EN los pocos minutos que transcurrieron entre que recuperó la consciencia y abrió los ojos, notó que se encontraba demasiado enfermo para ir al trabajo. De vez en cuando trataba de salir de la cama para ver cómo se sentía en realidad, pero le dieron las once en el intento. Abajo encontró la tetera llena, ya fría, sobre la mesa donde su madre la había dejado antes de irse a la compra. Caminó descalzo por la habitación sin saber qué le ocurría. Agarró el Daily Mirror y, al no ver chicas guapas en la portada, fue a las páginas centrales donde encontró, al menos, un traje de baño bonito. Tras dejar el periódico fue al almacén de carbón, que estaba en el hueco de la escalera, para llenar el cubo.
Entró su madre cargada hasta arriba de alimentos.
—Pensé que estabas enfermo —dijo, viéndole sentado con la cara pálida junto a la chimenea—, por eso te dejé quedarte en la cama.
—Tengo el estómago revuelto —se quejó.
—Es un cólico —dijo ella. Era la etiqueta que le asignaba normalmente a ese tipo de quejas. Y la cura habitual, tras haber dejado sus bultos en el lavadero, era ir a buscar seis peniques de tónico a la tienda de enfrente.
Su madre atravesó el jardín corriendo, con los brazos cruzados con fuerza por el frío. En los meses de verano los llevaba más sueltos alrededor de su pecho menudo, rememoró Arthur junto a la chimenea mientras oía el chasquido de sus zapatos bajos, negros y lustrosos que cruzaban la calle adoquinada. «Deme seis peniques de tónico, Mr Taylor», diría al entrar en la tienda. Viejo tacaño, pensó Arthur. «Muy adecuado para una mañana como esta», diría el tendero, midiéndolo gota a gota. Arthur sabía que su madre preferiría quedarse corta a tener que esperar, pero un canturreo y una mirada inexpresiva a través de su ventana cubierta por la escarcha aceleraría las acciones del viejo tacaño hacia ella. Delgada y sin maquillar, su cara a los cincuenta y algo estaba plagada de líneas, no arrugada por la edad como la de una anciana, sino marcada en lugares específicos por los excesos de risas y llantos. Anda que no había trabajado y llevado una vida difícil hasta la guerra, y Arthur lo sabía. Cuando la cara de Seaton se ensombrecía ante la falta de cigarrillos, ella solía trotar de tienda en tienda pidiendo que le fiasen algunos hasta el jueves, que era el día en que se cobraba el subsidio. Pero como hoy en día Seaton tenía todos los paquetes de Woodbines que quería y un televisor, ella disfrutaba cada semana de la tranquilidad de tener un salario estable que había eliminado sus preocupaciones al respecto y le había proporcionado una vida lo suficientemente buena, además de otorgarle luminosidad real a sus brillantes ojos grisazulados al pedir en el economato una libra de esto y otra de aquello cuando le venía en gana. «¿Alguien está malo, Mrs Seaton?», imaginaba Arthur que le preguntaría el Viejo Tacaño. Era un cuarentón de rostro inexpresivo y ademanes resueltos, tan entrometido como un soplón. Ella descruzaría los brazos y sacaría el monedero del bolsillo de su delantal: «Otra vez el estómago de Arthur. Esa fábrica no le hace bien a nadie». Con aspecto joven y gomina en el pelo, el Tacaño sostendría el dedal de tónico y se diría a sí mismo que debía añadirle más agua cuando ella se marchase. «Opino lo mismo», diría sin vacilar, colocando de nuevo el tapón de cristal. «Nunca he trabajado ahí. Yo era un viajante, ya sabe. Pero el lubricante es malo, creo yo». Ella estaba ya medio canosa. Arthur definiría su pelo como de un color entre rubio y castaño. Su viejo había tenido el pelo tan negro como el as de picas. «¿Cree usted que esto le hará bien?», preguntaría ella. «El pobrecito trabaja demasiado, a decir verdad. Es un buen chico, a pesar de todo. Siempre lo ha sido. No sé qué haría yo sin él». Arthur sabía que ella diría eso. «No sé si tiene algo mejor». El Tacaño pensaría en aquella vez en que Arthur fue a su tienda y se puso a jugar en la máquina tragaperras. Metí penique tras penique por la ranura, pensó Arthur junto a la chimenea, y cuando finalmente se paró en los tres limones, el bote, no cayó nada. Ni medio penique. Por eso cuando el Viejo Tacaño dijo que él no podía hacer nada al respecto, le di golpes a la máquina en uno de los lados hasta que se desatascó y escupió estrepitosamente dieciséis peniques sobre mis rodillas.
Atento a la llegada de su madre, la vio andar por el patio y oyó el chasquido del pestillo cuando entró con su pequeña carga medicinal.
—Aquí lo tienes —dijo—. Enseguida te hará efecto y te encontrarás mejor.
Se bebió el tónico y se sintió doblemente mejor al apurarlo imitando ante el espejo a Bill Hickcock[2] en un saloon del Salvaje Oeste, y las náuseas producidas por respirar demasiado las jabonaduras y la grasa de la fábrica fueron remitiendo poco a poco. Pidió con urgencia un trago de té, y su madre le preparó uno cargado y caliente, con mucha azúcar y algo de crema densa del economato que sacó de una pinta que trajo del alféizar de la ventana, una mezcla que llevaba poniendo en práctica eficazmente desde hacía más de veinte años. Arthur permaneció cerca de la chimenea mientras ella hacía la cena, leyendo el Daily Mirror entre aromas de repollo, y mirando de vez en cuando por la ventana empañada y cubierta de escarcha en dirección a la larga fila de patios destartalados y a las mujeres que volvían a casa con su compra, y también a su madre, que salía por la puerta del lavadero una y otra vez para tirar la basura en el cubo o para cotillear unos minutos al fondo del jardín con la vieja señora Bull.
Era una vida buena y cómoda si no flaqueabas, a resguardo del gélido mundo en el interior de una cocina cálida y acogedora, y mirando las casas color rosa de la acera de enfrente. Era para partirse de risa. De vez en cuando estaba bien encontrarse mal y tomarse un día libre en el trabajo, sentarse ante la chimenea a leer y a beber té, mientras esperabas que pusieran de una vez algo bueno en la televisión. No sabía por qué se sentía enfermo. La noche anterior estuvo bebiendo con Brenda en el Athletic Club, aunque no lo suficiente como para tener el estómago revuelto. Esto le hizo preguntarse: ¿de verdad me sentía mal esta mañana? Pero tenía la conciencia tranquila: su sueldo no se alteraría, y en su cuota de trabajo en la fábrica siempre iba un día por delante respecto a la de los que la quisieran. Así que no había nada de qué preocuparse. Se sentía mejor del estómago ahora, y retiró su pie blanco y huesudo del calor encarnado del fuego.
Con una bufanda de seda que le cubría la corbata de nudo Windsor, caminó hacia Wollaton confiando en encontrarse con Brenda de camino al Athletic Club. Prefirió quedarse apoyado en una verja antes que ponerse a deambular penosamente por los lúgubres senderos, y desde donde estaba vio que la superficie del estanque de Martin estaba congelada. La noche anterior Brenda no sabía si acudiría o no: tal vez. Y la frase había sonado tan incierta en la suave ternura de la despedida que había olvidado la posible cita hasta la hora del té.
El reloj de Wollaton dio las cinco y su sonido cortó el aire frío, cruzando a zancadas sobre el estanque donde los niños que volvían a casa tras el colegio gritaban, se deslizaban y tiraban piedras a los sorprendidos patos que surgían de las matas de juncos y volaban batiendo las alas entre los árboles y los setos de los huertos comunales. Se quedó de pie en la verja mirando hacia el bosque, con una mano hundida en el fondo del bolsillo de su abrigo largo y holgado. Casi siempre, cuando esperaba a que llegara una mujer, solía retarse a sí mismo a un juego, diciéndose: «La verdad, no creo que venga». O: «No creo que llegue en este autobús» cuando veía uno que, tras tomar la curva, se dirigía a la parada. O: «Tardará al menos un cuarto de hora», esperando llevarse una agradable sorpresa al verla caminar de repente hacia él. Unas veces ganaba y otras no.
Se bajó del autobús bastante gente, pero él no la veía. Trató de escudriñar las ventanas de los pisos de arriba y de abajo, pero estaban empañadas de vaho y humo. A lo mejor se baja Jack, pensó. La posibilidad le pareció divertida, y se rio abiertamente sólo de pensarlo. Hacía más de un mes que Brenda le había comentado:
—¿Qué le digo a Jack si me pregunta por qué voy tan a menudo al club?
Y él había respondido en tono guasón:
—Dile que estás en el equipo de dardos.
En su siguiente cita, ella le dijo:
—Le conté que juego a los dardos en el club y creo que le pareció bien.
—Se contentan con cualquier cosa cuando están celosos —le respondió él.
Pero semanas más tarde ella le contó:
—Jack me ha dicho que va a venir al club una de estas noches a ver si es verdad que juego a los dardos. Bromeó diciendo que quería verme ganar la copa del campeonato.
—Entonces, déjale que vaya —dijo Arthur.
Y ahora él pensaba lo mismo. Ella no venía en el autobús. El motor aceleró con tanto ruido que los frágiles brotes y las ramas de los árboles parecieron temer el silencio que siguió, haciendo que Arthur sintiese aún más frío e impidiéndole oír a los niños jugar en el estanque. Brenda iba al club tres veces por semana cuando Jack tenía turno de noche, y dejaba a Jacky y a su hermana con la chica de un vecino que ganaba un chelín por la molestia, y a la que le guiñaba el ojo advirtiéndole que no se debía enterar de eso ni un alma. Arthur confiaba en que el cuento de los dardos siguiera colando durante unas cuantas semanas más. Dándole la espalda al autobús que iba hacia Wollaton, volvió a mirar a los niños que reían y se deslizaban por el hielo al atardecer.
Ella saltó del siguiente autobús, se detuvo al borde de la carretera mientras esperaba a que pasase un coche y se dirigió hacia él. Arthur sabía que lo había visto, pero permaneció a la sombra del seto. Ella caminaba a pasos cortos y rápidos, con el abrigo fuertemente ajustado contra el cuerpo, las manos en los bolsillos y una bufanda de lana enrollada con descuido alrededor del cuello. Él no se apartó demasiado del seto que lo cubría, pero la llamó por su nombre cuando estaba a pocos metros. Tuvo cuidado, Jack podría estar siguiéndola. No es que temiera por sí mismo —de ocurrir algo, sabía que podía enfrentarse a cualquiera: medía más de un metro ochenta, acababa de cumplir veintidós años y sacaba fuerzas de donde fuese—, pero si los pillaban, lo pagaría Brenda. Ve con cuidado y así no cometerás errores, pensó.
Salió a su encuentro, la agarró y se la llevó hacia lo oscuro.
—Hola, nena —dijo, besándola en la mejilla—. ¿Cómo estás?
Ella se pegó a él y él la rodeó con los brazos.
—Estoy bien, Arthur —dijo suavemente, contestando lo mismo que si no se encontrase bien.
Bajo su bufanda vio la blusa blanca al meterle la mano en su pecho cálido. Ella emanaba ese olor sencillo y reconfortante propio de una mujer con prisa que ahora se relajaba tras la preocupación, y exhalaba calor y un sudor con restos de cosméticos que lo excitaba. Debe de tener treinta, pensó, si es que tiene alguna edad.
—¿Te libraste de Jack sin dificultad? —le preguntó mientras la soltaba.
—Por supuesto. Le conté que iba al club a jugar de nuevo a los dardos.
Ella estaba incómoda, así que él la atrajo hacia sí y la abrazó más tiernamente que antes. No estaba bien que una mujer se preocupase en exceso. Quería que todas sus preocupaciones fueran para él en ese momento. Era fácil, sólo tenía que llevárselas y, como no le servían para nada, tirarlas por ahí.
—¿Qué te dijo?
—Que quizá pasaría por el club más tarde —decía ella con su aliento cálido pegado a la boca de él.
—Siempre dice lo mismo, pero nunca viene. Además, tiene turno de noche, ¿no?
—Sí.
Ella no se habría sentido a salvo aunque su marido estuviese a miles de kilómetros de distancia. Es natural, pensó él rodeándola con los brazos y besándola tiernamente en la boca.
—No te preocupes, nena, no va a venir. Estás conmigo, todo irá bien.
Le subió el cuello del abrigo y le ató la bufanda en condiciones, encendió dos cigarrillos y le puso uno a ella entre los labios. Caminaron a lo largo de la calle oscura y tranquila ribeteada de árboles en dirección al edificio del club. Él le contó cuánto tiempo había pasado allí de pie hasta que ella llegó, bromeando al respecto, diciendo que era como esperar a que empezase un partido de fútbol el día equivocado, y diciendo también muchas barbaridades para hacerla reír. Había un bosque a un lado de la calle, y tras algunos chistes y más besos, se adentraron en él a través de un claro del seto.
Arthur se enorgullecía de conocer el bosque como la palma de su mano. Había un lago en el medio donde solía nadar de niño. A un lado se levantaba un aserradero; parecía el campo de un invasor que iba comiéndoselo gradualmente, aunque aún quedaba una selva de árboles de los que Arthur sacaba partido en noches como esa.
Sabía que le estaba haciendo daño, apretándole la muñeca al guiarla hacia el interior del bosque, pero no se le ocurrió aflojar la mano. Los árboles y arbustos que se arracimaban en la oscuridad le hacían sentirse melancólico. Durante un minuto creyó que estaba sujetando su muñeca con tanta fuerza porque tenía prisa para encontrar un buen lugar que estuviera seco; pero entonces pensó que era porque había algo en ella y en el conjunto de la situación que le hacía querer hacerle daño, algo que tenía que ver con el modo en que ella estaba engañando a Jack. Aunque él, que ahora la llevaba a un sitio del que se acababa de acordar, pronto estaría disfrutando de eso, pensó: «Todas las mujeres son iguales. Si hacen eso con sus maridos, te lo harían a ti si les dieras la menor oportunidad». Pisó una ramita que produjo un crujido envolvente al recorrer la orilla de mimbre de las aguas borrosas. Brenda dio un respingo asustada ante el roce de las hojas de un arbusto; él no se había molestado en avisarla.
El terreno era duro y seco. Avanzaron por un montículo pelado de arbustos, sobre la parte superior de un túnel oculto excavado en la tierra y reforzado con puntales, que sirvió como refugio antiaéreo para los trabajadores del aserradero durante la guerra. Ella le seguía y ahora él le agarraba la mano con suavidad, de nuevo tierno y considerado, avisándola cuando debía esquivar un arbusto o las raíces salientes de algún árbol.
Las únicas sendas del bosque eran ahora las líneas claras y definidas de las palmas de sus manos, y pronto encontró el lugar seco y cercado que tenía en mente. Se quitó el abrigo y lo extendió en el suelo.
—Aquí estaremos cómodos —dijo suavemente.
Brenda habló por primera vez desde que se internaron en el bosque:
—¿No vas a tener frío?
Oyéndola tan solícita, casi no podía contenerse pensando en lo que venía después. Se rio fuerte.
—No te preocupes. Esto no es nada comparado con lo que teníamos que aguantar en el ejército. Y allí no te tenía conmigo para que me dieras calor, nena.
Ella lo abrazó y le dejó desabotonarle el abrigo. Él volvió a sentir el olor de una mujer cuya excitación al hacer algo que no le parecía del todo bien estaba a un paso de convertirse en una arrebatada entrega. Él sintió la dureza del broche de perlas falsas contra su blusa y enseguida la de los botones, antes de acostarse en el lugar donde había colocado su abrigo con esmero. Se olvidaron del suelo frío y de los altísimos árboles, y se perdieron en una pasión cálida en el silencio confortable de un bosque en la noche, que olía a selva virgen. Un bosque en el que nadie lograría descubrir sus secretos o cercenar el placer que un hombre y una mujer se conceden sobre un abrigo en la oscuridad.
Al regresar al sendero aún quedaban unos cuantos metros para llegar al club. Tenían que atravesar un túnel de árboles cuyas ramas se entrelazaban, y al fondo del cual se encontraban las luces de lo que parecía ser el paraíso. Brenda lo llevaba del brazo y bromeaban, hablaban y fumaban cigarrillos sintiéndose mutuamente amados y agradablemente dispuestos el uno hacia el otro, como si entre ellos hubiese brotado un torrente de cariño.
Pero la alegría de Arthur decayó al llegar a las pistas de tenis, y ambos se abatieron, como si hubiesen gozado de una felicidad imposible de mantener. Brenda caminaba con la cabeza ligeramente inclinada desde el momento en que pisó un charco de hielo, y Arthur pensó de nuevo en Jack, esta vez con un sentimiento de irritación acerca de lo débil que era al permitir que su mujer saliese con otros hombres. Era curioso con qué frecuencia uno se sentía culpable de llevarse a las mujeres de los hombres débiles: con las de los hombres fuertes uno tiene demasiado que temer, concluyó.
«¿Lo sabría Jack?», se preguntó. Seguro que sí. Seguro que no. Y si a estas alturas no lo sabía, no lo iba a saber nunca. Debía de estar enterado de todo: ningún hombre es tan idiota. Alguien se lo habrá dicho. Arthur no tenía ninguna razón de peso para creer que lo sabía, pero confiaba en lo bien «calado» que tenía a Jack por sus encuentros con él y por lo que le contaba Brenda. Aunque uno nunca podía estar seguro. Y no es que le importase, mientras Jack no tuviese nada que objetar. Poco más podía hacer al respecto: nunca se divorciaría. Le costaría demasiado, en cualquier caso. Y ninguna mujer merece tanto la pena como para meterse en un divorcio por su causa.
Presentía que Jack podría estar barruntando lo que ocurría, y quizá ya estaba en el club, esperando a que llegase Brenda. La idea fue tomando cuerpo hasta aflorar como una advertencia en sus labios. Cerca de la última curva del seto, Arthur dijo:
—Mira, nena, voy a acercarme yo a ver si Jack está en el club. No va a estar, supongo, pero voy a asegurarme, así que espérame. No tardaré.
Ella no se opuso. Se quedó atrás fumando un cigarrillo que él le había encendido, y Arthur avanzó por el camino de grava hasta atravesar las verjas. Se quedó de pie en el primer escalón, lo suficientemente alto como para poder mirar por las ventanas, y trató de avistar el bar. Se alegró ante la suerte de poder ver a todos los que estaban dentro sin que ellos le vieran a él allí de pie, en la oscuridad. Jack se había sentado solo en una mesa, cerca de la ventana más alejada —mirándole directamente, en realidad—, con una mano apoyada cerca de una pinta a medio terminar. Arthur le miró, sintiendo una repentina y profunda curiosidad que no le permitía moverse. Vio que un hombre caminaba hacia Jack, le daba un golpecito en la espalda, le decía algo de modo realmente amistoso y se retiraba de nuevo. Jack se encogió de hombros y agarró el vaso con desgana para acabarse la pinta.
¡Así que el muy cabrón al final sí que había venido! Arthur no podía moverse. La sorpresa y la curiosidad lo anclaban al duro suelo. Sus ojos eran una cámara que iba encajando lentamente la imagen en su cerebro. Se acordó entonces de Brenda, que seguía esperándole en la calle, y con un movimiento brusco se dio la vuelta y se alejó, sintiéndose animado y con brío al sentir correr su sangre por las venas y sus zapatos crujir sobre la grava, como si acabara de beberse una pinta larga y muy satisfactoria.
La encontró donde la había dejado, de pie como una sombra entre las demás sombras del seto. De hecho, no la habría visto si ella no se hubiese movido ligeramente para hacerle ver que estaba allí. Arthur estaba tan contento que habría vuelto de nuevo a la calle principal sin darse cuenta. Se volvió hacia el seto trazando un semicírculo, como si fuese un vehículo manejado por otra persona.
—Me estaba congelando —dijo ella, medio enfadada, medio arrepentida, como si le hubiese estado culpando de ello y ahora lo sintiera. Él dijo que caminase a su lado por el sendero, de vuelta hacia la parada del autobús—. ¿Por qué? —quiso saber.
—Porque Jack está en el club.
Ella no pareció sorprendida.
—¿Te ha visto?
—Él a mí no —dijo. Ella preguntó qué debían hacer ahora—. Tú te vas a casa —dijo él con firmeza—. Es lo mejor. Te dejaré en el autobús y yo me volveré al club para tomarme un par de tragos, sólo para dejarme ver.
—¿Y si Jack me pregunta dónde he estado esta noche?
—Dile que estuviste con tu hermana durante una hora, que te dolía la cabeza y que no tenías ganas de ir al club.
Era simple y explícito, porque no le había dado más vueltas. Si le daba demasiadas, pensaba que las cosas no saldrían tan bien. Ella comprendió, y se dieron un beso de buenas noches al final de la calle. Ella había entrado de nuevo en calor tras la caminata rápida desde el club.
—Siento que haya salido mal —dijo él en la parada del autobús—, pero te veré mañana por la noche, nena.
—No pasa nada. Por lo menos hemos tenido nuestro ratito de amor, ¿no?
—Claro que sí —susurró él—. Te quiero, Brenda.
El autobús llegó, se paró, aceleró por la calle oscura, y él continuó mirándolo hasta que las luces traseras desaparecieron tras la esquina.
Volvió caminando al sendero, solo, con una tremenda sensación de euforia y libertad que a duras penas creía que le pertenecieran, con ganas de bailar entre las sombras de los árboles. A través de los claros que dejaban las ramas en lo alto, podía ver las estrellas. Cantó y silbó y su felicidad le mostraba el camino como una vela encendida, y le protegía de la oscura escarcha de la noche.
Se sentía de verdad tan bien que le llevó diez escasos minutos volver al club. Subió los escalones de madera —que le resultaban inestables, porque él parecía agigantado por el optimismo— y empujó la puerta para abrirla, comprobando con un golpe de vista que Jack seguía sentado en el mismo sitio, sólo que su jarra de cerveza ahora estaba vacía y aún no se había molestado en pedir que se la volvieran a llenar.
No había más que una docena de hombres en el club. Era un día laborable, ya tarde, y los sueldos se les habían ido en el vaso sin fondo de la cerveza y en el elevado precio de los cigarrillos. El encargado, muy peripuesto con la chaquetilla blanca que proporcionaba la empresa, jugaba a los dardos. Era popular en ese juego no porque tuviese una especial puntería, sino porque tenía buena cabeza para recordar los tantos, un don que había desarrollado en su trabajo.
En una ocasión, Arthur hizo el recuento de los tantos y el encargado al final de la noche detectó bastantes errores, todos ellos ventajosos para Arthur.
—No sé —exclamó el encargado—. No sabes sumar nada, ni siquiera con los dedos. Pensaba que tu juego había descendido demasiado rápido tras los trescientos puntos.
—Eso me pasa por memo —dijo Arthur con un guiño—. No valgo para nada fuera de un local de apuestas.
Sin vacilar esta vez, caminó por el salón y se sentó en la mesa de Jack, dándole una cariñosa palmadita en el hombro antes de quitarse el abrigo y ponerse cómodo para beber algo. La agradable sensación que tenía en la calle había ido perdiendo intensidad, aunque el eco de su euforia aún perduraba.
—¿Cómo estás, Jack? Hace siglos que no te veo: dos semanas, por lo menos.
Jack le saludó con frialdad, subiendo la cabeza y lanzando un «hola» breve. Si un día decidiese quitarse la careta de ansiedad de la cara sería guapo, ya que sus rasgos eran armoniosos y parecía más joven de lo que era. Arthur reparó en las pinzas de ciclista que llevaba atadas cuidadosamente a sus pantalones a la altura del tobillo.
—Pensaba que te tocaba turno de noche —le preguntó con ruda cordialidad.
—Sí, me toca. —Como cualquier hombre preocupado, Jack daba respuestas directas a las preguntas, demasiado absorto para andar pensando en evasivas—. Pero se me ocurrió venir a tomar algo aquí primero. Entro a las diez. No estoy tan liado como lo estaba en la tornería.
Y también, por la misma razón, era difícil hacerle hablar.
—¿Cómo anda Brenda últimamente?
Era inútil no preguntar por ella, pensó. Si no, se podría oler algo.
Jack le miró y luego, cuando Arthur le devolvió la mirada con sus ojos grises e ingenuos y una sonrisilla despistada, dirigió la vista hacia la barra.
—Anda bien.
—¿Está mejor de su resfriado? —Arthur se preguntó si no se habría pasado al decir esto.
—No está resfriada —dijo Jack con atisbos de resentimiento. No miraba apenas a la persona con la que estaba hablando sino hacia la barra, las mesas vacías, una fila de máquinas o la pared en blanco.
Arthur dijo:
—Pensé que alguien había dicho que lo estaba. —Y le pidió al camarero que trajera dos pintas de cerveza, una para Jack y otra para él.
—Gracias —dijo Jack, ahora más cálido—. No debo beber mucho. No quiero quedarme dormido en el trabajo.
Arthur tenía tal variedad de sentimientos al principio, cuando se sentó con Jack tras haber estado en el bosque con su mujer, que ya no sabía cuál era el más claro. Era difícil saber qué decir con tantos pensamientos viniéndole a la cabeza. Le preguntó cómo andaban los niños últimamente, y de nuevo pensó que se estaba pasando.
—Están bien —le dijo Jack—. El mayor pronto irá al colegio. Así Brenda tendrá menos que hacer.
Eso es bueno, pensó Arthur, y no pudo evitar decirlo. Bebió un largo sorbo de cerveza.
—Tendrá más tiempo para ella —convino Jack.
—Esta cerveza sabe a pis —dijo Arthur en voz alta, esperando involucrar a los jugadores de dardos en sus bromas para así apartar la conversación de temas como Brenda y los niños de Jack. Le sorprendió ver que cuando se está en compañía de un hombre con cuya mujer uno anda liado, no puedes dejar de hablar de ella, aunque le pareció que Jack también estaba poniendo de su parte. Se les podía culpar a ambos. Supongo que algo sabe, pensó con tristeza.
Los jugadores de dardos no mordieron el anzuelo que les lanzó, por lo que tuvo que lidiar él solo con la masa compacta de la mente de Jack, y empezó a sentirse molesto casi hasta el punto de desear haberse subido en el mismo autobús que Brenda y haberse ido a casa con ella. Hablaron sobre pesca, y Arthur dijo que esperaba la llegada próxima del deshielo para poder coger su bici un domingo por la mañana e ir a Cotgrave, más allá de Trowel Bridge.
—Allí no puede fallar nada —dijo—. Los peces pican como condenados. Muerden el anzuelo que da gusto. Hacen cola y todo. Conozco un sitio con viejos hornos de cal donde refugiarte si llueve.
Pero Jack, al revés que los peces y al igual que los jugadores de dardos, no mordía tampoco el anzuelo. Había que hacer verdaderos esfuerzos para conseguir que hablase. Arthur pidió en voz alta otras dos pintas, pero descubrió que cuanto más bebía Jack, menos abría la boca para hablar.
—¿Qué pasa, Jack, viejo pájaro? —exclamó en alto, inclinándose sobre él y dándole palmaditas en el hombro de nuevo, como solía hacer en el trabajo cuando Jack estaba encorvado sobre su banco, afilando las herramientas de alguien—. ¿Por qué no te animas? Algo te debe de rondar por la cabeza.
Aparentemente dijo lo correcto, porque Jack sonrió por primera vez en la noche, y la expresión tirante de preocupación abandonó su rostro.
—Estoy bien —dijo en tono afable.
Arthur se preguntó qué habría dicho y hecho si de repente le hubiese contado a Jack cómo andaban las cosas realmente entre él y Brenda. Por la amistad, por el hecho de que eran compañeros de trabajo, casi se decidió a contárselo. Es una jugada fea, pensó deliberando consigo mismo, eso de engañar a tu amigo nada más que por un poco de amor.
La expresión de honda preocupación volvió al rostro de Jack, como si estuviera calibrando la gravedad de algún problema, —«¿qué problema?», se preguntó Arthur— por un momento, y al siguiente se preguntase si realmente ocurría algo o no.
Arthur quería darle un apretón de manos y contárselo todo. Contarle lo majo que pensaba que él, Jack, era; las agallas que tenía y lo legal que le parecía. Decirle que no quería verle sufrir por una chifladura como esta, por una mujer interponiéndose entre ambos.
En vez de eso, lo condujo a una conversación sobre fútbol, y, en la tercera pinta, Jack vaticinó que el Notts bajaría a segunda división el próximo año. Todos los que estaban en el club aportaron sus conocimientos, empleando la imaginación cuando el conocimiento fallaba. Arthur tenía poco que decir, y pidió más pintas para él y para Jack, sintiéndose bueno y generoso por pagarle cervezas al marido de Brenda. De todos modos, siguió pensando, Jack es un buen tipo. Mala suerte que las cosas estén como están.
—El delantero centro del Bolton tiene el mejor saque y la mejor puntería de todos, me da igual lo que digáis —dijo Jack, ahora metido de lleno en la conversación. Arthur nunca le había visto menos preocupado.
El camarero le respondió, negando con su flaco rostro:
—No te creo, Jack. No hay razón para que lo consigan este año.
—Yo tampoco —añadió el otro jugador de dardos—. Jugarán durante diez años más y no lo lograrán. Te lo digo yo, Jack.
Se acaloraron con la discusión, bebiendo una pinta tras otra y especulando amistosamente, cada uno con la esperanza de acertar con la profecía.
—Pero recuerda que la semana pasada ficharon a uno de Hull —dijo Jack, discutiendo con habilidad, tomando la otra pinta que el camarero había pasado a su mesa.
Arthur lo miró, dando gracias por la existencia de ciertas leyes que te impedían leer las mentes ajenas y por lo estupendas que eran las cosas de ese modo.
—Eso no cambia nada —insistió el camarero—, ni con cincuenta malditos fichajes.
—¿Y qué me dices de Worrel y Jackson? No me puedes decir que con ellos no cambia nada.
Arthur escuchaba distraído, contento por la cerveza que se había tomado, con el débil recuerdo del terreno frío del oscuro bosque donde había estado junto a Brenda hacía unas horas: se lo sabía ya todo sobre el fútbol.
Consideró, acariciando la que decidió que iba a ser su última pinta para evitar que le diese un soponcio y se cayera bajo un seto de camino a casa, que lo de Jack era de verdad mala suerte. O tenías suerte o no la tenías. Pensó que le iba a sacar el máximo partido, que a la ocasión la pintan calva. Total, Brenda era una mujer estupenda y él no iba a parar hasta que la cosa explotase, lo que ocurriría, no lo dudaba, tarde o temprano.
Se sentía mejor consigo mismo ahora que Jack había olvidado sus problemas y estaba discutiendo sobre fútbol. En verdad, la vida le parecía ahora más placentera. Se puso el abrigo, listo para irse y decir adiós a los otros y por último a Jack. Pero Jack le había olvidado, tan perdido como estaba en su estupendo y provocador debate, y casi no advirtió que se marchaba.
El aire gélido mordió a Arthur mientras se abrochaba el abrigo de pie sobre los escalones. Ahora hacía incluso más frío, un buen tiempo para asentar la bebida en el estómago, pero pronto se abriría de par en par la puerta del nuevo año y mejoraría lo suficiente como para llevar a Brenda a dar largos paseos por los bosques de Strelley y los prados de Cossal, a pasar largas tardes íntimas juntos bajo el aire cálido de la primavera.
Los escalones del club crujieron mientras bajaba hacia la calle. Al mirar atrás vio a los parroquianos aún enzarzados en la discusión, gesticulando por las mesas, riéndose y bebiendo. Sus voces flotaban sobre la hierba de los jardines y llegaban hasta las pistas de tenis, y ahí el frío amargo las ahogaba.
Al dejar atrás las luces no pudo evitar soltar una gran carcajada en la oscuridad. Su sonido se repitió en forma de eco a su alrededor, pareció quedar suspendido sobre el techo alquitranado del club y luego perderse de vista resbalando por la otra vertiente del tejado. Mañana por la noche vería a Brenda. Encendió un cigarrillo y silbó una melodía mientras caminaba. Pensar en ello le hizo sentir bien.
Como estaba demasiado absorto e iba muy pegado al borde de la calle, se tropezó con la raíz de un árbol. Docenas de obscenidades brotaron de sus labios mientras se incorporaba. Entonces se echó a reír y siguió andando.