ROBBOE entró con las pagas, pasando de banco en banco, de máquina en máquina, con cientos de sobrecitos color marrón apiñados en una caja larga y estrecha. Era un momento cordial: Robboe sonreía y hacía chistes mordaces. En ese instante no se comportaba como el mecánico eficiente y severo que otras veces andaba por los pasillos jugueteando con el micrómetro que llevaba en uno de sus profundos bolsillos. Las correas de transmisión y las poleas rechinaban al aflojar su marcha, como si sintieran la proximidad del silencio y la calma del fin de semana, y, a pesar de que el ruido era aún abrumador, Arthur creyó poder oír el tráfico que pasaba por Eddison Road, y los cargados camiones que trajinaban en la cercana zona de maniobras.
Al apretar el interruptor de su máquina cesó la producción, y con sus manos grandes y callosas recogió las virutas de acero de la bandeja y las aplastó en una caja de madera con su bota, listas para que el carrito se las llevara y las depositase fuera. Se puso a limpiar su máquina con una pulcritud castrense que la dejó brillante, sacudiendo virutas medio escondidas y pasando unos algodones limpios entre los taladros y las plantillas. Frotó con energía el alimentador, hasta que el atractivo color gris metálico quedó a la vista, y pulió las torrecillas y las manivelas del torno, inclinando su largo cuerpo, sin prisas pero silbando una melodía ágil mientras pensaba en el mundo exterior, en el sol que brillaría a la hora de cenar, y preguntándose si aún quedarían algunos rayos cuando saliera del trabajo a las cinco y media. No era posible adivinarlo desde donde estaba: las ventanitas situadas bien arriba en la pared eran demasiado oscuras como para dejar entrar mucha luz del día.
—A ver —dijo Robboe repentinamente a su lado—. Si me esperas un minuto te doy tu paga.
Arthur se incorporó para limpiarse las manos con un pedazo sobrante de algodón, sonriendo con ironía.
—No me voy a negar, señor Robboe.
—Serías el primero —se rio.
—¿Cuánto esta semana? —Aunque, como todos los operarios, sabía el número exacto de billetes doblados en su sobre.
Robboe dijo en voz baja:
—Catorce. Es más de lo que ganan los encargados del ajuste de herramientas. Un día de estos me veré en problemas por dejarte ganar tanto. Te van a bajar la cuota si no te andas con cuidado.
Era una amenaza sutil, y Arthur reaccionó contra ella diciendo ásperamente:
—Eso corre de mi cuenta. No va a suceder.
Robboe siguió refunfuñando:
—Cuando empecé a trabajar aquí llegaba a casa los viernes por la tarde con siete chelines y dos peniques en el bolsillo. Y tú, mira lo que ganas: catorce libras. Es una fortuna.
—Eso es lo que usted se cree. En aquellos tiempos podías conseguir un paquete de pitillos por dos peniques, y una pinta de cerveza por tres. Y mire lo que me hacen ahora los muy cabrones. —Agarró el sobre con su sueldo y leyó—: «Retención de impuestos, dos libras con dieciocho chelines y seis peniques». ¡No hay derecho! Ese dinero me lo he ganado yo. Y sé lo que me gustaría hacer con él.
—Pero no puedes echarle la culpa a la empresa… —dijo Robboe, encendiendo un cigarrillo ahora que estaba acabando su trabajo—. No deberías llevarte tanto.
—¡Llevármelo! Lo gano. Y hasta el último penique. No me lo puede negar.
Robboe sentía un respeto genuino hacia el trabajo duro.
—No digo que no, pero no lo comentes por ahí. No me gustaría que nadie supiese lo que te estás llevando a casa. Se me echarían encima para pedirme un aumento de sueldo. Y entonces me despedirían, eso te lo aseguro.
Se alejó, y Arthur deslizó el sobre con la paga en el bolsillo de su mono de trabajo. Se había acabado la tregua. El espía del enemigo ya no estaba por allí cerca: así era como etiquetaba Arthur a Robboe en su mente, según una táctica heredada de su padre. Aunque no existieran razones de peso para una enemistad declarada como la que hubo en su día, esta persistía por razones más sutiles, difíciles de comprender, pero que se apreciaban claramente. El viernes, a primera hora de la tarde, los antagonistas se juntaban bajo banderas blancas, con los sobres de la paga como mediadores, cuando los que trabajaban en la fábrica recibían la prueba de su valía, la cual había aumentado considerablemente de valor en el mercado desde que las ideas de perro y gato mencionadas más arriba habían enraizado con no poca razón.
Cuando se encendió la señal luminosa a las cinco y media, Arthur se unió a la multitud de compañeros que brotaba a través de las verjas de la fábrica. El sol era pálido y débil, apenas brillaba en el aire fresco de abril. Caminó hacia casa sin pensar, y alcanzó a su padre cuando este giraba por la entrada del patio. La cara redonda y rellena de Mrs Bull, su nariz chata, sus labios finos pero amplios, y su pelo corto y grisáceo formaban una gárgola permanente a la entrada del patio; una figura sarcástica y cotidiana que resultaba familiar para cualquiera que pasase por allí. Vivía en una de las casas adosadas, más cerca de la fábrica, y permanecía de pie esperando a su marido albañil para arrebatarle de las manos el sobre de la paga, pensó Arthur, y, al mismo tiempo, para ver a los que salían de la fábrica, algo de lo que nunca parecía cansarse.
Arthur y su padre atravesaron el lavadero en dirección al cuarto de estar, de cuyo techo pendía una bombilla de cien vatios. Había cinco personas sentadas en la pequeña sala, y Margaret apartó su silla de la chimenea cuando Arthur fue a colgar su abrigo antes de ocupar su sitio en la mesa. William estaba de pie junto a las rodillas de su madre. Llevaba puestas unas polainas y un gorro con pompón, y chilló:
—¡Hola, tío Arthur! ¡Hola, abuelo!
Como era día de paga, la madre puso ante ellos unas judías con panceta especiales para la ocasión.
—Veo que has hecho té, Vera —dijo Seaton quisquillosamente—. Ya sabes, hoy es día de paga.
—Anda, caradura —dijo ella—. Todas las noches te hago el té porque sin tu taza sé que te volverías loco.
No probaron bocado hasta dejar las dos tazas vacías junto a sus manos, aún sucias por el trabajo.
—Bueno, Vera, cariño, no te enfades —dijo inclinándose sobre su plato y sirviéndose con esmero las judías con el tenedor.
Ella se quedó de pie junto a la chimenea mirándolos comer. Tras unos minutos de reflexión se encaminó a la mesa y cortó dos gruesas rebanadas de pan, diciendo:
—Con esto os llenaréis.
Margaret estaba sentada cerca de la chimenea con aire soñador. Era una mujer pechugona de veintinueve años. William jugueteaba entre sus rodillas, tratando de cantar una canción. A veces se detenía para averiguar el significado de los comentarios que Arthur soltaba en voz muy alta, pero, al encontrarlos siempre indescifrables, volvía a su canción, y miraba bajo la mesa de tanto en tanto para asegurarse de que ni Arthur ni su abuelo hubieran pisado sin querer su tren de juguete color rojo. Arthur se lo quitó de las rodillas a Margaret y lo asentó firmemente sobre las suyas.
—Bueno, granuja, ahora déjame que te cuente un cuento. —Exageró la aspereza de su voz—: Érase una vez… Estate quieto o no te cuento nada. Saca los dedos de mi té… Había un hombre malo que vivía en un oscuro bosque, en un castillo enorme, con agua que goteaba por los muros y telarañas tan grandes como edredones en cada rincón, ventanas que crujían y, por todas partes, trampillas que se tragaban a la gente que diese un paso en falso…
Margaret le interrumpió.
—Ya basta, Arthur, vas a aterrorizar al pobre crío.
—No. Le está gustado, ¿a que sí, Bill? —William le miró, esperando más—. Bien, pues este hombre se llamaba Boris Karloff. Era un médico loco que criaba miles de murciélagos vampiros que todas las noches iban retorciendo los pescuezos de aquellos que caminaban por bosques negros como el carbón y terrenos pantanosos. Porque, ¿sabes?, este médico, Boris, soltaba a los murciélagos todas las noches, y desde los muros de su castillo podía oír los aullidos de la gente cuando los murciélagos se ponían manos a la obra. Solía quedarse en una torre, riéndose y enseñando los colmillos mientras engullía un par de niños para cenar. —Arthur empezó a hacer sonidos raros con la garganta—. Y una noche estaba en su laboratorio, rodeado de sus botellas de vidrio con cabezas reducidas dentro, cuando de repente… —William le miró con los ojos desorbitados, abriendo y cerrando las manos cerca de un plato vacío, con la cara redonda y pálida y cada vez más boquiabierto a medida que la historia avanzaba—. Bueno… —de repente Arthur se echó súbitamente hacia atrás cuando llegó el clímax, y todos en la habitación, tras haberse callado para escucharle, dieron un respingo—, era el Diablo, el Diablo en persona, que había ido a visitarle. Eran muy amigos, sí, y tras charlar sobre asesinatos y sobre cómo deshacerse de los cuerpos a seis chelines por cada cien…
Margaret perdió el hilo cuando lo del Diablo, y salió de su ensueño:
—Va a creer que estás hablando de su padre —dijo entre lágrimas, y se llevó a William, que parecía aliviado, para situarlo de nuevo entre sus rodillas—. Lo vas a matar del susto, ¿a que sí, Bill?
—¿Te ha vuelto a poner la mano encima? —preguntó Arthur.
Surgió una tensión incómoda en la sala.
—Como de costumbre —dijo la madre, con voz de odio y acusación—. Margaret va a dormir aquí hoy, lejos de ese cerdo borracho.
—Un día le voy a dar una buena —prometió Arthur. Sí, pensó, qué mala suerte para una mujer es casarse con un hombre que bebe mucho y te pega. Pero un día se llevará su merecido. Morirá en la mina, espero. Sacó el impoluto sobre de la paga del bolsillo de su abrigo y le pasó tres billetes de una libra a su madre—. Aquí tienes lo mío, mamá.
—Gracias, Arthur, cariño.
William observó el intercambio de billetes y los miró con ojos relucientes, pues sabía lo que significaban —caramelos, billetes de autobús, galletas, montarse hasta el infinito en las atracciones de la feria—. Los veía colgar despreocupadamente de los dedos de Arthur y después pasar a las manos de su abuela. Su boca se abrió ante lo glorioso de la acción, ante la vital transacción del viernes noche que tenía lugar en su presencia, una increíble cantidad de dinero que saltaba por la mesa con todo su poder y toda su magnificencia.
Arthur vio su entusiasmo.
—Mira al pequeño granuja —dijo bien alto—. Se hace pis de la emoción. Guarda a buen recaudo tus horquillas del pelo, Margaret, o las usará para abrir el contador del gas y sacar los chelines.
—Nunca haría algo así —exclamó ella—, salvo que tú mismo le metas esas ideas en la cabeza, pedazo de idiota.
Arthur sacó un billete de cinco libras de su sobre. William se puso de pie cerca de la mesa, con la nariz apoyada en el borde y sus manitas agarrando el mantel. Arthur balanceó el billete ante él:
—Aquí tienes, Bill. Ve a Taylor’s y cómprate unas golosinas.
William tembló mientras parecía visualizar una montaña multicolor de golosinas oscilando y nadando ante sus ojos, a cambio de un poco de papel arrugado en blanco y negro, igual al que había costeado el primer pago de la lavadora de su madre esa mañana. Sus ojos se dirigieron a las caras que le observaban, y luego volvieron despacio a la mano de Arthur que movía el billete como un péndulo sobre su cabeza. Trató de arrebatárselo y no pudo. En su mente, mientras todo el mundo se reía por su fracaso y Arthur seguía haciendo oscilar lentamente el billete, calculó su ángulo de movimiento.
William subió y bajó el brazo como si fuera un pistón y agarró con fuerza el billete.
—¡Te lo mereces! —le gritó la madre a Arthur, con el corazón en un puño.
Arthur alcanzó la puerta y persiguió a aquel que representaba el precio de su negligencia. Unas cuantas zancadas de sus largas piernas lo llevaron fuera, tras William, que avanzaba hacia los patios de enfrente a pasitos obstinados a través de la penumbra, balanceándose ligeramente en sus apretadas polainas.
—¡Bill! —gritó Arthur—. ¡Ven aquí, granuja! —Tras él, la casa entera se deshacía en carcajadas—. ¡Vuelve con esas cinco y te daré seis peniques!
William dobló la esquina hacia la calle y corrió hacia la tienda, con sus zapatos claveteados repiqueteando sobre la acera y respirando como un motor de tracción, mientras apretaba el dinero bien fuerte en el puño.
Arthur le agarró por la cintura, lo aupó y lo besó en las mejillas mientras le quitaba el billete de los dedos, ahora relajados.
—Así que huías con mis cinco libras, granuja. Con lo que me ha costado ganarlas. ¡Cinco libras de golosinas, santo cielo! ¡Te habrías empachado, ya lo creo que sí!
El tierno cerebro de William siempre había sabido que se trataba sólo de un juego, que no podías arrebatar a un mayor un billete de cinco libras y confiar en alcanzar la meta de comprar una montaña de golosinas con él, así que en lugar de llorar rodeó con sus brazos el cuello de Arthur, zalamero con su tío rico que venía del elevado mundo del trabajo y lanzaba billetes de cinco libras por el deslumbrante aire de la cocina en la noche del viernes. Arthur lo llevó a la tienda y se abrió paso hasta la puerta donde los niños, emocionados ante la perspectiva de gastar dinero, gritaban y jugaban entusiasmados.
—Vamos a ver si Taylor tiene toffees, ¿te parece? Aunque nuestro Bill pesa como si estuviera relleno de plomo. ¿Qué te da Margaret de comer? ¿Balas de cañón? Pesas una tonelada, sin duda. ¡Y los toffees no te van a aligerar de peso, que lo sepas!
Hizo sonar la campanilla y entró con el gordinflón de William a cuestas. Había mujeres pagando sus facturas semanales. Todas tienen tele, pensó Arthur, pero son capaces de cualquier cosa para que les sigan fiando. William miró los tarros, mientras sus ojos azules se movían lentamente de un lado a otro, y su nariz chata aspiraba aromas deliciosos de jamón y menta procedentes del mostrador.
—¿Qué me vas a comprar, tío Arty?
—Si eres buen chico, te compro tres peniques de caramelos —dijo mientras lo dejaba en el suelo. El billete de cinco libras volvió al bolsillo de sus pantalones y hurgó en un puñado de calderilla en busca de peniques. William agarró los caramelos y se metió en el bolsillo el medio chelín que su tío le regaló, y Arthur lo llevó sobre los hombros de vuelta a casa.
Se lavó ruidosamente en el fregadero, salpicando con olas de agua jabonosa su cara y su pecho, y dando tumbos al volver hacia la chimenea para secarse. Ya en el piso de arriba, arrojó a un lado su mono grasiento y escogió un traje de una hilera de perchas protegidas del polvo con papel de estraza. Arthur siguió en pie durante unos minutos en medio del frío, metiendo las manos en todos los bolsillos y dando la vuelta a las solapas, inspeccionando el patrimonio valorado en cientos de libras que colgaba de la barra metálica. Esas eran sus riquezas. Se dijo que el dinero gastado en ropa era una inversión sensata porque le hacía sentirse bien, además de otorgarle buen aspecto. Escogió una camisa de otra serie de perchas que había junto a la ventana, y se la puso sobre su raída ropa interior. Se abrochó los botones y frunció la boca para dar un silbido que produjo una grieta estridente en el silencio del cuarto.
Caía una llovizna suave mientras se dirigía con prisas hacia la parada del autobús. Iba recién afeitado y elegante, con el pelo corto por arriba y demasiado largo por detrás, con cierto olor a gomina. Bajo el abrigo asomaban unos pantalones estrechos que caían con la raya bien hecha sobre unos zapatos brillantes de punta redonda. Su cuerpo se encorvaba levemente en los hombros por estar todo el día en el torno, pero cualquier recuerdo relacionado con el trabajo iba a desaparecer mientras cruzaba la ancha calle para ponerse a la cola del autobús, en medio de una oscuridad completa y con los zapatos sonando de modo característico por la acera mojada.
Se sentó en el piso de arriba y se fumó un cigarro. El trolebús arrancó, comenzó a avanzar, y Arthur sacó dinero para pagar su billete. Le llegó el hedor de la pipa de un hombre que se hallaba en un asiento cercano, y Arthur lo apartó con un ruidoso resoplido. No deberían dejar a la gente fumar en pipa, pensó. Los fumadores de pipa son una amenaza para sí mismos y para los demás. Aunque si empezases a salir con una mujer cuyo marido fuma en pipa seguro que te iría bien, pensó, porque los maridos que fuman en pipa son los más confiados del mundo, los más fáciles de engañar. Como el marido de Joyce, hace cinco años. Están todo el día dándole caladas a sus cachimbas como un niño con su biberón, y no piensan en nadie más. Son demasiado egoístas para complicarse con sus mujeres, y ahí es donde entramos los tipos como yo.
Llegó con diez minutos de antelación y se imaginó que tendría que esperar a Brenda un rato largo, pero ella ya estaba de pie a la sombra del pub. Hacía cuatro días que no se veían, y una multitud de horas habían pasado lentamente para cada uno de ellos. Un estrépito de bolos chocando sonó detrás de las luces del pub. Nunca se sabía si iba a estar de buen humor, pensó él, o de qué humor iba a estar él después, cuando se pusiera divertida o se riera. Arthur le agarró la mano, pero ella se la apartó, diciendo ceñuda:
—Mejor no entremos. Vayamos a otro sitio.
«¿Y ahora qué le pasa?», se preguntó él.
Caminaron despacio a lo largo de la Corredera hasta una tranquila zona de hospitales y consultas de médicos que estaba muy mal iluminada. Olía a árboles y a arbustos, y, al otro lado de un muro no muy alto, las mansiones del parque construidas en el siglo anterior por los fabricantes de encajes quedaban en la oscuridad como en un valle de penumbra; más allá brillaban las luces de colores de una zona de maniobras.
Arthur sabía que Brenda estaba preocupada incluso antes de que hablase. Algo pasa, pensó. Sentía la agonía de su preocupación suspendida entre ambos, densa y tangible.
—¿Por qué no me cuentas lo que te pasa? —Él la detuvo y, al ver su blusa azul pálido asomando a través de su abrigo, comenzó a abrochárselo: uno, dos, tres, cuatro grandes botones color marrón—. Súbete el cuello también —le ordenó.
—No es para tanto —le dijo ella.
La abrazó y la besó.
—Tienes razón, Brenda —le dijo—. Me gustas mucho.
Se había puesto tan guapa porque, por alguna razón, algo temía. Se le relajaron los músculos de la cara y el resplandor de sus suaves facciones quedó enmarcado y acentuado por una aureola de silencio que se destacaba sobre el ruido de la ciudad.
—¿Entonces, por qué no me cuentas lo que te pasa, nena?
Se puso seria. Se dio la vuelta.
—La vieja historia de siempre —lloró.
Arthur no comprendió. Ella nunca le decía abiertamente cuál era el problema, como si ser tan directa fuese hurgar en la herida. Quizá esperaba que, si sacaba el tema dando rodeos, no suscitaría la cólera de esos hados que tienen el poder de confirmar el hecho de que algo va mal, o incluso de empeorar cualquier cosa.
—¿Qué vieja historia de siempre? —preguntó—. Hemos tenido muchas viejas historias últimamente.
—Bueno —dijo ella—, por si quieres saberlo, estoy embarazada. Y esta vez es de verdad.
Arthur quiso decir: ¿y qué? ¿Qué más da que lo estés? Estás casada, ¿no? ¿Cuál es el problema? Ni que fueras una niña…
—Y es por tu culpa —dijo con aspereza—. Nunca tomas precauciones cuando lo hacemos. Te da exactamente igual. Te dije que esto iba a pasar algún día.
—Tenía que ser culpa mía —dijo él con acidez e ironía—. Todo por mi culpa, claro, ya lo sé. —¡Qué fantástica noche de viernes! Si no era por una cosa, era por otra—. Pues todavía no se te nota la tripa —dijo.
—No seas tonto —replicó ella—. Eso tarda siglos en ocurrir.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
Siempre existía la posibilidad de que estuviese equivocada, de que no supiera de lo que estaba hablando. La esperanza es lo último que se pierde, pensó, incluso aunque te hayas precipitado a las hogueras del infierno y las llamas te estén achicharrando las tripas.
—Nunca te crees nada, ¿verdad, Arthur? —gritó ella—. Supongo que no me creerás hasta que veas al niño.
Se paró junto al muro. Ya no llovía. Miraron las luces que brillaban a lo lejos.
—Pero ¿cómo lo sabes? —insistió él.
—¡Porque tengo un retraso de doce días! Eso significa que no hay nada que hacer.
—Siempre hay algo que hacer —dijo él.
—Pues no en este caso.
Sabía que Brenda estaba en lo cierto. Si no fuera seguro, ella estaría sollozando histérica, pero con esperanza. Por su voz, Arthur comprendió que lo aceptaba con resignación. Había perdido la esperanza en estos últimos días y había asumido una actitud fatalista.
—Muy bien —dijo él—. ¿Qué vamos a hacer? —Ella quiere que me sienta culpable por su embarazo, pero yo no me siento mal para nada. Es un acto divino, como una catástrofe minera. Tendría que haber tenido cuidado, supongo, pero ¿dónde está la gracia de estar con una mujer casada si tienes que usar gorrito? Eso lo fastidia todo. Entonces se le encendió la bombilla y preguntó brutal y eufórico—: ¿Y cómo sabes que es mío?
Ella apartó su brazo, se soltó y le golpeó.
—¿Qué intentas? ¿No quieres asumir tu culpa? ¿Ahora te estás echando atrás?
—¿Qué culpa? Yo no tengo ninguna culpa. Sólo me preguntaba si era mío. No tiene por qué serlo, ¿no?
—Sí —dijo ella—. Claro que es tuyo, so imbécil. No he hecho nada con Jack desde hace dos meses o más.
Eso no se lo cree ni ella, pensó. Pero nunca se sabe.
—¿Entonces, qué vamos a hacer?
—Estoy segura de que no lo quiero, eso te lo digo desde ya.
—¿Has probado algo? Quiero decir, si te has tomado alguna cosa.
—Unas pastillas, pero no funcionaron. Me costaron treinta y cinco chelines. Como no los tenía, se los pedí prestados a Emily, una de mis antiguas compañeras de trabajo. Pero ha sido tirar el dinero.
Arthur sacó de su bolsillo dos billetes arrugados de una libra y se los puso en la mano, cerrándola sobre ellos. Ella los rechazó:
—No es eso lo que pretendía. Lo sabes de sobra.
Pero él metió la mano hasta el fondo del bolsillo del abrigo de Brenda y dejó el dinero allí.
—Ya sé que no, pero de todas formas guárdatelos.
Maldijo en voz alta, no sólo porque quería que Brenda pensase que él estaba sufriendo con ella, sino también para forzarse él mismo a estar de mal humor. El mero hecho de que fuese viernes por la noche le ponía tan contento que haría falta una tragedia descomunal o una tonelada de dinamita para sacarlo de ese estado.
—Maldecir no sirve para nada —dijo ella—. Mejor que pienses en algo.
—Así que no quieres tenerlo… —dijo él con esperanza.
La risa de Brenda produjo un eco amargo a lo largo de la calle vacía y rebotó por encima de las oscuras casas.
—Estás mal de la cabeza. Deberías hacértelo mirar —replico ella.
—Sé que lo estoy —dijo él—. He pensado en ir al médico muchas veces, pero no me gusta hacer cola.
—Supongo que quieres que tenga un hijo tuyo —se burló ella—. Te haría sentir bien, me figuro. Pero no te preocupes. No seré yo la que te dé un hijo, ya puedes buscarte a otra si eso es lo que quieres. Yo ya tengo dos.
—Entonces, otro más no supondría mucha diferencia —razonó él—. ¿O sí?
La tomó del brazo, apretándole el codo. Un repentino golpe de viento estrelló un paquete de cigarrillos vacío sobre su zapato; ella lo devolvió a la alcantarilla de una patada.
—Estás chalado —dijo ella—. ¿Qué crees que significa tener un niño? Estás como dopada durante nueve meses. Se te hinchan las tetas y pronto empiezas a inflarte e inflarte, como un globo. Un buen día te pones a dar chillidos y de las piernas te cae un niño. Pero eso no es lo difícil. Hasta ahí todo va bien. La cosa es que luego tienes que cuidarlo cada minuto durante quince años. ¡Tendrías que probar a hacerlo alguna vez!
—Yo no —dijo con tristeza—. De todas formas, si es así como te sientes…
—¿Y qué esperas?
Siguieron caminando hacia la gran pared repleta de ventanas del hospital general.
—Iré a ver a una tía mía —dijo él—. Ella sabrá cómo deshacerse de él. Ha tenido catorce y estoy seguro de que se deshizo de otros tantos.
—Espero que sepa algo, porque se va a montar una buena como no me quite esto de encima rápido.
Aun así, él no podía compartir su preocupación y tomarla en serio; y no le gustaba cómo estaba llevando el asunto. Así no se iba a arreglar nada.
—No te preocupes, Brenda, bonita. En una semana todo irá como la seda. Me ocuparé de ello el domingo.
Pero la noche aún era joven, como dicen en las películas.