Capítulo 12

El puente, el barranco rocoso sobre el que pendía, y el pueblo, que sólo existía para mantener el puente y para cobrar un derecho de paso; todo ello venía claramente indicado en los mapas. Rodear el puente llevaría al menos una semana, incluso sin nieve. Stark sacó la espada de la funda y sacó varias monedas de la bolsa que llevaba colgada del cuello, bajo las gruesas pieles. Los irnanianos verificaron sus armas.

Trotaron en un grupo compacto, llevando las bestias de carga, en dirección al peaje; se trataba de una estructura baja que controlaba la entrada sur del puente. Había un armazón idéntico en la parte norte. Cada edificio contaba con una polea que elevaba o bajaba una parte del suelo del puente, de forma que nadie podía pasar sin pagar. Podían zafarse de uno de los pagos, pero no de los dos; una de las dos partes del puente quedaba abierta siempre. El puente estaba suspendido sobre una sima poco atractiva, con una profundidad de unos cientos de metros, jalonada por rocas cortantes que desembocaban en un torrente procedente de un glacial. El pueblo estaba construido en el lado sur; apoyado contra un acantilado bajo, parecía muy bien fortificado. Stark pensó que la utilidad del puente primaba sobre el peaje; durante generaciones, los mercaderes permitían su existencia.

Salieron tres hombres de la casa. Eran hombres pequeños, delgados y feos, cubiertos de pieles y con unas sonrisas demasiado abiertas. Olían muy fuerte.

—¿Cuánto? —preguntó Stark.

—¿Para cuántos viajeros?

Los ojuelos vigilaban la nieve, detrás de los recién llegados.

—¿Cuántos animales? ¿Cuántas carretas? El piso del puente sufre. La madera es cara. Las planchas se deben reemplazar. Es un trabajo muy duro. Tenemos que pagar la madera, nuestros hijos mueren de hambre.

—No hay carretas —respondió Stark—. Una docena de animales de carga. Lo que ves.

Los tres rostros incrédulos se les quedaron mirando.

—¿Seis personas solas?

—¿Cuánto? —preguntó Stark nuevamente.

—¡Ah! —dijo el jefe de los tres hombres con gran alborozo—, para un grupo tan pequeño un precio pequeño.

Le dio el precio. Stark se inclinó y le puso las monedas en la mano sucia. El precio parecía efectivamente muy bajo. En medio de la charla de los montañeses, los viajeros entraron en el peaje. Tenían un método para hacer señales al otro lado, pues, en un momento, los dos batientes del puente comenzaron a bajar, chirriando.

Stark y los irnanianos empezaron a cruzar el puente.

Las señales parecían muy perfeccionadas, pues, antes de que llegaran al otro lado del puente, la zona norte subió de nuevo, abriendo una enorme fosa mortal.

—Bueno —dijo Stark con tranquilidad—, tenemos que luchar.

Dieron media vuelta para atravesar la mitad del puente a toda velocidad; pero una lluvia de flechas salió de las troneras del muro del peaje hundiéndose en el suelo del puente, a sus pies.

—¡Quedaos donde estáis! —gritó una voz—. ¡Deponed las armas!

Toda una banda de gnomos armados y vestidos con pieles llegó a la ciudad con toda la velocidad que les permitían las torcidas piernas. Les apuntaron nuevas flechas.

—Atrapados —dijo—. ¿Seguimos o morimos ahora mismo?

—Vivir —respondió Gerrith.

Dejaron las armas y se quedaron inmóviles. Los aldeanos ocuparon el puente, empujándoles de las sillas, golpeándoles y riendo. Las bestias fueron atadas en un establo junto al paso. Apareció el guardián del puente y sus compañeros.

—¡Seis personas que viajan solas! —exclamó el guardián alzando los brazos hacia la rojiza luz del sur—. Viejo Sol, te agradecemos que nos envíes tales presentes.

Se volvió y registró a Stark, buscando la bolsa de cuero.

Stark resistió el deseo de abrirle la garganta a dentelladas. Halk, sometido al mismo trato, liberó las manos y empezó a debatirse. Unos porrazos le derribaron.

—No le matéis —dijo el guardián—. Esos músculos valen su peso en oro.

Encontró la bolsa, cortó el lado de cuero y apretó los dedos sucios en el pecho de Stark.

—Este también… Todos son hombres altos y fuertes, los cuatro. ¡Vaya, vaya! Y las mujeres…

Hipó, bailando.

—Quizá nos las quedemos durante un tiempo, ¿vale? Hasta que nos cansemos. ¡Miradlas, amigos míos, mirad qué piernas tan largas!

—Me equivoqué —confesó Gerrith—. Era mejor la muerte.

Era difícil oír otra cosa que no fueran las bromas de los aldeanos, aunque ninguno tenía el oído tan fino como Stark. Cuando los sonidos se acercaron, pudieron escucharlos; luego, todos los oyeron: cascos, chasquidos de arneses, entrechocar de armas. Los jinetes aparecieron mientras la nieve caía. Llevaban lanzas aceradas y Amnir de Komrey marchaba a su cabeza.

Los lugareños dieron media vuelta y huyeron.

—¡Oh, no! —exclamó Amnir, y los jinetes les persiguieron, punzándoles dolorosamente, haciéndoles saltar y chillar. El guardián del puente, inmóvil, sostenía en la mano la bolsa que le robó a Stark.

—Has violado el contrato —le dijo Amnir—. El contrato mediante el cual te permitimos vivir y que estipula que cuando un hombre ha pagado el peaje pasará sin ser molestado y libremente.

—Pero —dijo el guardián del puente—, seis personas solas… inconscientes así estaban condenados de antemano. ¿Cómo iba a despreciar semejante regalo del Viejo Sol? ¡Nos hace tan pocos!

Los duros ojos de Amnir le escrutaban desde arriba y su lanza le arañó la garganta.

—Todo lo que tienes… ¿te pertenece?

El hombre sacudió la cabeza; la bolsa cayó al suelo pesadamente; las monedas tintinearon.

—¿Qué debo hacer contigo y con tu pueblo? —preguntó el mercader.

—Señor, soy un pobre hombre. Mi espalda se ha roto a fuerza de trabajar en el puente. Mis hijos se mueren de hambre.

—Tus hijos —replicó Amnir—, están gordos como cerdos y dos veces más sucios. En cuanto a tu espalda, no te impide robar.

El guardián del puente abrió los brazos.

—Señor, soy ambicioso. Vi ganancias a la vista y quise hacerme con ellas. Cualquier hombre haría lo mismo.

—Es verdad —contestó Amnir—. O casi verdad.

—Puedes matarnos si quieres —dijo el guardián del puente—. Pero ¿quién hará entonces nuestro trabajo? Piensa en el tiempo que te llevará, en las riquezas que te costará. —Se sobresaltó—. Piensa en los Hambrientos Grises. Quizá tú mismo, señor, acabes cayendo en sus garras.

—Es una tontería que me amenaces —explicó Amnir, arañándole un poco más profundamente.

El guardián suspiró. Dos gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Señor, estoy a tu merced —dijo, inclinándose y acurrucándose entre las pieles.

—¡Hum! —masculló Amnir—. Si te perdono, ¿respetarás el contrato?

—¡Siempre!

—Hasta la próxima vez en que creas que puedes romperlo sin correr riesgos. —Se volvió en la silla y gritó—: ¡Volved a las porquerizas, sucios que nunca os laváis! ¡Idos!

Los aldeanos huyeron. El guardián del puente, llorando, intentó alcanzar la rodilla de Amnir más cercana a su boca.

—¡Libre paso, señor! ¡Para ti no hay peaje!

—Me emocionas —dijo Amnir—. Quita las sucias patas.

El guardián, saludando, se retiró andando hacia atrás por el paso. Amnir echó pie a tierra y se reunió con Stark y sus hombres. Halk, furioso y ensangrentado, estaba de nuevo en pie.

—Te advertí —le recordó Amnir—. ¿No te advertí?

—En efecto.

A espaldas de Amnir, Stark miró a los jinetes, observando que habían formado un semicírculo de lanzas que rodeaba a los irnanianos desarmados, empujándolos hacia el extremo abierto del puente.

—Debes haber cabalgado muy deprisa para alcanzarnos.

—Muy deprisa. Tendrías que haber esperado, Stark, y venir con mis carros. ¿Por qué? ¿No confiabas en mí?

—No —respondió Stark.

—Tuviste razón —sonrió Amnir. Les hizo un gesto a sus hombres—. Atadles.