instinto animal le decía que alguien estaba tendido en el duro pavimento de la entrada. Arthur, que quería cenar su fiambre, preguntó con impaciencia que qué pasaba. Bert se había olvidado de las pelanduscas gorronas.
—A este pobre hombre le ha caído una buena —dijo, agachándose para mirar el cuerpo postrado—. Borracho como una cuba —sonrió—. Se nota al olerlo.
Arthur le dio un leve puntapié al cuerpo con sus botas, y Bert le pidió al hombre que se levantase.
—No puedes quedarte aquí tumbado. Te morirás de frío.
Mostrando más interés, Arthur se dio cuenta de que no llevaba gorro, de que su ropa era vieja, y estaba gastada por los codos. Aunque era una noche fría, no llevaba abrigo, y tenía las perneras de los pantalones subidas por encima de los tobillos debido a la retorcida postura en la que había ido a caer, con lo que dejaba ver sus botas, sin calcetines. Tendrá unos cincuenta, adivinó Arthur.
—Vamos a ponerlo de pie —dijo Bert. Pero al tratar de alzarlo vieron que sólo podía mover la cabeza y los hombros. El hombre emitió un gruñido y no se levantó—. Venga, amigo. La poli vendrá por ti si no te levantas.
Volvió a gruñir, con los ojos en blanco y parpadeando, como tratando de sacudirse las quince pintas que debía de haberse bebido. De repente tembló de pies a cabeza e hizo un gran esfuerzo para levantarse pero, respirando con dificultad, se volvió a tumbar con un suspiro. Arthur miró de un lado a otro de la calle para asegurarse de que no hubiera policías a la vista.
—Si no logramos levantarlo de aquí se despertará mañana en una celda y con una multa. Ranklin está de juez estos días, y es un verdadero hijo de puta.
Bert lo sacudió hasta que balbuceó y abrió los ojos.
—¿Dónde andas parando, amigo? ¿Dónde vives?
El hombre se fue doblando despacio, como una navaja, y dio un giro hacia un lado. Bert hizo palanca con un puño bajo su axila y le dio un codazo fuerte en las costillas hasta que se puso en pie. Gracias a la farola vieron que tenía los ojos hinchados: Bert dijo que parecía que le habían dado una paliza. Ambos lo agarraron con firmeza y lo llevaron caminando por la calle hasta la cuesta del puente. En la siguiente farola Arthur se paró y le gritó al oído:
—¿Dónde vives, amigo? Quizá le podamos llevar a casa —añadió dirigiéndose a Bert.
El hombre tenía los labios gruesos y torpes a causa de la bebida, y no podía articular ningún sonido inteligible. Movió los labios. Subió la mano y la dejó caer. Lograron descifrar el nombre de la calle, pero no el número. De haber tenido los ojos abiertos, el movimiento de sus labios parecería una sonrisa.
Sin dejar de sostenerle siguieron caminando. Cuando le soltaron, pensando que sería capaz de andar, el hombre se cayó sobre la calzada y les tocó levantarlo de nuevo con mucho esfuerzo. Bert le habló como si no estuviese borracho en absoluto. Le preguntó si había pasado una buena noche y si se había puesto hasta arriba de bebida. Bert afirmó que debía de ser irlandés y le llamó Paddy, preguntándole de qué parte de Irlanda era, si alguna vez había besado la Piedra de Blarney y si había trabajado en la fábrica de cerveza Guinness en Dublín.
Vivía en una calle larga y recta que iba de la estación ferroviaria al puente sobre el río Trent, y Arthur le gritó de nuevo al oído para preguntarle el número de la casa en la que se estaba quedando. No hubo respuesta.
—Ya sé —dijo Bert—. Doddoe estuvo en una pensión una noche cuando mamá le dio con la puerta en las narices. Hay una allí abajo.
El hombre ya no era un peso muerto, sus botas no se arrastraban tan pesadamente por la acera. Cuando llegaron a las pensiones, Bert lo golpeó:
—¿Cuál es, Paddy?
—Esta —se escuchó su voz bronca, y se giró enérgico hacia la verja de hierro.
Arthur le condujo a lo largo del camino de gravilla mientras Bert sujetaba la reja para que no se torciera y saltasen las bisagras.
El hombre le retiró el brazo.
—Dejadme marchar —dijo, apoyándose contra la puerta y tratando de dar con el picaporte.
Arthur lo buscó, sintiendo el calor palpitante del cuerpo del hombre sobre su puño, y cuando abrió el picaporte, el hombre se desplomó dentro. En una hora o dos el frío lo espabilará, pensó, y se irá a la cama. Lo empujó hacia dentro, cerró la puerta y volvió a la calle.
Bert, a su lado, le siguió el paso.
—Eso le ahorrará una noche en el talego —dijo Arthur, abriendo un paquete de cigarrillos—. Aunque el cabrón no ha sido muy agradecido.
Bert le pasó la cartera del hombre.
—Le registré, pero esto está más que vacío.
Era una cartera azul y barata. Olía a sudor como si llevase años en el pecho empapado de un peón. También olía a tabaco, pues uno de sus compartimentos había servido como petaca para las hebras planas y oscuras de alguna mezcla fuerte. Bert tenía razón. No había nada dentro salvo un diminuto recorte de periódico de la sección de ofertas de empleo, con el que Arthur hizo una bola que lanzó rodando por los adoquines hasta la alcantarilla.