17

David Markus

La invitó a cenar a su casa.

—¿Estará también Sarah?

—Sarah tiene una cena con el club de cocina de la escuela secundaria —respondió él, y se la quedó mirando pensativo—. ¿Es que no puedes venir a mi casa si no hay presente una tercera persona?

—Claro que iré. Pero me hubiera gustado que Sarah también estuviera.

A R. J. le gustaba la casa de los Markus, el calor y la hospitalidad de las gruesas paredes de troncos y los muebles antiguos y cómodos. Había muchos cuadros colgados, obra de artistas locales cuyos nombres no le decían nada.

David Markus le enseñó toda la vivienda.

Una cocina comedor.

Su despacho, lleno de objetos propios de una agencia de la propiedad, un ordenador, un gran gato gris dormido sobre su silla de trabajo.

—¿El gato también es judío, como el caballo?

—La gata, y a decir verdad, también lo es. —Le dirigió una sonrisa—. Nos vino con un gato rijoso y peleón que Sarah decía que era su marido, pero el macho sólo estuvo un par de días por aquí y luego desapareció, así que a la gata la llamé Agunah. En yiddish quiere decir «esposa abandonada».

Su austero dormitorio. Apenas hubo una sombra de tensión sexual mientras ella contemplaba el gran colchón de muelles.

Había otro ordenador encima de la mesa, una estantería llena de libros de historia y de agricultura, y un montón de hojas manuscritas. Al ser preguntado, reconoció que estaba escribiendo una novela sobre la desaparición de las pequeñas granjas en Estados Unidos, y sobre los primeros granjeros que se instalaron en las colinas de Berkshire.

—Siempre he deseado contar relatos. Tras la muerte de Natalie, decidí intentarlo. Tenía que mantener a Sarah, así que seguí trabajando como agente de la propiedad cuando nos mudamos, pero aquí en las colinas no es precisamente un negocio que abrume. Me queda mucho tiempo para escribir.

—¿Y qué tal va?

—Bueno… —Se encogió de hombros, sonriente.

El cuarto de Sarah. Espantosas cortinas multicolores en las ventanas; según le dijo, las había teñido la propia Sarah. Dos pósters de Barbra Streisand. Y por toda la habitación, bandejas llenas de piedras: rocas grandes, guijarros, piedras medianas, todas ellas con la forma aproximada de un corazón. Tarjetas de San Valentín geológicas.

—¿Qué son estas piedras?

—Ella las llama piedras corazón, y las viene coleccionando desde muy pequeña. Natalie le dio la idea.

R. J. había estudiado un curso de geología en Tufts. Al examinar las bandejas, identificó cuarzo, esquisto, mármol, arenisca, basalto, feldespato, gneis, pizarra, un granate rojizo, todos en forma de corazón. Había cristales que ni siquiera se imaginaba qué eran.

—Ésta la trasladé en la pala del tractor —le explicó David mientras señalaba una roca de granito en forma de corazón que medía más de medio metro de altura, apoyada en un rincón del cuarto—. Diez kilómetros, desde el bosque de Frank Parson. Tuvimos que meterla en casa entre tres.

—¿Y las encuentra en el suelo?

—Las encuentra en todas partes. Tiene una especial habilidad. Yo casi nunca descubro ninguna. Sarah es muy estricta, y rechaza muchas piedras. No las llama piedras corazón si no tienen auténtica forma de corazón.

—Quizá deberías buscarlas con más atención. Hay millones y millones de piedras ahí fuera. Estoy segura de que podría encontrar algunas piedras corazón para Sarah.

—¿De verdad? Pues tienes veinticinco minutos hasta que sirva la cena. ¿Qué te apuestas?

—Una pizza. En veinticinco minutos creo que habrá tiempo suficiente.

—Si ganas, tienes una pizza. Si gano yo, me das un beso.

—¡Oye!

—¿Qué ocurre? ¿Es que tienes miedo? —Sonrió, desafiándola—. Venga, atrévete.

—Queda apostado.

No perdió el tiempo buscando en el patio ni en el camino pues se figuró que las inmediaciones de la casa estarían más que patrulladas.

La pista de acceso estaba sin asfaltar, llena de piedras. La recorrió a paso lento, la cabeza inclinada, estudiando el terreno.

Nunca se había fijado en lo variadas que eran las piedras, en cuántas formas se presentaban, largas, redondas, angulosas, delgadas, planas. De vez en cuando se agachaba y recogía una piedra, pero ninguna era adecuada.

Al cabo de diez minutos se hallaba a medio kilómetro de la casa de troncos y sólo había encontrado una piedra que se parecía remotamente a un corazón, pero incluso ésta era deforme, demasiado desgastada por un lado.

«Una mala apuesta», concluyó.

Deseaba encontrar una piedra corazón; no quería que él pensara que había fracasado a propósito.

Al terminar el tiempo acordado, regresó a la casa.

—He encontrado una —anunció, y la alzó para que la viera.

Él la examinó sonriente.

—A este corazón le falta… ¿Cómo se llama la cavidad superior?

—Aurícula.

—Eso mismo. A este corazón le falta la aurícula derecha. —Se acercó a la puerta y arrojó la piedra al exterior.

Lo que ocurriese a continuación sería importante, se dijo R. J. Si él utilizaba la apuesta para demostrar su machismo, ya fuera con un fuerte abrazo o con un intercambio de saliva, perdería todo interés por él.

Pero David se inclinó hacia ella y le dio un beso tierno e increíblemente dulce, sin apenas rozarle los labios. «Ooh».

Le ofreció una cena estupenda, aunque muy sencilla: una ensalada abundante y crujiente preparada exclusivamente con productos de su propio huerto, excepto los tomates, que los había comprado en la tienda porque los suyos aún no estaban maduros. Venía aliñada con la especialidad de la casa, un aderezo de miel con miso, e iba acompañada de espárragos que ellos mismos habían cogido y guisado al vapor justo antes de sentarse a la mesa.

Él cultivaba sus propios brotes tiernos con una combinación de semillas y legumbres que le aseguró era secreta, y había preparado unos panecillos crujientes rellenos con pedacitos de ajo que estallaban con todo su sabor al masticarlos.

—Oye, eres todo un cocinero.

—Me gusta trastear en la cocina.

El postre consistió en helado casero de vainilla, con una tarta de arándanos que él había preparado por la mañana. Sin saber cómo, R. J. se encontró hablándole de la mezcla de religiones de su clan.

—Hay Cole protestantes y Regensberg cuáqueros. Y Cole judíos y Regensberg judíos. Y ateos. Y mi prima Marcella Regensberg, que es monja franciscana en un convento de Virginia. Tenemos un poco de todo.

Con la segunda taza de café, R. J. se enteró de un aspecto de su vida que la dejó asombrada: aquellos «estudios de posgrado» sobre los que no había entrado en detalles los cursó en el Seminario Teológico Judío de América, en Nueva York.

—¿Qué has dicho que eres?

—Rabino. O al menos fui ordenado, hace mucho tiempo. Pero ejercí muy poco tiempo.

—¿Por qué lo dejaste? ¿Tenías una congregación?

Era evidente que se trataba de un tema embarazoso para él, como si estuvieran hablando de pornografía dura.

—Bueno, yo… —Se encogió de hombros—. Tenía demasiadas dudas e interrogantes para formar una congregación. Había empezado a recelar, ni siquiera sabía si creía o no creía en Dios, y consideré que una congregación se merecía por lo menos un rabino que hubiera llegado a alguna conclusión sobre este punto.

—¿Y ahora qué piensas? ¿Has llegado a alguna conclusión, desde entonces?

Abraham Lincoln se la quedó mirando fijamente. ¿Cómo unos ojos azules podían volverse tan tristes, reflejar tal chispa de dolor? Al fin, meneó lentamente la cabeza.

—El jurado aún sigue reunido.

David no solía extenderse en detalles. R. J. sólo empezó a enterarse de algunas cosas tras varias semanas de verlo con frecuencia. Al terminar sus estudios en el seminario ingresó inmediatamente en el Ejército, noventa días en la academia de oficiales y directo a Vietnam como capellán, con el grado de subteniente. Tuvo un destino relativamente cómodo en un gran hospital de Saigón, lejos de los peligros del frente. Se pasaba los días entre mutilados y moribundos, y las noches escribiendo a sus familias, y llegó a sentir rabia y miedo mucho antes de resultar herido.

Un día, cuando viajaba en la parte de atrás de un transporte de tropas con dos capellanes católicos, el mayor Joseph Fallon y el teniente Bernard Towers, fueron sorprendidos en plena calle con un ataque de cohetes. El vehículo recibió un impacto directo por delante; en el asiento trasero, la explosión fue selectiva. Bucky Towers, sentado a la izquierda, murió en el acto. Joe Fallon, sentado en el medio, perdió la pierna derecha.

David sufrió una herida grave en la pierna izquierda que le afectó el hueso. Tuvo que pasar por tres operaciones y una larga convalecencia. Le había quedado la pierna izquierda más corta que la derecha, aunque la cojera resultaba imperceptible. R. J. ni siquiera la había advertido.

Al licenciarse regresó a Nueva York y, para obtener trabajo, tuvo que pronunciar un sermón como invitado. Fue en Bay Path, Long Island, en el templo Beth Shalom, la Casa de la Paz. El tema del sermón era el mantenimiento de la paz en un mundo complejo. Iba por la mitad cuando levantó la mirada y se fijó en un cartel colocado por los encargados de la decoración del templo en el que podía leerse el primero de los trece artículos de fe de Maimónides: «Tengo una fe absoluta en que el Creador, bendito sea su nombre, es el autor y el guía de todo lo creado; y en que sólo Él ha hecho, hace y hará todas las cosas». Presa de auténtico pánico, vio con claridad que no podía suscribir con plena certeza esa declaración, y acabó el sermón como pudo, a trompicones.

Después de eso solicitó un trabajo en Lever Brothers como aprendiz de agente de la propiedad inmobiliaria. Era un rabino agnóstico demasiado lleno de dudas para ser el pastor de nadie.

—… ¿Y todavía puedes casar a la gente?

Él esbozó una atractiva sonrisa.

—Supongo que sí. Quien ha sido rabino una vez…

—Quedaría una estupenda combinación de carteles: «Markus el Casamentero». Justo debajo de «“Estoy enamorado de ti”, miel».