Anselmo Ginarte entró apresuradamente, bordeó la larga mesa de directorio esbozando un gesto de disculpa con su cabeza cana, y se sentó en la cabecera.
—Perdónenme, che —dijo, acomodándose los faldones del saco—, pero tenía que atender a este señor, de la Flánagan…
Alberto, su yerno, se encogió de hombros, restando importancia a la demora. Mara, hermana de Anselmo, ya no prestaba atención. Estudiaba unos papeles en tanto golpeteaba la mesa con un lápiz.
Sólo Eugenio, hijo de Anselmo, ofreció una alternativa.
—Si estás muy ocupado —dijo—, no te preocupés. Esto lo terminamos rápido.
Alberto le echó una mirada, inquieto.
—No, Eugenio, no —fue cortante Anselmo—. Emplearemos en esto todo el tiempo que sea necesario. Si es preciso estar…
—Sí, Anselmo… —interrumpió Mara— pero tampoco nos vamos a eternizar acá. Vos tenés muchas cosas que hacer, nosotros también, Alberto… —señaló a éste.
—Mara… —cortó Aselmo poniendo ambas palmas de sus manos sobre la mesa y eligiendo una voz calma pero contundente—… esas cosas las decido yo.
Se hizo un silencio.
—Tráigame un té, Villoldo —pidió Anselmo a su asistente, que esperaba, en posición de firme casi en el otro extremo del salón—. Mara… —suavizó el tono—… estas son cosas importantes.
—Pero no dejan de ser cosas familiares —dijo Mara. Eugenio aprobó con un gesto.
—Error —puntualizó Anselmo, señalando a su hermana—, gran error. Errónea apreciación la tuya, Marita. Y te voy a explicar por qué.
Alberto abrió los brazos, reconfortado.
—Esto no es sólo una cuestión familiar, Marita —siguió Anselmo—. ¿Por qué abogo yo, y lucho yo, por una familia numerosa? ¿Por qué? No sólo porque me gusta, como me gusta, y vos lo sabés, vos también Eugenio, ver la mesa familiar rodeada de hijas, sobrinos y nietos. No sólo por eso. Es que esos sobrinos, esos nietos, esos yernos —acá señaló a Alberto—… bien pueden ser luego quienes ocupen puestos importantes en la empresa, en esta empresa o en la empresa de Tito, o en la misma de Gabriel. ¿Qué mayor tranquilidad puedo tener yo que saber que cuento, en los puestos clave de mi empresa, con gente de mi propia familia, con chicos que yo he visto crecer desde que se hacían pis en los pañales? ¿Qué mayor tranquilidad puedo tener yo, o vos, o vos, o vos Eugenio?
Todos aprobaron con la cabeza.
—El próximo nacimiento de un miembro más de la familia —retomó Anselmo—… no puede tomarse como un hecho cualunque o doméstico solamente, Mara.
—Oíme, Anselmo —Mara encendió un cigarrillo y lanzó, casi con fastidio, el humo por la nariz, lo que agravó su voz— se trata de mi hija, te imaginás que a mí también me preocupa. Soy la primera interesada. Ocurre, simplemente, que…
—Yo también —hizo valer su jerarquía Anselmo—… tengo, dentro de poco tiempo una entrevista con Harry Foster, del Osaka Bank, de Japón. De más está decir que no voy a dejarlo plantado ni voy a concederle solo un cuarto de hora por discutir esto. Lo que quiero decirte, Marita, lo que quiero decirte para tu tranquilidad de futuro padre, Alberto —tomó por el brazo a su yerno—… es que volveremos sobre el tema todas las veces que sea necesario hasta llegar a una decisión. Y si tenemos que interrumpir, la semana que viene, por mi viaje a Suiza, lo retomaremos cuando vuelva —Anselmo, satisfecho de haber aclarado las cosas, palmeó sonoramente el roble de la mesa y, sin solución de continuidad, prosiguió—: Muy bien. ¿Llamaron ya a Feldman?
—Ahora viene —anunció Eugenio. Como si hubiese escuchado la convocatoria, la pesada puerta del despacho se abrió dejando paso a un hombre cuarentón, delgado, con aspecto de eficiencia y una abultada carpeta. Saludó a todos con un movimiento de cabeza, se sentó al lado de Eugenio, desplegó con destreza sus anteojos y comenzó a rebuscar dentro de la carpeta.
—¿Tiene todo, Feldman? —preguntó Anselmo.
—Casi todo, señor Ginarte —se disculpó Feldman—. Imagínese. Es un tema tan amplio.
—Comprendo —entendió Anselmo—. Amplísimo.
Feldman había separado unos prospectos.
—Pero quiero adelantarle algo, Feldman —sugirió Anselmo—, que tal vez se me pasara por alto la vez pasada. Vamos a obviar por ahora lo referido al cristianismo y al judaísmo.
Feldman detuvo unos papeles en el aire, mirándolo con seriedad comprensiva.
—Dado que son ejemplos cercanos y creo yo… —Anselmo miró a sus familiares—… medianamente conocidos por todos. Vamos a las otras propuestas.
Feldman asintió, pero haciendo una salvedad.
—Como usted quiera, señor Ginarte. De cualquier manera, acá, en estos otros sobres, están. Después, si desean verlo, están acá.
—Por supuesto —apuró Anselmo—. Después, en todo caso.
Quedaron en silencio, esperando que Feldman, que contemplaba unos papeles con enfermiza fijeza, comenzara su exposición.
—Podemos empezar con el hinduismo —propuso Feldman.
—Adelante —acordó Anselmo, acomodándose en su sillón presidencial—. ¿Me hizo un resumen? —tornó a interrumpir.
—Acorté —esbozó Feldman—, quité lo superfluo…
—Sí, porque si no… —Anselmo golpeteó dos o tres veces con el dedo índice sobre su reloj. Luego, con su mano derecha hizo un par de enérgicos gestos para que Feldman continuase.
—El hinduismo… —comenzó Feldman con tono impersonal—… es profesado actualmente por más de 300 millones de seres humanos en la India y casi 15 millones en otras partes. Ha influido en pensadores de muchos países a través de los siglos. Pero sigue siendo aún un gran rompecabezas para Occidente.
Feldman consultó los rostros de los presentes.
—Adelante, adelante… —ordenó Anselmo.
—El sublime objetivo del hinduismo es dejar atrás este duro mundo material y unirse a Dios. Esta unión se logra no sólo con las oraciones y el ritual sino mediante los ideales de la vida hindú: pureza, ecuanimidad, veracidad, no emplear la violencia, caridad y la más honda compasión hacia todas las criaturas.
Anselmo resopló quedamente.
—Al final del camino espera Brahma… —siguió Feldman—… el Dios Universal de quien las antiguas escrituras, las Upanisadas, dicen: «Tú eres mujer. Tú eres hombre. Tú eres la abeja azul oscura y el loro de ojos rojos. Tú tienes el rayo por…»
Anselmo Ginarte amagó ponerse de pie pero se mantuvo sentado.
—Señor Feldman… —dijo—, señor Feldman, está bien que a usted le guste la poesía —Feldman negó con la cabeza—… pero no es esto lo que yo le pedí, lo que nosotros le pedimos…
—Procuro darles una visión… —comenzó Feldman—… más amplia…
—Está bien —aceptó Anselmo—. Comprendo su voluntad, su buena voluntad, y conozco perfectamente la eficiencia suya y sé de la profundidad de sus informes. Pero esto no es economía pura, Feldman. Esto es otra cosa, mucho más vasta, lo que haría eterno pretender aprehenderlo en toda su extensión. Lo que yo quiero…
—Concréteme su pedido, señor Ginarte —reclamó, cautamente, Feldman.
Anselmo aspiró hondo antes de empezar su exposición.
—Alberto… —señaló a su yerno—… y su esposa, Laurita, mi sobrina, hija de Marita, están esperando un hijo. Muy bien. Muy bien. En un hijo, usted lo sabe, señor Feldman, uno invierte una serie de cosas invalorables: amor, cariño, dedicación, tiempo, desvelos, salud, dinero incluso. Muy bien. Muy bien. Estamos estudiando, simplemente, qué religión, qué religión, nos brinda o, mejor dicho, le brinda a este pequeño que está por nacer, mejores condiciones, a largo plazo. Eso es todo.
Feldman lo miró, concentrado y comprensivo.
—No son tiempos, amigo Feldman… —continuó Anselmo, alisándose la corbata gris perla—… como para moverse por simple simpatía o inclinación. Usted lo sabe. Se requiere estudio, cálculo, datos y devoción, incluso.
—Usted desea saber —aventuró Feldman— qué religión puede brindar mejores dividendos al pequeño durante su vida.
—No, Feldman… —sonrió Anselmo, elevando su dedo índice—. … Es buena su pregunta, o su apreciación. No. Bien sabe usted que no soy partidario de las inversiones a corto plazo. Yo deseo saber, deseamos saber, qué religión, qué creencia incluye en sus planes, mejores retribuciones a largo plazo. En la otra vida.
—Entiendo. Perfecto —acordó Feldman. Y se abocó a buscar entre sus sobres. Finalmente abrió uno con mano conocedora.
—El hinduismo… —anunció, acaparando la atención de los demás—… ofrece la reencarnación.
Alberto frunció el ceño, Mara y Eugenio se miraron entre sí, Anselmo apretó los labios en gesto entre conocedor y dubitativo.
—Les explico —prosiguió Feldman—. Los viejos sabios hindúes han examinado el hecho de que todas las cosas, aun el granito de las montañas y las propias montañas, desaparecen. Les llamó la atención, también, la reaparición de la vida: la vida de la oruga termina, pero reaparece como mariposa. La mariposa muere, pero sus huevos incuban y pronto salen más orugas. Cualquier partícula de vida debe nacer una y otra vez. Igualmente un alma humana o uno mismo. Tiene que pasar de vegetal a animal, de animal a hombre, de un cuerpo humano a otro, hacia arriba, hacia abajo. Y detrás y dentro de este cambiante mundo material debe hallarse la fuente invisible de la vida y de todas las cosas: espíritu puro e inmutable.
Feldman detuvo la lectura y observó a sus oyentes.
—Reencarnación —dijo, como para sí, Eugenio.
—No me suena muy convincente —dudó Mara. Alberto se rascó la barbilla.
—Déme más detalles, Feldman —urgió Anselmo.
—Según los hindúes —obedeció Feldman— se volverá a nacer en una vida futura de acuerdo con la conducta que se ha llevado en esta vida. Este expediente de conducta durante vidas anteriores es el «karma» de una persona. Un hombre sube de casta a través de vidas sucesivas, o de reencarnación tras reencarnación, a medida que su «karma» prueba sus aumentos de virtud.
—Un currículum —simplificó Eugenio—. No es problema. Eso se consigue.
—Pero una casta más alta entraña también mayor responsabilidad —advirtió Feldman—. Los delitos de un brahmán son mucho más graves que los de un intocable. Un brahmán avaro, por ejemplo, puede teóricamente descender tan bajo y reencarnar en un cerdo.
El rostro de Mara tuvo un rictus de repugnancia.
—No me gusta —dijo—, para eso, prefiero el Paraíso.
—¿Cómo es eso de las castas? —se interesó Anselmo—. Porque un descendiente nuestro no va a ingresar en una casta muy baja, eso está claro. Si nos interesamos en los beneficios a largo plazo, Feldman, es porque tenemos en claro que durante su vida, cualquier hijo o nieto nuestro lo va a pasar muy bien.
—Hay muchísimas —se conflictuó Feldman, masajeándose la frente—. Los brahmanes, de la casta sacerdotal. Los chatrias, los vaiyas, los sudras… Pero hay muchas subcastas… más de 3000.
—Y… —pareció despreocuparse Anselmo— habrá que buscar por las casta altas.
—Por los brahmanes —asesoró Feldman—. O los chatrias, guerreros de la casta dominante.
—Esos, esos —se entusiasmó Anselmo.
—No debe ser difícil el ingreso en una de ésas —dijo Eugenio—. ¿Con quién hay que hablar?
—Eso de convertirse en cerdo… —se preocupó Mara—… no me parece como para entusiasmarse.
—Te diré… —sopesó Anselmo—… que las sucesivas reencarnaciones en diversos animales, por ejemplo, no dejan de ser un buen ejercicio.
Lo miraron.
—Yo siempre he sido contrario —prosiguió Anselmo— al encasillamiento en una sola actividad. Al hombre que se pasa toda la vida en una sola especialización, en un solo trabajo. Y el método yanqui me da la razón. Para los yankis no es ningún orgullo haber permanecido 35 años en una sola empresa. Al contrario. Acá, nosotros, tomamos como dato sospechoso que un fulano haya pasado por muchísimas empresas. Para los americanos eso es una demostración de versatilidad, de capacitación, de…
—Sigo pensando que, hasta ahora, el Paraíso es lo mejor —insistió Mara, despectiva y refractaria a los argumentos expuestos.
—Ahora, digo yo… —continuó Anselmo sin hacer caso a la consideración de su hermana—. ¿Quién está al frente de todo eso? ¿Quién se hace responsable? ¿Quién convalida la propuesta?
Feldman pasó velozmente las hojas.
—Hay un Dios, Brahma, que es el espíritu eterno —explicó—. Pero hay asimismo 330 millones de dioses suficientes para que cada familia pueda tener su dios favorito en el altar doméstico.
—Humm… —arrugó la nariz, Anselmo—… mucha gente para decidir. Yo prefiero la cabeza única, aunque me sindiquen de autocrático o totalitario. Opinar, que opinen todos… —aclaró, como gentileza hacia sus familiares—… pero en el caso de tener que haber una última palabra, tiene que haber uno solo que decida.
—Los filósofos modernos —intentó aclarar Feldman— opinan que estos miles de dioses son, únicamente, los infinitos aspectos del Brahma.
—No me convence —persistió Anselmo.
—Cooperativas —refunfuñó Eugenio.
—Como tampoco me convence mucho… —siguió Anselmo—… eso de las sucesivas reencarnaciones. Esa refinanciación del espíritu. No me parece un sistema práctico.
—Por algo los indios están como están —desdeñó Eugenio.
—Las sucesivas reencarnaciones no son infinitas —especificó Feldman—. Todas ellas quedan atrás cuando uno llega al «moksha».
—Ah, ah, ah… —sonrió Anselmo, como si hubiese previsto tal información.
—El «moksha» —silabeó Mara, con disgusto.
—El «moksha» —explicó Feldman— es la liberación de una larga serie de reencarnaciones. Es la meta de todo hindú. Cuando uno ha llegado al «moksha» el mundo se evapora. Las personas en este estado se han fundido en la unidad de las cosas, es el estado de paz y tranquilidad en el seno de Brahma.
—Paz y tranquilidad —acordó Eugenio.
—Una especie de Paraíso —sintetizó Anselmo.
Se quedaron en silencio, pensando. Alberto garabateaba dibujos en un block.
—No sé, no sé… —dijo Mara—. ¿Qué quieren que les diga? A mí…
No completó la frase, ni era necesario.
—También hay otras religiones menores —procuró retomar el ritmo, Feldman— como el… —No alcanzó a terminar.
—Mire, Feldman —lo interrumpió Anselmo—. Yo sé que hay gente que sostiene que «little is beautiful», pero yo prefiero las cosas sólidas, establecidas.
—¿El budismo? —preguntó, de pronto, Eugenio. Feldman no necesitó, tan siquiera, consultar sus papeles.
—Ofrece casi lo mismo —asesoró—. Reencarnación. Y tras sucesivas reencarnaciones se llega al Nirvana. Una especie de Paraíso —rebuscó en la carpeta y levantó un pequeño papel—, Suttanipata dijo: «Donde ninguna cosa existe, donde nada se toma, esa es la Isla del No Hay Más Allá. Yo llamo a Nirvana la extinción total del envejecimiento y de la muerte».
—No envejecimiento, no muerte: el Paraíso —concluyó Anselmo—. También aquí el Paraíso. Qué extraño.
Se los veía ligeramente desalentados. Eugenio consultó su reloj, lo que motivó el mismo gesto en su padre.
—Bien —dijo de pronto enérgicamente Anselmo, poniéndose de pie—. Ya casi tengo que ir a encontrarme con mister Harry Foster —se restregó las manos— y el imbécil de Villoldo no me trajo el té. Debe ser la reencarnación de una tortuga —bromeó. Luego apoyó los puños sobre la mesa y se puso serio—. Alberto —reclamó—, te ruego que estudies el informe de Feldman. Nosotros haremos lo mismo. Veremos los diferentes planes, las condiciones, las facilidades. No será fácil la elección, pero lo fundamental es que el chico no salga ateo. La convicción en un algo superior es primordial. ¿Laura está bien?
Alberto aprobó con la cabeza e iba a comenzar a hablar cuando Mara lo interrumpió.
—Muy bien —dijo—. Fui con ella al médico ayer. Le hicieron la ecografía.
—¿Es uno nomás?
—Sí, el médico desestimó totalmente que fuesen mellizos.
—Qué lástima —se rascó el mentón Anselmo—, es diferente ofrecer uno que dos. Siempre ofertando el doble se puede exigir mayor retribución. En fin… en fin…
Eugenio, Mara y Alberto se pusieron de pie, recogiendo sus cosas. Feldman hizo lo propio.
—Usted quédese, Feldman —lo señaló Anselmo, mostrando un signo de preocupación en el rostro—. Ustedes pueden irse, chicos —liberó a los demás—, pasado mañana Feldman nos traerá más información sobre el taoísmo.
Cuando sus familiares se hubieron marchado, Anselmo volvió a sentarse.
Feldman lo imitó.
—Las retribuciones son muy similares, Feldman —dijo Anselmo, más sorprendido que contrariado—. Muy similares. El «moksha» ése que usted dice, el Nirvana, el Paraíso…
—El Paraíso aparece también en el islamismo, señor Ginarte.
—¿También? —se alarmó Anselmo.
—Con huríes, vino que nunca se acaba, hermosos jardines…
Anselmo se pellizcó repetidas veces el labio inferior.
—Búsqueme más información —ordenó— y llame también a Bonifaci. Que se comunique con la sucursal de Utah.
Hizo un silencio dramático.
—Mucho me temo, Feldman —dijo luego—, que bajo la apariencia de cosas diferentes, estemos ante una misma organización. Ante una misma mano que, oculta, maneja todo.
—Un trust, dice usted.
—Un trust, una cadena, algo así —Anselmo caminó algunos pasos sobre la mullida alfombra, la cabeza baja, las manos entrelazadas sobre los glúteos—, una organización muy poderosa que… no sé hasta qué punto es saludable investigar a fondo.
—¿Siente usted algún temor, señor Ginarte? —indagó Feldman.
—No sé… no sé… —dudó Anselmo—, lo cierto es que, meter las narices en cosas parecidas, le ha costado la vida a mucha gente, Feldman —terminó diciendo.