Como Hargoth dijo, la tierra ancha se cerraba. Empezaba a elevarse abruptamente hacia una serie de lomas. A cada lado, se encontraban colinas y profundos barrancos llenos de hielo. La pista de los carros de Amnir seguía la antigua ruta. La fuerza del deshielo de verano bastaba para cortar el camino en muchos puntos. La senda fue establecida de nuevo sobre un lecho de canales más anchos; los más estrechos se veían llenos de piedras. Un homenaje al trabajo y voluntad de los hombres muertos de Amnir.
Con los hombres de Hargoth, el grupo contaba con treinta y seis miembros: dos decenas de hombres acostumbrados a las armas y su capitán, con hondas y jabalinas; el Rey de la Cosecha y ocho sacerdotes, armados con magia; y los seis de Irnan, entre ellos el propio Stark, que habría prescindido gustoso de nuevos aliados. El grupo era demasiado numeroso como para viajar libremente y en secreto y demasiado débil para ser una unidad de ataque. Stark pensó, no obstante, que Hargoth y sus sacerdotes podrían resultar útiles frente a los Perros del Norte. El Aliento de la Diosa podría, cuando menos, frenar un tanto a aquellos legendarios demonios. En todo caso, no le quedaba otra elección.
Los delgados hombres de gris eran casi infatigables. Su marcha era una especie de trote que a Stark y a sus compañeros les costó seguir debido al largo cautiverio. Pero poco a poco fueron adoptando el mismo paso. Su fuerza y ligereza volvieron a ellos. Sólo Halk, el que más tiempo estuvo encerrado, tropezaba en la retaguardia, transpirando y maldiciendo. Su humor era tal que Breca renunció a ayudarle y se unió a los que viajaban por delante.
—¿Qué distancia hay de aquí a Thyra? —preguntó Stark.
—Tres largas marchas.
Hargoth nunca había ido a Thyra; Kintoth, capitán de los hombres armados, sí. Su máscara portaba rayos y la espada que le armaba era de hierro.
—A veces vamos hasta allí para negociar con útiles y armas —explicó Kintoth, dando una palmada en el pomo de la espada—. Los Thyranos son grandes herreros. Les llevamos carne seca, pieles y telas; pero antaño, antes de la llegada del mercader, a veces temíamos que nos considerasen a nosotros mismos como viandas y siempre íbamos muchos. Ahora que Amnir ha muerto, tendremos que desconfiar nuevamente. Los Thyranos tienen bestias y dan cuchillos a los recolectores de liquen que emplean como forraje. Pero nunca hay suficiente en los tiempos de hambre.
—También cambiamos mujeres —comentó Hargoth—. Por necesidad, aunque nos disgusta tanto como a los propios Thyranos. Para sobrevivir, tenemos que poseer sangre nueva. Hace tiempo, había una tercera ciudad en el negocio; pero su pueblo, muy orgulloso, se negaba al mestizaje y acabaron por desaparecer.
Trotó algún tiempo en silencio. Por último, añadió:
—A veces, los Heraldos traen mujeres del sur. No viven mucho tiempo. Como regla general, se las ofrecemos al Viejo Sol.
Miró a Gerrith.
—¿Y la Ciudadela? —preguntó Stark, que vio la mirada.
—Nunca la hemos visto. Nadie la ha visto. Ni siquiera los Harsenyi. Los Perros del Norte la guardan de los extranjeros. Y la bruma.
—¿La bruma?
—Una bruma espesa, permanente, que brota como vapor de una caldera. Una magia muy fuerte. La Ciudadela siempre está oculta.
—¿Conoces el camino?
—Sé lo que dicen los Harsenyi. Algunos de ellos sirven a los Heraldos.
—Pero no sabes nada realmente. ¿Lo sabrán los Thyranos?
—Ya te lo he dicho. El camino es conocido y desconocido.
—¿Y las mujeres del sur?
—Las que nos dan, nunca llegan a la Ciudadela; se quedan antes.
La boca de Hargoth era una delgada línea.
—¡Los presentes de los Heraldos! Sólo nos traen mujeres. Botellitas y gallinas, alegría y sueños para todos… y la esclavitud perpetua. Incitan a los jóvenes a irse al sur a unirse con los Errantes. ¡No nos gustan los Heraldos!
Hargoth escrutó a los extranjeros. El Viejo Sol se encontraba por encima del horizonte y Hargoth miró un rostro después de otro, lentamente, observando en la luz herrumbrosa lo que no vio a la luz de las estrellas o a la de las hogueras de los campamentos.
—Venís desde muy lejos para destruirlos. ¿Por qué?
Escuchó. Cuando se callaron, comentó:
—Los del sur debéis estar muy afectados para admitir que estáis tan mal gobernados.
Gerrith, alzando una mano, impidió el estallido de Halk. Miró a Hargoth con total frialdad y dijo:
—Has oído hablar de los Errantes. Pero nunca les has visto. Nunca has visto a una multitud enloquecida. Quizá la veas antes de que acabe todo esto. Dame tu opinión entonces.
Hargoth inclinó la cabeza.
—¿Qué sabes —preguntó Stark— de los Señores Protectores?
—Creo que sólo son una mentira que vale para que los Heraldos conserven el poder. O bien que, si alguna vez han vivido, llevan muertos mil años. Por eso te diría que este viaje es una tontería salvo por la existencia real de los Heraldos. Y si, como dices, quieren prohibirnos el camino de las estrellas…
Aparentemente, no estaba convencido. Y las miradas de soslayo que lanzaba en ocasiones a Gerrith no terminaban de gustarle a Stark.
—Mi Señor la Oscuridad, mi Dama el Hielo y su hija el Hambre —comentó Stark—. Veneráis a la diosa y ella os confía su poder. Sin embargo, también veneráis al Viejo Sol.
—Para que frene a los dioses de las tinieblas. De otro modo, moriríamos. Además, la Hija del Sol debería ser una ofrenda de despedida.
Mucho tiempo después de la puesta del Viejo Sol, salieron de la ruta y encontraron un valle entre las colinas. Los guerreros encendieron pequeñas hogueras con musgos y líquenes que recogieron entre las piedras amontonadas por el viento. No esperaban una ausencia tan larga de las Torres, y llevaban unas raciones muy escasas. Nadie lo lamentaba. Estaban acostumbrados al hambre.
Cuando llegó la hora de dormir en las tiendas de pieles, Stark le dijo a Gerrith:
—Dormirás conmigo. Creo que Hargoth no ha renunciado.
Aceptó sin protestar. Stark vio la cínica mirada de Halk mientras seguía a Gerrith a la tienda.
Los dos cuerpos ocupaban todo el hueco. Stark se dio cuenta de que era la primera vez que estaba a solas con Gerrith desde el sangriento día de Irnan. En el camino de Izvand estuvieron los mercenarios y los irnanianos. Ningún instante de soledad. Halk y Breca no se preocupaban, pero su relación era más antigua. Stark y Gerrith no habían tenido más relaciones que las que les impusieron sus respectivos papeles de Mujer Sabia y Hombre Oscuro. Papeles que no se prestaban a la intimidad. Stark ignoraba si Gerrith le desearía. Su condición de profetisa la ponía en un lugar aparte, en algo casi intangible. Además, Stark se mostró muy frío. Después, cautivos de Amnir, ni siquiera pudieron hablar.
En aquel momento, bajo la tienda, alumbrados por una lamparilla minúscula, cada uno de ellos calentado por el otro, el hombre experimentó un nuevo sentimiento. Sus alientos formaban una única nube de vapor. Un calor animal ascendía de su carne. Sintió que Gerrith no temblaba y puso una mano en la de la mujer.
—¿Tu don te dijo por qué tenías que realizar un trayecto tan largo y penoso?
—Ahora no hablemos. No hablemos de nada.
La atrajo hacia sí. La mujer sonrió, sin resistirse. Con los dedos, Stark trazó el contorno de sus mejillas y de su mandíbula. La admirable estructura de los huesos resultaba visible bajo la piel curtida por el viento. Los ojos eran inmensos, la boca tierna y dulce, entreabierta.
Inseguro, la besó. Gerrith le estrechó apasionada y después de ello nada fue incierto. Fuerte y ardiente, Gerrith era la vida incluso en aquel lugar lleno de frío y muerte, dando y tomando con la misma generosidad. Y Stark reconoció que, desde el principio, sabía que así sería; lo sabía desde el momento en que Mordach arrancó la túnica negra dejándola vestida tan sólo con su magnífico e indestructible orgullo.
Ni uno ni otra hablaron de amor. Para el amor es necesario el futuro. Durmieron uno en brazos del otro, felices.
Al alba, en un negro amanecer, partieron, siguiendo la estrella verde. Se detuvieron brevemente para rendir homenaje al Viejo Sol que se levantaba. Hargoth miró a Gerrith con cierta pena, pero la mujer estaba entre los irnanianos, al lado de Stark. Al mediodía, se detuvieron de nuevo para descansar y comer algunas vituallas: líquenes comestibles prensados para hacer galletas duras y una mezcla con fuerte regusto a grasa, carne fibrosa y hierbas amargas.
Stark discutió de estrategia con Kintoth. El capitán dibujó con el dedo, en la nieve, un mapa rudimentario.
—Ahí —explicó—. Ahí está la ruta por la que viajamos. Es muy sinuosa; y ahí se encuentra Thyra, entre una docena de colinas. La antigua ciudad. La ciudad nueva se extiende alrededor.
Con el dedo, realizó unas sucintas marcas en el perímetro.
—La ciudad nueva ¿cómo es de antigua? —preguntó Stark.
—Menos que la nuestra. Debe tener unos mil años. El Pueblo del Martillo llegó de ninguna parte, o eso dicen los bardos, y se hizo con las ciudades antiguas.
—¿Más de una?
—Hay varias tribus. Nosotros negociamos con los Thyranos, pero se dice que hay más, en otros lugares, pero que su dios es también Strayer.
—Todos han sido atacados por la misma locura —comentó Hargoth—: la locura del hierro y de la forja. Minan la osamenta de las ciudades; el metal es para ellos mucho más que cualquier otra posesión. Es su propia vida.
—Bueno. —Stark estudió el mapa—. Thyra, antigua y nueva. El camino. ¿Qué más?
Más allá de Thyra, Kintoth esbozó unas montañas estilizadas.
—Se las conoce como las Llamas Brujas, por una razón que entenderás en cuanto las veas. Marcan la frontera entre las Tierras Oscuras y el alto norte. Aquí se encuentra el paso que debemos cruzar para atravesarlas… si lo alcanzamos alguna vez.
Thyra era un muro ante la entrada al paso.
—¿No hay otro camino a través de las montañas?
Kintoth se encogió de hombros.
—Unos cien. Pero ése es el único que conocemos y la Ciudadela está en alguna parte más allá. Sobre la ruta, aquí. —Dibujó unas fortificaciones en los alrededores de Thyra—. Este puesto está fuertemente armado. Alrededor de la ciudad, en todo el contorno, hay puestos de centinela. —Marcó en la nieve pequeños agujeros—. No conozco las posiciones exactas. Los Thyranos viven entre las ruinas y en las lindes de éstas. Son más vulnerables que nosotros en las Torres. Vigilan su riqueza y su preciosa carne, por temor a que ambas sean devoradas.
El paisaje parecía totalmente desierto.
—¿Qué enemigos tienen? —quiso saber Stark.
—Esta es la frontera norte de las Tierras Oscuras —replicó Hargoth—. Pasamos toda la vida en estado de sitio. No importa quién, no importa qué puede caer sobre nosotros. A veces, los grandes dragones de las nieves, de alas blancas, de hielo y con ávidos colmillos. Otras, una bandada de Los Que Viven Fuera, que recorren como dementes nuestro mundo llevándose lo que se pone al alcance de sus garras. Y, además, criaturas que se ocultan en la sombra, huelen la comida caliente que anda sobre dos piernas y no piensan más que en hacerse con ella…
—No hay que dar muestras ni de debilidad ni de imprudencia —remató Kintoth—. Los Harsenyi podrían sentir la tentación de atacar si pensasen que podrían vencer. Las otras tribus del Martillo se tornarían más avariciosas. Naturalmente, los Thyranos son los que deben protegerse mejor. —Señaló con el dedo la esbozada cadena de las Llamas Brujas—. Tienen vecinos en esas montañas. Los Hijos de Nuestra Madre Skaith.
En el rojizo crepúsculo del valle, Stark le miró fijamente. El viento arrastraba nubes de nieve.
Halk se rió; ronca, desagradablemente.
—¡Quizá tengas una segunda oportunidad, Hombre Oscuro! —exclamó.
Y se volvió a reír.