Se encontraban en un corredor alto y ancho, iluminado por lámparas parpadeantes. Un grupo de gente esperaba en él. Las cabezas de piel pálida, orejas estrechas y diademas de oro, que variaban de tamaño y esplendor dependiendo del rango, se inclinaron. Las voces murmuraron llenas de respeto:
—Hija de Skaith. Estás de vuelta.
Stark pensó que esperaban desde hacía mucho tiempo y que estaban fatigados de estar de pie. En un lado, observó a cuatro Hijos que se mantenían apartados de los demás con muestras de evidente orgullo. Llevaban pantalones y tabardos de paño negro, cinturones de cadena de oro y sus cabezas no se inclinaban. Su mirada colectiva se fijó inmediatamente en los extranjeros.
Cuando se incorporaron, los cortesanos y los oficiales miraron fijamente a Stark y a Gerrith con ojos fríos y hostiles. Estaban, en apariencia, habituados a los Heraldos pues apenas concedieron a Gelmar una desinteresada mirada. Los extranjeros, por el contrario, les causaron una profunda turbación.
—Hablaré con los Adivinos —explicó Kell de Marg, apartando a los cortesanos con un gesto.
Los hombres de negro rodearon a Kell de Marg. Los cinco echaron a andar, hablando en voz baja. Cortesanos y oficiales debieron contentarse con quedar en segundo término.
Anduvieron durante mucho tiempo. Las paredes y el techo del corredor estaban cubiertos de esculturas, algunas en relieve, algunas en bajo y otras en alto relieve, pero todas admirables. Se relacionaban con la historia o la religión de los Hijos. Una parte de su historia debió ser muy tormentosa, o así lo imaginó Stark. Algunos de los motivos habían sido destruidos y reparados. Contó seis puertas que podían ser defendidas contra los invasores.
Al corredor daban numerosas salas. Sus entradas estaban soberbiamente labradas y lo que se veía el interior procuraba una sorprendente sensación de esplendor.
Lámparas de plata remarcaban los colores, incrustaciones, mosaicos, dejando adivinar formas extrañas que eran un enigma para Stark. Una cosa resultaba evidente: aquellos hijos de Nuestra Madre Skaith no tenían nada en común con sus primos marinos. No eran animales. Poseían, bajo los brillantes picos de las Llamas Brujas, una sociedad completa y altamente desarrollada.
¿O mejor sería decir que alguna vez la tuvieron? Algunas de las salas permanecían a oscuras. Otras apenas eran iluminadas por una o dos lamparillas. Por todas partes, un persistente y sutil olor a polvo y a muerte. Y la impresión de que las idas y venidas del trabajo, fuera el que fuese, eran mucho menores de lo que tendrían que haberlo sido en la Morada de la Madre.
El corredor terminaba en una enorme caverna natural cuyas fantásticas formaciones rocosas se mantuvieron intactas. Allí había mucha luz y un pasillo real, hecho de losas de mármol, marcado en el suelo. Más allá, una serie de salitas de espera y, al fin, la sala abovedada que pertenecía a Kell de Marg, Hija de Skaith.
La sala estaba desnuda y los muros cubiertos por una piedra blanca y luminosa, sin ornamento alguno. La desnudez total. Nada debía distraer la mirada del punto central de la sala, el trono, situado sobre un estrado al que conducían una serie de anchos peldaños.
Kell de Marg los subió. Se sentó.
El trono había sido esculpido en una roca de color marrón, el mismo tono de la tierra fértil. Su forma era la de una mujer vestida con una larga túnica, sentada de tal suerte que podía tener a la Hija de Skaith en las rodillas, rodeándola con sus brazos protectores. La cabeza de la estatua se inclinaba afectuosamente hacia adelante. Kell de Marg apoyó las manos en las de Nuestra Madre Skaith. Su delgado y arrogante cuerpo contrastaba en la piedra oscura.
Los Adivinos formaron un grupo pequeño a su derecha. Los otros se situaron junto al trono. Fenn y Ferdic, a la izquierda. Gelmar, Stark, Gerrith y los guardias, se quedaron a los pies de la escalinata.
—Ahora —empezó Kell de Marg—, háblame del nuevo peligro que amenaza Skaith.
Gelmar se dominó. Su voz casi sonaba amable.
—Ciertamente, Hija de Skaith. Pero me gustaría explicártelo en privado.
—Los que me rodean son los Guardianes de la Morada, Gelmar. Las Madres del Clan, los hombres y mujeres responsables del bienestar de mi pueblo. Quiero que escuchen.
Gelmar, inclinando la cabeza, miró a Stark y a Gerrith.
—En ese caso, que se lleven a estos dos.
—¡Ah! —exclamó Kell de Marg—. Los cautivos. No, Gelmar. Se quedarán.
Gelmar ahogó una queja rabiosa y empezó a contar la historia de los navíos espaciales. Kell de Marg la escuchó atentamente; lo mismo hicieron Fenn, Ferdic, las Madres del Clan y los consejeros. Bajo la atención brillaba el miedo y algo más. Cólera, rabia… el instintivo rechazo a una verdad intolerable.
—Quiero entender algo por completo —pidió Kelt de Marg—. Esos navíos… ¿vienen de fuera, de muy lejos?
—De las estrellas.
—Las estrellas… Casi las hemos olvidado. Los hombres que vuelan en esos navíos, ¿también vienen de fuera? ¿No han nacido en Nuestra Madre Skaith?
—No —respondió Gelmar—. Son totalmente extranjeros. Les hemos permitido venir porque nos traerían muchos bienes de los que carecemos; por ejemplo, metales. Pero nos han traído también sus costumbres de otros mundos e ideas muy perniciosas. Y han corrompido a parte de nuestro pueblo.
—Nos han corrompido con la esperanza —replicó Gerrith—. Hija de Skaith, déjame decirte cómo es nuestra vida bajo la ley de los Señores Protectores y los Heraldos.
Gelmar habría querido obligarla a callar; pero Kell de Marg escuchó a Gerrith. Cuando la Mujer Sabia se calló, Kell de Marg dijo:
—Tu pueblo y tú queréis esos navíos para salir de Skaith y partir a otro mundo, ¿verdad? ¿Queréis vivir en un suelo extraño, respirar un aire distinto al que os dio la vida?
—Sí, Hija de Skaith. Aunque te cueste trabajo admitirlo, para nosotros representa la vida.
No hacía falta decirlo. Lo sabía. Stark lo sabía. Sin embargo, era necesario que se dijese.
—Nosotros hemos encontrado la felicidad en otro sendero —replicó Kell de Marg—. Nos volvimos al vientre de la Madre y mientras vosotros teníais hambre, os desgarrabais y moríais bajo el Viejo Sol, nosotros vivimos calientes, bien alimentados, seguros del amor de la Madre. No cuentes con mi compasión. Poco me importa lo que hagan los Heraldos en su propio territorio. Mis preocupaciones son de otra índole.
Se volvió hacia Gelmar.
—¿Continúa la rebelión?
A disgusto, el Heraldo respondió:
—Sí.
—Eso —intervino Stark— ya lo sabíamos.
—Quieres llevarte a esta gente al sur —continuó Kell de Marg—. ¿Por qué?
—Hay una profecía.
—Sí —dijo Kell de Marg—. Los Harsenyi nos han hablado de ella. Era sobre este hombre, ¿no es así?
Miró a Stark con fijeza.
Gelmar pareció ansioso por cambiar de tema.
—La profecía desencadenó la rebelión. Si demuestro que es falsa…
Kell de Marg le interrumpió, dirigiéndose a Gerrith.
—¿Fuiste tú la que profetizo, Mujer Sabia?
—Mi madre.
—¿Qué dijo?
—Que vendría de las estrellas para derrocar a los Señores Protectores.
La risa argentina y maligna de Kell de Marg hizo que Gelmar se ruborizase.
—¡Comprendo tu inquietud, Gelmar! ¡Sería una desgracia que los destruyeran antes de que llegara tu momento!
—¡Hija de Skaith!
—¿Lo saben?
Volvió hacia los extranjeros sus ojos brillantes y maliciosos.
—¿Lo sabéis? Los Señores Protectores son sólo Heraldos envejecidos.
El corazón de Stark dio un salto.
—¿Son hombres?
—Como Gelmar. Por eso deben permanecer invisibles en el alto norte, ocultos detrás de las brumas, los mitos y los Perros Demonio. La invisibilidad es una condición de la divinidad. Si el pueblo les viera, sabría la verdad. Los Señores Protectores dejarían de ser dioses inmortales. Sólo serían Heraldos, lo bastante ambiciosos e inteligentes para vestirse de blanco y pasar los últimos años en la Ciudadela, aprovechando todas las recompensas prometidas por el Dios de la Bondad. Y esas recompensas son muy numerosas.
Stark se echó a reír.
—¡Hombres! —exclamó, mirando a Gelmar.
La expresión del Heraldo era venenosa.
—No te burles, Hija de Skaith. Servimos a los necesitados mientras que vosotros, los Hijos, sólo os servís a vosotros mismos. Durante la Gran Migración, os pidieron asilo muchas veces gentes que morían de frío y hambre… siempre les rechazasteis.
—Así sobrevivimos —replicó Kell de Marg—. Dime: ¿cuántos desgraciados han sido protegidos contra los Perros Demonio y recibidos en la Ciudadela?
—La Ciudadela es sagrada…
—Como la Morada de la Madre. Los Hijos estaban aquí antes de que se erigiera la Ciudadela…
—Eso dice vuestra tradición.
—… y tenemos intención de seguir aquí cuando la Ciudadela ya no exista. Volvamos a nuestro tema. Hay un medio muy sencillo de poner fin a la rebelión. Despedid a los navíos.
Entre dientes, Gelmar rezongó:
—Concédeme cierta sabiduría, Hija de Skaith. Despedir a los navíos no arreglaría nada, pues…
—Pues —espetó Stark— no podrían impedirles volver. ¿Verdad, Gelmar? ¿No es esa la razón por la que los navíos se encuentran en el sur, como dice la Mujer Sabia?
De nuevo, Kell de Marg levantó la mano para impedir hablar a Gelmar. Una mano estrecha, de uñas curvas, sin anillos, con la palma desnuda y rosada. Hizo un gesto a Stark para que se aproximara y subiera los peldaños. Los guardias le siguieron.
—¿Realmente eres de otro mundo?
—Sí, Hija de Skaith.
La Hija tendió la mano y le rozó la mejilla. Todo su cuerpo pareció impresionado por el contacto. Se estremeció.
—Dime por qué Gelmar no podría impedir el regreso de los navíos.
—No tiene poder. Los navíos aterrizan en Skeg porque allí llegaron los primeros. El puerto y el enclave extranjero se encuentran en esa ciudad, y allí se realiza el comercio y el intercambio de mercancías. Es más fácil, más cómodo. Los Heraldos ejercen algo que podría tomarse por cierto control. Al menos, se enteran de lo que pasa.
Kell de Marg pareció comprender; inclinó la cabeza y le dijo a Gelmar secamente:
—Déjale hablar.
—Si Skeg es cerrado como puerto, los navíos estelares irán a cualquier otra parte donde sus capitanes piensen que pueden comerciar con beneficios. La mayor parte de las naves, las más pequeñas, pueden aterrizar en cualquier punto. Los Heraldos no podrían vigilarlas; su chusma Errante no puede estar en todas partes.
—¿Podrían aterrizar aquí?
—En las montañas, no, Hija de Skaith. Pero lo harían muy cerca.
—Y lo harían para obtener beneficios. Por dinero.
—Ya sabes cómo son esas cosas.
—Estudiamos el pasado. Somos historiadores. Sabemos. Esa necesidad de dinero no es más que una de las cosas que dejamos a nuestras espaldas.
—De dondequiera que vengan los hombres, la necesidad de dinero les atenaza. Creo que lo que Gelmar teme más que nada es que los navíos, por dinero, se lleven a la gente que quiere salir de Skaith.
Stark observó el cerrado rostro de Gelmar y pensó que su hipótesis era exacta.
—Los navíos no podrían evacuar a toda la población como lo haría la Unión Galáctica; pero sería un punto de partida. Gelmar quiere impedir cualquier tipo de brecha en el dique. Por eso está tan ansioso por dominar la rebelión de Irnan antes de que se extienda. Si la guerra civil domina el sur, los extranjeros se beneficiarán. Los Heraldos, no.
Ni los Señores Protectores, esos Heraldos llegados a la vejez. Una cadena sin fin desde los fundadores, renovada con cada generación. En aquel sentido, como Baya explicó, eran eternos, inmutables. Eternos e inmutables como la raza humana. E igual de vulnerables.
La sala blanca y luminosa parecía el interior nacarado de una madreperla. Kell de Marg estaba sentada en su centro, sobre las marrones rodillas de la Madre Skaith, entre sus brazos protectores.
Clavaba la mirada en Stark, inmenso, sudoroso, bárbaro lleno de cadenas y gruesas pieles; el hombre que no había sido engendrado por Nuestra Madre Skaith.
Brutalmente, Stark dijo:
—Los dados ruedan, Kell de Marg. Vuestro mundo ha sido descubierto. Eso es irreversible. Han llegado nuevas ideas; no se perderán. Los Heraldos perderán este combate. ¿Por qué tendrías que ayudarles?
Kell de Marg se volvió hacia los Adivinos.
—Pidamos consejo a la Madre.