EL TESORO DE LOS «CANCAS»

El espeleólogo uruguayo Filisberto Nelson Amatista realizó un descubrimiento asombroso en una de sus, obviamente, profundas investigaciones por tierras peruanas.

Amatista se dio, literalmente, de narices, contra un libro de tapas ferruginosas, enmohecido hasta lo irreconocible, pero milagrosamente conservado, cuando recorría una interminable caverna en la incaica provincia de Huamanga.

A la escasa luz de la linterna que llevaba adosada a su casco de seguridad, el estudioso oriental pudo comprobar, con asombro, que dicho libro no era otra cosa que un diario de conquista, llevado cientos de años atrás por la mano severa de un adelantado español. No era tal material periodístico, por supuesto, lo que ambicionaba encontrar Filisberto Nelson Amatista en aquella gruta. El montevideano tenía un propósito muy distinto en principio, que consistía en hallar de una buena vez un especial tipo de gallina que, según le habían informado, pululaba en aquellos recovecos subterráneos ubicados nada menos que a 86 metros bajo la superficie de la tierra. El dato se lo había acercado un caciquejo de la tribu Potó, tributaria de los milenarios «cancas», parientes pobres de los incas. El caciquejo en cuestión fue encontrado casualmente por Amatista en Berna, en un Simposio de Productores de Líquidos de Frenos para Automotores, adonde el indígena había concurrido pensando que se trataba de una mesa redonda sobre temas aborígenes. Lo cierto es que el inquieto uruguayo, solo, según su costumbre, cargó su mochila y se lanzó en busca de aquella colonia avícola que moraba en las profundidades de la tierra.

Las aventuras y desventuras que le acaecieran durante su azaroso periplo tras las gallináceas subterráneas serían motivo, por sí solas, de constituir un libro[14]. Pero el hallazgo de aquel documento invalorable es lo que ahora nos ocupa y lo que pasamos a transcribir procurando disimular, de ser posible, las omisiones, ausencias y obligadas confusiones propias de un escrito devastado por el tiempo y un ámbito húmedo y soterrado. De cualquier forma, la narración del capitán Diego de Mula Merced Uranga y Alvarado, condestable de La Pollina, es una pequeña joya que encarna un ejemplo del drama encerrado entre la codicia y el reuma.

13 de enero de 1528

Hemos atrapado a un nativo. Se acercó mucho a Francisco Urquijo de Samaniego, quizás deslumbrado por el brillo de la armadura y Pancho lo atrapó. El nativo se empeñaba en no hablar la lengua de Castilla. Son indios austeros en el lenguaje y empecinados. Debimos recurrir a un lenguaraz ya que los gestos en nada colaboraron. Es más, sospecho que muchos de los gestos que nos hacía el salvaje con las manos no eran otra cosa que una serie de procacidades. Se tomaba mucho los testículos, por ejemplo. Entre los aztecas eso significa: «Deben caminar dos lunas hacia la derecha», pero entre estas criaturas no arriesgaría una traducción. Finalmente pudimos hacerle entender que nuestro deseo era saber dónde se hallaba el tesoro de los «cancas», del cual tanto nos han hablado. El salvaje meneaba la cabeza, en señal de no comprender. No sé cómo pude conservar la paciencia. Siempre he sido partidario del suplicio. El padre Aparicio me convenció de que debemos persistir en la persuasión. Cercanas ya las sombras de la noche abandonamos el intento.

14 de enero de 1528

Espero que la decisión haya sido la más acertada. Hoy por la mañana el nativo prisionero insistía en decir que desconocía el sitio donde se halla oculto el tesoro de los «cancas». No sólo eso: reclamaba a voces el desayuno. Yo perdí la calma. El padre Aparicio pudo contenerme cuando ya estaba por pasar de lado a lado al insolente con mi espada, pero debió suministrarme un par de hostias para calmarme. Comprendo que mis nervios empeoran. Antes mi organismo no necesitaba nada para mantener la templanza. Hoy por hoy sólo duermo si ingiero una hostia antes de reposar. Es la única forma en que logro retener el cristianismo en el cuerpo, me ha dicho el padre Aparicio.

Enrique Pinzón me sugirió otra cosa para convencer al cautivo: comprar su voluntad con lo que nos quedaba de baratijas y chafalonías. Ante la vista de las fantasías multicolores la expresión del salvaje cambió. Su rostro cetrino se iluminó cuando arrojamos delante de él el contenido de dos alforjas de minucias. Estuvo probándose collares, pulseras y dijes durante más de tres horas, abusando de nuestra cristiana paciencia. Juro que debí contenerme para no degollarlo de un solo tajo. Pero lo que más me ofuscó fue que, agotado ese tiempo, arrojó todas las chafalonías a un lado haciendo gestos claros de que no le gustaban. Luego él nos ofreció algunos de sus inmundos collares hechos con vértebras de cochinillo y semillas de mandioca enhebradas en una tripa. Allí me tuvieron que contener entre cuatro en tanto el padre Aparicio me hacía tomar una hostia de las más fuertes. Cristóbal de Zarzaparrilla puso a mi consideración otra alternativa entonces: ofrecerle los espejos. Así fue que pusimos ante los ojos del salvaje varios trozos de espejo que sacamos del morral de Pinzón. Nunca he visto a ser humano alguno, si se puede llamar seres humanos a estas criaturas selváticas, poner expresión tal. Sólo recuerdo esa expresión en los ojos del adelantado Florián Hernández de Argensola, la jornada aquella en que nos caímos en la carabela por las cataratas del Diablo. El pobre Florián murió creyendo que la tierra era cuadrada. Lo cierto es que el indio modificó su tesitura negativa ante la visión de los espejos. Dijo que nos traería toda la información necesaria para llegar hasta el tesoro, solamente si le dábamos el morral completo conteniendo todos los espejos. Tuve que morderme para no destriparlo con mi daga. Sucio analfabeto. Hemos comprado cosechas enteras con un solo anillo de plomo. Obtuvimos cientos de onzas del mejor oro de Iquique, a cambio de un orinal de latón. Pero este insensato pedía todos los espejos que eran como quince trozos de buen porte. Decidimos discutirlo entre todos. Nos llevó más de una hora ponernos de acuerdo, especialmente convencer a Cristóbal de Zarzaparrilla, quien no puede peinarse sin que algo lo refleje. Finalmente, decidimos aceptar el canje. Si logramos dar con ese tesoro podremos ya volver a España e iniciar el armado de una nueva nave con más comodidades, con baños, por ejemplo. Fue ahí que el nativo salió con un desplante: debíamos dejarlo ir con los espejos y mañana él volvería con los datos. Tuvieron que tomarme de los brazos para que no castrase al impío. El padre Aparicio pidió mi asentimiento para dejarlo ir bajo su responsabilidad. Me dijo ser él un conocedor del espíritu humano y que había visto en los ojos de ese anacoreta el brillo inequívoco de la lealtad. Lo dejamos marchar.

15 de enero de 1528

No vino el indio.

16 de enero de 1528

Hoy tampoco.

17 de enero de 1528

Hoy hice crisis. Venía soportando bastante bien la ansiedad pero mis nervios me traicionaron. Para colmo me picó un bicho y me puse morado negro. Eugenio de Castellondo y Alcántara hubo de sajarme la pierna con su daga en torno a la picadura del maldito insecto para que fluyese la sangre adulterada. El imbécil del padre Aparicio, consciente de que su torpe actitud de liberar al indígena había sido un error histórico, no se aproximó a mi camastro. No sé que hubiese pasado de haber yo necesitado los últimos sacramentos. Recién se hizo presente a la noche cuando ya la fiebre se había retirado de mi cuerpo maltrecho. Me hizo tomar tres hostias y así, solamente, pude dormir. Al despertarme de unas horas de sueño, comimos con Eugenio un poco de lagarto. La cola de lagarto sabe muy bien. ¡Pensar que en mi lejana Castilla, veía pasar estos animalejos por entre las almenas del castillo y ni tan siquiera sentía hambre! Este último lagarto no me ha gustado. Quizás sea producto de la fiebre. La temperatura me sube cuando pienso en el salvaje que desapareció con nuestros espejos. Por otra parte, no puedo comer sin vino. Conservamos nuestros copones de oro, pero la única bebida que podemos poner en ellos es agua o una melaza fermentada que consumen los indios. Durante semanas la estuvimos bebiendo, hasta que nos enteramos de que los «cancas» sólo la usan para preservar el pelaje de los puercos.

18 de enero de 1528

¡Apareció el indio! Por supuesto, sin la información y sin los espejos. El muy ladino surgió desde la espesura acompañado de un lenguaraz que nos explicó que el tesoro de los «cancas» había sido robado por un cacique joven quien huyó con la fortuna a Europa. Según el intérprete, dicho cacique conoció a la hija de un Adelantado y ésta lo convenció de hacerse de las riquezas y escapar a vivir en una cabaña en los Alpes. Lógicamente todo esto me sonó a cuento. De un estoque pasé de parte a parte al traductor. Luego hice atar al salvaje que se llevara nuestros espejos y lo sometí a suplicio. En esta ocasión el padre Aparicio optó por callar. ¡Bueno hubiese sido que hablase! Lo suyo fue un error mayúsculo. Aunque vaya a saber luego qué escriben sobre él los historiadores. Así como dijeron que Hernán Cortés había quemado sus naves para afirmar su determinación de quedarse en estas tierras. Lo cierto es que se le había ocurrido festejar San Pedro y San Pablo y se le prendió una vela. Incluso había grumetes vestidos de cabezudos. Los historiadores arreglan todo a su gusto.

Lo importante es que pude demostrar palmariamente lo eficaz de mi sistema. Tan sólo había pasado una hora de tormento cuando el salvaje hizo señas de que nos indicaría el camino a seguir para llegar hasta el tesoro de los «cancas». Lo pusimos de pie y, orinando sobre el piso, dibujó en el suelo terroso el camino a la riqueza. El lugar queda a dos días de marcha si no nos detenemos a merendar y luego hay que descender a una serie de pasadizos subterráneos. No han sido tontos los «cancas» para ocultar sus valores. Yo ya había oído hablar sobre las cavernas subterráneas de la región, un laberinto de túneles naturales, poblados de demonios, monstruos y dioses del Mal, según los nativos. De un hachazo terminé con el salvaje, ya obtenido el informe. No me agrada verlos sufrir.

22 de enero de 1528

Hemos hallado la boca de la cueva. Se inicia en ella un túnel descendente que parece llevarnos a las mismas entrañas de la tierra. Mis articulaciones crujen por la humedad. Encendemos antorchas. Iniciamos el descenso.

23 de enero de 1528

El maldito tesoro no aparece por ningún lado. No sé cuánto tiempo llevamos recorriendo pasadizos, hostigados por los murciélagos a los que ya nos hemos acostumbrados a ver como acompañantes de ruta. Pero nos distraen en nuestro cometido ya que sus metálicos chistidos nos hacen pensar que alguien nos chista a nosotros y permanentemente volteamos nuestras cabezas mirando a todas partes. No quiero pensar que hemos sido objeto de un nuevo engaño de parte de ese salvaje. No debe resquebrajarse nuestro temple.

Enero de 1528

Dimos con el tesoro. Paso a explicar el porqué de mi falta de alegría. El tesoro se hallaba en el centro de una amplia caverna donde incluso se apreciaba una laguna subterránea. Se trataba de unas cincuenta canastas de paja trenzada por los «cancas» y en ellas una enormidad de cuentas multicolores, pulseras de fantasía y aretes de latón pintado, producto del trueque, sin duda, con otros españoles. No dimos con nuestros espejos. Se ve que no tuvieron tiempo para depositarlos allí. Desalentados abandonamos toda aquella chafalonía barata y emprendemos el regreso.

Febrero de 1528

No hallamos la salida.

1528

Han muerto Esteban Cuquejo de Arancibia y Torres, Ezequiel Villaplana de Montepío «Baturro», y Armando Arguello de Aragón y Mosquera. El padre Aparicio propuso darles cristiana sepultura pero privó el lógico razonamiento de que es una redundancia enterrar a alguien que ya se halla unos cuarenta metros bajo la superficie. Temo que se termine la resina de nuestras teas. La oscuridad sería el fin de todos nosotros.

1528

Hay una tenue esperanza. Hoy, al límite de nuestras fuerzas, llegamos a la confluencia de dos pasadizos. Allí, debíamos decidir por cuál optar. Nuestra debilidad no permitía que nos equivocásemos de rumbo. Envié dos expedicionarios a que investigasen unos cien metros de cada túnel. ¡Y Federico «El Pollo» trajo la buena nueva! Al fondo de uno de los pasadizos podía advertirse una débil luz. Sin duda, la salida de este infierno. Optamos por descansar unas horas y, luego, lanzarnos al tramo final.

Ya la última tea se apaga. Quiero dejar constancia de que caminamos a buen paso en dirección a la luz que advirtiese Federico al fondo de una de las catacumbas. A medida que avanzábamos la luz se agrandaba, lo que redobló nuestro ánimo. De pronto, nos dimos de bruces contra una pared de roca que sellaba el fondo del pasadizo. Prolijamente pegados a esa pared pudimos comprobar que se hallaban los trozos de espejo que ese maldito salvaje tomara en canje de su información. Habían logrado así, esos perversos, una superficie espejada. Y la luz que advirtiésemos, confundiendo con la luz del día al final del pasadizo, no era otra cosa que el reflejo de nuestras propias antorchas. Le he pedido una hostia al padre Aparicio, pero ya no le quedan.