Stark se hallaba en la calle principal de Skeg, en la plaza del mercado. Observaba a un grupo de acróbatas que no tenían talento alguno cuando alguien se le acercó.
Bajó los ojos y vio que se trataba de una mujer, de lo que se dio cuenta por el mero contacto. Una Errante, totalmente desnuda a excepción de los círculos y espirales que llevaba pintados sobre la piel; los cabellos le cubrían la espalda como si fueran una capa.
Levantó los ojos y le sonrió.
—Me llamo Baya —le dijo.
Que significaba graciosa. Y sí que lo era.
—Ven conmigo.
—Lo siento, no quiero contratar.
Ella siguió sonriéndole.
—El amor llegará más adelante, o no, como desees. Pero puedo hablarte de ese hombre, Ashton, que tomó el camino de Irnan.
—¿Qué sabes de eso? —preguntó secamente Stark.
—Soy una Errante. Sabemos muchas cosas.
—Muy bien, háblame de Ashton.
—Aquí no. Hay demasiados oídos y demasiados ojos. Es un tema prohibido.
—¿Por qué quieres hablarme de ello entonces?
Se limitó a mirarle y sonreírle. Luego añadió:
—Porque me río de todas las prohibiciones. ¿Conoces la vieja fortaleza? Acude allí ahora. Yo me reuniré contigo.
Stark dudaba; seguía con el ceño fruncido.
Baya bostezó y añadió:
—Como quieras.
Se alejó, perdiéndose entre la muchedumbre. Stark permaneció quieto un momento y, a continuación, se dirigió indolentemente hacia la parte baja de la calle, que desembocaba en una avenida tranquila. Llego hasta el río.
Antaño, existió un puente del que ya sólo quedaba un vado pavimentado con piedras. Un hombre vestido con una túnica amarilla lo atravesaba; le brillaban los muslos mojados bajo la túnica recogida. Media docena de hombres y mujeres le seguían, tomados de la mano. Stark siguió su camino por el resquebrajado empedrado de la orilla.
El mar batía los acantilados que había bajo la fortaleza que se levantaba frente a él. La estrella escarlata se ponía, resplandeciente; parecían normales los más espectaculares ocasos. El agua del mar sin mareas adquiría poco a poco un brillo nacarado. El chapoteo de cosas invisibles y el sonido extraño y lejano de voces ululantes, hicieron temblar a Stark. El cónsul le describió fielmente lo que sabía sobre los Hijos de Nuestra Madre el Mar, pero, desde luego, él no se lo creía. Stark se reservaba la opinión.
Cualquier animal estúpido hubiera olido la trampa y, por supuesto, Stark no era ningún estúpido. A su lado se levantaban los muros de la antigua fortaleza con el profundo silencio de los siglos, puertas abiertas y almenas vacías. Aunque ni veía ni oía nada que pudiera parecerle amenazador, tenía los nervios en tensión. Se apoyó contra las rocas y esperó, disfrutando el fuerte olor del aire húmedo.
La joven llegó andando con rapidez, descalza. No venía sola. La acompañaba un hombre. Un hombre alto, vestido suntuosamente con un jubón de color rojo oscuro. Mantenía en sus manos el bastón de mando de los Heraldos. Era un hombre con rostro altivo y orgulloso, tranquilo; un hombre poderoso que nunca había conocido el miedo.
—Soy Gelmar —dijo—. El Primer Heraldo de Skeg.
Stark inclinó levemente la cabeza, mientras se cercioraba de que los dos habían acudido solos a la cita.
—Te haces llamar Eric John Stark —agregó Gelmar—, ¿eres terráqueo, como Ashton?
—Sí.
—¿Qué eres para Ashton?
—Un amigo. Su hijo adoptivo. Le debo la vida. Quiero saber lo que le ha ocurrido.
—Puede que te lo diga. Pero en primer lugar me tienes que decir quién te ha enviado aquí.
—Nadie. Cuando me enteré de que Ashton había desaparecido, vine.
—Hablas nuestra lengua. Conoces la existencia de Irnan. Para saber todo eso has tenido que ir a estudiar al Centro Galáctico.
—Sí, estuve allí para informarme.
—Y luego has venido a Skaith sólo por el afecto que tienes a Ashton.
—Sí.
—No te creo, terráqueo. Creo que has sido enviado para crear aún más problemas.
Stark se dio cuenta de que en el crepúsculo rojizo le estaban observando de forma extraña. Luego, cuando Gelmar volvió a tomar la palabra, percibió que el tono cambiaba bruscamente, como si las preguntas, aparentemente inocentes, tuvieran una importancia secreta.
—¿Quién es tu Jefe? ¿Ashton? ¿El Ministerio?
—Yo no tengo jefe —contestó Stark. Casi ni respiraba, estaba pendiente de cualquier sonido o movimiento.
—Un lobo solitario —dijo suavemente Gelmar—. ¿Cuál es tu hogar?
—No tengo hogar.
—Un hombre sin tierra.
Todo aquello empezaba a adquirir un tono ritual.
—¿A qué familia perteneces?
—No tengo familia. No nací en la Tierra. Mi segundo nombre es N’Chaka, El Hombre sin Tribu.
Baya suspiró. Sus ojos brillaban como gemas al reflejarse en ellos la luz rojiza de la puesta de sol.
—Deja que yo le pregunte. Un Lobo Solitario, un Hombre Sin Tierra, un Hombre Sin Tribu.
Baya extendió la mano: era pequeña y tenía los dedos helados.
—¿Quieres unirte a mí y convertirte en un Errante? Sólo tendrás un amo, el amor; un hogar, Skaith; un pueblo, nosotros.
—No —contestó Stark.
Baya retrocedió; sus ojos brillaron de forma extraña cuando le dijo a Gelmar:
—Es él, el Hombre Oscuro de la profecía.
Sorprendido, Stark preguntó:
—¿Qué profecía?
—No han podido hablarte de ello en Pax —dijo Gelmar—, porque la profecía se hizo después de la marcha del cónsul. Pero nosotros lo esperábamos.
La chica lanzó un grito y entonces Stark escuchó claramente los sonidos que antes intuyera.
Llegaron por ambos lados, desde detrás de la fortaleza. Una veintena de formas grotescas, machos y hembras, de todos los aspectos y tamaños, vestidos de cualquier manera, blandiendo en las manos palos y piedras.
—¡A muerte! ¡A muerte!
—Pensé que estaba prohibido matar en Skeg —comentó Stark.
Gelmar sonrió.
—Salvo cuando yo lo ordeno.
Baya sacó de entre el cabello negro un alfiler largo como un estilete.
Stark miró a su alrededor durante unos segundos para ver por dónde podría huir a la desesperada.
Gelmar se alejó hacia el borde del acantilado, dejando campo libre a los Errantes, quienes empezaron en ese momento a lanzar piedras.
A lo lejos, se oían voces ululantes y risas ahogadas.
Stark, como una fiera salvaje, se lanzó sobre Gelmar y cayó con él al agua.
Tocaron un fondo fangoso. Al momento se dio cuenta de que Gelmar no sabía nadar. No le resultó raro a Stark, y le mantuvo bajo el agua hasta que Gelmar quedó extenuado. Después le sacó a la superficie para que pudiera respirar. Gelmar le miró con tal sorpresa que Stark no pudo por menos que reírse. En el acantilado, los Errantes formaban en una fila disparatada.
—Los Hijos del Nuestra Madre el Mar —dijo Stark—, ¿son caníbales?
—Lo son —respondió aterrorizado Gelmar—. Debes estar… loco…
—¿Qué tengo que perder? —le contestó, hundiéndole de nuevo bajo el agua.
Cuando le volvió a sacar, la arrogancia del Gelmar quedó anulada por violentas náuseas.
Las voces ululantes estaban cada vez más cerca: demostraban el mismo interés que los aullidos de los perros de caza cuando encuentran la pista.
—Dos preguntas nada más. ¿Está vivo Ashton?
Gelmar se atragantó, pero Stark le sacudió.
—¿Quieres que te coman los Hijos del Mar? ¡Contéstame!
Débilmente, Gelmar respondió:
—Sí. Sí, está vivo.
—¿Mientes, Heraldo? ¿Debo ahogarte?
—No, los Señores… Protectores… le querían vivo. Para interrogarle. Nosotros le capturamos… en la ruta de Irnan.
—¿Dónde está?
—En el norte. En la Ciudadela… Los Señores Protectores. En el Corazón del Mundo.
Los Errantes habían empezado a gemir, lanzando quejas siniestras. Formaban una cadena humana que descendía por el acantilado, con las manos extendidas, para socorrer a Gelmar. La primera de las Tres Reinas bañó con un tono plateado el cielo y el mar. Stark sintió una alegría salvaje dentro de él.
—Bien. Otra pregunta más. ¿De qué profecía habláis?
—Gerrith… La Mujer Sabia de Irnan.
Gelmar recuperaba la voz, pero los gritos ululantes se acercaban.
—Ella predijo… que llegaría un extranjero… para destruir a los Señores Protectores… a causa de Ashton.
Stark miraba hacia los acantilados, sin furia, aunque intranquilo.
—Puede que haya acertado.
Empujó a Gelmar hacía las manos tendidas, pero no esperó a ver cómo le sacaban. A su alrededor salían chorros de agua tibia que hacían surgir una espuma blanquecina e inmunda. Como si muchos nadadores la generasen al batirla.
Stark se quitó las sandalias, se lanzó al agua y se dirigió a la orilla contraria.
Su rápida huida ensordeció el resto de los ruidos, pero supo enseguida que le iban a alcanzar. Consiguió avanzar más deprisa a fuerza de brazadas, pero no tardó en sentir vibraciones y un chapoteo de agua que se desplazaba rítmicamente. Tuvo plena conciencia de que le sobrepasaba un cuerpo tremendamente fuerte con gran rapidez.
En lugar de darse la vuelta y tratar de huir a ciegas, tal y como se esperaba, se lanzó al ataque.