Capítulo 23

La Sala de los Adivinos se encontraba al final de un largo pasillo, en una parte de la Morada de la Madre destinada sólo a ellos. Las habitaciones que Stark pudo ir viendo al pasar eran austeras, oscuras, ocupadas por alumnos, acólitos y Adivinos de rango inferior. Las salas estaban destinadas a ocupantes mucho más numerosos. Los corredores que se abrían a cada lado sólo conducían al silencio.

La Sala era redonda; en el techo abovedado colgaba una única y enorme lámpara de plata tallada. Bajo la lámpara se extendía un objeto circular, muy alto, de casi un metro de ancho, cubierto por un velo finamente bordado. En lugar de esculpidas o recubiertas de piedra, las paredes estaban cargadas de tapices, aparentemente muy antiguos y sagrados. Un gigantesco y benevolente rostro femenino se hallaba presente de modo constante; resultaba atenuado por una antigüedad que no resultaba menos turbadora. Sus ojos parecían seguir cada movimiento de la gente que ocupaba la Sala. La gran lámpara no estaba encendida; otras más pequeñas ardían débilmente en trípodes dispuestos por el perímetro de la habitación.

Reinaba el silencio.

Entraron los acólitos.

Con veneración, encendieron la lámpara de plata y retiraron el velo bordado sin dejar de salmodiar.

—El Ojo de la Madre sólo ve la verdad —murmuraron los Adivinos.

El Ojo de la Madre era un enorme cristal encastrado en un marco de oro macizo. Era tan translúcido como una gota de lluvia y la luz de la lámpara se reflejaba en él. Con las cabezas inclinadas, los Adivinos se dispusieron alrededor del cristal.

Allí no se veía ningún trono. Incluso Kell de Marg permanecía en pie, Fenn y Ferdic, a su espalda. Gelmar, Stark, Gerrith y los cuatro guardias formaban un grupo aparte, cerca de la puerta.

Kell de Marg fue la primera en hablar; su odio se repartía entre todos los extranjeros.

—Todos vosotros sois extraños a esta Morada. No me fío de ninguno de vosotros y habláis de cosas que no entiendo y no puedo juzgar, puesto que las desconozco.

—¿Por qué iba a mentirte, Hija de Skaith? —preguntó Gelmar.

—¿Qué Heraldo no lo haría cuando le conviniese?

Su mirada se dirigió a Gerrith y luego se fijó en Stark.

—Conozco a Gelmar. La mujer nació en Skaith y no dice que haya visto esos navíos. El hombre dice que sí. Adivinos, buscad en su mente la respuesta.

La imperiosa mano hizo un gesto a Fenn y Ferdic, que se acercaron a Stark. Los dos guardias no se movieron. Ferdic miró a Gelmar, que musitó una orden a sus propios guardianes. Se apartaron, pero siguieron a Stark cuando le acercaron al cristal.

—Mira en el Ojo de la Madre —le pidieron los Adivinos.

La luz de la lámpara iba y venía por las profundidades translúcidas, moviéndose sin cesar, atrayendo la mirada cada vez con mayor fuerza.

—El cristal es como el agua. Deja que flote en ella tu mente, deja que tu espíritu vague libre…

Sonriendo, Stark hizo un gesto negativo.

—No se me puede engañar tan fácilmente.

Sorprendidos, furiosos, los Adivinos le miraron.

—¿Queréis mis recuerdos? ¿Queréis la verdad? Os la daré libremente.

Cada mundo tenía sus métodos. Había visto muchos y dominado muy pocos. Pero algo sí sabía. A menudo se las había visto con la telepatía y el contacto mental. No le daban miedo. Lo esencial era conservar el autocontrol.

Compartió sus recuerdos con los Adivinos; al menos los que eran lo suficientemente impersonales.

Con las cabezas inclinadas, los Adivinos simulaban meramente contemplar el cristal. Sería más tarde. Por el momento, absortos, escuchaban el cerebro de Stark, registrando lo que deberían contarle a Kell de Marg.

Stark recordó. Los mundos de su juventud, el Sol, su estrella madre, brillando con un color dorado.

El espacio, como lo vio por primera vez, en los simuladores de un navío que se dirigía a Altair. El sorprendente esplendor de millares de soles centelleando en el océano tenebroso donde brillarían eternamente. Pléyades, enjambres cósmicos de encendidas abejas. Nebulosas amontonadas a lo largo de los parsecs, nubes inmensas de fuego y gloria. Nebulosas oscuras donde ahogados soles brillaban poco más que velas. Galaxias increíblemente lejanas. El universo infinito, sin techo de piedra que le aprisionara.

Por último, recordó la increíble ciudad mundo, Pax, y su inusitada luna, símbolos del poder de la Unión Galáctica.

Entre la agonía y el terror, los Adivinos gritaron:

—¡Lo ha visto! ¡Lo ha visto, Hija de Skaith! Ha visto los abismos de la noche, los soles ardientes, los cielos de otros mundos.

Miraron a Stark como si estudiaran a un demonio.

Kell de Marg ejecutó un ligero gesto con la cabeza.

—De eso estamos ya seguros. Ahora, quiero saber por qué ha venido hasta aquí.

—Para encontrar a un amigo, Hija de Skaith. Alguien a quien ama, a quien los Heraldos han hecho prisionero y quizá matado. Siente un odio profundo contra los Heraldos y los Señores Protectores.

—Entiendo. ¿Y la profecía? ¿Es verdad?

—Lo ignora.

—La profecía y la carga de un hombre predestinado me fueron impuestos contra mi voluntad —recalcó Stark.

—Sin embargo, te los impusieron. ¿Por qué a ti entre todos los extraños?

—No lo sé. Pero no te deseo ningún mal, Hija de Skaith, y Gerrith tampoco. Los Heraldos son un peligro para ti y para todo el planeta, pues no comprenden a lo que se enfrentan.

—¡Miente! —gritó Gelmar—. ¡Si nos dejas ir, no habría ningún peligro para ti!

Silenciosa, Kell de Marg meditó mucho tiempo, como un armiño que pensase en sus presas. Finalmente, dijo:

—Te equivocas, Gelmar. No tengo miedo. Tus Meridionales y su revuelta no me interesan. Este hombre pertenece a una nueva fuerza que se alza en el mundo. Quizá sí, o quizá no, sea importante para el porvenir de los Hijos; eso sí me interesa. Cuando lo sepa, decidiré quién se va y quién no. —Se volvió hacia los Adivinos—. ¿Qué ve el Ojo de la Madre?

Los Adivinos miraban con fijeza el profundo corazón del cristal.

La sala estaba en silencio. Tan silenciosa que Stark escuchaba todas las respiraciones. La inquietud le dominó. Aquella cosa loca, animal y femenina, era todopoderosa; pensar en ello no resultaba agradable.

Los múltiples rostros de Nuestra Madre Skaith le miraban fijamente desde los muros. No tenían nada de tranquilizadores.

La espera resultaba insoportable. Nadie se movía. Los Adivinos habrían podido ser estatuas de madera. El peso de la montaña agobiaba a Stark. Tenía calor; los grilletes eran pesados círculos, unidos por una cadena. Volvió la cabeza y no pudo ver a Gerrith que estaba a sus espaldas, junto a la puerta.

Súbitamente, uno de los Adivinos inspiró y expiró con profundidad. Algo pasaba en el Ojo de la Madre.

Stark, en un principio, creyó que era debido a la lámpara. Pero ésta seguía brillando y derramando luz sobre el inmenso cristal, cuyo brillo sí disminuía, ensombreciéndose, yendo de una limpia claridad a un rojo oscuro, turbulento, sucio. Stark recordó otra ocasión, otra caverna, y el Agua de la Visión de Gerrith.

—Sangre —dijeron los Adivinos—. Muchas sangre se derramará si este hombre sigue vivo. La Muerte acudirá a la Morada de la Madre.

—En ese caso —dijo tranquilamente Kell de Marg—, debe morir.

Stark, con precaución, recogió la cadena de tal modo que no le oyeran hacerlo.

Gelmar se adelantó.

—Y morirá. Yo mismo velaré por ello, Hija de Skaith.

—Yo lo haré —replicó Kell de Marg—. ¡Fenn! ¡Ferdic!

Los dos llevaban a la cintura puñales engastados en joyas. Los sacaron y se colocaron con presteza junto a Gelmar.

—Ordena a tus criaturas que maten a este hombre, Gelmar —ordenó Kell de Marg.

Desesperada, furiosamente, Gelmar gritó:

—¡No, espera!

Durante un instante, los hermosos hombres de la Ciudadela titubearon. Miraron a Gelmar y esperaron.

Stark no dudó.

Se volvió, derribó al guardia con los puños cargados de cadenas y grilletes. La carne se abrió. El hombre gritó roncamente, cayendo. Stark saltó por encima suyo, cargando hacia la puerta. Los dos guardias de Gerrith quisieron interceptarle, pero Gerrith, que fue olvidada durante un instante, tomó la lámpara de uno de los trípodes y la arrojó contra el muro.

El aceite ardiendo se derramó, se extendió, ardió. Los tapices, secos desde hacía siglos, explotaron en humo y llamas.

Uno de los guardias se volvió y golpeó a Gerrith. Demasiado tarde; Stark la vio caer y luego dejó de verla. El humo le sofocaba, le cegaba. Voces aterradas y apremiantes se alzaron por doquier. Los múltiples rostros de la Madre se retorcieron, se convirtieron en masas negras y desaparecieron. Dos Adivinos se lanzaron sobre el cristal, protegiéndolo con sus cuerpos. Los otros luchaban vanamente contra las llamas. Uno de los hermosos hombres ardía; otro, apresurándose a cumplir las órdenes de Gelmar, chocó con Stark, pero no se detuvo. Stark llamó a Gerrith, no recibió respuesta; pero tropezó con ella. La tomó de la túnica y la arrastró fuera de la sala. Les acompañaba una espesa capa de humo.

Por un momento, la creyó muerta. Luego, la mujer tosió y, con claridad, dijo:

—Si no te vas ahora, todo habrá terminado.

El tumulto de la Sala se intensificó; los asistentes se abrían paso hacia la puerta. Alumnos y acólitos salieron de las alcobas por el corredor. Stark se inclinó sobre Gerrith. La mujer le golpeó con violencia.

—¡Vete! Te doy esta oportunidad. ¿Vas a malgastarla?

Stark titubeó. Sólo, quizá lo conseguiría. Con Gerrith, nunca. La besó apresuradamente.

—Si vivo… yo… —musitó.

La dejó y echó a correr. Descendió por el pasillo; inmenso, peligroso, blandiendo las cadenas. Los cuerpos cubiertos de blanco pelaje se apartaban de su paso o eran arrojados a un lado. Aquellos futuros Adivinos eran jóvenes, sus maestros, viejos y todos estaban desacostumbrados al combate. Stark les barrió como un viento de tormenta que dobla los campos de trigo.

Tras él escuchó otros gritos, otras órdenes. Kell de Marg y Gelmar salieron del brasero. Mirando a sus espaldas, vio que le perseguían dos guardias. Las manos encadenadas nada podrían contra sus espadas.

Se metió a toda prisa por un corredor lateral. Los peldaños tallados en la roca le condujeron a otro pasillo, más polvoriento, más débilmente iluminado. Siguió recorriendo un laberinto de cámaras, túneles, escaleras; las habitaciones estaban llenas de objetos, los cruces desiertos y cada vez menos iluminados.

Al fin se detuvo y prestó oído. No oyó otra cosa que los latidos de su propio corazón. Por el momento, al menos, no le seguían. Tomó una lámpara de un nicho en la pared y se hundió en la Morada de la Madre.