CAPÍTULO DOS

AGARRÓ un par de monos de trabajo de la barandilla de la cama e introdujo en ellos sus grandes pies blancos, con cuidado de no molestar a su hermano Sam quien, sumido todavía en las profundidades del sueño, aprovechó para arrebujarse más aún en el gran túmulo de mantas ahora que Arthur había abandonado la cama. A menudo había oído referirse al viernes como Viernes Negro —recordando una vieja película de Boris Karloff— y se preguntaba por la razón de esa denominación. El viernes, día de pago, era un buen día, así que lo de «negro» le iría mejor al lunes. Lunes negro. Eso sí que tendría sentido, porque el lunes es el día en que tienes la cabeza pesada de tanto beber, la garganta irritada de tanto cantar, los ojos empañados por haber visto demasiadas películas o por haber estado sentado tanto tiempo delante de la televisión. Es el día en que sientes un negro mal humor ante el yugo que vuelve a aprisionarte.

La puerta, al pie de la escalera, se abrió con un crujido.

—¡Arthur! —gritó su padre, con una voz amenazadora de lunes por la mañana que te revolvía las tripas y parecía salir de ultratumba—. ¿Cuándo piensas levantarte? Vas a llegar tarde a trabajar.

Y cerró la puerta de abajo sin hacer ruido para no despertar a la madre y a los otros dos hijos que aún estaban en casa.

Arthur cogió de la repisa de la chimenea un paquete de pitillos medio vacío, su peine, un billete de diez chelines y un montón de monedas que habían sobrevivido a los pubs, los locales de apuestas y los gorrones, y se embutió todo en los bolsillos.

La puerta de abajo se abrió de nuevo.

—¿Ya estás?

—Te oí la primera vez —dijo Arthur en un susurro.

Un portazo sirvió como respuesta.

Una taza de té, y después vuelta a la rutina. Los lunes eran siempre el peor día. Al llegar el miércoles ya estaba domesticado como un galgo. Bueno, en cualquier caso, pensó, siempre estaba Brenda, la preciosa Brenda con la que todo iba a pedir de boca, y tan atenta cuando se lo proponía. Siempre y cuando, pensó, Jack no se entere de lo nuestro y le dé por intentar estrangularme. Eso sería terrible de verdad. Dios santo, vaya si lo sería. Pero, pensó, yo le agarraría a él primero, a ese cretino, pobre infeliz.

Echó otra mirada a la pequeña alcoba. Allí estaba la cama doble de madera adosada a la ventana, el brillo del orinal blanco, las estanterías destartaladas que contenían los libros de Sam —además de reglas, lápices y gomas— y la mesa de fabricación casera sobre la cual estaba su transistor. Levantó el picaporte en el momento en que la puerta de abajo volvía a abrirse y su padre levantaba la cabeza, dispuesto a decirle con esa voz susurrante y amenazadora que tenía, con ese estertor suyo de los lunes por la mañana, que ya era hora de bajar.

A pesar del consabido tono de voz de su padre, Arthur se lo encontró sentado a la mesa sorbiendo alegremente su té. Un fuego luminoso ardía en la chimenea nueva —la familia había logrado reunir las treinta libras que costó remozarla— y la habitación resultaba alegre y acogedora, con la mesa puesta y el té caliente.

Seaton alzó la vista de su taza.

—Venga, Arthur. No hay mucho tiempo. Son las siete y diez, y tenemos que estar allí a las siete y media. Los dos. Bébete el té y vámonos pitando.

Arthur se sentó y estiró las piernas hacia la chimenea. Tras una taza y un cigarrillo Woodbine se le aclararon las ideas. Después de todo, no se encontraba tan mal.

—Un día te vas a quedar ciego, papá —dijo, por decir algo, lanzando palabras al aire como ejercicio, listo para encarar las consecuencias que pudieran acarrearle.

Seaton se giró hacia él sin comprender del todo; su mente de persona entrada en años no se había despejado aún. Necesitaba por lo menos diez tazas de té y otros tantos Woodbines para aplacarse tras el fin de semana.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó. Siempre se sentía arisco antes de las diez de la mañana.

—Siempre estás sentado delante de la tele, pegado a ella desde las seis de la tarde hasta las once, noche tras noche. No puede hacerte ningún bien. Cualquier día te quedarás ciego. Lo veo venir. Leí en el Post la semana pasada que uno de la zona de los Medders se quedó ciego por ver la tele. Parece que lo suyo tiene cura, porque va todos los lunes, miércoles y viernes al hospital de ojos. Pero es un riesgo…

Su padre se sirvió otra taza de té, con su negras cejas en tensión por el enfado. Bajito y achaparrado, Seaton no tenía término medio: podía estar contento y dicharachero con todo el mundo, o bien malhumorado y aquejado de una profunda rabia melancólica que escogía sus víctimas al azar. En los últimos años, el número de víctimas había ido disminuyendo, ya que Arthur, igual que su hermano Fred, las habían pasado canutas en la fábrica y en el ejército, y ahora eran capaces por fin de hacerle frente, instaurando un equilibrio de poderes que mantenía la casa más o menos en paz.

—Seguro que eso no ha hecho daño a nadie —dijo Seaton—. De todas formas, no te creerás lo que dicen los periódicos, ¿verdad? Y si te lo crees, eres tú el que tiene que ir al médico. No cuentan más que mentiras, eso me consta.

—Yo no estaría tan seguro —dijo Arthur, lanzando al fuego una colilla de Woodbine—. De todas formas, sé de alguien que conoce a este chico que se quedó ciego, así es que por una vez el periódico estaba en lo cierto. Me han contado que vieron a su madre llevarlo al hospital de ojos. Daba lástima, dijeron. Siete añitos tiene el chico. Ella lo guiaba con una correa, y el niño tenía un bastón especial para él, pintado de blanco. Decían que le iban a poner un perro guía también, un Terrier de pelo duro, y que lo dejarían en la puerta del Ayuntamiento durante el resto de su vida con una taza de latón si no mejoraba. Su padre tiene cáncer y su madre no podía permitirse tanto bastón blanco y tanto perro.

—Estás chalado… —dijo Seaton—. Vete a contar tus cuentos a otro sitio. Además, yo no tengo nada en los ojos. Siempre he tenido los ojos perfectamente y así seguirán. Cuando pasé el reconocimiento médico para la guerra los calificaron como A1, pero me hice el cegato y logré que me dieran C3 —añadió orgulloso.

Dejaron de hablar del tema. Su padre cortó varias rebanadas de pan y preparó sándwiches con los restos del fiambre de la cena del domingo. Arthur solía tomarle mucho el pelo, pero de algún modo estaba contento de ver que la tele seguía allí, en la esquina del cuarto de estar, una caja reluciente forrada en madera que parecía, pensó, un botín procedente de una nave espacial. Y, en cualquier caso, su viejo estaba contento, y se merecía estarlo, tras tantos años en paro antes de la guerra, con cinco críos a su cargo y la desgracia de no tener dinero ni forma de ganarlo. Ahora tenía un trabajo en la fábrica que le permitía estar sentado, tenía todos los Woodbines que pudiera fumarse, dinero para una pinta de cerveza cuando le apetecía, aunque no era su bebida habitual, unas vacaciones por ahí de vez en cuando, alguna que otra excursión con la empresa a Blackpool y un televisor en casa para entretenerse. No había punto de comparación entre la vida de antes de la guerra y la de después. La guerra fue algo maravilloso en muchos aspectos, si uno pensaba en lo feliz que había hecho a tanta gente en Inglaterra. No tengo un pelo de tonto, pensó Arthur.

Se metió un paquete de sándwiches y un termo de té en el bolsillo, y esperó mientras su padre se ponía la chaqueta con grandes esfuerzos. Una vez en la calle, les llegó con más claridad el ruido sordo de la fábrica, cien metros más allá, tras sus altos muros. Los generadores chirriaban sin parar toda la noche, y durante el día las gigantescas fresadoras que terminaban manivelas y pedales en la sección de torneado hacían que el barrio pareciera hallarse bajo la cercana respiración de un ser monstruoso que sufriera de una enfermedad del estómago. El aroma de las jabonaduras, la grasa y el acero recién cortado impregnaban el aire envolviendo con sus efluvios el suburbio de casas de cuatro habitaciones construidas alrededor de la fábrica, y las calles e hileras de viviendas colgaban de su tripa y sus flancos como becerros que mamasen de las ubres de una madre descomunal. La fábrica llevaba años mandando bicicletas embaladas desde el departamento de envíos a vagones de carga que las esperaban al otro lado de Eddison Road, haciendo que aumentaran de ese modo las exportaciones de posguerra (o quizá de preguerra, pensaba Arthur, porque siempre podía estallar otra guerra el día menos pensado) y tratando de tender pontones a lo largo de un río de aguas turbulentas, llamado balanza de pagos, sobre el que no se podían construir puentes. Los miles de hombres que trabajaban allí se llevaban sus buenos sueldos a casa. Lejos quedaban los contratos cortos, como los que se estilaban antes de la guerra, o los despidos por pasarse diez minutos en el baño leyendo el Football Post. Ahora, si el patrón te pillaba, siempre podías decirle que se metiese el trabajo donde le cupiera y marcharte a otro lado.

Y se acabó también eso de salir corriendo a comprar una bolsa de patatas de un penique para comértela con pan. Hoy en día, y ya iba siendo hora, podías ganarte un buen sueldo si te dejabas la espalda trabajando a destajo, y siempre podías comer caliente por dos chelines en una cantina grande. Con los sueldos de hoy en día podías ahorrar para una moto o incluso para un coche usado, o podías irte diez días de farra y dilapidar todos tus ahorros. Porque no vale la pena ahorrar año tras año. Es algo de tontos: el dinero vale cada vez menos, y, en cualquier caso, nunca sabes si los yanquis van a hacer alguna tontería de las suyas como tirar la bomba H sobre Moscú.

Y si lo hicieran, ya puedes ir despidiéndote de todo, quemar tus quinielas y billetes de apuestas y llamar a Billy Graham[1]. Eso el que sea creyente, porque lo que es yo…, pensó Arthur para sus adentros.

—Hace fresco —comentó su padre abrochándose el abrigo cuando salieron a la calle.

—¿Qué esperabas? Estamos en noviembre —dijo Arthur.

No es que no tuviese un abrigo, pero nunca se lo ponía para ir al trabajo, ni siquiera aunque hubiese nevado y estuviera helando. Un abrigo era para salir por la noche, con tu traje de Teddy Boy debajo. Al vivir a cinco minutos de la fábrica, ir caminando te hacía entrar en calor, y una vez dentro, junto a tu máquina, el trabajo hacía fluir la sangre. Sólo los que venían de Mansfield y Kirkby llevaban abrigo, pues en el autobús hacía frío.

La gorda chismosa de Mrs Bull estaba plantada al final del patio con sus gordos brazos cruzados sobre el delantal, mirando pasar a los que caminaban hacia el trabajo. Con su cara rosa y sus ojos pequeños y brillantes, defendía su tribu a capa y espada y era la reina del vecindario porque llevaba viviendo allí veintidós años, en el transcurso de los cuales se había ganado apodos como «La Gaceta» o «La Bocazas» por su afición a mirar las entradas y salidas de la fábrica cada mañana y cada tarde para seleccionar cotilleos con los que poder especular más tarde. Ni Arthur ni su padre la saludaron al pasar, ni tampoco hablaron entre ellos hasta que no habían avanzado un buen trecho, hasta la mitad de la calle.

Era una calle larga, recta y adoquinada, con farolas y cruces a intervalos regulares e hileras de casas repartidas de modo desigual. Al salir por la puerta principal te topabas directamente con la acera. El hollín había oscurecido el ocre rojizo de los ladrillos, y la pintura estaba agrietada y raída. Todo parecía de hace un siglo salvo los muebles que había dentro de las casas.

—Qué les faltará por inventar —dijo Seaton tras mirar hacia arriba y ver una antena de televisión colgando de casi cada chimenea, como si se tratara de una hilera de estaciones de radar, compradas todas a plazos.

Giraron hacia Eddison Road a la altura de la gran cantina de ladrillo rojo. El cielo de noviembre estaba despejado y era de un azul oscuro, en el que aún brillaban algunas estrellas.

—Todo el mundo acabará teniendo su propio helicóptero de juguete —respondió Arthur de buena gana—. Ya verás. Cinco libras por semana más intereses durante diez años y podrás ir a ver a tu amigo de Derby a la hora de comer.

—Por soñar que no quede —se burló el viejo.

—Lo leí en el periódico —dijo Arthur—. Fue en el del jueves pasado, creo, porque llevaba mi almuerzo envuelto en él. También decía que llegarían a la Luna en cinco años. Y en diez habrá viajes baratos de ida y vuelta en el día. ¡Es cierto!

Seaton se rio.

—Estás como un cencerro, Arthur. Algún día crecerás y dejarás de contar cuentos. Vas a cumplir veintidós, lo sabes mejor que nadie. Pensé que le pondrían remedio a esto en el ejército, pero veo que no lo hicieron.

—Lo único que cura el ejército —replicó Arthur— son las ganas de volver a alistarte. En eso son los amos.

—Cuando yo era joven ni siquiera teníamos radios —rezongó Seaton—. Y ahora mira lo que tenemos: televisión. ¡Películas en tu propia casa!

Les absorbió el torrente de los que entraban: bicicletas, autobuses, motos y peatones que aceleraban a última hora para franquear una de las siete verjas antes de que dieran las siete y media. Arthur y su padre entraron por la oficina hexagonal de administración, un edificio en el centro de una carretera amplia que dividía la fábrica en dos partes desiguales. Seaton era inspector en la sección de bicicletas de tres velocidades, así que se apartó de su hijo tras caminar con él cien metros.

—Te veo en la cena, Arthur.

—Hasta luego, papá.

Mientras caminaba por el enorme pasillo, rebuscó en uno de los bolsillos interiores la tarjeta de fichar y notó, como cada mañana desde que tenía quince años —salvo por el paréntesis de los dos en que tuvo que servir en el ejército—, el olor de las jabonaduras del aceite, de la maquinaria y las virutas de acero que te envolvía en una atmósfera cuyos efluvios hacían brotar granos en el rostro y en los hombros, una atmósfera que te habría convertido en un grano gigante si no fuera por la media hora que te pasabas en la pila del lavadero cada noche quitándote los peores y los más grandes. Qué vida, pensó. Trabajo duro y buen sueldo, y cada día ese mismo olor que te revuelve las tripas.

El timbre de la máquina de fichar sonó como una nota discordante en la luminosa mañana del lunes, una nota diferente a la de la melodía que Arthur oía constantemente en su interior. A las siete y media el reloj se calló. Una vez en el taller, Arthur se dejó devorar por la vorágine de ruidos y anduvo atravesando tornos, fresadoras, taladros, pulidoras y prensas manuales, operadas por una multitud de correas y poleas de transmisión que giraban, se enroscaban y golpeaban ruedas bien engrasadas por encima, cuya energía dependía de un motor acurrucado al fondo del recinto como la mole negra y reluciente de una ballena varada. Las máquinas, con su pequeño motor propio, arrancaron entre sacudidas y chirridos bajo las sombras de sus operarios, sumándose a un ruido que provocaba tremendos dolores de cabeza al contrastar con el exceso de calma del fin de semana, en el que Arthur había terminado pescando truchas al fresco en un canal bordeado por sauces cerca de Balloon Houses, a varios kilómetros de la ciudad. Los carritos a motor se movían por los pasillos principales, de un lado a otro de la fábrica, transportando cajas con pedales, cubos, tuercas y tornillos. Robboe, el capataz, estudiaba los nuevos horarios tras los cristales de su oficina; mujeres y chicas con turbantes y redecillas para el pelo, hombres y chicos con guardapolvos impolutos se afanaban en su tarea, ávidos por cumplir a tiempo su cuota de trabajo diaria; mientras, los encargados de la limpieza, a disposición de cualquiera que los requiriese, ya patrullaban por los pasillos con aire ocupado.

Arthur llegó a su torno, se quitó la chaqueta y la colgó en un clavo cercano para no perder de vista sus pertenencias. Apretó el botón de arranque y su motor cobró vida con una suave sacudida. Al mirar alrededor no parecía, a pesar del ruido infernal de la maquinaria acelerada, que nadie estuviera trabajando con particular urgencia. Sonrió para sí, cogió un cilindro reluciente de acero de la caja que estaba en lo alto de una pila que se alzaba tras él, y lo ajustó a la broca. Tiró el cigarrillo al contenedor de jabonaduras, retiró el revólver de su torno, y dio vuelta a la torreta ajustándole la fresa más ancha. Pasaron dos minutos mientras contemplaba la posición precisa de las herramientas y el cilindro, y finalmente se escupió en las palmas de las manos. A continuación frotó una contra la otra enérgicamente. Después abrió el grifo de las jabonaduras desde la tubería móvil inserta en un tubo de bronce, apretó el botón que hacía girar la broca y acercó diestramente la barrena al cilindro. La mañana del lunes había perdido su carácter terrorífico.

A cuatro chelines y medio por cada cien podías ganar dinero si hacías mil cuatrocientas por día —lo cual era posible sin tener que sudar demasiado—, y si lo dabas todo y hacías mil por la mañana, podías bajar el ritmo por la tarde, bromear con las chicas y hablar con tus colegas a ratos. Esa ociosidad a veces le traía problemas, ya que semanas atrás se le ocurrió dejar medio muerto a un ratón —que los gatos sobrealimentados de la fábrica habían pasado por alto— y ponerlo bajo el taladro de la máquina de una mujer. Robboe, el jefe, salió corriendo de su despacho cuando oyó los gritos, pensando que alguna maldita estúpida se habría pillado el pelo con una correa de transmisión (unos enormes carteles decían que las mujeres tenían que llevar redecillas para el pelo, pero con las mujeres ya se sabe). Finalmente, Robboe se alegró de que no se tratase más que de un ratón muerto. Sin embargo, recorrió de arriba abajo los pasillos preguntando uno a uno a los operarios quién había sido el del ratón, y cuando llegó a Arthur, que negó tener algo que ver en ello, dijo:

—Me apuesto a que fuiste tú, sinvergüenza.

—¿Yo, señor Robboe? —dijo Arthur con aspecto inocente, poniéndose derecho y ofendido en su orgullo—. Tengo tanto trabajo que no me puedo ni mover de mi torno. De todas formas, ya sabe que no soy de los que les gusta atormentar a las mujeres. Va contra mis principios.

Robboe lo miró:

—Bueno, no sé. Alguien lo hizo y creo que fuiste tú. Creo que eres tirando a rojeras, me parece a mí.

—¡Eso es una calumnia! —dijo Arthur—. Llamaré a mi abogado para tratar ese asunto. Hay cientos de testigos de que yo no he hecho nada.

Robboe volvió a su despacho poniendo mala cara a la chica que estaba dentro y a cualquier operario que requiriese su consejo durante la siguiente media hora; y Arthur se puso a trabajar en su torno, como si fuera un modelo de laboriosidad.

Aunque no podías quejarte al cobrar cuatro chelines y medio por cada cien piezas, el inspector a veces venía y te observaba trabajar. Y más te valía que no te viera construir cien a todo correr en menos de una hora, porque entonces Robboe vendría una mañana y te diría que tu cuota había bajado a razón de seis peniques o un chelín. Por eso, cuando notabas la sombra del inspector respirando a tu espalda sabías qué hacer si tenías dos dedos de frente: complicar cada movimiento, pero no trabajar más lento, porque eso iba en tu contra. Convenía hacerlo todo con hábil ostentación de rapidez. Aunque despotricaran contra él por ser el enemigo público número uno, el inspector era un hombre de aspecto inocuo, con gafas, que caminaba siempre ligeramente encorvado y que fumaba los mismos cigarrillos que tú, y que protegía su traje de raya diplomática con un guardapolvos color castaño. Era calvo como un champiñón y tan astuto como un zorro. Decían que le daban comisión por las reducciones que propusiese, pero eso era sólo un rumor, decidió Arthur. Algo que estaba más bien motivado por el rencor que se le tenía cuando te sisaba un chelín de tu cuota. Si te topabas con el inspector cuando ibas hacia casa desde el trabajo, él te daba las buenas tardes y tú respondías en función de si tu cuota había sido modificada últimamente o no. Arthur solía devolverle el saludo con amabilidad, ya que siempre que el inspector se situaba tras él, Arthur reducía su velocidad para producir justo cien por hora, ni uno más, aunque en una ocasión dio un promedio de cuatrocientas, porque iba atrasado en su cuota. Calculó, sólo para entretenerse, a cuánto ascendería su sueldo si, trabajando como un poseso, mantuviera esa velocidad poco prudente de cuatrocientas por semana, algo que solía desencadenar calambres, dolores de espalda y golpes en los nudillos, y sus cálculos en los márgenes del Daily Mirror daban como resultado que percibiría unas treinta y seis libras. Jamás haría nada tan arriesgado, se juró a sí mismo, porque me pesarían como una tonelada de ladrillos, y a la semana siguiente me resultaría imposible volver a ese mismo ritmo frenético. Así es que se resignó a ganar un cómodo sueldo de catorce libras y conformarse. Un sueldo mayor sería como tirar a paladas el dinero ganado con sudor dentro de las ventanas del edificio de la oficina de impuestos —echarle margaritas a los cerdos, como decía mamá—, y eso va contra mis principios.

O sea, que te ganabas la vida a pesar de la empresa, del inspector, del capataz y de los operarios, que siempre parecían estar como el perro y el gato salvo cuando se unían para echarte a ti la bronca, aunque la mayor parte del tiempo te importaba un bledo lo que dijeran y seguías trabajando tan contento por catorce libritas, girando la torrecilla del revólver para estriar el acero, entre efluvios de jabonaduras y metal, acciones mecánicas que te permitían ocupar la cabeza durante todo el día con escenas más vividas y agradables que las que sucedían a tu alrededor. Era un trabajo más fácil que conducir una camioneta, por ejemplo, en el que tenías que estar alerta. Girabas la torrecilla y aplicabas con suavidad la navaja de estriar con la mano derecha y te acordabas de aquel cabo en el ejército que comentaba lo maravillosas que eran las cosas que imaginabas en el baño, el único momento que uno tenía para pensar en todo el día. Pero ahora podías dedicar días enteros a pensar en las musarañas. Las horas se deslizaban veloces cuando te ponías a pensar, y antes de que te dieras cuenta la luz procedente de la oficina del capataz se encendía y apagaba marcando las diez en punto, hora en que unas mujeres con guardapolvo blanco traían unos carritos en los que llevaban grandes teteras y servían su molienda infame tan rápido como podían desde una fila de grifos relucientes.

Arthur rechazaba el té de la empresa porque era demasiado fuerte y no venía de brotes de Ceilán sino de los residuos que se barrían en el almacén de té y el bicarbonato con el que los regaban en la cantina. Un día derramó un poco de su brebaje naranja sobre un banco —de ahí venía su historia— e intentó quitar la mancha durante tres horas, pero ni siquiera el ingenio de los mecánicos pudo hacer algo contra la tenue huella de té intragable que permanecía allí como advertencia para todos los que lo viesen, aconsejándoles que se trajeran su propia bebida al trabajo, aunque muy pocos se tomasen la molestia de captar la indirecta.

—Si deja esa mancha en un banco viejo de madera cubierto de grasa, ¿qué te crees que hará en tus tripas? —les preguntaba Arthur a sus compañeros—. No quiero ni pensarlo.

Se quejó a la jefatura y le hicieron caso. Un director examinó las teteras de la cantina y encontró en el fondo una gruesa capa de té y sedimentos de bicarbonato. Como Arthur había hecho uso de sus derechos, se armó mucho barullo, lo cual hizo que mejorara algo la calidad, aunque no lo suficiente como para incitar a Arthur a beberlo. Él seguía yendo a la fábrica con un termo que le asomaba del bolsillo, y lo sacó ahora, tras apagar su máquina, pues la luz del despacho de Robboe parpadeaba, y los hombres ya estaban desenvolviendo sus paquetes de sándwiches.

Se dirigió al marido de Brenda, Jack, que estaba sentado en su mesa de trabajo entre una prensa de tornillo y una rueda de carborundo para afilar, con una taza del té de la empresa en una mano y la mitad de un sándwich de queso en la otra; la otra mitad la tenía ya en la boca, y lo que quedaba iba por el mismo camino.

—Córrete —dijo Arthur, sentándose a su lado en el banco—. ¡Haz sitio para mi trasero!

—No me tires el té encima —replicó Jack.

Arthur desenroscó el tapón de su termo y se sirvió una taza de té hirviendo.

—Dale un sorbo —le ofreció—. Eso que estás tomando te va a atacar al hígado.

Jack desenvolvió otro sándwich. Arthur tenía de sobra en su propio paquete, pero deseaba que Jack le ofreciera uno, cortado y untado por las manos de la propia Brenda. Aunque lo hiciese, no lo aceptaría, despotricó para sí. Dios, uno de estos días me va a descubrir.

—Este té está bien para los demás —dijo Jack—, por lo tanto también para mí. No soy quisquilloso.

Los guardapolvos que llevaba los lunes por la mañana lucían limpios y almidonados, como mucho con algunos lamparones producidos por la lima cerca del bolsillo de la pechera, y su camisa azul sin cuello se abrochaba flojamente con un botón. Tenía la cara joven y fresca de los veintinueve o treinta años, aunque la estropeaba un continuo ceño fruncido que lo exponía a las burlas despiadadas de los compañeros cuyas máquinas atendía.

—Pues entonces tendrías que ser quisquilloso —dijo Arthur con plena convicción—. Todos deberíamos ser quisquillosos. Algunos tipos beberían hasta orines si se los sirvieran en tazas de cerámica.

El rostro de Jack se relajó. Aunque él no decía palabrotas, no le importaba oírlas en boca ajena.

—No —dijo—. No llegaría a eso. Supongo que podría conseguir que Brenda me preparase un termo por las mañanas, pero no quiero causarle esa molestia.

—No es tanta molestia —dijo Arthur, partiendo un trozo de su sándwich.

—Podría serlo, con dos niños de los que ocuparse. El pequeño Jacky es un granuja. Se cayó por las escaleras ayer por la tarde.

Más rápido de lo necesario, Arthur preguntó:

—¿Y se hizo daño?

—Sólo unos cuantos cardenales, pero los gritos duraron dos horas. Está bien. Es de hierro, la verdad.

Es hora de cambiar de tema. No te metas en terrenos pantanosos, tú, pedazo de cabrón, se dijo. ¿Será este un cambio suficientemente rápido?

—¿Qué tal te fue en las carreras?

—Bien, gané cinco libras.

Sirvió.

—Cabrón, vaya suerte que tienes —dijo—. Yo puse diez chelines en Redcar, en la carrera de las tres y media el sábado, y no me llevé ni un penique. Un día de estos voy a reventar a ese corredor de apuestas.

—¿Por qué reventarlo? —pregunto el razonable Jack—. Eres demasiado supersticioso. O se gana o se pierde. No creo en la suerte.

Arthur hizo una bola con el envoltorio de su sándwich y la tiró al aire; fue a caer dentro de la caja de herramientas de alguno.

—¡En el blanco! —gritó—. ¿Has visto, Jack? Aunque quisiera no lo podría haber hecho mejor.

—No creo que la suerte beneficie a nadie, después de todo —prosiguió Jack.

—Yo sí —afirmó Arthur—. Casi siempre tengo suerte, aunque hay veces que acabo con un ojo morado. No muy a menudo, de todas formas, así que sigo siendo supersticioso y creo en la suerte.

—¡Pero si la semana pasada me decías que creías en el comunismo! —dijo Jack en tono de reproche—. Y ahora me vienes con eso de la suerte y la superstición… Eso no les va a gustar a los compañeros —terminó diciendo con una risa seca.

—Bueno —dijo Arthur, con la boca llena por el segundo sándwich y el té—. Si no les gusta, que se paseen.

—Dices eso porque no tienes nada que ver con ellos.

—He dicho que yo soy tan bueno como el que más, ¿no? —pregunto Arthur—. Y es lo que pienso. ¿Te crees que si gano a las quinielas te daría un penique? ¿O se lo daría a alguien? Yo diría que no. Me lo guardaría todo para mí, aparte de algo para mi familia. Les compraría una casa y les dejaría la vida asegurada para siempre, pero los demás ya me lo pueden pedir de rodillas que no les daré nada. He oído que hay tipos que cuando ganan con las quinielas reciben miles de cartas con peticiones, pero ¿sabes lo que haría yo si las recibiese?: una hoguera con ellas. Porque no creo en eso de compartir ni en ser equitativo, Jack. Como esos tipos que a veces echan discursos sobre unas cajas de detergente fuera de la fábrica. Me gusta escucharlos hablar de Rusia, de las granjas y las centrales eléctricas que tienen allí, porque es interesante, pero cuando dicen que si ellos llegaran a gobernar todo el mundo tendría que compartir y ser equitativo, eso ya es otro cantar. Yo no soy comunista, te lo digo, pero ellos me caen bien porque son distintos de esos peces gordos, los bastardos conservadores del Parlamento, y de esos infelices de los laboristas también. Nos roban los sueldos cada semana con pólizas de seguros e impuestos, y encima pretenden convencernos de que es por nuestro propio bien. Yo sé lo que me gustaría hacer con el gobierno. Iría por todas las fábricas de Inglaterra repartiendo series y más series de numeritos y rifaría la sede del Parlamento. «Por seis peniques, chicos —les diría—. Una buena casa grande para el ganador». Y cuando hubiese logrado un buen pellizco me instalaría en algún sitio con quince mujeres y quince coches, eso haría… Pero ¿te conté, Jack, que voté a los comunistas en las últimas elecciones? Lo hice porque pensaba que los pobres tipos no conseguirían ni un voto. Lo hice para ayudar a los perdedores. Ya ves, tampoco tendría que haberlos votado porque tenía menos de veintiún años, pero usé el voto de mi padre, que estaba en la cama con problemas de espalda. Le saqué la papeleta de voto del bolsillo de su abrigo sin que se diese cuenta y, en la cabina, les dije al poli que estaba fuera y al tipo de la mesa de dentro que yo era Harold Seaton, y ni siquiera se molestaron en mirar la papeleta. Y entré y voté. Así de fácil. No me lo creí hasta que volví a salir. Y lo haría otra vez, vaya que sí.

—Te habrían caído diez años en el talego de haberte pillado —dijo Jack—. Con eso no se juega. Tuviste suerte.

Arthur se sentía como un triunfador.

—Ya te dije que la tenía. Pero para eso están ahí esas leyes disparatadas: para que tipos como yo se las salten.

—No seas tan gallito —le reprendió Jack—. Algún día te pescarán.

—¿Para qué me pescarán? ¿Para que me case, quieres decir? No estoy tan chalado.

Jack se defendió ahí donde Arthur le había hecho sentir vulnerable:

—No digo que lo estés. Tampoco yo lo estaba cuando me casé. Quería hacerlo, eso es todo. Sabía en lo que me metía. Y me gusta. Me gusta Brenda y yo le gusto a ella, y nos llevamos bien. Si uno se porta bien con el otro, la vida conyugal está bien.

—Te creo, entonces. Muchos no lo harían, a pesar de todo.

¿Quién se creería que estoy liado con su señora? Un día lo descubrirá, supongo, pero no seas tan gallito, tú, chuleta fanfarrón. Si eres tan gallito te cambia la suerte, así que ten cuidado. Lo peor de todo es que Jack me cae bien porque es un buen tipo, de los mejores. Es una pena, qué mundo más cruel. Pero me lleva ventaja porque duerme con Brenda todas las noches. Supongo que debo mantener la esperanza de que le atropelle un autobús de dos pisos para poderme casar con Brenda y dormir con ella todas las noches, pero no sé por qué, no tengo demasiadas ganas de que le pille un autobús.

—Por cierto, no te he contado, ¿verdad? —dijo Jack seriamente tras una larga pausa en la que siguió masticando, como si algo grande y pesado hubiese ascendido a su conciencia.

Arthur se preguntó: ¿lo sabe? ¿Es posible? Su rostro parecía pensativo. ¿De qué se trataba? Nadie podría haberle hablado a Jack de sus idas y venidas. ¿O igual sí, algún cotilla? Poco podían contarle. Tenía un aire raro esta mañana.

—¿El qué, Jack? —preguntó, enroscando de nuevo el tapón de su termo.

—Bah, nada. Sólo que Robboe vino el otro día a decirme que voy a empezar el turno de noche la semana que viene en el taller de moldeo. Les falta gente allí y quieren a otro operario. Una semana haré turno de noche y otra de mañana.

—Vaya faena —le dijo Arthur solidario, pensando que estaba diciendo lo adecuado en esas circunstancias—. Lo siento, Jack.

Ahí se dio cuenta de su error. Jack estaba muy contento con su cambio.

—No sé qué decirte. Significará más dinero. Brenda hablaba últimamente de comprar una televisión, y quizá ahora pueda conseguirle una.

Aceptó un cigarrillo de Arthur, que dijo:

—En cualquier caso, ¿con quién voy a hablar durante la pausa para el té?

Jack se rio, una risa curiosa, ya que seguía teniendo el ceño fruncido.

—Ya te apañarás. —Y le dio una palmada (no muy fuerte) en el hombro diciendo—: Ya nos veremos.

Se encendió la luz: el descanso había terminado.

Cómo puedo tener tanta suerte, pensó Arthur cuando volvió a poner en marcha el torno. Es demasiado bueno para ser verdad, así que más me vale disfrutarlo mientras pueda. No creo que Jack le haya contado ya a Brenda lo de las noches, pero me apuesto algo a que ella se morirá de risa ante las buenas noticias cuando él lo haga. Quizá no la vea los fines de semana, pero allí estaré como un clavo todas las noches, que es mucho mejor. Da vueltas a la torrecilla y ajusta la fresa, luego el taladro, después la navaja de estriar. Ponte a biselar, luego a taladrar, después a pulir. Ya está. Sácalo y mete otro cilindro, revisando de vez en cuando la medida, porque no tendría gracia hacer mil y que me los tirasen a la cara los inspectores. Cuarenta y cinco chelines no crecen de los árboles. Y de nuevo a dar vueltas a la torrecilla, a fresar, a estriar y a taladrar hasta que se me duerman los brazos. Veloz como un rayo. Sacar uno y meter otro, llamando a gritos al del carro para que se lo lleve y traiga más, apúntate otros cien, sin reparar ya en el olor de las jabonaduras ni en las correas de transmisión sobre la cabeza que me sacaban de quicio cuando llegué a la fábrica por primera vez a los quince años, chasqueando como trallazos, enroscándose, chocando y cambiando de sentido, igual que las ideas en la mente de Robboe, el capataz. Es una vida dura, por más resistencia que tengas, eso de sudar la gota gorda para ganar unas libras con las que llevar de juerga a Brenda, y después de nuevo a la cama, o a las veredas y a los bosques de Strelley, pasando por delante de las viviendas municipales donde mi hermana Margaret tiene una casa y tres críos del inútil de su marido; atravesar ese lugar con Brenda hasta la cabaña en ruinas de un pastor que conozco desde niño y acostarla entre la paja, con tantas ganas de amarnos que apenas podemos esperar. Menos pensar en esto o se me irá el torno, y cualquiera sabe lo que habrá que hacer con otro galón de jabonaduras atascando las máquinas. El tiempo vuela y no hay que cometer errores, y ya es la hora porque he hecho otras doscientas y estoy listo para irme a casa y comer algo y leer el Daily Mirror o ver qué pasa con las guarrillas en traje de baño del Weekend Mail. Respecto a Brenda, no puedo esperar más para echarme sobre ella. Te lo mereces, guapa, por estar tan buena y ser tan cariñosa. Y ahora la navaja de estriar necesita que la afilen, así que se la daré a Jack esta tarde. Lo siento por él, pero pronto empezará el turno de noche, y Brenda y yo lo pasaremos como enanos en todas las camas y rincones que pillemos. ¡Habrá bragas volando y lío de piernas en el bosque de Strelley, sin importarnos el frío que haga!

Al minuto de poner un pie fuera de la verja de la fábrica ya no pensabas más en el trabajo, pero lo más gracioso es que tampoco pensabas en el trabajo cuando estabas de pie junto a tu máquina. Empiezas el día cortando y taladrando cilindros de acero con cuidado, pero tus acciones se van haciendo poco a poco más automáticas y te olvidas de todo lo relacionado con la máquina y con el trabajo diligente de tus brazos y manos y el hecho de que estás taladrando y cortando, labrando en bruto hasta límites de sólo cinco milésimas de pulgada. Tras media hora dejabas de advertir el ruido de los carros que recorrían el pasillo de arriba abajo y el espantoso estruendo de las correas que giraban y golpeaban sin que ello afectara a la calidad de tu trabajo, y olvidabas tus viejos conflictos con el jefe y volvías a pensar en sucesos agradables que te habían ocurrido alguna vez, o cosas que deseabas que te ocurrieran en el futuro. Si tu máquina trabajaba bien —el motor suave, las válvulas apretadas, cada pieza en su lugar— y si imprimías a tus acciones un ritmo favorable, te ponías contento. Te pasabas el resto del día en las nubes, y por la tarde, cuando ya tenías que admitir que sentías los brazos y las piernas tan tensos como si los hubieran estirado en un potro de tortura hasta casi romperlos, salías de la fábrica al cálido mundo de los pubs y las chicas ruidosas de vida alegre que algún día te proporcionarían materia prima para seguir en las nubes cuando estuvieras junto al torno.

Eran maravillosas las cosas en que pensabas cuando trabajabas junto al torno, cosas que creías haber olvidado y que nunca volverían a aparecer, a menudo cosas que deseabas haber olvidado. El tiempo volaba cuando desgastabas el suelo empapado de grasa y trabajabas furiosamente sin darte cuenta: vivías en un mundo armonioso de imágenes que pasaban por tu mente como una linterna mágica, a menudo con colores tan realistas y memorables como disparatados, un mundo donde la memoria y la imaginación fluían con libertad y hacían acrobacias con tu pasado y con lo que pudiera ser tu futuro, un frenesí que producía todo tipo de visiones placenteras. Como lo que había dicho aquel cabo respecto a sentarse en el baño: era el único momento que tenías para pensar, y, para completar la cita, se pensaban algunas cosas agradables y estupendas.

Cuando Arthur volvió al trabajo por la tarde sólo necesitó hacer cuatrocientos cilindros para completar su cuota diaria. Si hubiera querido, podría haberlo hecho más despacio, pero era incapaz de tomárselo con calma hasta que cada cilindro estuviese limpio y terminado en la caja cercana a su torno, sin querer reducir la velocidad mientras quedasen tareas por hacer. Terminó las cuatrocientas piezas en tres horas, para poder pasar un rato agradable disimulando con maestría que no estaba haciendo nada, dando la impresión de estar muy ocupado, tal vez limpiando su máquina o hablando con Jack mientras mostraba ostensiblemente que estaba esperando a que le afilara las herramientas. Qué astuto soy, pensó con alegría, cuando empezó las primeras cien, y las acabó una a una a una velocidad respetable. No dejes que los muy cabrones se te echen encima, como solía decir Fred cuando hacía la mili en la marina. Era un comentario que sonaba a una rueda de carborundo para afilar, cuando lo soltaba en latín, pero en cualquier caso un buen consejo, aunque no hacía falta que me lo dijese. No dejaré que nadie se me eche encima, porque valgo tanto como cualquiera, aunque cuando llega la birria de voto que me proporcionan, a menudo tengo ganas de decirles por dónde se lo pueden meter, porque no sirve para nada. Pero si dijeran: «Mira, Arthur, aquí hay un quintal de dinamita y un detonador sin estrenar; ahora vuela la fábrica», entonces lo haría, porque merecería la pena. Acción. Me iría a todo correr a Rusia o al Polo Norte y allí me sentaría a partirme de risa por lo que acabaría de hacer, ante la visión de jefes, máquinas y bicis relucientes volando por el aire una maravillosa noche de luna llena. Tampoco es que tenga nada contra ellos, pero así es como me siento una y otra vez. A mí qué me importa si el mundo estalla mañana, mientras estalle yo con él. No es que no quiera ganar noventa mil libras de entrada, pero llevo una vida bastante buena y no me preocupo por nada, y, para rematar, sería una pena dejar a Brenda, especialmente ahora que Jack va a tener turno de noche. No es que a él le importe, que es lo gracioso de esto, porque está contento con un aumento de sueldo y un cambio, y yo estoy contento y sé que Brenda está contenta. Todos contentos. El mundo va bien a veces, si no flaqueas, o si no les das a los muy cabrones la oportunidad de ir a un ritmo endemoniado con eso del carborundo.

Robboe, el jefe, recorrió el pasillo hablando con un operario. Robboe era un tipo de unos cuarenta años que había estado en la empresa desde los catorce. Empezó como aprendiz e invirtió mucho tiempo en la escuela nocturna; un hombre que no sufrió los rigores de los turnos cortos durante la guerra —como le pasó a mi viejo, pensó Arthur— y que se mantuvo en los servicios esenciales durante la contienda, con lo que se libró del ejército. Ahora se embolsaba unas veinte por semana más un buen bono por producción. Era un hombre tranquilo de rostro cuadrado, ojos y ceño de aspecto atormentado, labios finos como de caucho y una mano siempre en el bolsillo jugueteando con un micrómetro. Robboe conservó su trabajo porque era bueno dando la respuesta acertada, y porque aguantaba la charla a sus espaldas con una sonrisa irónica y buena cara, siempre y cuando lo hicieras abiertamente y sin hacer ver que le tenías miedo. Era el terror para hombres como Jack, pero para Arthur era un ser humano afligido con el peso plúmbeo de la autoridad, como si presintiera que siempre había una revuelta a punto de estallar.

Arthur empezó en la empresa como mensajero. Llevaba muestras de partes de bicicleta de una sucursal de la fábrica a otra, o hacía recados por la ciudad en una bicicleta con remolque. En aquel momento tenía quince años, y todos los jueves por la mañana Robboe lo mandaba a hacer un misterioso recado en una farmacia del centro de la ciudad; le daba un sobre cerrado con una nota y algo de dinero dentro. Arthur llegaba a la tienda tras una pedalada entretenida y relajada a lo largo de las orillas del canal y a través de calles estrechas, y el farmacéutico le daba un sobre color marrón aún más resistente, que contenía algo plano y esponjoso, además del cambio del dinero que iba en el primer sobre. Tras tres meses de trayectos como ese, Arthur descubrió lo que Robboe le mandaba a comprar, porque una mañana el farmacéutico tenía demasiada prisa para comprobar si el sobre estaba bien cerrado, y por tanto, mientras esperaba a que cambiase el semáforo, Arthur pudo abrirlo, vio lo que había dentro y luego lo cerró de nuevo, esta vez sellándolo con firmeza. Encontró lo que esperaba, y volvió en su bicicleta para recorrer el Castle Boulevard riéndose como un loco, adelantando autobuses, carritos de lecheros e incluso coches, por la furia de su velocidad. Todo el mundo lo miraba fijamente, como si hubiese perdido la cabeza. «¡Tres paquetes!», gritaba. «¡El viejo canalla! ¡Tiene una querida! ¡Nueve veces por semana!». Así se difundieron las noticias por la fábrica, y mucho tiempo después, cuando a Arthur le relevaron del puesto de mensajero para ponerlo a manejar un taladro, al dejar su máquina para ir al baño, si alguien le gritaba: «¿Dónde vas, Arthur?», y si Robboe no estaba por allí, él siempre respondía a grito pelado: «¡Voy al centro a buscar las gomas de Robboe!» con su acento cerrado de Robin Hood deliberadamente tosco, que provocaba alaridos de risa entre las mujeres y carcajadas entre los hombres.

Robboe se paró junto a la máquina de Arthur, cogió una pieza ya terminada y examinó su tamaño atentamente con un micrómetro.

Arthur hizo una pausa mientras giraba la torrecilla.

—¿Todo bien? —preguntó, belicoso.

Robboe, siempre con un cigarrillo en la boca, apartó soplando el humo de sus ojos, y la ceniza cayó sobre su guardapolvos marrón. Tomó la última medida con un calibrador.

—Sí —dijo—. Todo bien. —Y salió.

Arthur y Robboe se toleraban mutuamente y confiaban el uno en el otro. La enemistad que permanecía latente en ellos era como un animal negro que reprimía el ruido de sus gruñidos, a las órdenes de un amo que le obligaba a estarse quieto, una fiera que quizá se había trasmitido de generación en generación, de padre a hijo por ambas partes. Cada uno respetaba el linaje del otro y lo reconocía cuando preguntaban o respondían lacónicamente a las pocas preguntas bruscas que surgían entre ellos, actuando con fanfarronería y mirándose con frialdad.

Robboe tenía un coche —todo había que decirlo: un Morris del año de la pera— y una casa adosada en un barrio distinguido, y Arthur usaba esas pretensiones contra él porque, básicamente, procedían del mismo estrato social, y por tanto él se habría mostrado más dispuesto a colaborar si Robboe viviera en una casa de cuatro pequeñas habitaciones como la suya. Porque Robboe no era mejor que él en absoluto, rumiaba Arthur, girando la torrecilla y aplicando suavemente la herramienta de estriar a un cilindro de la última docena del día, y, ya puestos, no era mejor que ningún otro. Arthur nunca juzgaba a los hombres por sus conocimientos o logros, sino a tenor de un método ciego y exaltado que sopesaba sus valores más básicos. Era un indicador emocional, de precisión cuando él lo fijaba, y a quienes se les aplicaba podía dárseles un aprobado o un suspenso. En los límites de sus estrictas definiciones lo usaba como una guía fiable para ver quién era amigo suyo y quién no, y hasta qué punto podía confiar en una persona con la que podría entablar amistad.

Por eso, cuando Arthur miraba a un hombre o escuchaba la inflexión de su voz o lo veía caminar, emitía un juicio rápido que resultaba ser tan preciso como pudiera serlo uno elaborado tras varias semanas de trato.

Su primer juicio acerca de Robboe nunca se vio alterado. En realidad, ganó terreno. Sus conclusiones semiinconscientes probaban que nadie era mejor que otro en este caso concreto, que compartían con llana transparencia un mundo de enemistad que requería una cierta dosis de confianza. Y Arthur no ponía en duda que Robboe le hubiese aplicado a él un examen parecido y llegado a conclusiones idénticas. Así que el respeto mutuo que se tenían se basaba en un modo de juzgarse que ninguno habría podido explicar con palabras.

Cada vez que Arthur miraba a alguien a la cara, arrugaba las cejas para parecer astuto y hermético, y decía en voz alta: «Te tengo calado». Probablemente había puesto en una balanza mental sus características principales, aunque no podía explicar ni el mecanismo de la balanza ni la naturaleza de los objetos que equilibraban cada platillo.

Las reacciones hacia este comentario podían ser muy variadas. Cuando se lo decía a uno de sus amigos, quizá en plena disputa ante una caja de piezas rechazada por el inspector, le respondían con una voz tan desdeñosa como estentórea: «Eso es lo que tú te crees».

Cuando alguien se lo decía a Arthur, su típica respuesta era: «Vaya, ¿en serio? Pues eres muy listo, amigo, porque a mí nadie me cala, te lo digo yo».

Lo que igualmente servía para hacerlos callar, y quizá fuera verdad también que, aunque todos podían tener la habilidad de calar a los demás, nunca se les ocurría tratar de emplear esta capacidad consigo mismos. Arthur había dado con esta carencia que todos parecían sufrir, si bien todavía no había pensado seriamente en aplicarse la experiencia a sí mismo.

Pero, a pesar de sus aptitudes para catalogar a la gente, Arthur nunca había comprendido lo bastante bien a Jack el afilador. Quizá le resultaba más complicado que los demás por ser el marido de Brenda. Lo cierto es que era del mismo estilo que Arthur, nunca fingió ser diferente, y normalmente lo habría calado al vuelo, pero de algún modo las ramificaciones esenciales de su carácter se le escapaban. Jack era tímido en muchos aspectos, un hombre reservado que no mostraba mucho de sí mismo. Intervenía en las conversaciones, aunque nunca chillaba ni blasfemaba ni bebía como un cosaco, ni siquiera se enfurecía por más que los jefes le sacaran de quicio; nunca abría su mente para que uno pudiese echar un vistazo en su interior y así ver de qué estaba hecho. Arthur ni siquiera sabía si Jack tenía idea de que él estaba liado con su mujer. Quizá sí o quizá no, pero si la tenía, entonces era un redomado hipócrita por callarse. Era de esos que podrían sospechar o incluso tener pruebas fehacientes de que te estabas tirando a su mujer durante meses y no mencionarlo hasta que estuviese listo y convencido. Incluso cabía la posibilidad de que nunca llegara a decir nada: un error por su parte porque, si lo hiciera, Arthur le devolvería a Brenda. Era una de las reglas de su juego.

Así que, sabido esto, si seguía con la mujer de Jack era por culpa del propio Jack. Arthur clasificaba a los maridos en dos categorías principales: los que cuidaban de sus mujeres y los confiados. Jack entraba dentro de la segunda, que Arthur, por experiencia, sabía que era menos frecuente que la primera.

Al haberse dando cuenta enseguida de esto, tuvo suerte en el amor, y por tanto lo pasó bien, aprovechando las ocasiones propicias, creciendo desde los diecisiete con la idea de que las mujeres casadas eran las mejores. No tenía compasión con los maridos «confiados». Algo faltaba en ellos, no como la pierna que le falta al cojo y que no puede reemplazarse, sino algo que esa panda de inocentes podrían haber arreglado sin demasiado esfuerzo si hubieran sido menos egoístas, si se aclarasen las ideas y cuidasen un poco mejor de sus mujeres. Pues Arthur, en sus momentos de mayor tolerancia, decía que las mujeres eran algo más que objetos ornamentales y esclavas del hogar: eran criaturas tiernas y maravillosas que necesitaban cuidados, que requerían toda la atención que un hombre les pudiera prestar, y desde luego más que la que los hombres prestaban al trabajo o a la propia diversión. De todas formas, un hombre obtiene mucho placer al ser agradable con las mujeres, aunque también era verdad que había algunas que no te dejaban ser agradables con ellas, mujeres con cara de pocos amigos y corazones tan duros como clavos que te amenazan con el puño y rugen: «Haz esto, haz lo otro, haz lo de más allá…», y ya podías intentarlo todo para ser amable con ellas, que les iba a dar igual. Habría sido mejor que hubiesen nacido hombres, harían menos daño y causarían menos tristeza. Las convocarían para ir a la guerra y allí las matarían o las meterían en la cárcel por decir: «Haz esto, haz lo otro», como los oradores de las cajas de detergente. Eran de esa clase de mujeres que te consideraban chalado si intentabas quererlas, y sencillamente no entendían lo que era el amor, y lo único que podías hacer era acabar dándoles un puñetazo en las narices. Incorregibles y chifladas.

Pero reconozco que la mayoría de las mujeres desean que las quieras y que seas bueno con ellas, seguía pensando, e incluso aunque al principio no estuvieran por la labor, enseguida acaban por quererte un poco. Consigue que una mujer lo pase bien contigo en la cama —ese es un asunto importante— y estarás en el buen camino para lograr que se quede a tu lado. Dios mío, es la mejor cosa que he hecho: asegurarme de que una mujer obtenía su placer y a la vez yo obtenía el mío. Sólo Dios sabe cómo caí en la cuenta. Yo no tengo ni idea. Aunque también es verdad que si a un hombre le gusta beber, y a una mujer no le gustan los hombres que beben, va a ser pan para hoy y hambre para mañana, lo mires como lo mires. Y ese es mi principal problema, y por eso no soy arrogante respecto a todo, en definitiva, y por eso he de tener cuidado y encontrar a la mujer más amorosa de todas, buscando casi siempre entre las mujeres casadas que no reciben mucho amor, las que tienen maridos confiados.

Así era posible olvidar la fábrica, ya fuese sudando y retorciendo los músculos junto a una máquina cuando estaba dentro, o bebiendo una cerveza en un pub o amando a Brenda en su cama grande y blanda los fines de semana. La fábrica daba igual, podría seguir funcionando hasta que estallase por la excesiva velocidad, pero yo, pensó, un par de docenas por encima de mi cuota diaria, seguiré aquí cuando ya no haya fábrica, lo mismo que Brenda y todas las mujeres como ella, esa clase de mujeres que valen su peso en oro.