Era una ciudad de sólida apariencia, construida con madera procedente de las montañas y con techos en pendiente para que la nieve pudiera deslizarse por ellos. Centro comercial de aquella parte de las Tierras Estériles Interiores, Izvand era un constante ajetreo de caravanas y convoyes. Durante el día, las estrechas calles estaban atestadas; por la noche, el barro helado llegaba hasta las espinillas, las cuales se rompían fácilmente.
—En verano —les explicó Kazimni—, muchos izvandianos viven de la pesca. Cuando el hielo se derrita en el puerto, los barcos de altas proas dejarán el abrigo invernal. No es una mala vida —añadió—. En absoluto. Mucha comida y muchos combates. Quédate con nosotros Stark. —Stark hizo un signo negativo con la cabeza—. Como quieras. Es la estación en la que los mercaderes de las Tierras Oscuras comienzan a ir hacia el norte. Voy a ver lo que puedo hacer. Para la espera, conozco un buen albergue.
La enseña sonriente y antigua del albergue representaba un enorme e imposible pescado provisto de cuernos. Contaba con dos establos, forraje para los animales y habitaciones para los viajeros. Las alcobas eran pequeñas y frías, con dos camas juntas para cuatro personas, y no las limpiaban desde hacía mucho tiempo. La sala común humeaba de calor y olía a sudor y a una apetitosa sopa de pescado.
Era agradable sentir al fin calor, comer caliente y beber Khamm, una bebida blanca, dulce y fuerte. Stark gozaba sin complejos de aquellos sencillos placeres.
Cuando vio que los demás habían terminado su comida, se levantó. Halk le preguntó:
—¿Dónde vas?
—A ver la ciudad.
—¿No sería mejor que organizásemos nuestros planes?
Halk había bebido bastante khamm.
—Nos ayudaría tener alguna información más —dijo tranquilamente Stark—. De todas formas, necesitamos ropa más abrigada y provisiones suplementarias.
Sin entusiasmo aparente, los irnanianos recogieron sus capas y siguieron a Stark a la fría calle.
Halk, Breca, su compañera de combate, Gerrith, Atril y Wake, dos hermanos. Stark no pudo soñar con mejor compañía. Pero los seis no podrían hacer frente al norte. Una vez más, Stark soñó con darles esquinazo, dejarles para poder proseguir solo el camino, sin contratiempos.
Con sorpresa, oyó que Gerrith le decía despacito:
—No. Al menos yo debo seguirte. Los otros quizá también. No lo sé. Pero si vas solo, fracasarás.
—¿Has visto eso?
Gerrith inclinó la cabeza.
—Lo he visto. La Visión fue clara.
Para protegerlo de la nieve el mercado estaba cubierto. Las puertas protegían del viento frío. Había lámparas humeantes y braseros para calentarse. Los mercaderes permanecían de pie en medio de sus pertenencias. Stark observó que muy pocos eran de Izvand. Al parecer, los guerreros de pelo blanco, desdeñaban aquel oficio.
El mercado estaba animado. Los irnanianos compraron pieles, botas, sacos de galletas de viaje izvandianas, dulces y grasientas, que ayudaban a protegerse del frío. Al cabo de un rato, Stark encontró lo que estaba buscando: la calle de los cartógrafos.
Era un callejón bordeado de trastiendas. Los hombres se inclinaban sobre las mesas de dibujo, rodeados por los tres lados de estanterías en las que se veían rollos de pergamino. Stark fue de tienda en tienda. Finalmente, salió cargado de mapas.
Volvieron al albergue. Sobre una mesa relativamente tranquila en un rincón de la sala común, Stark colocó sus compras.
Los mapas estaban dirigidos a los mercaderes. En lo esencial, coincidían bastante. Las rutas venían marcadas, así como los albergues y las casas de descanso. Las encrucijadas, las ciudades modernas, como Izvand. Vestigios, aquí y allá, de las viejas rutas que llevaban a las ciudades antiguas. La mayor parte de ellas estaban marcadas por siniestras calaveras. En algunos de los mapas venía marcado el Corazón del Mundo, rodeado de múltiples advertencias, pero cada mapa lo señalaba en un lugar distinto. En otros, no venía indicado en absoluto, limitándose a demarcar una extensa zona de terreno en la que se leía: Demonios.
—En alguna parte de aquí —dijo Stark, señalando la superficie en blanco—. Si seguimos hacia el norte, acabaremos por encontrar a alguien que sepa algo.
—Entonces, los mapas no nos sirven de nada —dijo Halk.
—No has prestado atención —dijo Gerrith—. Todos dicen, en tanto que sea posible, que sigamos la ruta. —Sus dedos volaron por encima del pergamino—. Aquí, el mar nos corta el camino; aquí, las montañas. Aquí, por las tierras bajas, se encuentran los lagos y los pantanos.
—En esta época están todos helados —observó Halk.
—Y prácticamente infranqueables. Los animales morirían o se herirían. Al cabo de una semana, estaríamos hambrientos.
—Además —añadió Wake, que siempre hablaba en nombre de los dos hermanos—, está el problema del tiempo. Quizá Irnan haya sido atacada ya. Aunque pudiéramos tomar otro camino, nos llevaría mucho tiempo.
Halk miró alrededor de la mesa.
—¿Estáis todos de acuerdo?
Lo estaban. Halk apuró otro vaso de Khamm.
—Muy bien. Cojamos la ruta y vayamos deprisa.
—Otra pregunta —dijo Stark—. ¿Iremos solos o con algún mercader?
—Ir acompañados de un mercader sería más seguro…
—¡Si se puede confiar en el mercader!
—… pero nos veríamos obligados a seguir su paso.
—No buscamos seguridad —dijo Halk.
—Por una vez, estoy de acuerdo contigo —dijo Stark—. Entonces, iremos solos.
Los demás asintieron. Stark se inclinó de nuevo sobre los mapas.
—Me gustaría saber cuál es la ruta de los Heraldos.
—No figura en estos mapas —dijo Gerrith—. Sin duda irán de Skeg hacia el este, a través del desierto. Deben de tener paradas de postas y lugares en donde haya agua y todo lo necesario para terminar con facilidad el viaje.
—Y salvaguardia, para que nadie pueda seguirles —dijo Stark, enrollando los pergaminos—. Saldremos a las cuatro. Descansemos un poco.
—Aún no —dijo Breca, señalando la puerta del albergue.
Kazimni acababa de entrar acompañado de un hombre moreno y delgado que llevaba una capa de piel; era un hombre que se movía con la gracia ágil y ávida de un lobo.
Kazimni les vio y se acercó con su compañero.
—Hablaré yo —dijo Stark—. Diga lo que diga, no hagáis ningún comentario.
Kazimni les saludó alegremente.
—¡Saludos, amigos! Os presento a un hombre que os va a encantar haber conocido: Amnir de Komrey.
El hombre que llevaba la capa de piel se inclinó para saludar. Le brillaban los ojos, como si fueran de berilo marrón, cuando volaron de un rostro a otro. Sonreía.
—Amnir va a vender muy lejos dentro de las Tierras Oscuras. Cree poder ayudaros.
Stark les invitó a que se sentasen y presentó a sus compañeros. El mercader pidió una ronda de Khamm para todos.
—Kazimni me dice que tenéis cosas que hacer en el norte —dijo, una vez que los vasos estuvieron en la mesa y cada uno a su manera se hubo mojado los labios—. Lo que pienso sobre un viaje de tal calibre, se sale de mis cuentas. —Echó una mirada a los pergaminos y añadió—: Veo que habéis comprado mapas.
—Sí.
—¿Tenéis intención de viajar solos?
—Sabemos que es un riesgo —dijo Stark—, pero el tiempo no apremia.
—Más vale no tener tanta prisa que apresurarse en vano —sentenció Amnir—. Hay gente muy peligrosa en las Tierras Estériles. De una maldad inimaginable. Seis de vosotros —como veo todos excelentes guerreros, de lo que estoy convencido— no podríais hacer nada contra los que os encontraréis en el camino.
—¿Qué querrían de nosotros? —preguntó Stark—. No tenemos nada que valga la pena ser robado.
—Vosotros mismos —dijo Amnir—. Vuestros cuerpos. Vuestra fuerza —se inclino ante las damas—, vuestra belleza. En las Tierras Estériles, se venden hombres y mujeres con múltiples fines.
Halk dijo:
—En nuestro caso, harían un mal negocio.
—Sin lugar a dudas. Pero ¿por qué correr ese riesgo? Si os capturan u os matan al resistir a la captura, ¿qué sería de vuestra misión? —Se inclinó sobre la mesa, lleno de seguridad—. Voy más lejos que nadie, me adentro más que nadie en las Tierras Oscuras, porque afronto los peligros, no sólo con valentía —otros también son valientes— sino además con prudencia, cualidad que no todos poseen. Viajo con cincuenta hombres bien armados. ¿Por qué no compartir esta seguridad?
Stark frunció el ceño, como si estuviera reflexionando. Halk quería hablar, pero una mirada furiosa de Breca se lo impidió.
—Lo que dice es cierto —aseguró Kazimni—. Lo juro por el Viejo Sol.
—Pero el tiempo —dijo Stark—. Solos iríamos más deprisa.
—Durante un tiempo —asintió Amnir—. Pero luego… —hizo un gesto con la mano que simulaba cortar un cuello—. Además, no seré un lastre, no puedo permitírmelo. Perderíais poco tiempo.
—¿Cuándo sales?
—Mañana por la mañana, antes del amanecer.
Nuevamente Stark hizo como si reflexionara.
—¿Cuál es tu precio?
—No hay precio. Lleváis las monturas y las provisiones, por supuesto. Si nos atacan, combatís. Eso es todo.
—¿Qué más se puede pedir? —pregunto Kazimni—. Y en caso de que su velocidad sea demasiado lenta, siempre podéis dejar el convoy. ¿No es así, Amnir?
Amnir rió.
—No seré yo quien se lo impida.
Stark miró a Gerrith.
—¿Qué opina la Mujer Sabia?
—Que debemos seguir el consejo del Hombre Oscuro.
—Bien, si es cierto que podemos dejar la caravana si lo deseamos…
—¡Por supuesto, por supuesto!
—En ese caso, creo que debemos salir con Amnir.
Sellaron el trato con un apretón de manos; volvieron a beber Khamm, y se pusieron de acuerdo en los últimos detalles. Luego, los dos hombres se fueron. Stark recogió los mapas. Los compañeros le siguieron a una de las pequeñas habitaciones del primer piso.
—Y ahora, ¿qué opina la Mujer Sabia? —preguntó Stark.
—Que Amnir de Komrey no nos desea nada bueno.
—Para saber eso no se necesita la Visión —dijo Halk—. El hombre apesta a falsedad. Y aún así, el Hombre Oscuro ha aceptado su escolta.
—El Hombre Oscuro miente cuando lo cree necesario —replicó Stark—. No esperaremos a las cuatro. En cuanto el albergue esté tranquilo y la gente duerma, nos iremos. Dormiréis en las monturas.
Salieron de Izvand en plena noche estrellada. La cinta helada de la ruta se dirigía hacia las tierras oscuras y estaban solos. Aprovecharon la soledad. A Halk, al igual que a Stark, le obsesionaba la idea de la premura. Stark también deseaba alejarse lo más posible de Amnir.
La ruta subía hacia las montañas heladas del norte y, desde las colinas, Stark podía vigilar la retaguardia. Podía inspirar el aire, escuchar el silencio y sentir la secreta y vasta tierra que le rodeaba.
No era una buena tierra. El hombre primitivo que había en él presentía un maleficio, una perversión.
El hombre primitivo deseaba desandar el camino y alcanzar gritando el calor de Izvand y la protección de sus muros. El hombre razonable opinaba lo mismo, pero seguía avanzado a pesar de ello.
Las nubes escondieron a las Tres Reinas. Empezó a nevar. A Stark no le gustaba; quería ver claramente y a lo lejos. Al abrigo de las pálidas nubes, cualquier peligro podía echárseles encima. El grupo redujo el ritmo, apretó las filas.
Llegaron a un albergue situado en una encrucijada. Tenía un tejado en punta, como el gorro de un mago, y un ojo amarillo y oblicuo. Stark deseaba parar, pero inmediatamente cambió de parecer. De común acuerdo dejaron la ruta y dieron un largo rodeo para evitar el albergue, haciendo que los animales avanzaran con precaución y en silencio.
Se les hizo muy larga la noche. Cuando el Viejo Sol se mostró al fin, fue un resplandor rojo saliendo tras una cortina de copos de nieve.
Bajo aquella extraña luz rojiza llegaron al puente.