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La subida de la savia

La llegada de la primavera la cogió por sorpresa. Durante la última semana de aquel febrero gris y desapacible, mientras R. J. aún se hallaba psicológicamente en pleno invierno, empezó a ver desde el coche a gente trabajando en los bosques, junto a la carretera.

Clavaban puntas de metal o de madera en los arces y colgaban cubos en ellas, o tendían mangueras de plástico como una red gigante de sondas intravenosas entre los troncos de los árboles y grandes depósitos de recolección. Con el mes de marzo llegó el tiempo adecuado para la sangría: noches de escarcha, días más cálidos.

Las pistas sin asfaltar se deshelaban cada mañana y se convertían en canales de engrudo. R. J. se vio en apuros nada más internarse por la pista particular que conducía a la casa de los Roche, y al poco rato el Explorer quedó atascado en el barro hasta los ejes.

Cuando se apeó del coche, las botas se hundieron en el suelo como si algo tirase de ellas hacia abajo. R. J. desenrolló el cable del torno montado en el morro del Explorer y avanzó con dificultad por la carretera, tirando de él hasta que hubo más de treinta metros de cable sobre el fango. Eligió un roble inmenso que parecía anclado en la tierra para toda la eternidad, lo rodeó con el cable y aseguró el gancho de modo que no pudiera soltarse.

El torno iba acompañado de un mando a distancia. R. J. se hizo a un lado, pulsó el botón y se quedó mirando fascinada cómo el cable era recogido por el torno y se iba tensando de forma gradual e inexorable. Se produjo un fuerte ruido de succión cuando los cuatro neumáticos se desprendieron del espeso barro y el automóvil empezó a moverse lentamente, centímetro a centímetro. Después de verlo avanzar unos veinte metros hacia el roble, R. J. detuvo el torno, volvió a subir y puso el motor en marcha.

Una vez libres las ruedas, comprobó que la tracción integral le permitía seguir adelante, y en cuestión de minutos tuvo el cable recogido y pudo reanudar el viaje hacia la granja de los Roche.

Bonnie, a la que se había extirpado el apéndice, se hallaba sola en casa. Aún no podía hacer trabajos pesados, y Sam Roche, un muchacho de quince años, hermano de Paul, acudía todas las mañanas antes de ir a la escuela y todas las noches después de cenar y ordeñaba las vacas. Paul había entrado a trabajar como transportista en la fábrica de cuchillos de Buckland, para pagar las facturas; llegaba a casa pasadas las tres de la tarde y dedicaba el resto del día a recoger savia de arce para hervirla luego en la refinería hasta altas horas de la madrugada. Era un trabajo muy duro pues había que recoger y hervir cuarenta litros de savia para obtener un litro de jarabe, pero la gente lo pagaba muy bien y ellos necesitaban hasta el último dólar.

—Tengo miedo, doctora Cole —le confesó Bonnie—. Tengo miedo de que Paul no pueda soportar tanto trabajo. Tengo miedo de que uno de los dos vuelva a caer enfermo. Si llegara a ocurrir, adiós granja.

R. J. tenía los mismos temores, pero meneó la cabeza.

—No consentiremos que suceda —le aseguró.

Algunos momentos no los olvidaría jamás.

22 de noviembre de 1963. Se disponía a entrar en clase de latín en la escuela secundaria cuando oyó comentar a dos profesores que un francotirador había matado a John F. Kennedy en Tejas.

4 de abril de 1968. Al devolver unos libros a la biblioteca pública de Boston vio llorar a una bibliotecaria y se enteró de que la bala de un asesino había acabado con la vida de Martin Luther King.

5 de junio del mismo año. Estaba ante la puerta del apartamento en que vivía con su padre, besando a un chico con el que había salido.

Recordaba que era más bien rollizo y que tocaba el clarinete en una orquesta de jazz, pero había olvidado cómo se llamaba. El chico acababa de tocar la armadura de ropa que le cubría el pecho, compuesta por un grueso jersey y el sostén, y ella se preguntaba cómo debía reaccionar, cuando de pronto la radio del coche de su padre anunció que habían disparado contra Robert Kennedy y que no había esperanzas de que sobreviviera.

Más tarde añadiría el momento en que se enteró de que habían asesinado a John Lennon, y el de la explosión del Challenger.

Una lluviosa mañana de mediados de marzo, en casa de Barbara Kingsmith, tuvo otro de esos momentos terribles.

La señora Kingsmith tenía una infección renal grave, pero la fiebre no había afectado a su locuacidad y estaba quejándose de los colores con que habían pintado el interior del ayuntamiento cuando R. J. oyó unas palabras del televisor que la hija de la señora Kingsmith tenía conectado en el estudio.

—Discúlpeme —le dijo a la señora Kingsmith, y entró en el estudio. La televisión estaba informando de que un activista de Derecho a Vivir llamado Michael F. Griffin había matado de un tiro al doctor David Gunn, un médico que practicaba abortos en Florida.

Los grupos antiabortistas estaban recolectando dinero para pagarle a Griffin la mejor defensa posible.

El miedo la dejó abrumada.

Al salir de casa de los Kingsmith se encaminó directamente a la de David y lo encontró en su despacho.

David la abrazó y consoló mientras ella hablaba de los rostros contraídos que tantas mañanas de jueves había visto en Jamaica Plain. R. J. le describió las miradas cargadas de odio y le reveló que ahora sabía qué esperaba ver todos los jueves: una pistola apuntada hacia ella, un dedo cerrándose sobre el gatillo.

Visitaba a Eva con más frecuencia de la necesaria desde un punto de vista médico. El piso de Eva quedaba muy cerca de su consultorio, y R. J. había llegado a admirar a la anciana y a utilizarla como fuente de información para saber cómo era el pueblo en su juventud.

Por lo general llevaba helado y se lo comían entre las dos mientras conversaban. Eva tenía la mente clara y buena memoria. Le habló de los bailes que se celebraban en el primer piso del ayuntamiento los sábados por la noche, a los que acudía todo el pueblo, incluso los niños. Y de los tiempos en que había un depósito de hielo en Big Pond, y un centenar de hombres se arracimaban sobre el hielo y lo cortaban en bloques. Y de la mañana de primavera en que un carro cargado de hielo y un tiro de cuatro caballos rompieron el hielo y se hundieron en las negras aguas, y todos los caballos y un hombre llamado Chink Roth murieron ahogados.

Eva se puso muy contenta cuando supo dónde vivía R. J.

—Caramba, si yo he vivido por allí cerca casi toda mi vida, a menos de un par de kilómetros. Nuestra granja era la que está en la carretera de arriba.

—¿Donde ahora viven Freda y Hank Krantz?

—¡Sí! Nos la compraron a nosotros. —En aquellos tiempos, le explicó Eva, la finca de R. J. era propiedad de un tal Harry Crawford—. Su mujer se llamaba Rosalie. También nos compró la tierra a nosotros, y construyó la casa en que ahora vive usted. Tenía un pequeño aserradero a orillas del Catamount, movido por un molino de agua. Talaba árboles de su bosque y fabricaba y vendía toda clase de objetos de madera, cubos, moldes para mantequilla, remos y palas, yugos para bueyes, servilleteros, e incluso muebles. El aserradero se quemó hace años. Si se fija bien, creo que aún podrá ver los cimientos junto al río.

»Recuerdo que yo tenía entonces…, no sé, quizá siete u ocho años, y muchas veces me acercaba por allí para ver cómo aserraban y clavaban los maderos, cuando estaban construyendo su casa. Harry Crawford y dos hombres más. No recuerdo quiénes eran los otros dos, pero lo que sí recuerdo es que la señora Crawford me hizo un anillo con un clavo de dos peniques. —Cogió a R. J. de la mano y le sonrió con afecto—. Es casi como si hubiéramos sido vecinas, ¿no cree?

R. J. interrogó minuciosamente a Eva, pensando que quizá la historia de los Crawford podría arrojar algo de luz sobre los huesecillos que se encontraron durante la excavación del estanque, pero no llegó a sacar nada en claro.

Un par de días después, cuando pasaba por la calle Mayor, entró en la antigua casa de madera que albergaba el Museo Histórico de Woodfield y examinó los papeles de la sociedad histórica, algunos de ellos mohosos y amarillentos.

Los Crawford habían tenido cuatro hijos. Un hijo y una hija, Tyrone Joseph y Linda Rae, habían muerto de pequeños y estaban enterrados en el cementerio municipal. Otra hija, Barbara, había muerto a una edad madura en la ciudad de Ithaca, en Nueva York; su apellido de casada era Sewall. Un hijo, Harry Hamilton Crawford, Jr., se había mudado a California muchos años atrás y se ignoraba su paradero.

Harry y Rosalie Crawford eran miembros de la Primera Iglesia Congregacionalista de Woodfield, y habían enterrado a dos hijos en el cementerio del pueblo. ¿Era probable, se preguntó R. J., que hubieran sepultado a otra criatura en tierra no consagrada, sin una lápida?

No lo era. A no ser, por supuesto, que en aquel nacimiento hubiera algo que causara una enorme vergüenza a los Crawford.

Seguía siendo un enigma.

R. J. y Toby Smith habían llegado a ser algo más que jefa y empleada. Estaban convirtiéndose en dos buenas amigas que podían hablar en confianza de las cosas verdaderamente importantes. Eso hacía que R. J. se sintiera más vulnerable en lo tocante a su incapacidad para ayudar a Toby y Jan a concebir un hijo.

—Dices que mi biopsia endometrial dio buenos resultados, y que el semen de Jan está bien. Y hemos puesto mucho cuidado en hacer exactamente lo que nos aconsejaste.

—A veces nos resulta imposible saber por qué no se produce el embarazo —contestó R. J. sintiéndose en cierto modo culpable por no haber podido ayudarles—. Creo que deberíais ir a Boston para visitar a un especialista en fertilidad. O a Dartmouth.

—No creo que consiga convencer a Jan para que vaya. Está cansado de todo el asunto. A decir verdad, yo también lo estoy —replicó Toby en tono irritado—. Hablemos de otra cosa.

Así que R. J. le habló francamente de sus relaciones con David.

Pero Toby apenas comentó nada.

—Me parece que David no te cae demasiado bien.

—No es verdad —protestó Toby—. David le cae bien a casi todo el mundo, pero no sé de nadie que haya intimado con él. Es como… como si viviera encerrado en sí mismo, no sé si lo entiendes.

R. J. lo entendía perfectamente.

—La pregunta importante es: ¿te gusta a ti?

—Sí que me gusta, pero ésa no es la pregunta importante. La pregunta importante es: ¿lo quiero?

Toby enarcó las cejas.

—¿Y cuál es la respuesta importante?

—No lo sé. Somos completamente distintos. Dice que tiene dudas religiosas, pero vive en un mundo muy espiritual, un mundo tan espiritual que yo jamás lo podré compartir con él. Yo antes sólo tenía fe en los antibióticos. —Esbozó una sonrisa pesarosa—. Ahora ni siquiera en eso.

—Entonces… ¿hacia dónde os dirigís?

R. J. se encogió de hombros.

—Tendré que tomar una decisión dentro de poco para no ser injusta con él.

—No te imagino siendo injusta con alguien.

—Te llevarías una sorpresa —replicó R. J.

David estaba terminando los últimos capítulos de su libro. Eso los obligaba a verse con menos frecuencia, pero David estaba llegando al final de un largo y duro camino, y R. J. se alegraba por él.

El escaso tiempo libre de que disponía lo pasaba a solas. Un día que paseaba por la orilla del río encontró los cimientos del aserradero de Harry Crawford, unos grandes bloques de piedra desbastada. Árboles y arbustos envolvían y ocultaban los cimientos, y varios bloques de piedra se habían deslizado al lecho del río. A R. J. le hubiera gustado que David estuviera libre para enseñarle los restos del aserradero.

Junto a uno de los bloques encontró una pequeña piedra corazón, de un mineral azul que no supo identificar. No le pareció muy probable que pudiera encerrar ninguna magia.

Impulsivamente, telefoneó a Sarah.

—¿Quieres venir conmigo al cine?

—Ah…, bueno.

«Una idea tonta», se dijo con severidad. Pero, con gran placer por su parte, la cosa salió bien.

Fueron a Pittsfield en su coche, cenaron en un restaurante tailandés y vieron una película.

—Tenemos que repetirlo otro día —le propuso, con intención de cumplirlo—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Pero se acumuló el trabajo y fueron pasando los días. Varias veces se cruzó con Sarah en la calle Mayor, y Sarah sonreía al verla. Cada vez le resultaba más agradable encontrársela por casualidad.

Un sábado por la tarde, tres o cuatro semanas después, le sorprendió ver a Sarah por el camino de acceso a su casa. Iba a lomos de Chaim, y al llegar le ató las riendas en la barandilla del porche.

—Hola. Qué grata sorpresa. ¿Quieres un té?

—Hola. Sí, gracias.

R. J. sirvió también unas pastas que acababa de sacar del horno y que había hecho siguiendo una receta de Eva Goodhue.

—Puede que les falte algún ingrediente —comentó indecisa—. ¿A ti qué te parece?

Sarah sopesó una pasta.

—Podrían ser más ligeras… Oye, ¿hay muchas cosas que puedan retrasar la regla? —le preguntó, y R. J. olvidó sus problemas de cocina.

—Bueno, sí. Muchas cosas. ¿Es la primera vez que se retrasa? ¿Es sólo una falta?

—Varias faltas.

—Comprendo —dijo en tono jovial, con su voz más controlada de doctora amiga—. ¿Hay otros síntomas?

—Náuseas y vómitos —respondió Sarah—. Lo que se llama malestar matutino, supongo.

—¿Todo esto me lo preguntas para una amiga? ¿Por qué no le dices que venga a verme al consultorio?

Sarah cogió otra pasta, la examinó como si no supiera si comérsela o no, y por fin la devolvió al plato. Luego miró a R. J. de forma muy parecida a como había mirado la pasta. Cuando se decidió a hablar, su voz encerraba sólo una sombra casi imperceptible de amargura, y apenas un levísimo temblor.

—No lo pregunto para una amiga.