La cima de la bóveda ofrecía abrigo; aún quedaban trozos de muro en los bordes. Stark estaba más tranquilo, ya que la mayor parte de los Errantes se habían retirado, aunque era mucho más sensato que no le viesen.
Apenas se había instalado cuando Baya y otro de sus compañeros Errantes aparecieron. Seguramente, Gelmar les había enviado, después del registro de las ruinas, con la esperanza de sorprender a alguno. O, posiblemente, lo había decidido la propia Baya.
Baya iba acompañada por dos Errantes que, manifiestamente, se aburrían, como niños caprichosos. Uno de ellos era alto y delgado; iba completamente desnudo, a excepción de una pintura que le embadurnaba todo el cuerpo y llevaba el pelo y la barba llenos de pajillas. El otro era más bajo y gordo. Stark no podía ver nada más, pues le envolvían por completo telas de colores que incluso le tapaban el rostro. Los pliegues estaban llenos de flores.
—Regresemos, Baya —dijo el más alto dando la vuelta hacia el vado—. ¿Has visto a alguien por aquí?
—El Hombre Oscuro ha muerto en el mar —añadió el más bajo con una voz aguda e impaciente—. Los Hijos del Mar le han devorado. ¿Cómo iba a ocurrir de otra forma?
Baya movió los hombros, como si el aire fresco le hubiera sacudido, y movió la cabeza negativamente.
—Hablé con él, le toqué. Tenía algo extraño. Una fuerza. Una fuerza terrible. ¿No ha matado a un Hijo del Mar?
—Eres idiota —insultó el más pequeño, saltando como un conejo—. Tonta mojigata. Has visto su musculatura y quieres que esté vivo. Te fastidia no haber hecho el amor con él antes de que muriera.
—Contén la lengua —cortó Baya—. Quizá esté muerto y quizá no. Si no ha muerto, alguien le está escondiendo. Deja de quejarte y registra.
El más alto y lleno de pajas suspiró.
—Lo mejor que podemos hacer es obedecer, ya conoces el mal carácter que tiene.
Se alejaron, saliendo del campo de visión de Stark, pero no del de su oído. Baya permaneció allí, con el entrecejo fruncido, contemplando los reflejos que hacía el fuego en la bóveda. Su cuerpo insolente brillaba a la luz de las Tres Reinas. Stark la perdió de vista, ya que se encontraba justo bajo él, pero sintió el temblor de las hojas de parra que estaba separando.
—Maestro…
La voz furibunda de Yarrod se hizo escuchar.
—No tienes nada que hacer aquí ¡Vete!
—Pero, Maestro, quiero aprender. Tal vez quiera formar parte de una Secta, cuando esté cansada de ser una Errante. Háblame de los miembros de la Secta, Maestro. ¿Es cierto que olvidan todo, incluso el amor?
Soltó las ramas de parra y entró en el túnel.
Las voces eran confusas; Stark no podía comprender lo que decían. Unos instantes más tarde, Baya lanzó un grito de dolor y separó las hojas con fuerza; Yarrod salía con Baya agarrada por los pelos. Lloraba y se retorcía, pero la forzó a que se fuera hacia la orilla del río.
—Ya has hecho bastante mal por hoy —dijo—. Si te vuelves a acercar a mi Secta, te arrepentirás de ello. —Escupió y añadió—: ¡Errantes, basura! No os necesito.
La dejó y volvió al túnel. Baya se quedó en pie metida en el agua poco profunda del vado, amenazando con los puños en dirección al túnel y gritando.
—¡Vivís de la generosidad de los Señores Protectores, como nosotros! No sois más que nosotros, pedazo de…
Soltó una retahíla de obscenidades; al cabo de un rato se apaciguó su rabia y le dio un golpe de tos.
Sus dos compañeros seguían registrando las ruinas y gritaron de alegría. Baya salió del río.
—¿Le habéis encontrado?
—¡Hemos encontrado hierba de amor!
Los dos Errantes aparecieron moviendo los brazos, llevando algo en las manos que habían sacado de la tierra y que masticaban con avidez. El más alto le ofreció a Baya.
—Toma. Olvídate del muerto. Hagamos el amor con alegría.
—No. No tengo ganas de hacer el amor.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la bóveda.
—Siento odio. Los Maestros de las Sectas suelen ser hombres santos. A éste le desborda el odio.
—Será porque le hemos tirado piedras —dijo el más bajo, llenándose la boca.
—Qué más da —concluyó el más alto, tomando a Baya por los hombros—. Come y tendrás ganas de hacer el amor.
La metió a la fuerza un poco de hierba en la boca, pero Baya la escupió.
—¡No! Tengo que hablar con Gelmar. Creo que hay algo…
—Más tarde —dijo el Errante—, más tarde.
Rió y el más bajo también rió. Y comenzaron a empujar a Baya. Parecía que les deleitaba la lucha; la droga producía aquellos efectos. Baya sacó el estilete que ocultaba en el cabello e hirió al Errante que iba desnudo, pero la herida era poco profunda. Los dos se rieron y la quitaron el estilete. Luego, la arrojaron al suelo y empezaron a pegarle.
La cima de la bóveda no era muy alta, de modo que Stark saltó al suelo con facilidad. Los Errantes no le oyeron, pues estaban muy ocupados; Baya gritaba a pleno pulmón.
Stark pegó al más alto una sola vez, en la base del cráneo. Se desplomó. El más bajo lo imitó un segundo después sin emitir queja alguna, desparramando las flores que le quedaban. Stark retiró los cuerpos. Baya le observó con una mirada vaga y llena de estupefacción. Masculló algo, quizá su nombre. Stark no estaba seguro. Presionó el centro nervioso del cuello de Baya y ésta se desmayó.
Yarrod había salido del refugio y permanecía de pie, a su lado; estaba furioso.
—Te has tomado muchas molestias. ¡Idiota! ¿Qué puede importarte la suerte de una Errante?
—El idiota lo serás tú —contestó Stark—, te has traicionado. Iba a contar a Gelmar que el Maestro de la Secta es un impostor.
Se colgó la chica a la espalda y se levantó sin hacer el menor esfuerzo.
—Presumo que te ha visto.
—Creo que sí.
—¿Y estos dos?
Los dos hombres roncaban estrepitosamente. Olían fuerte, un olor agridulce, y tenían la boca abierta, sonriente.
—No —contestó Stark—, pero han oído lo que Baya ha dicho de ti. Podrían acordarse.
—Bueno —concluyó Yarrod todavía enfadado—, supongo que da lo mismo; ¿para qué lamentarse? No tenemos otra elección. Hay que huir… y muy deprisa.
Contempló las luces de Skeg que brillaban al otro lado del río y regresó a la bóveda.
Momentos después, avanzaban por las ruinas y pronto estuvieron en la jungla. Las Tres Reinas brillaban con serenidad. El aire era tibio y húmedo, cargado con el pesado perfume de las plantas trepadoras, que abren sus flores por la noche, el barro y la descomposición. Correteaban animalillos bajo sus pies, haciendo ruidos y lanzando gritos agudos. Stark ajustó el ligero peso de Baya en sus hombros.
—Las rutas les están prohibidas a los extranjeros de otros planetas —dijo—. ¿Has pensado en eso?
—¿Crees que hemos llegado hasta aquí por las carreteras? —adujo Yarrod—. Salimos de Irnan haciendo creer que íbamos de caza. Dejamos las monturas y el equipo al otro lado de las montañas y vinimos hasta aquí a través de la jungla. —Miró al cielo, escudriñándolo—. Podremos llegar mañana al mediodía si caminamos al límite de nuestras fuerzas.
—Existe otra posibilidad, ¿no es así? —agregó Stark—. Que Gelmar piense que te has llevado a tu gente por el modo en que se han desarrollado los acontecimientos, y que Baya, simplemente, se haya ido. Hirió a uno de sus amigos y dejó el estilete con ellos.
—Sí, existe una posibilidad. Sí. Gelmar no puede estar seguro de nada, ni de tu propia muerte. ¿Que harías tú en su lugar?
—Pondría vigilancia por todo el territorio, especialmente en Irnan.
Stark maldijo el nombre de Gerrith y deseo que no hubiese hablado.
—Sus palabras le valieron la muerte —dijo secamente Yarrod—, castigo más que suficiente.
—Lo que me intranquiliza es que su profecía hace que peligre mi vida —dijo Stark—. Si hubiese conocido la existencia de esa maldita profecía, habría actuado de una forma totalmente distinta.
—Bueno —arguyó Halk dirigiendo una sonrisa a Stark—. Si la profecía es cierta, si eres el hombre del destino, no tienes nada que temer, ¿no es verdad?
—El hombre que no teme, no vive mucho tiempo. Tengo temor de todo, incluso de esto —contestó Stark palmeando la nalga desnuda de Baya.
—En eso tienes razón. Lo mejor que podías hacer es matarla.
—Ya veremos —dijo Stark—, no tenemos ninguna prisa.
Avanzaban siguiendo a una pequeña estrella fija de luz verde. Yarrod la llamó la Antorcha del Norte.
—Si Gelmar envía la alarma a Irnan, lo hará como de costumbre: por mensajeros y por las rutas. Salvo que ocurra algún accidente, llegaremos antes que ellos.
—A menos que el Hombre Oscuro y su mochila no nos retrasen —apuntó Halk, señalando a Baya.
Stark sonrió entre dientes.
—Tengo la impresión, Halk, de que no vamos a ser los mejores amigos del mundo.
—Ten paciencia, Stark —replicó Yarrod—. Es un guerrero, y la espada nos es más necesaria que un carácter dulce.
Estaba en lo cierto. Stark ahorro su aliento para apretar el paso, cosa que todos imitaron.