Los cinco hombres vieron la cabaña al mismo tiempo. Entre la intensa nevisca, primero la confundieron con un oso, después con más lobos, pero luego, la inmovilidad de la precaria edificación y el detalle incontrastable de las ventanas, los convencieron del hallazgo.
London fue quien llegó antes hasta la desvencijada puerta, cruzando con sus grandes zancadas los casi cien metros que los separaban de ella, hundiéndose en la nieve hasta las ingles, maldiciendo desesperado. Pero de inmediato lo hicieron Summer, Maine, Earl y Pitches, aplastando al trampero contra los troncos de la entrada. Ante el embate de los cuerpos ateridos la puerta se abrió y el quinteto de cazadores fue a dar con sus huesos sobre el suelo de la cabaña en un enredo de brazos y piernas, cadenas, rifles y mochilas.
—¡Cierra «Rostro», cierra! —gritó London, cuando pudo liberarse del peso de Pitches. «Rostro» Maine se lanzó sobre la puerta abierta, la cerró de un empellón y luego la trabó con un largo madero que halló tirado junto a la entrada. Fue algo providencial: de inmediato escucharon, sobrecogidos, el estruendo de cientos de cuerpos al estrellarse contra los leños que conformaban las paredes de la cabaña. Los lobos, en un número superior a setecientos, habían quedado afuera por milésimas de segundo.
Por fin, Earl pudo darse el gusto de encender su pipa. Habían recorrido palmo a palmo el interior de la cabaña y, a pesar de ser de un solo ambiente, la cantidad de muebles desvencijados, de mesas despatarradas y de catres vencidos, les había impuesto un trabajo exhaustivo para determinar sin riesgo de equivocación que aquello estaba deshabitado. Dedujeron que la casa se hallaba sin moradores desde hacía por lo menos dos inviernos, ya que encontraron un enorme hormiguero entre las cenizas del hogar y que podía haber pertenecido, dado el mobiliario, a una familia de lapones, a un buscador de oro, o a un dentista. Por último encendieron un buen fuego con un apolillado samovar que encontraron, pusieron a calentar café, cortaron a golpes de hacha algunas fetas de huevo duro, se quitaron del cuerpo a duras penas las hormigas enardecidas por el calor repentino y se sentaron frente a las llamas.
Comieron, ansiosos, durante largo rato. De pronto, Earl, rompió el silencio.
—Escuchen —dijo. Los demás prestaron atención.
—El viento —susurró Summer, dejando de masticar.
—No —desestimó Earl—, son ellos.
Se levantó, encaminándose hasta la ventana. Tras cuatro meses de tempestad había conseguido diferenciar a la perfección el aullido del viento del aullido de los lobos.
—Allí está —señaló, trémulo, a través del cristal empañado. Los demás ni siquiera se levantaron. Sabían a quién se refería: a Zeke, el lobo rojo, el jefe de aquella manada convertida en ejército famélico. Una bestia a la cual le faltaba el ojo derecho, parte de la oreja izquierda, las dos patas de adelante, la cola y el omóplato derecho, pero aun así, disminuido por las peleas y las trampas, se constituía en una fiera peligrosísima. Por su astucia, los cazadores le llamaban «Lobo Zeke, el zorro del Yukón».
—Nos vigilan —pareció maldecir Earl, volviendo a su mochila, que le servía de improvisado asiento.
—Hace tres meses que nos persiguen —farfulló London—. ¿Qué te hacía pensar que nos dejarían en paz?
—Hace mucho frío ahí afuera —argumentó Summer—, podrían irse a sus cuevas.
—¿Quieres que les ofrezcamos entrar? —bromeó Maine.
Era cierto lo del frío. El día anterior, a Earl le había sucedido algo tremendo intentando orinar a orillas del río Ross. A golpes de culata de su rifle había tenido London que quebrar la pétrea cuerda amarillenta que se había formado al instante uniendo a Earl a un pequeño témpano que arrastraba la corriente del río. Y no todos los golpes cayeron sólo sobre el curvo y sólido barrote de orina.
—¿Cuánto tiempo podemos aguantar? —se interesó Summer. London calculó mentalmente.
—Hay comida para un par de días —dijo—. No más.
Continuaron comiendo en silencio, cabizbajos. De pronto, Earl levantó la cabeza y olisqueó el aire. Al principio nadie le hizo caso, pero luego, el estruendo de sus aspiraciones llamó la atención de los otros.
—Algo huele mal —exclamó Earl, con rostro de desagrado. Los hombres se miraron entre sí, desconcertados y curiosos.
—Oye, Earl… —dijo Summer— hace tres meses que no nos bañamos, además…
—No es eso —negó con la mano, Earl—, no es eso… —y continuó olfateando.
Se volvió hacia Pitches, se inclinó hacia él, olisqueando como un perro de caza. Pitches, sobresaltado, procuró incorporarse y el movimiento arrancó un quejido de su boca. Todos lo miraron, con alarma.
—¿Qué te pasa? —se le acercó London. Pitches se echó hacia atrás y se quejó de nuevo, larga y profundamente. Fue entonces cuando lo vieron; la pierna izquierda del ex minero de Dog Creek estaba atrapada en una trampa para osos. Todos se pusieron de pie como impulsados por resortes. Hubo gritos de asombro que se confundieron con el ruido de las escudillas metálicas al caer al suelo.
—¿¡Cuándo te atrapó!? —vociferó «Rostro» en tanto Summer se abalanzaba sobre la trampa procurando abrirla—. ¿Cómo pudo ocurrirte eso?
Pitches no contestó: echó hacia atrás su cabezota empapada en sudor, apretando los labios.
—Cinco días atrás —dijo—, cuando cruzamos los montes Ogilvie.
London quedó con la boca abierta. Summer y Earl, cada uno de un lado, se habían aferrado a las formidables mandíbulas dentadas de la trampa procurando abrirla.
—¿Por qué no nos dijiste, imbécil? —aulló London.
—No quería molestar —dijo el grandote. London golpeó con su puño contra la pared. No le extrañaba aquella actitud del ex minero. Era un hombre de pocas palabras, silencioso, como la mayoría de los nativos de la tierra de las zarigüeyas.
—¡Un palo, una estaca, algo! —gritó Summer, abandonando el intento de desprender de la pierna de Pitches la dentellada feroz del mecanismo.
—¡Un rifle! —gritó Earl, sacudiendo la mano en dirección a su mochila—. ¡Trae mi rifle, «Rostro»!
—Ahora entiendo lo que siente un oso cuando pisa una cosa de éstas —procuró ser ocurrente Pitches. Pero London estaba furioso.
—¿Cómo pudimos no haberlo visto antes nosotros? —se preguntaba—. ¡Durante cinco días!
—Yo lo vi —confesó Summer, jadeando por el esfuerzo—, pero pensé que llevaba esa trampa allí porque le era más cómodo.
«Rostro» había regresado con el rifle de Earl y éste había introducido el cañón del arma entre los dientes de acero y la carne lacerada de Pitches.
—¿Por qué no nos avisaste, Pitches? —le gritó «Rostro» junto a la oreja en tanto se hincaba a sus espaldas, sosteniéndole la cabeza.
—La verdad… —Pitches elevó sus ojos azules hacia «Rostro»— temí que me abandonasen a los lobos.
—No vuelvas a pensar eso —rechinó sus dientes «Rostro»—. No vuelvas a pensar eso o te moleremos la cara a trompadas.
Earl, haciendo palanca con su arma, había logrado, finalmente, librar la pierna de Pitches del terrible mordisco metálico lo que arrancó un suspiro de alivio del minero. Cuando, junto con Summer, quitaron los siete kilos de fierro y cadenas, de la destrozada bota de Pitches se desprendió una docena de cristales rojos. «Rostro» tomó uno de ellos con curiosidad.
—Sangre —dijo London—. No perdamos tiempo —ordenó— pongamos a Pitches sobre la mesa.
Entre los cuatro tuvieron que esforzarse para elevar las 240 libras del minero hasta la mesa. «Rostro» acercó dos de los faroles. Earl sacó su cuchillo de caza y con un tajo cuidadoso cortó la tela del pantalón de Pitches que cubría la herida. Hizo lo propio con parte de la bota y London debió detenerle el brazo cuando ya intentaba cortarle el cinturón y un par de guantes. Con manos rápidas y nerviosas Summer agrandó la abertura cortada en la tela y dejó al descubierto la carne torturada. Una vaharada de fetidez espantosa se desprendió de los tejidos. La carne, en torno a los labios supurantes de las flagelaciones ocasionadas por los dientes de la trampa, se veía oscura y verdosa. Instintivamente, Earl y London se echaron hacia atrás, descompuestos. «Rostro», demudado, preguntó:
—¿Hay algún médico entre nosotros?
Lo miraron. Para aquel grupo de rudos hombres, donde sólo en una oportunidad ya lejana, Elias London se había visto frente a frente con un libro y había escapado gritando de horror, la pregunta era un despropósito.
—No necesitas ser médico para saber qué se hace en estos casos, «Rostro» —meneó la cabeza, contrito, Earl. Summer miró hacia Pitches, pero éste parecía haber caído en un extraño sopor. Earl se alejó unos pasos de la mesa, se detuvo y, abriendo los brazos, llamó a sus compañeros.
—No hay tiempo que perder —les informó en voz baja apenas se hubieron acercado. Earl, por sobre el hombro de «Rostro», echó un vistazo hacia Pitches—. Hay que cortar esa pierna.
Los demás se miraron. Summer se tomó la cabeza. London se mesó la barba. En «Rostro» no se traslucía emoción alguna. Le apodaban así justamente porque años atrás, un zorrino le había orinado la cara, convirtiéndosela en una superficie rugosa y percudida, con sectores despellejados hasta el hueso y protuberancias que no correspondían a saliente ósea alguna.
Por el denso y ácido mal aliento que le había quedado desde aquella oportunidad, sus amigos suponían que, si bien el zorrino no lo había sorprendido dormido, al menos lo había sorprendido bostezando.
—¿No vivirá algún médico cerca? —se desesperó Summer. Lo miraron. Aquella zona, según estudios de la época, era la de menor densidad habitacional del continente—. ¿Algún hospital, un sanatorio, algún especialista? —insistió Summer que parecía al borde del llanto.
—¿Quién lo hará? —cuchicheó London. Su cabello erizado era palmaria muestra de que ya se había instalado en él, el preanuncio del horrible momento que les esperaba.
—¿Algún pedicuro, al menos? —continuaba girando solo, en círculos, Summer. Los hombres se miraban entre ellos, agobiados.
—Podemos sortearlo —propuso «Rostro».
—No. Dejen —meneó la cabeza Earl—, lo haré yo. Supe tallar artesanías con el cuchillo, tiempo atrás.
«Rostro» se acercó a Earl y le depositó su manaza diestra sobre el hombro, apretando bravamente. London y Summer se veían también aliviados y agradecidos.
—Necesitaré fuego, trapos limpios, agua caliente —comenzó a enumerar—. ¿Hay whisky?
—Hay bourbon —informó Summer.
—Está bien. Es lo mismo —aprobó Earl con tono profesional. Luego paseó su mirada por la cabaña—. Las condiciones de asepsia parecen buenas. El frío colaborará. ¡Calienta agua! —ordenó, finalmente. «Rostro» y Summer pusieron manos a la obra. Desde la mesa, Pitches, incorporado sobre sus codos, los miraba con un acento de inquietud en sus ojos. London se acercó a Earl, lo tomó del brazo y le habló al oído.
—¿Le diremos a Pitches?
—Es imprescindible —aseveró Earl—, de una manera u otra, al final se enterará. Tras la amputación, cuando intente los primeros pasos se dará cuenta.
—¿Quién se lo dirá? —musitó London.
—Podemos sortearlo —se unió a ellos «Rostro», cuyo gusto por el juego era proverbial.
—Deja. Lo haré yo —aspiró hondo London. Tras el ofrecimiento de Earl para llevar a cabo la desgraciada operación, London deseaba recuperar, al menos en parte, su condición de liderazgo.
—Oye, Pitches… —no vaciló London, llegándose hasta la mesa donde yacía el herido.
—¿Qué estaban cuchicheando? —preguntó éste, con una sonrisa congelada.
Summer y «Rostro» miraban la escena, suspendiendo sus tareas.
—Nada… nada… —hesitó London.
—Estaban allí hablando en voz baja —insistió Pitches—, los vi.
—Es que estando juntos… —argumentó London—… se siente menos el frío.
Los demás aprobaron con la cabeza.
—Oye, Pitches —arremetió London—, debemos cortarte esa pierna —expresó de un tirón. Los ojos de Pitches se dilataron.
—Está muy mala —se apresuró a explicar London—. Está gangrenada. Si no la…
—¿Cuál pierna? —se ofuscó Pitches.
—¡Oh Pitches! Si no cortamos esa pierna morirás en pocas horas. Apuesto a que no pasas de esta noche.
—Doblo la apuesta —gritó «Rostro».
—Debes ser fuerte, Pitches —suavizó su tono London, depositando, paternal, su mano sobre la rodilla del herido, lo que provocó un respingo en éste—. Perdona.
Pitches se cubrió la cara con las manos. Pero fue sólo un instante. Luego dijo, con voz queda.
—¿Volveré a caminar?
Los otros se miraron.
—Por supuesto. Sin ninguna dificultad —mintió London.
—Podrás participar en la procesión del Día de Gloria —procuró bromear Earl, desde atrás.
—Incluso ganarla —agregó «Rostro».
—¿Me dolerá mucho? —la voz de Pitches temblequeaba. Earl asumió la respuesta ante las miradas inquisidoras de los demás.
—¿Nunca te han cortado antes una pierna? —preguntó a su vez encogiéndose de hombros. Pitches pensó un momento, negando luego con la cabeza—. Lo aguantarás.
Los minutos siguientes fueron de tensos preparativos. Summer había puesto a hervir la escudilla más grande con agua, «Rostro» descorchó dos botellas de bourbon en tanto London cortaba trozos de tela con expresión reconcentrada y Earl afilaba su cuchillo de caza con el filo del hacha del propio Pitches.
Pitches, acostado largo a largo sobre la mesa, se había cubierto los ojos con el antebrazo y, a veces, se quejaba.
—Earl —London tocó el hombro del improvisado cirujano.
—¿Qué pasa? —preguntó Earl, sin dejar de prestar atención a su daga.
—Estaba pensando una cosa.
Earl lo instó a seguir con un movimiento de cabeza.
—Los lobos deben haber olfateado el olor de la pierna de Pitches —prosiguió London—. Ahora pienso que eso es lo que los debe haber atraído en tanta cantidad. Oye…
Earl seguía sin mirarlo. Ahora era el hacha el objeto de sus cuidados.
—Sé que suena mal… —se disculpó London—… pero… pero pienso que podemos matar dos pájaros de un tiro… Arrojemos la pierna a los lobos luego de cortarla.
Earl lo miró, severo.
—Oye… —se disculpó London—… a Pitches ya no le será útil. ¿O tú la quieres de recuerdo?
—Nada de eso —Earl volvió a su tarea.
—Pues bien. Tiramos la pierna a los lobos. Eso los distraerá. Nosotros, en tanto, podemos huir por la puerta de atrás y ganar los metros necesarios para escapar. No olvides que deberemos cargar con Pitches y pesa más de 200 libras.
Earl volvió a mirarlo, más largamente.
—Es buena idea —dijo—. Coméntaselo a los otros.
Media hora después, todos estaban reunidos en torno a Pitches, que transpiraba profusamente. En rigor de verdad, los nervios, el temor y el horror mismo les habían hecho perder el frío.
—Escucha, Pitches —habló, pausado, Earl—, no te contengas. Si te duele, grita.
—No gritaré —negó, enérgico, Pitches.
—Entonces… —Earl se dirigió a «Rostro»—… alcánzale una madera, o un cuero, para que muerda. Summer… —ordenó después—… acércame un leño con fuego.
Summer se aproximó con una tea. Earl la tomó y mantuvo su cuchillo sobre las llamas por varios minutos. Cuando se volvió hacia Pitches lo encontró con medio cuerpo tapado por una piel de castor, a la que mordía por uno de sus bordes, furiosamente.
—¿Qué haces, imbécil? —preguntó Earl.
—Dijiste un cuero —arguyó «Rostro», confuso.
—¡Una tira de cuero, idiota! —estalló Earl, agitando la daga—. ¡Y no tienes que morderla desde ahora, Pitches… —de un manotazo, Earl quitó la piel de castor que cubría al herido, arrojándola al piso—… espera a que empecemos!
Pitches, asustado, asintió con la cabeza, escupiendo los pelos que le habían quedado entre los dientes.
—Y no vaciles en pedir bourbon todas las veces que lo necesites —aconsejó Earl, tal vez arrepentido de haber sido rudo. Pitches volvió a asentir con la cabeza—. Acuéstate, ahora.
Apenas Pitches hubo apoyado su cabeza sobre la madera de la mesa, Earl hizo un gesto a Summer y London. Ambos se corrieron hasta uno de los extremos de la mesa y tomaron fuertemente los pies de Pitches, uno cada uno.
—Tú, «Rostro», átalo a la mesa.
«Rostro» ya tenía las sogas en la mano. Con destreza, rodeó el amplio tórax de Pitches, sujetándolo firmemente a la mesa. Primero Pitches contempló la escena con ojos levemente desorbitados. Luego comenzó a sollozar suavemente.
—Oh, Pitches —se quejó Earl—. No nos lo hagas más difícil.
Pitches se mordió los labios.
—Fuerza, muchacho —alentó London—, mira a lo que llegó Stanley Miller con un solo ojo[13].
—No dejes nunca de luchar, Pitches —se sintió obligado a aportar algo «Rostro», que había terminado con las ligaduras—. Haz como Jesucristo que ni siquiera en la cruz bajó los brazos.
—Sostenle quieta la cabeza, «Rostro» —señaló Earl, considerando conveniente interrumpir los consejos de su amigo. «Rostro» hizo caso, acercó a la boca de Pitches un cinturón, para que éste mordiese y luego depositó ambas manos sobre la frente del herido, apoyando su propio pecho sobre ellas, para evitar movimientos.
Earl los miró a todos, hizo caso omiso de los gimoteos de Pitches, se secó la transpiración de la frente con el dorso de la mano con que esgrimía el cuchillo, aspiró hondo y luego depositó el templado filo de la daga, una palma sobre la rodilla derecha de Pitches.
El grupo de hombres, a la vista de las primeras casas de Pelly Crossing, apuró el paso.
—¡Oh, «Rostro», mira eso! ¡Qué belleza! —exclamó Summer, señalando el humo que se elevaba desde las chimeneas del poblado. «Rostro» no contestó nada.
—Sigue enojado —comentó Summer a London.
—¿Sigues enojado, «Rostro»? —rió London.
—No debimos haberlo hecho —dijo «Rostro», sin dejar de mirar hacia el caserío que aparecía, cada vez más nítido, en el valle—, lo sigo sosteniendo.
Earl apretó el paso y se acercó a «Rostro».
—Oh, «Rostro» —dijo, con el tono de quien habla a un niño—, no hubiésemos podido engañar a Zeke. Nunca se lo hubiese tragado.
—Deberíamos haberlo intentado —se empecinó «Rostro».
—Y eso no es nada —continuó Earl—, hubiese sido absolutamente imposible escapar durante tanto tiempo, en medio de la noche, hundiéndonos en la nieve con el peso de Pitches.
«Rostro» meneó la cabeza, dubitativo, pero no contestó.
—¡Ya me dirás cuando vendamos las pieles —aportó, gritando, London, desde más atrás— y nos repartamos el dinero entre nosotros cuatro, nada más! ¿Eh, «Rostro»?
—Ya me dirás cuando debamos explicar todo al sheriff Kimball —parafraseó «Rostro».
—¡Hombre! —desestimó Earl—. ¿Para qué crees que he acarreado la pierna durante estos ocho días? ¿Te piensas que me alegra llevarla en mi mochila? ¿Crees que una pierna más me sirve para caminar mejor?
Summer prorrumpió en una risotada.
—No. No es así —continuó Earl, dirigiéndose a «Rostro», que permanecía serio—. Se la enseñaré al sheriff Kimball y pediré la opinión del doctor Fletcher. El doctor se dará cuenta perfectamente de que ningún hombre hubiese podido sobrevivir con una gangrena tan avanzada.
—¡Pero Pitches sobrevivió! —por vez primera «Rostro» encaró a Earl, furioso.
—Es cierto —reconoció Earl—, pero estas cosas son muy traicioneras, «Rostro». Tú no entiendes, podía volver a infectársele la pierna, no sé… o tener una recaída, una cosa de ésas…
—Además —agregó Summer—… un hombre como Pitches, tan activo, no hubiese podido vivir con una pierna menos. Eso es seguro. Hubiese sido un calvario para él.
—Estoy seguro de que nos hubiese agradecido lo que hicimos —afirmó London.
—¡Pero no se lo preguntamos! —vociferó «Rostro».
—Porque estaba desmayado, «Rostro» —explicó, convincente, Earl—. Bien sabes que se desmayó a poco de comenzar yo a cortar.
Siguieron caminando un rato en silencio.
—No sé… —retomó la discusión «Rostro»— no era eso lo que habíamos hablado antes de cortar esa pierna. No fue eso al menos lo que me dijo London que haríamos. ¿No es cierto, London?
—Es cierto, es cierto —acordó éste—, pero admíteme, «Rostro», que…
—¡Hicimos exactamente al revés! —gritó «Rostro».
—… Debes admitirme que la pierna sola hubiese sido apenas un bocado para los lobos —dijo London—. No les hubiese llevado más de cinco minutos devorársela. Esas bestias llevaban meses de ayuno.
—Al revés. Exactamente al revés.
—En cambio con Pitches… —abrió sus brazos London— estuvieron como dos horas comiendo. ¡Admítelo, «Rostro»! Tú estás vivo, nosotros estamos vivos, simplemente por eso, porque decidimos cambiar las cosas en el momento exacto.
«Rostro» siguió con gesto adusto. London apretó el paso, se acercó a él y codeándolo lo acució, socarrón.
—Esta noche, cuando estés con una de las chicas de Ivonne, te olvidarás de todo.
«Rostro» esbozó una sonrisa, apenas.
—¿Eh, «Rostro»? —volvió a codearlo London—. La pelirroja.
«Rostro» mantuvo la sonrisa. Pero no se lo veía muy convencido.