LA SEÑORA DE PELOURINHO Y EL LADRILLO

Fui notificado del caso de la señora Do Almeida el mismo día en que regresé de mi forzada estadía en México.

En rigor de verdad, mi intención había sido viajar a Italia, adonde había sido convocado para estudiar otro apasionante suceso: la prodigiosa memoria del calabrés Armesto Quinccimanni. Un desgraciado hecho había acaecido semanas atrás en el estadio del Roma. Desde una de las cabeceras del imponente complejo deportivo, repleto de gente, había sido disparado un «ratzo», una bengala marina, que había terminado su brillante trayectoria incrustándose en la cabeza de un tifoso de la Firenze, en la tribuna opuesta.

Dada la enorme cantidad de público asistente a aquel match, la policía, en primera instancia, descartó la posibilidad de dar con el ejecutor del disparo homicida. Pero no contaban con la retentiva visual de uno de los porteros, que hacía las veces de control en la puerta de acceso a las graderías destinadas a los locales.

Ante la sorpresa del comisario inspector Ricciardi, Armesto Quinccimanni, calabrés de 54 años, se ofreció a rememorar los rostros de todas y cada una de las 18.000 personas que habían poblado el sector desde el cual había partido el cohete asesino.

Con paciencia provinciana y lujo de detalles, contando además con la inestimable ayuda de un dibujante de la policía romana, Quinccimanni fue describiendo los rostros que, por miles, habían pasado fugazmente frente a sus ojos en aquella trágica jornada deportiva. Suministraba, además de los rasgos fisonómicos más destacados (color de ojos, longitud de la nariz, orejas desplegadas), indicios de vestimentas o costumbres muy precisos: gorritos partidarios, diferentes tejidos de las bufandas, detalles de comportamiento como masticar goma de mascar, modales poco cuidados, uñas sucias, aliento pesado, etc.

En primera instancia, se supuso que el calabrés informante era un mitómano. Pero a medida que se iban realizando detenciones a partir de los datos aportados por Quinccimanni, se iba constatando que las características de los detenidos coincidían plenamente con los identi-kits pergeñados por el dibujante a instancias del memorioso portero.

De inmediato mi colega, el profesor sardo Mauro Rosetti, telegrafió solicitando mi presencia. Desde que yo tuve la suerte, o quizás la pericia, de desenmascarar al fraudulento levitante de Ciudad del Cabo, la Asociación Internacional de Fenómenos Parapsicológicos me ha elevado a la envidiada condición de «Juez». Somos tan sólo tres los jueces que actualmente ejercemos en el mundo, y la confirmación de mi ascenso tomó mayor relevancia cuando, a pocos días de mi ya mencionado descubrimiento, el levitante de Ciudad del Cabo se precipitó a tierra, tras estrellarse contra un morro en las cercanías del aeropuerto de Lisboa.

En principio no logré explicarme el porqué de mi elección para resolver un caso fuera del área sudamericana, pero una comunicación telepática con Hinsa Piattini, la vidente sueca, despejó mis dudas. Dadas las diferencias horarias, Hinsa siempre se contacta conmigo a altas horas de la noche, lo que ocasiona las iras, y tal vez los celos, de mi mujer cuando me incorporo en mi lecho, hablando en sueco y con el cabello completamente erizado. Hinsa me comunicó que el restante juez, el tibetano Lobsan Ttú se hallaba internado en una clínica de Barcelona tratándose el amenazante astigmatismo en su tercer ojo y que ella misma, Hinsa, debía volar al día siguiente a una de las islas del atolón de los Kouriles, donde había aparecido un singular tótem de piedra calcárea que contestaba preguntas pueriles, solucionaba problemas de reglas de tres simple y vendía timbres de sellado postal. El contacto telepático con Hinsa fue cortado cuando irrumpió en nuestra «aura» una conversación entre dos personas, una de ellas presumiblemente muerta ya que su voz no sonaba muy convencida.

Al día siguiente debía embarcarme en un vuelo rumbo a Roma, pero volvió a sucederme lo que ya en un par de ocasiones me ha perturbado sobremanera. Conduciendo mi coche hacia el aeropuerto de Ezeiza, sentí que mi máquina era atrapada en un halo de luz y comenzaba a elevarse. Luego me desmayé. Cuando recuperé el sentido me hallaba en pleno desierto de Toronjas, una depresión rocosa y yerta a mil quinientos kilómetros de la ciudad mejicana de Totoplatexco. De mi auto no había ni rastros, pero en torno de mí, sobre el áspero y rugoso suelo, se veían manchas circulares de quemazones, y franjas de arena apisonadas ferozmente como si alguien hubiese estado bailando la «raspa». No me sorprendí: era la tercera vez que me ocurría. Una hora después, en efecto, aparecía Manuel, el jinete nativo que me había descubierto en las dos ocasiones anteriores. Manuel se había impresionado mucho en la primera oportunidad, no tanto cuando le mostré mis documentos argentinos y una foto de mi mujer en malla, cuanto cuando las cámaras de la televisión mejicana lo reclamaron para comentar el extraño suceso. Ya en la segunda oportunidad me recibió con más frialdad y en esta tercera se limitó a un: «¿Qué hubo, doctor?»

Sin comentar nada a nadie, regresé a Buenos Aires en el primer vuelo que pude conseguir. Ya de regreso, ya que Armesto Quinccimanni se hallaba preso e incomunicado. Había reconocido a sólo 17.500 personas de las 18.000 que había habido esa tarde en el sector controlado por él, y se lo acusaba de encubrimiento.

La segunda: desde Brasilia me llamaban para estudiar el increíble caso de una mujer que mantenía una extraña relación con un ladrillo.

Sin hesitar volé a la futurista capital brasileña. Allí me esperaba Jurandyr Candela, profesor de Ciencias Ocultas de la Universidad de San Pablo, quien en un Land Rover me transportó hasta la pequeña ciudad de Fados Blancos, distante 240 kilómetros. Durante el viaje me dio algunos detalles sobre el caso, las inquietantes aptitudes de la señora Do Almeida y dejó entrever, sin presionarme, que sospechaba encontrarse frente a una nueva superchería.

Jurandyr Candela, pienso interesante consignarlo, había obtenido cierta notoriedad en una promocionada controversia con el padre Karras luego del sonado asunto con la niñita endemoniada, respecto del cual mi amigo paulista sostenía que todo se reducía a una fiebre intestinal. La señora Do Almeida se me presentó como una mujer de unos 67 años, silenciosa, apagada, con ese síndrome de agotamiento físico que todos los pobladores de la paupérrima región mostraban, y sin mayores signos de detentar poderes extrasensoriales. Sólo ofrecía Macaca (como llamaban a la mujer) una desconcertante facilidad para comunicarse mediante un idioma dulzón y musical que luego Jurandyr me explicó que se trataba del portugués.

El mismo día de mi llegada, fuimos con la señora Do Almeida hasta un cobertizo semiabandonado donde se hallaba el ladrillo en cuestión. Debo reconocer que, pese mi escepticismo, la situación me alteró profundamente. El ladrillo, un ladrillo común y silvestre, descansaba sobre una mesa de madera. La señora Do Almeida se acercó a él y comenzó a hablarle en voz baja. Quince minutos después el ladrillo estaba totalmente transpirado y hasta podía decirse que crujía. Luego la señora Do Almeida se alejó unos metros de la mesa para ir a sentarse sobre una silla. Desde allí volvió a hablarle al ladrillo.

De pronto, éste pegó un salto y cayó de la mesa, luego comenzó a arrastrarse acercándose a Macaca. De allí en más, la extraña pareja me sorprendió con nuevas suertes, algunas de ellas francamente desconcertantes, como entonar a dúo «Casita Pequeñita» de Leo Bélico. En todo momento, el ladrillo respondió sin euforia pero con conmovedora obediencia las órdenes de la señora Do Almeida.

Al día siguiente, procedía a estudiar, revistar y entrevistar exhaustivamente a la mujer. La sometía a algunas pruebas menores como adivinar las cartas que iban apareciendo de un mazo de naipes, detectar tumores epiteliales con el solo tacto y comunicarse mentalmente con un sensitivo adiestrador de elefantes de Nueva Delhi, quien se halla constantemente a la espera de dichas comunicaciones ya que se trata de un radioaficionado.

A nada de esto respondió satisfactoriamente la señora Do Almeida. En procura de no perder más tiempo, redacté un informe sumario, atribuí el sortilegio que la mujer ejercía sobre el ladrillo a causas relacionadas con la carga de energía estática que la humedad confería a la región y di por terminado el asunto.

Unos años después, sin embargo, la lectura de un breve suelto periodístico me retrotrajo a aquella anécdota y me devolvió mi cercanía con el concepto de la pavorosa pequeñez del conocimiento humano ante lo desconocido.

En un pequeño teatro de Lucca, ciudad mediterránea de Italia, se había presentado, ante la curiosidad de los presentes, un ladrillo proveniente de Brasil, que realizaba una serie de pruebas de captación mental, adivinaba cifras de seis dígitos pensadas por los espectadores y curaba, o al menos aliviaba temporariamente, enfermedades menores como varicela o pie de atleta. La nota agregaba que se lo consideraba un mentiroso, un objeto más que se unía a la larga lista de falsos santones y que el ladrillo continuaba su gira hacia Austria y Países Bajos. De la señora Do Almeida no decía nada.