Las bestias se removían y exhalaban vapores blancos en el aire glacial. Stark y Gerrith montaron con un guardia a cada lado. Halk fue tendido en una litera de viaje sujeta entre dos bestias. La mayor parte del tiempo, parecía sin conocimiento, dormido. Sin embargo, le pusieron esposas, como a los demás, y un guarda no se apartaba de la cabecera de la camilla.
Gelmar, con capa y capuchón de viaje, se inclinó sobre Halk, comprobando con el dedo el pulso de la yugular.
—Tapadle bien —le dijo al hombre que había más cerca de la camilla—. Si llega vivo a la Ciudadela, podremos curarle.
El hermoso guardia, impasible, llevaba la espada y el puñal por encima de una suntuosa túnica de viaje. Cuidadosamente, tapó a Halk con mantas.
Gelmar y los Heraldos de rango menor montaron. Sus servidores, doce en total, se alinearon a lo largo de la columna, caminando junto a los Harsenyi pero despreciándoles apreciablemente.
Llegó una escolta militar Thyrana, tocando el inevitable tambor. La cabalgata se puso en marcha, dirigiéndose hacia el norte, entre el brillo nocturno de las Llamas Brujas. Los Thyranos los escoltaron hasta poco más allá del puesto de guardia, donde saludaron y regresaron a la ciudad en medio de un estrépito de hierro y redobles de tambor.
La senda conducía lentamente hasta la cima de las montañas. En alguna parte de la otra vertiente se hallaba la Ciudadela. En cierto modo, pensó Stark, llegar sería más fácil de lo que supuso en un principio. Al menos, no tendría que preocuparse por los Perros del Norte.
Ningún carro cruzaba aquella ruta desde hacía siglos; era muy estrecha. Los cascos duros de las bestias martilleaban el suelo helado con regularidad. El cielo estaba pintado con admirables colores. El día era lo bastante claro como para ver claramente la formas con las que se llenaba el paso.
Durante las eras geológicas, las fuerzas del viento y el agua, del hielo y el deshielo, habían esculpido la roca. Estuchadas en hielo, en la claridad del cielo nocturno, las esculturas parecían seres vivientes. Inmensos rostros de ojos profundos observaban a los viajeros. Enormes torres se levantaban hacia el firmamento; alas demoníacas se abrían por encima de los minúsculos humanos que pasaban bajo ellas. En los lugares más anchos, las figuras eran más detalladas y multitudes enteras de formas encapuchadas parecían susurrar secretos inconfesables. El viento del alto norte barría el paso, silbando, cantando, hablando con las brillantes criaturas que contribuyera a crear.
La razón humana de Stark le decía que aquellos monstruos no eran más que piedras talladas. Su cerebro lo sabía. Sus entrañas decían lo contrario. Y sus agudizados sentidos de animal le decían que criaturas que no eran de piedra no andaban muy lejos.
¿Los Hijos de Nuestra Madre Skaith?
No veía nada, pero un regimiento podría camuflarse en las sinuosidades de roca. Sin embargo, los Heraldos, sus servidores y las bestias avanzaban con toda seguridad. Si algo se encontraba por allí, estaban habituados a ello y no lo temían.
Las cadenas pesaban en las muñecas de Stark. El cielo se iluminó. Blanco, puro como alas de ángel. Verde pálido, delicado como el agua de un arroyo. Rojo como rosas inflamadas. Por momentos, los centelleantes telones se abrían para revelar las tinieblas de terciopelo que se extendían detrás de ellos, unas tinieblas en las que ardía una estrella de color esmeralda.
Gerrith cabalgaba ante él, con la cabeza inclinada como si se dirigiera hacia una ordalía. Stark deseó saber lo que había soñado.
Al fin, justo bajo la cima, al lado derecho del paso, vio un peñón tan inclinado hacia adelante que parecía a punto de caer. La roca tenía la forma de un hombre alto y delgado que estuviera orando. En la base, grupos irregulares de siluetas encapuchadas parecían escucharle.
En la sombra y la luz que se alternaban en el cielo, tres siluetas se destacaron de las piedras y se colocaron en mitad del paso, cerrando el camino. Las bestias relincharon y se agitaron. La cabalgata se inmovilizó bajo el hombre inclinado.
Gelmar, solo, avanzó.
—Kell de Marg —dijo—. Hija de Skaith.
Su voz carecía de expresión, como si la controlara a duras penas.
—Fenn. Ferdic.
Las siluetas se protegían con capas de los ataques del viento, pero tenían la cabeza desnuda, salvo por las diademas de oro cincelado. La diadema de la silueta que encabezaba a las otras dos llevaba una inmensa joya oscura. Los rostros tenían algo de extraño.
Kell de Marg dijo:
—Gelmar.
La voz era cristalina. Una voz de mujer, imperiosa a pesar de la musicalidad, timbrada con la innata arrogancia del poder absoluto. Un adversario digno de Gelmar, pensó Stark. Descubrió la razón de la rareza de las caras. Estaban recubiertas de un fino pelaje blanco y sus rasgos, aunque agradables, eran sutilmente distintos de los humanos: la nariz poco definida, las mandíbulas prominentes. Los ojos de la mujer eran tan grandes, oscuros y brillantes como la joya de la diadema. Los ojos de una criatura de la noche…
Se dirigió a Gelmar.
—¿Pensabas cruzar las montañas sin detenerte?
—Hija de Skaith —replicó Gelmar; un resquicio de irritación teñía su voz—, nuestra misión es urgente y el tiempo nos apremia. Te agradezco el honor, pero…
—No es un honor —le cortó Kell de Marg.
Miró a los cautivos a espaldas de Gelmar.
—¿Son los malhechores que buscabas?
—Kell de Marg…
—Lo has ido diciendo por todo el norte. No es sorprendente que lo supiéramos. Incluso en nuestras profundas cavernas no estamos sordos.
La irritación se acentuó.
—Kell de Marg, te he dicho…
—Me has dicho que una amenaza pesaba sobre Skaith, un peligro nuevo, extraño, que sólo se podía conjurar en la Ciudadela. Me lo dijiste porque te pregunté… los Harsenyi ya nos habían traído rumores que no podíamos entender.
—No hay de qué preocuparse.
—Mucho presumes, Gelmar. Quieres arreglar el futuro de Nuestra Madre Skaith sin consultar con sus Hijos.
—¡El tiempo apremia, Kell de Marg! Debo conducir a esta gente al sur lo antes posible.
—Tendrás que perder algo de tiempo —le dijo Kell de Marg.
Silencio. El viento del alto norte pareció burlón. Las formas encapuchadas oían dócilmente la plegaria eterna del hombre inclinado.
—Te ruego que no intervengas —pidió Gelmar.
Su irritación era ya desesperación. Conoce a la mujer, pensó Stark. La conoce, la teme, la odia.
—Entiendo a esta gente, sé lo que hay que hacer. Por favor, déjanos pasar.
El suelo tembló ligeramente. Por encima de sus cabezas, el hombre inclinado pareció balancearse.
—¡Kell de Marg!
—¿Qué quieres, Heraldo?
Un segundo temblor de tierra. Los guijarros empezaron a caer como gotas de lluvia. El hombre inclinado se echó hacia adelante. A toda prisa, los Harsenyi y sus bestias intentaron alejarse de las toneladas de piedra.
—¡Muy bien! —exclamó Gelmar enfurecido—. ¡Perderé el tiempo!
Kell de Marg, con voz presurosa, ordenó:
—Los Harsenyi también pueden entrar; que vayan al lugar de costumbre.
Se dio la vuelta, andando con paso ligero y contoneante hacia el acantilado. Entre las estatuas de piedra se abría un pasadizo. Lo tomó, junto con Fenn y Ferdic, siendo seguido dócilmente por los jinetes. La tiesa espalda de Gelmar denotaba rabia impotente.
Gerrith se incorporó, con la cabeza alta y orgullosa. Stark sintió cierto temor que nada tenía que ver ni con los Hijos ni con el acantilado que iba a devorarles; el terror era de algo distinto. Se preguntó lo que sabía Gerrith y por enésima vez maldijo las visiones proféticas.
De la camilla llegó la voz de Halk, débil pero siempre sarcástica.
—Te advertí. ¡Tus palabras no te dejarían escapar de la realidad de los Hijos!
Una inmensa placa de piedra se abrió en la pared de piedra, deslizándose sobre su eje silenciosamente. La cabalgata entró; la puerta se cerró.
Kell de Marg abrió la capa.
—¡Cuánto detesto el viento! —dijo, sonriéndole a Gelmar.
Se encontraban en una caverna grande, donde los Harsenyi comerciaban de modo normal con los Hijos. La luz brillaba en una atmósfera en calma; su aceite tenía un cierto aroma azucarado. Las paredes eran burdas, el suelo desigual. En el extremo opuesto a la entrada, se encontraba una segunda puerta.
—Los Heraldos de rango inferior no serán necesarios —dijo Kell de Marg—. El hombre herido es inútil, que se quede. Aquellos dos… —señaló a Stark y a Gerrith—. La Mujer Sabia y el llamado Hombre Oscuro. Los quiero. Y tú, claro, Gelmar; necesito tu opinión.
Los Heraldos verdes aceptaron la humillación a su pesar. Vasth la miró ominoso, pero contuvo la lengua. Gelmar apretaba los dientes. Le costaba trabajo dominar la ira.
—Necesito guardias —dijo secamente—. Este hombre, Stark, es peligroso.
—¿Incluso encadenado?
—Incluso encadenado.
—En ese caso, cuatro criaturas. Aunque no creo que escape de la Morada de la Madre.
Los jinetes desmontaron. Kell de Marg esperaba con sus dos ayudantes. Instintivamente, Stark supo que la Hija no acudía con frecuencia a aquella caverna exterior, con los nómadas. Era una ocasión especial, lo bastante importante como para que rompiera con sus hábitos. Miraba a Stark con franca curiosidad.
Él le devolvió la mirada. La capa echada sobre los delgados hombros revelaba un cuerpo delgado tan arrogante como su voz, cubierto por su propio pelaje blanco y brillante, adornado con un ligero arnés del mismo oro cincelado que la diadema. Un soberbio animal, una voluptuosa mujer. Un armiño real de ojos diabólicos. Stark no sentía excitación alguna.
La Hija alzó un hombro delicioso.
—Puede que no sea peligroso; en todo caso, es audaz.
Se dirigió hacia la puerta interior, que se abrió silenciosamente. Kell de Marg franqueó el umbral, seguida por Gelmar, los cautivos, los guardias y, por último, los dos ayudantes de pelaje blanco y cuerpo nervioso.
Los servidores que abrieron la puerta la volvieron a cerrar. Los recién llegados eran prisioneros en aquel mundo nuevo y hermoso.
Stark tembló; el sobresalto de una fiera.
La Morada de la Madre olía a aceite dulzón, polvo, cavernas, abismo. Y a muerte.