Sólo pararon Stark y Jerann; la cabalgata prosiguió su camino a media velocidad, cubriendo bastante terreno pero sin cansar a las bestias. Stark podría alcanzarla sin demasiado esfuerzo. Puso pie a tierra y siguió a Jerann por un camino escarpado que subía sinuosamente entre un bosque oscuro y tupido. Al fin llegaron a una colina en la que la roca emergía desnuda, formando columnas toscas, a cada uno de los lados de la Gruta. Los dos hombres que estaban haciendo la guardia sentados ante el fuego se levantaron para hablar con Jerann. La Mujer Sabia se encontraba en su casa, sana y salva.
En el interior de la gruta había una antesala; Stark supuso que era allí donde la gente debía esperar a que el oráculo hablase. Al otro extremo había unos pesados cortinajes rojos, bordados en negro con símbolos solemnes, que tenían el aspecto de haber pertenecido a numerosas Gerriths. Era una habitación sin alegría, fría, con el macabro olor a polvo de los lugares en donde jamás entra el sol.
Una alta anciana entreabrió las cortinas y les hizo señas para que entraran. Llevaba un vestido largo y gris. Su rostro huesudo era severo. Fijó la mirada en Stark, una mirada acerada que parecía perforarle la carne y los músculos.
—Mi antigua señora murió por tu causa —dijo—, espero que no fuera en vano.
—Yo también lo espero así —dijo Stark pasando a la habitación interior.
Aquella estancia era un poco menos siniestra. Había tapices y cortinajes que abrigaban la piedra. Se veían lámparas taladradas que dispersaban la luz, y un brasero que daba calor. Pero seguía siendo una gruta y Gerrith parecía no encajar muy bien allí. Su juventud y su dorada piel estaban hechas para el sol.
Se encontraba sentada en una silla, frente a una mesa en la que había una copa de plata llena de agua clara.
—El Agua de la Visión —señaló negando con la cabeza— no me ha enseñado nada.
Tenía ojeras muy marcadas, como si hubiera pasado la noche entera frente a la copa de plata.
—Nunca tuve los poderes de mi madre. Nunca los he deseado, aunque ella me dijo que llegarían en su momento, lo quisiera o no. Mi don es insignificante, no lo puedo dominar. Es peor que no tener ninguno. Antes utilizaba la Corona. Creo que el poder de mi madre y de las otras Gerriths de todos los siglos —el nombre es una tradición en nosotras— residía en la Corona, vivía y hablaba a través de ella. La Corona ya no existe y, como Mordach dijo, ya no habrá más Mujeres Sabias en Irnan.
Stark sacó del cinturón un objeto envuelto en un trozo de tela y se lo ofreció a Gerrith.
—Era todo lo que quedaba.
Desató el paquete. El pequeño cráneo la miró sonriendo. La expresión de Gerrith cambió.
—Basta con esto —dijo.
Se inclinó ante la copa, con el cráneo entre las manos. El agua se onduló como si una brisa soplara de repente, después quedó totalmente en calma.
Stark y Jerann esperaban en silencio. A Stark le pareció que el agua se tornaba roja, espesa, y que en ella se percibían formas que se movían; siluetas que hicieron que Stark temblara; un ligero sonido salió de su garganta.
Sorprendida, Gerrith levantó los ojos.
—¿Has visto?
—En realidad, no.
El agua estaba clara de nuevo.
—¿Qué son?
—Sean lo que sean, están en tu camino a la Ciudadela. —Gerrith se levantó—. Debo acompañarte.
—¡Vamos, Señora! —protestó Jerann—. ¡No puedes dejar Irnan ahora!
—Mi tarea en Irnan ha terminado. Te lo he dicho. Y el Agua de la Visión me ha mostrado el camino.
—¿Te ha mostrado el fin?
—No. Debes encontrar tu propia fuerza y tu propia fe. A ti, Jerann, nunca te ha faltado ni la una ni la otra. —Le sonrió con verdadero afecto—. Vuelve con tu pueblo y, si tienes tiempo, reza de vez en cuando por nosotros. —Se volvió burlona a Stark y le dijo—: No estés tan preocupado, Hombre Oscuro, no te voy a cargar con copas, tapices, braseros, ni trébedes. Sólo esto —dijo, colocando el pequeño cráneo en un bolsillo de su cintura—. Cabalgo y tiro tan bien como lo pueda hacer cualquiera.
Llamó a la anciana y desapareció en otra habitación que había detrás de las colgaduras.
Jerann miró a Stark. No tenía nada que decir. Intercambiaron un breve saludo. Jerann se fue. Stark esperó contemplando malhumorado el agua plácida de la copa de plata y maldiciendo a las Mujeres Sabias. Fuese lo que fuese lo que había visto en el agua, hubiera preferido verlo únicamente en el momento que ocurriese.
Enseguida regresó Gerrith, vistiendo túnica y capa de jinete. Salió con Stark de la gruta; bajaron el escarpado camino y mientras lo hacían, la anciana les observó desde la entrada de la cueva con una mirada fría como el acero. Stark se sintió aliviado cuando los árboles le protegieron de su mirada. Un hombre viejo y escuálido había llevado la montura de Gerrith al pie del camino. En la silla había atado un saco de provisiones. Gerrith le dio las gracias, se despidió y se pusieron en camino.
Hacia el mediodía, alcanzaron a la expedición, cuando el Viejo Sol proyectaba sombras rojizas bajo el vientre de las monturas. Halk alzó los hombros al mirar a Gerrith.
—Todos los espectros estarán con nosotros ahora —le dijo a Stark escapándosele una sonrisa—. Aunque al menos la Mujer Sabia se fía de la profecía de su madre como para poder afrontar el peligro.
Avanzaban a una velocidad regular hacia las Tierras Estériles, guiados por la Antorcha del Norte.
Al principio, la ruta atravesaba montañas. Había torres de guardia construidas en las crestas y pueblos fortificados en ruinas colgaban de los acantilados como nidos de avispas. A pesar de todo, las montañas estaban habitadas aún. Durante tres días, les siguió una banda de seres hirsutos, avanzando paralelamente por sus secretas pistas. Portaban armas primitivas y corrían de una forma curiosa, inclinados hacia delante a partir del talle.
—Una de las Bandas Salvajes —dijo Gerrith—. No se rigen por ninguna ley más que la de sobrevivir. A veces llegan hasta Irnan. Los Heraldos las aborrecen, pues matan a Heraldos y Errantes igual que nos matan a cualquiera de nosotros.
La escolta izvandiana era demasiado fuerte como para que fuese atacada y no había rezagados. Por la noche, Stark escuchaba movimientos furtivos, más allá de las pequeñas hogueras del campamento. En varias ocasiones, los centinelas izvandianos tiraron flechas contra cosas rampantes que se acercaban a ellos. Uno de los intrusos resultó muerto. Stark vio el cuerpo a la luz del amanecer y se tapó la nariz.
—¿Por qué quieren sobrevivir? —dijo sorprendido.
Halk le advirtió:
—¡Retírate! Se le están yendo los piojos.
Dejaron el huesudo cuerpo sin sepultar, sobre el pedregoso suelo.
Las montañas fueron haciéndose más suaves, convirtiéndose en colinas cubiertas por una vegetación corta y oscura. Más allá, la tierra era llana, una inmensa llanura que alcanzaba hasta el horizonte. Una inmensidad sin árboles, blanca y gris verdosa, una tierra esponjosa, sembrada de un millón de estanques helados. El viento soplaba fuerte, a veces con inusitada violencia. El Viejo Sol, día a día, era más débil. Los irnanianos, estoicos, cabalgaban en el frío sin quejarse, envueltos en sus capas cubiertas de escarcha. Los izvandianos estaban a gusto, contentos. Era su tierra.
Stark cabalgaba, a veces, al lado de Kazimni.
—Cuando el Sol era joven —decía Kazimni, antes de empezar a contar una de las mil leyendas que se sabía de memoria—, todos alababan el calor, la riqueza y la prosperidad del país. Entonces los hombres eran gigantes, las mujeres increíblemente bellas y fáciles. Los guerreros tenían armas mágicas que mataban a distancia; los pescadores, naves mágicas que llenaban el cielo. Ahora —concluía—, la tierra es como la ves. Sobrevivimos. Somos fuertes. Somos felices.
—Perfecto —contestó Stark—. Te felicito. ¿Y dónde está ese sitio llamado el Corazón del Mundo?
Kazimni alzó los hombros.
—Al norte.
—¿Es todo lo que sabes?
—Sí. Si el lugar existe.
—Se diría que tú no crees que existan los Señores Protectores.
El rostro de Kazimni expresó un desdén aristocrático.
—No les necesitamos. Que más da que creamos o no creamos.
—Pero vendéis vuestras espadas a los Heraldos.
—El oro es el oro. Los Heraldos tienen oro en abundancia, más que otros. No tenemos que quererles, ni que adoptar su religión. Somos hombres libres. Todos los hombres de las Tierras Estériles son libres. No somos todos buenos. Unos comercian con los Heraldos, otros no. Unos lo hacen con las Ciudades Estado, otros no. Algunos negocian entre ellos. Otros no comercian en absoluto, viven de la rapiña. Algunos están locos, verdaderamente locos. Pero todos ellos son libres. Aquí no hay Errantes y podemos defendernos. Los Heraldos no encontrarían nada que robar aquí. Nos han dejado tranquilos.
—Ya veo —dijo Stark. Guardó silencio pero luego añadió:
—Hay algo que vive muy cerca del Corazón del Mundo. Algo que ni es humano ni totalmente animal.
Los ojos oblicuos y amarillos de Kazimni, le miraron con el rabillo del ojo.
—¿Cómo lo sabes?
—Quizá me lo haya murmurado el viento.
—O quizá la Mujer que Ve.
—¿Qué son, Kazimni?
—Nosotros hablamos mucho en las Tierras Estériles. Contamos historias en las largas noches de invierno. Cuando tenemos la garganta seca y la remojamos con Khamm, empezamos a hablar.
—¿Qué son?
—Los nómadas Harsenyi, nos traen cuentos; también los comerciantes de las Tierras Oscuras. A veces pasan con nosotros el invierno en Izvand y ésos son buenos inviernos. —Hizo una pausa—. He oído hablar de los Perros del Norte.
Stark repitió:
—Los Perros del Norte.
El nombre le pareció grave y pesado.
—No sabría decirte si las historias son ciertas o no. Los hombres mienten sin querer. Hablan como si hubieran sido testigos de algo que le ocurrió a un desconocido que alguien les contó de quinta o sexta mano. Para los Harsenyi y para otros comerciantes, los Perros del Norte son una especie de demonios. Monstruos que salen de la bruma de la nieve para hacer cosas terribles. Se cuenta que los Señores Protectores les crearon, hace ya mucho tiempo, para guardar su Ciudadela. Dicen que siguen guardándola y que pobre del viajero que se adentre en sus dominios.
A Stark se le pusieron de punta los pelos de la nuca al recordar las formas que viera en el Agua de la Visión.
—Estoy convencido de que tenemos que creer en la existencia de los Perros del Norte, Kazimni.
Cambió de tema.
—¿Tu pueblo se contenta con vivir en las Tierras Estériles porque es libre en ellas?
—¿No lo encuentras razón suficiente?
Indicando con la barbilla, de forma desdeñosa, señaló a los irnanianos y dijo:
—Si nosotros viviésemos cómodamente, seríamos esclavos como ellos.
Stark lo comprendía muy bien.
—Debes conocer cuál ha sido el motivo por el que se han producido problemas en Irnan.
—Sí. Problemas muy rentables. Cuando descansemos y hayamos visto a nuestras mujeres, volveremos a la frontera. Se necesitarán guerreros.
—Sin lugar a dudas. Pero ¿qué piensa tu pueblo sobre la idea de emigrar?
—¿A otro mundo? —Kazimni sacudió la cabeza—. La tierra nos modela, hace de nosotros lo que somos. En otro lugar, seríamos otro pueblo. No. El Viejo Sol aún nos iluminará algún tiempo. Y la vida en las Tierras Estériles no es tan penosa. Lo podrás comprobar cuando lleguemos a Izvand.
El camino corría sinuoso alrededor de los estanques helados. Había algunos viajeros, aunque bastante menos que en el Cinturón Fértil. Eran de otra raza; más morenos, más duros que los desechos humanos de las rutas del sur. Se comerciaba mucho en la frontera; había rebaños enteros destinados a los mercados de Izvand y Komrey, mercaderes con carros llenos de grano y lana, caravanas de animales de carga transportando productos manufacturados procedentes de los talleres del sur, largas filas de carretas chirriantes que transportaban madera cortada en las lejanas montañas. En sentido inverso, se veían caravanas cargadas de pieles, sal, pescado seco. Todos viajaban en grupo, bien armados. No se rozaban los unos con los otros. A lo largo de la ruta, se alzaban albergues y casas de descanso. Kazimni prefería acampar. Tildaba a los posaderos de ladrones y decía que las casas de descanso apestaban.
Los izvandianos avanzaban rápidamente, adelantaban a todos los viajeros. No obstante, a Stark le parecía que a veces el movimiento era ilusorio y que quedarían para siempre prisioneros del paisaje, que nunca cambiaba.
Gerrith comprendía su impaciencia.
—La comparto —dijo Gerrith—. Para ti es un hombre, pero para mí se trata de un pueblo. No obstante, las cosas deben ir a la velocidad apropiada.
—¿Te lo ha dicho tu don?
Ella le sonrió. Se hacía de noche; Las Tres Reinas lucían entre los bancos de nubes. Ocupaban otro lugar del cielo, pero seguían igual de bellas. Eran viejas amigas. Stark las apreciaba. Muy cerca, el resplandor de una pequeña fogata jugueteó con el rostro de Gerrith.
—Algo me lo dice. Tú eres el medio, y el fin ya está escrito. Vamos a enfrentarnos a él.
Stark gruñó escépticamente. Los animales estaban uno al lado del otro, a sus espaldas, con las caras hacia el viento, pacían el forraje que les habían preparado. Alrededor de los fuegos, los izvandianos reían y charlaban. Los irnanianos, abrigados, sufrían en silencio.
—¿Por qué amas tanto a ese Ashton?
—Ya lo sabes. Me salvó la vida.
—¿Y tú atraviesas las estrellas para poner la tuya en peligro en un mundo desconocido? ¿Afrontas todo esto aun a sabiendas de que puede estar muerto? No lo creo Stark. ¿Me contarás por qué?
—¿Qué quieres saber?
—Quién eres. Qué eres. Incluso una persona con un don inferior al mío sabría que tú eres… otro. Hay en ti algo extraño, intangible. Háblame de ti y de Ashton.
Stark le habló. Le habló de su infancia en un planeta cruel que estaba demasiado cerca del sol. De que el calor mataba por el día y por la noche hacía un frío helador; de que el cielo tronaba, de que las rocas explotaban, de que la tierra temblaba y las montañas se hundían.
—Nací en una colonia minera. Un seísmo y un derrumbamiento de rocas mató a todo el mundo, excepto a mí. Yo también habría muerto, pero las Tribus Primitivas me acogieron. Eran aborígenes. No eran totalmente humanos. Estaban aún recubiertos de pelo y no hablaban mucho. Algunos gruñidos, algunos gritos de caza, de puesta en guardia y de reunión. Compartieron conmigo lo poco que tenían.
El calor tórrido, el frío, el hambre. Pero sus cuerpos hirsutos cubrieron su desnudez frágil y le calentaron durante las noches crueles; y sus manos callosas le alimentaron. Le enseñaron lo que era el amor y la paciencia; le enseñaron cómo cazar a los enormes clamidosaurios, a sufrir y a sobrevivir. Recordaba sus rostros, llenos de surcos, prognatos, con dentadura prominente; sus ojos, bellos rostros, bellos y sabios, impregnados de una sabiduría primitiva. Su pueblo. Su único pueblo. Pero ellos le habían llamado el Hombre Sin Tribu.
—Luego llegaron otros terráqueos —dijo Stark—. Necesitaron la comida y el agua de la tribu primitiva y les mataron… a todos. Para los terráqueos, sólo se trataba de animales… me metieron en una jaula; era una curiosidad a la que irritaban dándole golpes con un bastón entre los barrotes. Me habrían matado también una vez se les hubiera pasado la curiosidad de lo nuevo.
Pero llegó Ashton.
Ashton el administrador, investido con todos los poderes de la autoridad. Stark sonrió amargamente.
—Para mí, sólo se trataba de otro enemigo con la cara plana, un ser al que odiar y al que había que matar. Tenía olvidado totalmente mi origen humano y los hombres que conocía eran innobles. Ashton se encargó de mí, a pesar de todo. Yo no era nada amable, pero su paciencia no tenía límites. Me domó. Me enseñó a comportarme en una casa, a hablar con palabras. Ante todo me enseñó que si había hombres crueles, también los había buenos. Sí, me dio mucho más que la vida.
—Ahora comprendo —dijo Gerrith, y Stark pensó que era verdad, en cuanto a lo que otra persona pudiera comprender. Gerrith atizó el fuego y suspiró—. Siento no poder decirte si tu amigo sigue aún con vida.
—Lo sabremos muy pronto —respondió Stark, tendiéndose sobre el suelo helado; se durmió.
Y soñó.
Seguía al de más edad por un acantilado; estaba furioso porque sus pies no tenían los dedos largos y prensiles y salvajemente decidido a paliar su deformidad trepando dos veces más deprisa y más alto. El sol quemaba sin piedad su espalda desnuda. La roca estaba incandescente. Los picos negros agujereaban el cielo por todas partes.
El aborigen más anciano se deslizó en una grieta haciéndole un signo imperativo. El joven N’Chaka se puso a su lado. El anciano le indicó con su lanza algo. En una cresta, lejos de ellos y más abajo, se encontraba durmiendo al sol un clamidosaurio, con sus enormes mandíbulas entreabiertas lánguidamente.
Con una infinita prudencia, controlando cada músculo de su cuerpo, con el vientre encogido por el hambre y la esperanza, el joven siguió al anciano a lo largo del acantilado…
A Stark no le gustaba aquel sueño. Le entristecía, y se despertó para escapar de él. Permaneció sentado cerca del agonizante fuego durante mucho tiempo, prestando atención a los sonidos de la noche. Cuando volvió a dormir, su sueño ya no tuvo recuerdos.
Al día siguiente, hacia el mediodía, vieron los tejados de una ciudad rodeada de una tapia, al borde de un mar helado. Fuertemente y con cariño Kazimni dijo:
—Ahí está Izvand.