Capítulo 18

Una pista furtiva, maligna, como la que trazan las bestias; Stark la vio tan sólo porque se había pasado la vida en lugares agrestes. Era muy estrecha, y se deslizaba de arriba abajo por la pendiente, sinuosa, trazada hábilmente para evitar acantilados y cañones. Tras un momento, se dio cuenta de que no era una senda única. Formaba parte de una red de pasadizos a través de las montañas.

Preguntó quién las hizo y Hargoth respondió:

—Los Que Viven Fuera, probablemente, aunque otros seres puedan usarlas. Las ciudades les atraen, ya te lo dije. Siempre hay esperanza de encontrar comida…

Era imposible saber si la senda se había utilizado recientemente. El suelo desnudo estaba demasiado helado y en la nieve dispersa no se veían huellas. De todas formas, el viento las habría borrado.

Stark iba en cabeza. No confiaba nada más que en sí mismo.

Olió a humo en el aire puro. Avanzando más prudente, vio una cresta enfrente de él. Los sonidos provenían de más allá de la cumbre. Sonidos inimaginables.

Deshizo lo andado para advertir a los demás y trepó hasta la cima de la loma.

Miró un pequeño valle hendido en las montañas. Sobre una ladera ardía una hoguera pequeña, de líquenes secos, en el interior de un círculo de piedras ennegrecidas. La luz era diminuta. El valle estaba impregnado por la luz del halo y la estrella verde. Las Llamas Brujas centelleaban en el norte. La nieve que cubría las laderas del valle relucía débilmente. Y, en aquel brillo sin sombras, una veintena de siluetas bailaban al son de la música aguda y salvaje de una flauta.

Los bailarines formaban un amplio círculo y giraban de derecha a izquierda por las pendientes. Saltaban y giraban, riendo, haciendo ondear las ropas hechas jirones. La altura y ligereza de sus saltos, su gracia y alegría, daban la impresión de que sus brazos abiertos fueran alas. La alegría, pensó Stark, era muy rara en todas partes, y aún no la veía en Skaith. Pero el lugar era curioso para encontrarla.

La danza no evolucionaba de un modo concreto, salvo que mantenían el círculo. A veces, dos de ellos, o alguno más, se tomaban de la mano, riendo como pájaros que cantan, con largos trinos, y giraban alrededor del flautista, que saltaba y daba vueltas él solo en el centro del grupo. A veces, lo hacía en sentido contrario a sus compañeros, formando un círculo solitario.

Tras un momento, Stark pensó que había algo más que alegría en su diversión. Una cierta cualidad… ¿qué fue lo que dijo Hargoth? ¿Una cierta demencia?

Alguien se deslizó a su lado. Vio los rayos que destellaban bajo la máscara. Kintoth miró por encima de la cresta y retrocedió.

—Los Que Viven Fuera —dijo.

Stark asintió.

—Parecen conocer cada centímetro de las montañas. Quizá conozcan un camino que rodee Thyra.

—Valdría la pena correr el riesgo —contestó Kintoth—, pero no olvides que no hay que confiarse. No les des la espalda ni siquiera por un segundo. —Añadió finalmente—: Y recuerda que los Heraldos pueden haberles hablado de ti.

—Lo haré —dijo Stark—. Diles a los otros que vengan aquí, donde pueden verles. Con las armas preparadas.

Kintoth se marchó a toda prisa. Stark esperó unos momentos. Luego, se levantó y bajó por la pendiente.

No pudo saber quién le vio primero. Pero el flautista se calló lentamente y los bailarines dejaron de girar. Las oscuras siluetas se recortaban bajo la maravillosa luz del cielo nocturno. Silenciosos, les observaban. Sus andrajos se estremecían como plumas al viento.

Stark les saludó con la fórmula ritual.

—Que el Viejo Sol os dé luz y calor.

Uno de los bailarines se destacó del resto. Una mujer, pensó Stark. Eran seres delgados con cabelleras despeinadas bajo curiosos sombreros y cuyas ropas en nada les distinguían. Los trajes se formaban por muchísimas pieles, pequeñas, cosidas y los «capotes» que volaban al viento eran patas y colas de los mismos animales. El rostro de la mujer parecía pálido, estrecho, con ojos inmensos, altos. No tenían blanco, sólo el iris verde y brillante con inmensas pupilas que parecían reflejar la totalidad de la noche.

—Poco nos trae el Viejo Sol —repitió la mujer solemnemente. Su acento era raro, difícil de comprender. La boca también resultaba extraña, con dientes prominentes muy puntiagudos y acerados—. Veneramos a la Diosa de las Tinieblas. Que la noche te dé vida y alegría.

Stark lo esperaba, pero no contaba con ello.

—¿Quién es vuestro jefe?

—¿Jefe? —La mujer inclinó la cabeza hacia un lado—. Tenemos jefes de todas clases. ¿Qué quieres? Un jefe para cantar a las nubes y las estrellas, un jefe que capture el viento y lo vuelva a soltar, un jefe…

—Que trace sendas —pidió Stark—. Quiero pasar junto a Thyra sin ser visto.

—¡Ah! —opinó la mujer, mirando por encima del hombro de Stark—. ¿Tú solo? O con esos que veo: Magos Grises de las Torres y cinco desconocidos.

—Todos nosotros.

—¿Sin ser vistos?

—Sí.

—¿Ni oídos?

—Así ha de ser.

—No sois tan rápidos como nosotros, ni tan ligeros. Podemos ir a sitios donde la caída de un copo de nieve haría más ruido que nosotros.

—Sin embargo —replicó Stark—, podemos intentarlo.

La mujer se volvió hacia los suyos.

—Los extranjeros y los Hombres Grises quieren pasar en secreto junto a Thyra. ¿Slaifed?

Trinó el nombre. Se adelantó un hombre, riendo, haciendo que la nieve revoloteara a sus pies. Aquellos bailarines de la noche eran pequeños. El más alto de ellos no le llegaba a Stark más que a los hombros.

—Puedo guiarlos. —Slaifed miró a Stark de hito en hito y se burló—. Puedo hacerlo, pero no puedo dejar en silencio esos enormes pies. Eso es cosa tuya.

—Y sus armas —dijo la mujer—. No olvides las armas.

—Nadie se olvida de las armas —replicó Slaifed con una risa extraña, aguda, que perturbó a Stark. El propio Slaifed no portaba armas visibles, salvo un cuchillo que parecía usar para las tareas de la vida cotidiana—. Seguidme —dijo El Que Vive Fuera—. ¡Seguidme, si podéis!

Pareciendo cabalgar en la nieve y el viento, echó a correr. Los demás miembros de la tribu volvieron al baile, con la excepción de la mujer, que acompañó a Stark. Durante algún tiempo, el sonido agudo de la flauta resultó audible. Luego, la distancia lo borró.

Los hombres de Hargoth y los irnanianos avanzaban muy deprisa, pese a las dudas de Slaifed. Sus miradas permanecían al acecho, sus manos en las armas.

La silueta de espantajo bailaba ante ellos. Las Llamas Brujas relucían y centelleaban bajo la aureola luminosa.

La mujer miró a Stark de soslayo.

—Vienes del sur.

—Sí.

—Del sur y, sin embargo, no eres del sur. —Giró a su alrededor, levantando la nariz. Anduvo de espaldas, mirando a los irnanianos—. Ellos son del sur. Huelen a Skaith. —Se volvió hacia Stark—. Tú no. Tú hueles al polvo del cielo y a la noche sagrada.

Stark no esperaba oler a otra cosa que a la falta de agua y jabón. Pero notó la importancia de la observación… a menos que Los Que Viven Fuera poseyeran el don de la clarividencia…

—Hermana —dijo—, tienes demasiada imaginación.

Su mirada no se apartaba de Slaifed, de la senda, de las montañas que eran siempre distintas. El sonido de la flauta había cesado. Quizá estaban lejos para oírla.

—¿Cómo te llamas?

—Slee —le contestó—. Sle-e-e… como el viento que llora en las colinas.

—¿Siempre habéis sido nómadas, Slee?

—Desde el principio. Nuestra pueblo nunca se ha visto prisionero de un techo. Todo esto es nuestro.

Sus brazos englobaron las montañas y el cielo, las Llamas Brujas y las oscuras tierras que se extendían tras ellas.

—Durante la Gran Migración, fuimos salteadores libres que se alimentaban de los que vivían en las casas.

Stark pensó que hablaba de un modo literal y que estaba orgullosa de ello. Bailaba con orgullo, un poco por delante de él. Slaifed se encontraba un poco más en vanguardia. Aquella parte del sendero era bastante recta, con una elevación abrupta y montañosa a la derecha y un profundo barranco a la izquierda; al fondo de la caída se divisaba un torrente helado. Podrían trepar por la montaña si era necesario, pero con dificultades.

Unos cien metros más adelante, la pista rodeaba un peñón. Súbitamente, Slaifed echó a correr.

Slee.

Stark.

Slee llevaba las manos cruzadas ante el pecho cuando Stark la alcanzó; la echó a un lado con un violento manotazo y no se detuvo. Slaifed miró a sus espaldas sin creer lo que veían sus ojos. Sólo Los Que Viven Fuera podían correr tan deprisa. Sin dejar de correr con la velocidad del viento, Slaifed se rebuscó en la pechera. Stark le alcanzó al dar la vuelta al peñasco. Clavando los dedos en el largo cuello que apenas era una masa de músculos enlazados, levantó los pies del suelo y realizó un movimiento que izó el cuerpo de Slaifed por los aires con el chasquido de un látigo.

Stark vio el rostro incrédulo del Que Vive Fuera; reconoció una doble hilera de garfios de hierro medio sujetos entre sus dedos delgados. Arrojó el cuerpo contra Slee, que llegaba a la carrera.

Llevaba ya puestas las garras de hierro. Sintió el metal, todavía caliente, sobre su propia carne. La mujer cayó bajo el peso del cadáver de Slaifed y Stark, de un solo golpe, la mató. Tendida sobre el blanco suelo, sus pupilas inmensas aún reflejaban la noche, aunque con menos brillo.

La columna, comandada por los irnanianos, se inmovilizó. Las armas resonaron. Stark se rascó la mandíbula, allí donde se hundieron los garfios de Slee, por encima del cuello. La sangre ya estaba helada. Sacó la espada y rodeó el promontorio rocoso.

La pista seguía recta. Recta hacia un puesto de guardia Thyrano. Rayos de luz se filtraban por las ventanas enrejadas. Vio hombres en los muros y en la rechoncha torreta. El puesto cerraba el camino entre las montañas y el barranco.

Stark retrocedió.

Sombras andrajosas bajaron por la montaña y se lanzaron sobre los viajeros esgrimiendo las garras. Los Que Viven Fuera decidieron no pasar la noche en el valle, bailando. Se produjo una erupción de ruido y movimientos violentos.

Casi de modo instantáneo, el mugido sordo de los cuernos de hierro emanó de la guarnición.