Halk habló. Tenía los ojos enrojecidos de rabia y llenos de lágrimas, pero en su boca se dibujaba una sonrisa; una sonrisa ávida de venganza.
—Aquí no nos necesitan, Hombre Oscuro. ¿Vienes?
Gerrith le autorizó.
—Ve si lo deseas, Stark. Tu destino no está ya en Irnan.
Stark se preguntó si Gerrith sabía en qué lugar estaba su destino y volvió a las calles con Halk. Pequeños grupos de ciudadanos cazaban a los Errantes como a conejos por las estrechas callejas. Era evidente que los irnanianos eran los dueños de la situación. En la plaza del mercado, los arqueros tomaban posiciones alrededor de la puerta. Docenas de Errantes gritaban y se amontonaban, luchando para huir de la ciudad. Stark no vio izvandianos. Pensó que una vez muerto su contratante, se habían refugiado en su barracón despreocupándose de una lucha que no les atañía. Las mujeres-árboles se habían refugiado bajo el estrado, más por evitar los empellones de la muchedumbre que por miedo. Cantaban en éxtasis y alimentaban al Viejo Sol. La estrella roja se iba a dar un banquete.
No quedaba mucho por hacer. Algún foco de resistencia, algún rezagado por neutralizar; pero la batalla estaba ganada desde la primera ráfaga de flechas. El cuerpo de Mordach yacía en la plataforma. El hombrecillo se había equivocado. La gente, de la que Yarrod pensó que no levantarían un dedo por ayudarles, había reaccionado para salvar a sus Nobles, a la Mujer Sabia y para lavar la deshonra y vergüenza que les había infligido Mordach.
Stark dejó que Halk continuase solo la venganza de Yarrod. Ya no le necesitaban; envainó su espada y subió los peldaños de la plataforma. Entre los cadáveres se encontraban los fragmentos de la diadema, en el mismo lugar que Mordach la había pisoteado. Sólo un pequeño cráneo estaba intacto, sonriente como si saboreara la sangre que le manchaba. Stark lo recogió y bajó. Las voces de las mujeres-árbol perforaban los tímpanos. Deseando no encontrar jamás semejante horda asomando por las montañas, regresó al Ayuntamiento de la ciudad.
Los mensajeros estaban atareados, iban y venían gentes de allá para acá, reinaba un sentimiento de urgencia. No encontró allí a Gerrith, se guardó el pequeño cráneo bajo la túnica, hecha jirones. Se preguntaba lo que iba a hacer cuando un hombre se le acercó y le dijo:
—Jerann pide que vengas conmigo.
—¿Jerann?
El hombre señaló al anciano de la barba gris.
—El Jefe de nuestro Consejo. Debo velar por tu bienestar.
Stark le dio las gracias y le siguió. Pasaron por un corredor, subieron una escalera de caracol que les condujo a otro corredor que desembocaba en una habitación con estrechas ventanas en el muro de piedra. El fuego ardía en la chimenea. Había una cama, un arcón y un banco por mobiliario, de aspecto pesado pero hechos con esmero. El suelo estaba cubierto por un tapiz grueso de lana. Contiguo a la habitación había un baño con una bañera de piedra en lo alto de tres escalones. Estaban esperando unos servidores armados de cubos de agua caliente y burdas toallas. Stark se abandono a sus cuidados con agradecimiento.
Una hora más tarde, ya lavado, afeitado y vestido con una túnica limpia terminó una buena comida y le avisaron de que Jerann le estaba esperando en la sala del Consejo.
Liberado de las cadenas, Jerann era alto y esbelto, con aspecto de guerrero. Mantenía en su rostro la expresión de valentía; pero no albergaba ilusiones.
—La suerte está echada —dijo—. No nos queda más que ir allí dónde nuestro destino nos lleve y quizá se trate de un lugar que no deseemos ver. Lo hecho hecho está. Nos pondremos en camino.
Mantuvo una larga mirada inquisitiva a Stark. El resto de los miembros del Consejo, hacía otro tanto. Stark adivinó su pensamiento. ¿Por qué una persona de otro mundo? ¿Por qué ha provocado una ruptura tan brusca con nuestra historia, costumbres y leyes? ¿Qué nos trae realmente… la libertad y una vida nueva o la muerte y el hundimiento total?
Stark no podía contestarles. La profecía decía únicamente que destruiría a los Señores Protectores. No revelaba el resultado de esta acción.
—Eric John Stark, terráqueo, dinos por qué has venido a Skaith y a Irnan.
Stark sabía perfectamente que Jerann ya había escuchado su historia pero la repitió; con cuidado y detalle. Le habló de Ashton, de Pax y de la postura del Ministerio de Asuntos Planetarios en relación con el asunto de la emigración.
—Ya veo —dijo Jerann—. Al parecer debemos creer en Hombres Oscuros y profecías y continuar nuestro camino con una esperanza ciega.
—¿Y las otras Ciudades Estado? —preguntó Stark—. Deben estar en las mismas circunstancias que Irnan. ¿No se levantarán en armas para venir en vuestra ayuda?
—No lo sé. Por supuesto, trataremos de persuadirlas. Pero la mayor parte de ellas esperarán a ver qué ocurre.
—Esperar… ¿Para qué?
—Para comprobar que la profecía es cierta.
Jerann se dio la vuelta hacia uno de sus ayudantes.
—Traedme a un izvandiano.
El hombre se alejó rápidamente y Jerann le dijo a Stark:
—Debemos saberlo lo antes posible.
Hubo unos momentos de espera en los que todos estaban incómodos; un silencio que sólo se rompió por los gritos de victoria que provenían de las calles. Los miembros del Consejo estaban cansados y tensos. La gran decisión que Irnan había tomado en este día pesaba como una losa sobre ellos.
Entró un pequeño grupo; en el centro se hallaba un guerrero esbelto y de cabello blanco. Stark se fijó en los ornamentos de oro que llevaba en la guarnición, el rodete y los brazaletes. Un Jefe; sin duda el comandante de los mercenarios. Le condujeron hasta la mesa del Consejo. Permaneció impasible frente a Jerann.
Con frialdad Jerann le dijo:
—Te saludo, Kazimni.
El izvandiano contesto:
—Te escucho, Jerann.
Jerann cogió de la mesa un pesado saquete.
—Aquí está el oro que se te debe.
—¿También el de mis muertos? Hay familias…
—Y el de tus muertos.
Jerann sopesó la bolsa.
—Y, además, la mitad de lo que se te debía.
—Si lo que pretendes es comprarnos para que dejemos Irnan, guarda tu dinero, ya no tenemos nada que hacer aquí —dijo Kazimni con desprecio.
Jerann negó con la cabeza.
—No. Este oro es para pagar tus servicios.
Kazimni levantó insolentemente la ceja.
—¿Oh?
—Algunos de los nuestros, un grupo no muy numeroso, irán a las Tierras Estériles. Queremos que les escoltéis hasta Izvand.
Kazimni no se molestó en preguntar para qué iban los irnanianos a las Tierras Estériles, eso no les incumbía.
—Bien —dijo—, danos permiso para enterrar a nuestros muertos y para prepararnos para el viaje. Partiremos a la salida del Viejo Sol —y añadió—: con nuestras armas.
—Con vuestras armas —aprobó Jerann. Entregó el oro a Kazimni y se dirigió a la escolta irnaniana—. Ya lo habéis escuchado. Dejadles enterrar a sus muertos y dadles las provisiones necesarias.
—Más valdría matarles —murmuró uno de los irnanianos.
A pesar de ello, llevaron dócilmente a Kazimni.
—¿Por qué Izvand? —pregunto Stark.
—Porque es la ciudad que se encuentra más cerca de la Ciudadela y en toda esa distancia tendrás la protección de una escolta. A partir de allí tendrás que actuar por ti mismo. Te advierto… no subestimes los peligros.
—¿Dónde se encuentra exactamente la Ciudadela? ¿Está en el Corazón del Mundo?
—Te puedo contar dónde la sitúa la tradición. La verdad, tendrás que averiguarla tú mismo.
—Los Heraldos lo saben.
—Sí. Pero en Irnan ya no hay Heraldos vivos.
—¿Dónde está Gerrith?
—Se fue a su residencia.
—¿No será un tanto arriesgado? El campo debe estar lleno de Errantes por todas partes.
—Está bien protegida —contestó Jerann—. La verás mañana. Ve a descansar. Has hecho un largo camino hasta aquí y el que te espera mañana será aún más largo.
Durante toda la noche, entre sueño y vigilia, Stark escuchó las voces ardientes de la ciudad preparándose para la guerra. La revolución había empezado bien. Y no era más que el principio. Todo un planeta tenía que cambiar para que dos hombres de otro mundo pudieran escapar. Era la orden que había recibido sin haberla solicitado y no veía otra salida.
En fin, pensó, predecir el futuro era cosa de Gerrith, la dejaría esa tarea a ella. Se durmió.
A la mañana siguiente se levantó cuando un hombre vino a despertarle y esperó pacientemente.
Jerann estaba abajo, en la Sala del Consejo. Stark pensó que había pasado la noche allí. Halk, Breca y otros dos miembros del grupo de Yarrod se encontraban también allí.
—Siento que Irnan no pueda ofrecerte los hombres que precisas. Pero tenemos necesidad de ellos aquí.
—Tenemos que contar con nuestra rapidez y tratar de que no nos vean —dijo Halk—. Pero, con el Hombre Oscuro con nosotros, ¿cómo vamos a fracasar?
Stark hubiera preferido salir solo; guardó silencio. Trajeron alimentos y una cerveza fuerte y amarga. Cuando acabaron de comer, Jerann se levantó y dijo:
—Ya es la hora. Iré con vosotros hasta la Gruta de La que Ve.
La plaza del mercado aparecía extrañamente tranquila bajo los primeros fríos del alba. Se habían retirado algunos de los cuerpos. Otros estaban apilados, esperando las carretas. Las mujeres árbol se habían ido. Los centinelas vigilaban en las murallas y en las torretas de guardia de la puerta.
Unos sesenta izvandianos se encontraban sentados en sus cabalgaduras. Salía vaho del aliento de los hombres y de sus monturas. Las de Stark y sus compañeros estaban listas y esperándoles, situadas detrás de los izvandianos. Kazimni, al pasar, les saludó con un breve gesto.
El Viejo Sol se levantó, las puertas se abrieron chirriando, y la cabalgata emprendió la marcha.
El camino, que el día anterior había rebosado de gente, estaba totalmente desierto, a excepción de los cadáveres. Muchos Errantes no habían corrido suficientemente deprisa. La bruma de la mañana planeaba espesa y blanca por los campos; el olor fresco y limpio de la vegetación perfumaba el aire. Stark inspiró profundamente y se dio cuenta de que Jerann le estaba observando.
—Te alegra dejar la ciudad. No te gustan los muros.
Stark rió.
—No pensé que fuese tan evidente.
—No conozco a los Terráqueos —añadió educadamente Jerann—. ¿Son todos como tú?
—Para ellos soy tan extraño como para ti —la mirada divertida de Stark tenía un brillo cruel—. Incluso más extraño que para ti.
El anciano asintió.
—Gerrith ha dicho…
—Un lobo solitario, un hombre sin tierra y sin tribu. Me educaron los animales, Jerann. Eso explica por qué me parezco a ellos —miró hacia el norte—. Los terráqueos mataron a todos. A no ser por Ashton, también me hubieran matado a mí.
Jerann contempló el rostro de Stark y tembló ligeramente. Mantuvo silencio hasta que llegaron, al otro lado del valle, la Gruta de la Mujer Sabia.