PONCIO, EL PROFETA (PROF. EREMÍAS GALIMBA)

PRÓLOGO

Mi gran amigo, y respetable erudito, doctor Paulo Rafael Montilla Montaña, quien con gran sensatez y acierto dirige esta colección, me ha pedido que tenga a bien prologar el relato del profesor Eremías Galimba que en estas páginas publica Editorial «Sol Nuevo».

De más está decir que yo no podría, bajo ningún aspecto, negarme a una requisitoria del doctor Montilla Montafia y, menos aún, cuando se me concede el honor de firmar, así se trate de pocas líneas, algo incluido en uno de sus exquisitos volúmenes. Pero, con todo, nobleza obliga, creo conveniente hacer alguna salvedad, dado que muchos lectores podrían verse sorprendidos al hallar un trabajo del profesor Eremías Galimba con prólogo mío, debido a las opuestas concepciones filosóficas que me enfrentan con tan distinguido catedrático desde hace muchos años.

Sin embargo, debo aclarar al lector que, no por el hecho de encontrarnos con el colega Galimba en veredas enfrentadas, dejo de reconocer que nos hallamos ambos en la misma calle conducente al enriquecimiento intelectual y el esclarecimiento histórico.

Si bien la humana y sana variedad de conceptos ubica a Eremías Galimba en líneas de estudio que no comparto, debe saberse que profeso por él un profundo respeto y una sincera admiración.

En virtud de esto que señalo es que no sólo he aceptado realizar este prólogo, sino que me he tomado el atrevimiento de realizar algunas, no muchas, acotaciones marginales, que sólo pretenden ayudar al lector e introducirlo en el complejo pensamiento del profesor Galimba. Estas anotaciones se hallarán al pie de las páginas, junto a las iniciales N del P: Nota del prologuista.

Muchas gracias.

PROFESOR JOSÉ MARÍA NARVAL

PONCIO, EL PROFETA

Esta historia fue narrada por Abdías, «El Arameo», a Ezequiel, hijo de Namia y un campesino de Sarepta, a cambio de un odre conteniendo elixir de quinoto. Ezequiel confió la historia a Pascual, «El Maronita», a quien también llamaban «El cordero Pascual» por lo rizado de su cabello.

Pascual, a su vez, la relató a Eremián de Massautis, «El Sordo», y allí los hechos se perdieron para siempre.

Sin embargo, dos centurias más tarde, un hijo de Nadab halló en una caverna cercana a Galaad, trescientas veintiocho enormes rocas en las cuales se encontraba, tallada, la perdida historia.

Vulgario, que así se llamaba el hijo de Nadab, comprendió lo valioso de su hallazgo, y trasladó a su pesebre, no sin esfuerzo, las rocas grabadas. Con el tiempo, difundiría el texto de la maravillosa historia, en una edición de bolsillo, cincelada sobre un bloque de piedra pómez[3].

Esta es, entonces, la narración que naciera de los labios de Abdías, «El Arameo», continuase en boca de Ezequiel, se divulgase en el dialecto de Pascual, se perdiese en el laberinto auditivo de Eremián de Massautis y terminase, como trozo de piedra pómez, en más de un baño público de la antigua Judá.

Poncio, el profeta, se arrastraba un día por un reseco sendero que iba desde el pueblo de Gibetón[4] hasta el desierto de Negep. Era propósito del profeta alcanzar la inmensidad del desierto, para allí, meditar. Meditar sobre el rumbo a seguir. Dos posibilidades se abrían frente a su escaldada cerviz: las arenas inmisericordes o el regreso a Gibetón, patria de Massah y Manaker, adonde había sido apedreado una vez más.

Poncio, natural de Ginsenia[5], había dejado voluntariamente de caminar ante lo erróneo de sus últimas profecías. Era él quien había afirmado en la plaza de Gandul que el Mesías, aquel todopoderoso llamado Jesucristo, que pregonara su particular filosofía entre los desposeídos y los humildes, moriría a los 73 años, dueño de una importante sedería, y casado con una cortesana egipcia llamada Cleopatra.

El inexorable curso de los acontecimientos puso en evidencia lo distante que estaba la profecía de Poncio de la realidad.

En autoflagelación, Poncio quemó sus sandalias, quebró su bastón sobre las espaldas de un pordiosero, y comenzó a peregrinar reptando sobre el pedregoso suelo de Judá.

Avanzando así, quince años después, hacia el intratable Negep, fue sorprendido por los hechos que se narran.

Agotado, Poncio se había incorporado sobre sus magros brazos, atisbando el horizonte, a la espera de la presencia de algún camélido que le avisara de la cercanía del desierto.

Fue entonces que se elevó, frente a sus asombrados ojos, un remolino de tierra, guijarros, arena y ripio. Y de repente, una gran bola de luz pareció llegar desde el cielo para quedar suspendida frente a él. El sol de aquel día era tan enérgico y furioso como el de todos los días, sin embargo, la bola de luz era más clara y luminosa que el sol mismo.

Poncio, azorado, pensó primero en una alucinación, pero luego una voz profunda y clara llegó a sus oídos.

—Poncio —dijo la voz—. Soy yo.

Poncio irguióse de rodillas, aterrado. No tenía ni remota idea de quién era el que así lo interpelaba, pero había percibido tal confianza en el timbre de aquella voz, que le pareció descortés desconocerla.

Frente a sus ojos, en el núcleo luminoso de la bola, se había corporizado la figura de un hombre alto, delgado, de mirada levemente estrábica.

—Quiero que seas tú, Poncio, el hijo de Ginat, quien lleves a todos los hombres del mundo, la verdad y claridad de mi doctrina —anunció la figura.

—Ocozías[6].

—¿Cómo?

—Ocozías era mi padre.

—Ocozías, tú bien lo dices —admitió el aparecido—. Eres de fresca mente y tu memoria no ha sido mellada por la dureza del tiempo. Eres el elegido para profesar mi palabra.

—¿Yo? —Poncio notó que el temor iba haciendo abandono de su cuerpo.

—No veo a nadie más por acá —ironizó la imagen—. Serás tú quien difunda mi pensamiento en la Tierra.

Poncio estrelló su frente contra el suelo, cubriéndose luego la cabeza con sus manos.

—Oh, desconocido —clamó—. No me comprometas. No pongas en mi boca ideas o conceptos revulsivos. No hagas que mi lengua propale o difunda mandatos inquietantes. ¿Qué clase de doctrina es? Ten la virtud de no comprometerme. Los romanos, tú sabes, no perdonan esas cosas.

—No temas…

—Fácil es decirlo. Pero…

—Debes confiar en mí.

Poncio se atrevió, entonces, a depositar su mirada en los ojos de la aparición.

—Pero… —balbuceó—. ¿Quién eres tú? Creo conocerte de algún lado. Tal vez nos hayamos visto en la feria de Gandul. Admito que los nobles rasgos de tu rostro severo me resultan familiares, pero tu nombre, en este momento se niega a venir a mi mente…

—No mientas —cortó, tonante, el llegado del cielo—. No me conoces. Soy un Dios.

—¿Un Dios? —se extrañó Poncio—. ¿Es que hay muchos?

—Bastantes. ¿Has oído hablar de los griegos? —preguntó el Dios—. Pues bien… —prosiguió sin esperar respuesta—… ellos tienen dioses para el Amor, la Caza, el Fuego, la Guerra. Tienen dioses para todo. Pero… —agitó una mano dentro de la bola—… no perdamos tiempo en esos especialistas. Yo soy un Dios y te he elegido para que difundas mi prédica.

—Ha habido otros —dijo Poncio.

—Lo sé. Reconozco que me he retrasado en mi labor, pero no podía obtener esta luz que me rodea.

—¿Quién te la concede? —en la pregunta de Poncio había un atisbo de duda.

—Olvídalo. Soy yo quien habla. No puedo usarla por mucho tiempo. Está decidido. Serás tú quien imponga a los hombres de mi filosofía.

—Eso es peligroso, mi señor —arguyó Poncio—. Recuerda lo que le sucedió al Nazareno. Tan joven.

—Tú no hablarás —desestimó la aparición—. No harás milagros. No…

—¿Cómo los hacía? —imploró, ávido, Poncio, alargando sus brazos hacia la luz—. ¿Cómo los hacía?

—Algún día te lo diré. No es difícil. La mano es más rápida que la vista.

—Vi devolverle la movilidad a un inválido…

—Tú no harás nada de eso… —cambió de conversación el Dios—. No tenemos tiempo para ese tipo de tareas. Yo necesito algo más interesante. Algo que sacuda el corazón y la razón de los hombres. Algo que sea comentado en los mercados de todas las ciudades. No tengo tiempo para una campaña extensa.

—Cristo contaba con apóstoles que lo seguían. Que lo ayudaban —argumentó Poncio.

—¿Cuántos piensas que necesitarías?

—¿Para qué zona?

—De aquí hasta las mesetas del Jezreel. Por ahora.

Poncio calculó mentalmente.

—Con cinco me apaño —dijo.

—Ni pensar —pareció enfadarse la aparición—. Lo harás tú solo. Lo nuestro tendrá otro tono.

—Dime cuál es tu pensamiento, mi señor… —procuró ayudar Poncio—. Tal vez se me ocurra algo…

—No puedo dictártelo ahora. No he tenido tiempo de corregirlo. Te adelanto que trata, más que nada, sobre lo moral. Pero, te repito…

La duda tornó a la cabeza de Poncio.

—¿Eres, en verdad, un Dios? —articuló, casi a pesar suyo. Pero antes de finalizar la pregunta comprendió su error. La sola visión de aquella imagen celestial, flotando suspendida frente a sus ojos, a casi una vara del suelo, envuelta en una bola de luz, era una respuesta más que suficiente.

—Te repito… —prosiguió la aparición, sin dar crédito a la curiosidad de Poncio—… tu labor será otra. Deberás terminar con el Faucetorio del Nilo[7].

Ante la simple enunciación de aquella orden, Poncio tornó a estrellar su arrugada frente contra el suelo. El Faucetorio del Nilo era un espantoso animal compuesto por un tercio de cocodrilo, otro tercio de camello y el tercio final de choza de barro. Moraba en las riberas del gran río mesopotámico y se contaba que había devorado tribus enteras de prestamistas. Su sola visión, enloquecía.

—¡No! ¡No! —imploró Poncio.

—Tú puedes hacerlo.

—Me mandas a la muerte. ¿Qué puede hacer un miserable como yo, tan sólo débil carne y hueso frágil, frente a la perversidad secular de ese azote? Me destrozará. Me envías a la muerte, señor.

Por primera vez, el Dios estiró su brazo hacia el trémulo Poncio. Una mano cálida, pero firme y segura, oprimió un codo del profeta, y éste sintió su cuerpo invadido por una sensación noble y beatificante.

—Tú puedes hacerlo, Poncio —la voz del Dios era calma y convincente—. Tú puedes hacerlo. Si vences al Faucetorio del Nilo serás amado y famoso. Ya no te apedrearán en las plazas, ya no deberás arrastrarte como una serpiente dañina y ya no alejarán a los niños ni a los lechones ante tu presencia. Por tu nombre, podrá expandirse mi nombre en la mente de los hombres, como se expande el aroma a nabo por las aguas de un lago. Además, no temas a la muerte.

—Por sostener ideas extrañas fue Cristo a la muerte —insistió Poncio.

—¿Olvidas que él resucitó a los tres días? —lo tranquilizó el Dios—. Si la muerte llegase a sorprenderte en las fauces del Faucetorio, mandaré un ángel por ti, y te devolverá la vida. Una y mil veces si es necesario.

—¿Lo harás? —urgió Poncio.

—Si no viene al tercer día, lo hará al cuarto. Tú no temas. A veces hay muchas cosas que hacer. Pero vendrá por ti, y volverá el alma a tu cuerpo.

Poncio contempló la imagen con gesto atónito.

—No temas —repitió ésta.

—¿Por qué yo? —susurró el profeta—. ¿Por qué me eliges a mí para tal distinción?

—Pues has fallado. Eres despreciado y vilipendiado. Y deseo darte una oportunidad.

Gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del hombre de Ginsenia.

—Ahora… —continuó el Dios— ponte de pie. Arrastrándote, no vencerás al Faucetorio.

Mucho costó al pobre Poncio sostener incluso el poco peso de su devastado cuerpo sobre sus pies, abandonados de ejercicio desde hacía tres años. Pero, finalmente, pudo erguirse frente a su Dios e, incluso, practicar algunos pasos del Jorám[8], la antigua danza de los amonitas.

—Para vencer al Faucetorio —recomendó la aparición celestial— sólo necesitarás una cosa: tener fe en mí. Pero además debes adiestrar tu magro cuerpo para la lucha, fortificar algo tus brazos y pegarle fuerte donde más le duele.

Poncio asintió con la cabeza, ensayando algunos quites y amagues con sus escuálidos hombros.

—Una cosa más… —puntualizó la imagen, en tanto ya se elevaba hacia las alturas.

—¿Qué, mi señor? —levantó sus ojos Poncio.

—Lávate un poco las rodillas.

Tres plagas de langosta más tarde[9], cuando ya el infernal estío se batía en retirada dando paso al abrasador invierno, una multitud se apiñaba sobre una de las mesetas que bordean el río Jordán. Había comerciantes fariseos de tras las dunas, camelleros agarenos[10] llegados desde los aduares que bordean el Tigris, mujeres, niños, y hasta hombres de pieles de coloraciones extrañas venidos de regiones tan lejanas que su sola mención sabía a patraña.

Durante cientos de días con sus noches, Poncio a voz en cuello había anunciado que desafiaría a duelo mortal al Faucetorio del Nilo. Lo había hecho en los mercados de Gensa y Fatilú, en las ferias de Hasabías y en los abiertos y habladeros públicos de todo Judá. Dijo a quien quisiera oírlo, que obraba bajo un mandato divino, al influjo de la protección de un Dios cuyo nombre aún no podía confiar a nadie, con el respaldo de un Alguien superior que llenaba su pecho de fuego y sus brazos de fuerzas inauditas, y aseguró que el Faucetorio no le soportaría ni media hora de combate.

Dos cosas hicieron que, finalmente, sus escépticos oyentes le creyesen. Primero, el hecho de ver a Poncio andando sobre sus dos pies, actitud que infundió un sentimiento de respeto entre los que lo rodeaban. Y luego, los sucesos que ocurrieron al amanecer del día elegido para la mortal lucha.

Cuando recién las sombras de la noche se marchaban, las áridas tierras de Judá temblaron, el cielo se tornó violáceo y los asnos corrieron a esconderse entre los telares de las ancianas. Todos comprendieron que aquello estaba relacionado con la lid próxima, y algunos cayeron de rodillas, aterrados. Otros, cruzaron apuestas. Hubo quienes, empero, ni aun así confiaron en las predicciones de Poncio, tal era el desprestigio que cargaba el profeta de Ginsenia sobre sus espaldas, a raíz de sus profecías sobre el futuro de Cristo y otra más, la que lanzara al viento diciendo que el pueblo palestino jamás tendría problemas en hallar tierras donde aposentarse. Pero incluso éstos fueron a la ribera del rio Neftalí, con el interés lógico que despierta en todo ser humano la posibilidad de asistir a la horrible muerte de un semejante.

En la ladera de la meseta, la inmensa boca de una caverna, atraía las expectantes miradas. Se decía que dentro de aquella cueva umbría, moraba el implacable animal.

Por la otra ribera del río Neftalí[11], seco totalmente desde hacía dos mil años, apareció Poncio. Armado tan sólo de un cayado de higuera, cubierto apenas por un lienzo arrollado a la cintura, se adelantó hacia la boca de la caverna. Allí bramó:

—¡Faucetorio del Nilo, hijo del cocodrilo y la mano de obra, cruel alimaña que avientas tu sed de sangre en los hombres, mujeres, niños y haciendas de esta región, llegó tu hora. En nombre de mi Dios, conocerás la muerte por vez primera y tu imagen será por siempre escarnecida, maldecida y vilipendiada. Mandato superior me ha concedido, a mí, Poncio de Ginsenia, el profeta, la representación en la tierra de un Dios superior y enorme, mejor a cuanto otro se haya conocido, o tengas tú o quien me escuche, referencia. En su confianza abrevo mi osadía en desafiarte en lucha. Ni siquiera mi muerte detendrá mi propósito, ya que de ser así, vendrá un ángel por mi cuerpo yerto y un hálito vivificante me devolverá la vida. Y volveré por ti, una y mil veces si es necesario, hasta que logre liberar al pueblo ismaelita del azote maldito que tú representas! ¡Sal, si eres, de por sí, perverso y amistoso del riesgo!

El legendario monstruo salió de la cueva como un rayo y destrozó la cabeza del profeta de una sola y definitiva dentellada.

Bajo el sol de fuego, el cuerpo de Poncio reposó dos largos días, con sus noches, sobre la tierra. Pero ni los buitres, ni las demás aves del cielo, se acercaron a él. Tampoco cuando el beneficio del sol se retiraba, y llegaba la noche silenciosa y oscura, se atrevían a hincarle el diente los perros salvajes, las ratas del desierto, las hienas ni los caimanes que pululaban por doquier.

Al cuarto día, el cielo se puso rojo como una gran llaga. El sol pareció arrugarse y se silenció el canto de las chicharras y el zumbido de las moscas. Cayeron las espinas de las zarzas y el agua de las charcas fue despedida hacia lo alto, como repentinos manantiales. Los pobladores ismaelitas elevaron sus ojos al cielo, atraídos por un ulular quejumbroso que llegaba desde lo alto. De repente, una gran bola de fuego comenzó a acercarse desde la luz del sol, como nacida de ella misma. Pronto, se advirtió que dicha luz era tan sólo un ángel, quien, poco después, castigó el suelo con su cuerpo desparramando vaporosas plumas en todas direcciones.

Tomándose un codo con la otra mano, el ángel se reincorporó. Sin fijar su vista sobre los pobladores que se habían acercado a contemplarlo, se acercó al cuerpo inerte de Poncio, «el profeta». La celestial imagen se detuvo a unos pasos del caído, contemplándolo. Allí pareció detenerse, asimismo, la naturaleza toda. Los escasos pájaros que osaban cruzar el cielo hirviente del desierto, paralizaron su vuelo. Las alimañas que pululaban en el fresco resguardo de las rocas dirigieron sus oblicuas miradas hacia la escena, y hasta los mulos, tan poco propensos a interesarse por nada, quedaron pendientes del cercano acto de la resurrección.

El ángel, grave, estiró uno de sus pies hasta introducirlo bajo el peso exánime de Poncio. Luego, con un sensible esfuerzo de su pierna, hizo girar el cuerpo del falso profeta hasta dejar a éste boca arriba.

—Está muerto —se oyó pronunciar a la criatura alada. Y con estas palabras, antes que nadie saliese de su asombro, se elevó hacia las alturas con la velocidad de un relámpago.

Entonces sí, recién comenzaron a aproximarse al cuerpo de Poncio, los perros del desierto, las hormigas y los buitres.

Sólo a metros de allí, erguidos sobre un promontorio calcáreo, contemplaban los hechos, cabizbajos, Esternón «el piróscafo» y su hijo Hilcías[12], el arameo.

—¿Cómo explicar tú, padre —inquirió Hilcías—, que quien ordenase a Poncio tamaña tarea, no haya cumplido su promesa de resurrección y apoyo?

Esternón, quien sabía que su hijo se hallaba en la etapa de preguntarlo todo, suspiró, paciente, y dijo:

—Así como existen falsos profetas, hijo mío, se me da en pensar que pueden existir falsos dioses.