Capítulo 15

Stark descendió la mitad de la pendiente, obligando a Hargoth a seguirle. Luego, se detuvo.

—Os llevaría —dijo— si tomásemos la Ciudadela. Nunca antes.

El viento gemía contra la cresta, haciendo volar cristales blancos y helados que llovían sobre Stark y los irnanianos, sobre Hargoth y los ayudantes. Con un movimiento instintivo, los grupos se separaron. Y se quedaron inmóviles.

Hargoth fue el primero en hablar.

—Los navíos están en el sur.

Stark asintió.

—Desgraciadamente, esa puerta está cerrada. En el sur hay guerra. Hay mucha gente que quiere seguir el camino de las estrellas y los Heraldos lo prohíben. Los matan en nombre de los Señores Protectores. El único medio de abrir de nuevo la puerta es tomar la Ciudadela y derrocar a los Señores Protectores y a los Heraldos.

El viento gimió y los cristales blancos siguieron lloviendo.

Hargoth se volvió hacia Gerrith.

—Hija del Sol, ¿es verdad?

—Lo es —respondió la mujer.

—Además —continuó Stark, excitado porque le contradijeran continuamente—, si Skaith fuera un mundo abierto, ciertos tipos de naves podrían aterrizar en cualquier parte del planeta en vez de limitarse a Skeg. Vuestro pueblo no tendría necesidad de ir al sur. Sería más fácil que los navíos vinieran hasta vosotros.

Hargoth no respondió. Stark ignoraba lo que pensaba. Sólo sabía una cosa: nunca volvería a ser prisionero de nadie, aunque debiera morir para impedirlo. Se movió, lamentando que sus músculos estuvieran tan abotargados por el frío.

—Para mí eres un sabio —dijo Hargoth finalmente—. ¿Cómo debo llamarte?

—Stark.

—Para mí eres un sabio, Stark, pero también lo soy yo. Y te digo que Thyra está entre nosotros y la Ciudadela.

—¿No se puede dar un rodeo? La tierra es muy ancha.

—Hasta que se vuelve estrecha. Y Thyra domina la estrechez. Thyra es fuerte, poblada, ambiciosa. Trata con los Heraldos. Los Thyranos sabían todo esto antes que nosotros.

Stark asintió. Frunciendo el ceño, miró el suelo.

—Hacia el sur —continuó Hargoth—. Es el único camino.

Su voz poseía un innegable acento de triunfo. Stark no respondió más que con un encogimiento de hombros que Hargoth podía interpretar como mejor le pareciera.

Aparentemente, expresó asentimiento, pues siguió descendiendo por la ladera.

—Las hogueras son calientes y los refugios están preparados. Aprovechémoslos. Mañana, al amanecer, imploraremos la bendición del Viejo Sol.

Stark siguió a Hargoth. No había amenaza en sus palabras pero Stark no se sentía a gusto. Miró a Gerrith. La mujer caminaba a su lado; la larga cabellera se balanceaba. Una cabellera con el color del sol. Una mujer con el color del sol. ¿Qué quería Hargoth? Stark fue a preguntárselo, pero Gerrith le miró como advertencia. Por encima del hombro, Hargoth les observó, sonriendo con dureza.

Impasibles, le siguieron.

En el campamento sólo había hombres y jóvenes. Las mujeres, los niños y los hombres de más edad se preparaban, les dijeron, para la emigración; haciendo el equipaje, secando carne, cociendo pan para el viaje, sacando todos sus bienes de sus hogares en las torres derruidas, eligiendo las bestias que no morirían para emplearlas más adelante.

Cantaban, explicó Hargoth, un himno muy antiguo conservado desde tiempo inmemorial; aunque todos lo conocían, nadie lo había cantado hasta entonces. El Himno de la Entrega.

El Ser Prometido nos guiará

Sobre las largas rutas de las estrellas

Hacia un nuevo principio…

Los hombres lo cantaban alrededor de las hogueras cuando llegaron Stark y los demás. Tenían los rostros sonrosados; sus ojos brillantes se clavaban en el extranjero procedente de lejanos cielos. Stark se sentía molesto y nervioso. Desde su llegada a Skaith no hacían más que imponerle deberes que él mismo ni elegía ni deseaba. ¡Que el diablo se los llevase a todos, con sus profecías y leyendas!

—Nuestros ancestros eran hombres sabios —le explicó Hargoth—. Soñaban con los vuelos estelares. Mientras su mundo moría, siguieron soñando y trabajando, pero ya era muy tarde. Nos dejaron la promesa; aunque no pudiéramos partir, algún día llegarías a nosotros.

Stark se calmó cuando terminó el himno.

Gerrith se negó a comer y pidió ser conducida sola a su tienda. Su rostro tenía la lejana expresión de la doble visión. Los batientes de la tienda de piel cayeron tras ella y Stark sintió un escalofrío de aprensión.

Se comió lo que le ofrecieron. No es que tuviera mucha hambre, pero la bestia nunca sabe cuando podrá comer de nuevo. Tomó una fuerte bebida preparada con leche fermentada. Los irnanianos se sentaron a su lado, en grupo cerrado. Sentía que querían hablarle, pero les intimidaban Hargoth y los suyos. Los Hombres de las Torres se acuclillaban junto a las hogueras, o se movían entre ellos como delgados fantasmas de hombros altos y caídos. Sus rostros enmarcados de gris, sin expresión, eran idénticos entre sí. Los hombres de las Torres les quitaron las ataduras de Amnir; pero Stark desconfiaba.

En ellos se discernía la locura, el fruto de las largas tinieblas y una fe demasiado antigua. Que quisieran ejercer su locura sobre él no ayudaba a calmarle.

Gerrith salió de la tienda y se quedó de pie ante la luz de las llamas. Se había quitado las gruesas pieles. Llevaba la cabeza descubierta. En sus manos, el cráneo de marfil, todavía manchado por la masacre de Irnan.

Hargoth se levantó. Gerrith se enfrentó a él. Los ojos de cobre dorado se miraron en los ojos de hielo.

La mujer habló, con la misma voz dulce y clara que empleó el día en que Mordach intentó humillarla y lo pagó con la vida.

—Hargoth, quieres ofrecerme al Viejo Sol. Un sacrificio para obtener su bendición.

Hargoth no apartó la vista, aunque escuchó que Stark y los irnanianos se levantaban llevando las manos a las armas.

—Sí —contestó—. Eres la ofrenda elegida y vienes a mí para ello.

Gerrith sacudió la cabeza.

—Mi destino no es morir aquí. Si me matas, tu pueblo y tú nunca recorreréis las rutas estelares ni veréis un sol más joven.

Su convicción era tanta que Hargoth no contestó.

—Mi lugar está al lado del Hombre Prometido —continuó Gerrith—. Mi camino me lleva hacia el norte, y te digo que el Viejo Sol recibirá sangre suficiente antes de que acabe todo esto.

Levantó el cráneo un poco más, por encima del fuego. Las llamas se volvieron de color rojo oscuro y marcaron a todos los presentes con el tinte de la muerte.

Hargoth, aunque inseguro, era orgulloso y obstinado.

—Soy rey y sumo sacerdote. Sé lo que debo hacer por mi pueblo.

—¿Estás seguro? —preguntó Stark tranquilamente—. No conoces más que el sueño. Yo conozco la realidad. ¿Cómo sabes que soy realmente el Hombre Prometido?

—Vienes de las estrellas —replicó Hargoth

—Sí. Y el extranjero que se encuentra en la Ciudadela también. Y él es quien ordena que vengan los navíos. No yo.

Hargoth le miró con fijeza a través del brillo rojo de las llamas.

—¿Tiene ese poder?

—Lo tiene —respondió Stark—. ¿Cómo puedes estar seguro de que él no sea el Hombre Prometido?

Gerrith bajó las manos y retrocedió. Las llamas volvieron a su color normal. En voz baja, dijo:

—Estás en una encrucijada, Hargoth. La ruta que elijas ahora determinará la suerte de tu pueblo.

Frases sentenciosas, pensó Stark, pero no tenía ganas de sonreír. Era la verdad; su destino y el de Ashton también se encontraban en juego.

Cerró la mano en la guarda de la espada arrebatada a uno de los hombres de Amnir. Esperaba la respuesta de Hargoth. Si persistía en su estupidez de inmolar a Gerrith y viajar hacia el sur, el Viejo Sol recibiría algún holocausto en muy poco tiempo.

La incierta mirada de Hargoth iba de Stark a Gerrith; su mirada era brillante y fría, una mirada de locura, de fanática convicción. Los sacerdotes que le asistieron en el campamento se reunían a su alrededor, al acecho, con los rostros enmascarados e inmóviles. Súbitamente, Hargoth dio media vuelta y se unió a ellos. Se alejaron. Sus espaldas formaron un muro que ocultaba lo que hacían, pero el movimiento de los hombres delataba que celebraban algún tipo de rito. Salmodiaron con un murmullo bajo y sonoro.

—Sin poder sacrificar algo vivo —explicó Gerrith—, consultan otro augurio.

—Que hará bien en ser favorable —expresó Halk, desenvainado la espada.

El silencio no terminaba. El fuego moribundo crepitó bajo la nieve y el hielo. El Pueblo de las Torres, en la oscuridad creada por el viento, esperaba.

Los sacerdotes exhalaron un largo lamento. Se inclinaron ante una presencia invisible y volvieron junto al fuego.

—Tres veces hemos lanzado los dados sagrados del Hijo de la Primavera —dijo Hargoth—. Tres veces han señalado el norte. —Sus ojos traicionaban una decepción furiosa y desesperada—. Muy bien. Nos enfrentaremos a los Thyranos. Y si conseguimos pasar, ¿sabes lo que nos espera después de Thyra para impedirnos llegar a la Ciudadela?

—Lo sé —respondió Stark—. Los Perros del Norte.

Una sombra cruzó el rostro de Gerrith. Tembló.

—¿Qué te pasa? —preguntó Stark.

—No lo sé. Me parece… que cuando has dicho eso… te han oído.

Lejos, en la desolación del gran norte, una forma grande y blanca dejó de moverse lentamente por la nieve. Se volvió. Una enorme boca llena de colmillos olisqueó hacia el sur.