En el campo estaba Falwick completamente armado, sin yelmo, con la capa carmesí de la orden sobre los hombros. Junto a él, con los brazos cruzados sobre el pecho, había un enano achaparrado y barbudo, vestido con un pellejo de zorro y un casquete y una cota de malla. Tailles, sin armadura, sólo con un corto jubón acolchado, se paseaba con lentitud, blandiendo de trecho en trecho la espada desnuda.
El brujo miró a los lados, detuvo el caballo. A su alrededor, contorneando el campo, brillaban las corazas y los cascos planos de la soldadesca armada con lanzas.
—Voto al diablo —murmuró Geralt—. Podría habérmelo imaginado.
Jaskier volvió el caballo, maldijo en voz baja a la vista de los lanceros que les cortaban la retirada.
—¿De qué se trata, Geralt?
—De nada. Cierra el pico y no te metas. Intentaré salirme de esto de algún modo.
—¿De qué se trata, pregunto? ¿De nuevo un escándalo?
—Cállate.
—Fue una idea absurda, ir a la ciudad —gimió el trovador, mirando en dirección a las aún no tan lejanas torres del santuario, visibles por encima del bosque—. Tendríamos que habernos quedado en casa de Nenneke, sin sacar la nariz fuera de las murallas…
—Cállate, te he dicho. Verás como todo se arregla.
—No lo parece.
Jaskier tenía razón. No lo parecía. Tailles, blandiendo la espada, paseaba, sin mirar hacia ellos. Los soldados, apoyados en las lanzas, les contemplaron tétricos e indiferentes, con gestos de profesionales a los que matar no les producía siquiera una descarga de adrenalina.
Bajaron de los caballos. Falwick y el enano se acercaron con paso lento.
—Insultasteis al noble Tailles, brujo —dijo el conde sin los prólogos y cortesías habituales—. Y Tailles, como supongo que recordáis, os arrojó el guante. No convenía insistir sobre ello dentro del terreno del santuario; hemos esperado, pues, hasta que habéis salido de debajo de las faldas de la sacerdotisa. Tailles os está aguardando. Tenéis que luchar.
—¿Tengo?
—Tenéis.
—¿Y no pensáis, don Falwick —sonrió torvamente Geralt—, que el noble Tailles me hace un honor excesivo? Nunca he merecido el honor de ser armado caballero y en lo que respecta al nacimiento, mejor no recordar las circunstancias que lo acompañaron. Me temo que no soy suficientemente digno de… ¿cómo se dice, Jaskier?
—Incapaz de dar satisfacción y de enfrentarse en liza —recitó el poeta, con un mohín—. Las leyes de la caballería establecen…
—El capítulo de la orden se guía por sus propias leyes —le interrumpió Falwick—. Si hubierais sido vos quien hubierais retado a un caballero de la orden, entonces a él le hubiera sido posible negarse a daros una satisfacción o aceptarlo, a voluntad. Sin embargo, aquí se trata de lo contrario: es el caballero el que os ha retado, y con ello os eleva a su dignidad; por supuesto, exclusivamente durante el tiempo necesario para lavar la afrenta. No podéis rechazarlo. El rechazo a aceptar la dignidad os convertiría en indigno.
—Eso es de lógica —dijo Jaskier con un gesto de mono—. Veo que habéis estudiado a los filósofos, señor caballero.
—No te metas. —Geralt alzó la cabeza, miró a Falwick a los ojos—. Terminad, caballero. Quisiera ver cuál es vuestro objetivo. Qué sucedería si me mostrara… indigno.
—¿Qué sucedería? —Falwick torció los labios en una sonrisa maligna—. Pues que en ese momento ordenaré colgarte de un árbol, bellaco.
—Tranquilo —de pronto habló roncamente el enano—. Sin nervios, señor conde. Y sin insultos, ¿vale?
—No me enseñes modales, Cranmer —rezongó el caballero—. Y recuerda que el príncipe te dio una orden que has de cumplir al pie de la letra.
—Entonces no seáis vos quien me deis lecciones, conde. —El enano apoyó los puños en el hacha de doble filo atada a su cinturón—. Sé como cumplir las órdenes, lo haré sin enseñanzas. Señor Geralt, permitidme. Me llamo Dennis Cranmer, capitán de la guardia del príncipe Hereward.
El brujo se inclinó con desgana, mirando a los ojos del enano, acerados, de color gris claro, que surgían debajo de unas cejas amarillentas y pobladas.
—Enfrentaos a Tailles, señor brujo —continuó tranquilo Dennis Cranmer—. Será mejor. La lucha no ha de ser a muerte sino hasta la inconsciencia. Enfrentadle pues en el campo y permitidle que os deje inconsciente.
—¿Qué?
—El caballero Tailles es el favorito del príncipe —dijo Falwick, sonriendo con maldad—. Si lo tocas en una lucha con espada, engendro, sufrirás un castigo. El capitán Cranmer te arrestará y te llevará a presencia de su alteza. Para castigarte. Tales son sus órdenes.
El enano ni siquiera miró al caballero, no levantó de Geralt sus fríos ojos de acero. El brujo sonrió ligeramente, pero en una mueca bastante siniestra.
—Si lo entiendo bien —dijo—, tengo que enfrentarme en duelo porque si me niego, me colgarán. Si lucho, tengo que permitir que el oponente me hiera porque si yo lo toco, me torturarán en la rueda. Una alternativa muy agradable. ¿No puedo ahorraros problemas? Me tiraré de cabeza contra un tronco de pino y yo mismo me dejaré inconsciente. ¿Os satisface?
—Sin burlas —siseó Falwick—. No empeores tu situación. Insultaste a la orden, vagabundo, y tienes que pagar por ello, creo que ya lo habrás entendido. Y al joven Tailles le es necesaria la fama de cazador del brujo, así que el capítulo le quiere dar esa fama. De otra forma ya estarías colgando de un árbol. Si te dejas vencer, salvarás tu miserable vida. No necesitamos tu cadáver, queremos que Tailles te arañe un poco la piel. Y tu piel, la piel de un mutante, crece rápido. Venga, eso es todo. Decide. No tienes elección.
—¿Así lo creéis, señor conde? —Geralt se sonrió aún más siniestramente, echó un vistazo a su alrededor, midió a los soldados con la mirada, evaluando la situación—. Pues yo pienso que la tengo.
—Sí, es cierto —reconoció Dennis Cranmer—. La tenéis. Pero entonces correrá la sangre, mucha sangre. Como en Blaviken. ¿Queréis eso? ¿Queréis cargar vuestra conciencia con sangre y muerte? Porque la elección en la que pensáis, don Geralt, significa sangre y muerte.
—Son argumentos de gran belleza, incluso fascinantes —se burló Jaskier—. Intentáis obligar a ser humanitario, apelando a sus más altos instintos, a una persona asaltada en el bosque. Pedís, si no entiendo mal, que elija no derramar la sangre de los bandidos que lo han asaltado. Tiene que apiadarse de los esbirros, porque los esbirros son pobres, tienen mujer, hijos, y quién sabe, puede que hasta madres. ¿Y no os parece, capitán Cranmer, que os preocupáis por adelantado? Porque miro a vuestros lanceros y veo cómo les tiemblan las rodillas ante el sólo pensamiento de luchar con Geralt de Rivia, el brujo, alguien capaz de dar cuenta de estriges con las manos desnudas. Aquí no se derramará sangre alguna, nadie recibirá daño. A excepción de aquéllos que se tuerzan el pie cuando huyan hacia la ciudad.
—Yo —dijo con tranquilidad el enano mientras se tocaba la barba con arrogancia— no tengo nada que reprocharles a mis rodillas. Hasta ahora no he corrido ante nadie y no pienso cambiar esta costumbre. No estoy casado, no sé nada de hijos y a la madre, una mujer para mí desconocida, preferiría no meterla en esto. Pero las órdenes que me dan, las cumplo. Como siempre, al pie de la letra. No apelo a ningún sentimiento, pido al señor Geralt de Rivia que tome una decisión. Aceptaré la que sea y actuaré en consecuencia.
Se miraron a los ojos, el brujo y el enano.
—Bueno es saberlo —dijo por fin Geralt—. Terminemos el asunto. Lástima de día.
—Aceptáis pues. —Falwick alzó la cabeza, los ojos le brillaban—. ¿Consentís en batiros a duelo con el noble Tailles de Dorndal?
—Sí.
—Bien. Preparaos.
—Estoy listo. —Geralt se quitó los guantes—. No perdamos tiempo. Si Nenneke se entera de esta riña, nos montará un infierno. Solucionémoslo con rapidez. Jaskier, estate tranquilo. Esto no va contigo. ¿Cierto, señor Cranmer?
—Absolutamente —afirmó seco el enano y miró a Falwick—. Absolutamente, don Geralt. Si hay algo, esto os concierne sólo a vos.
El brujo desenvainó la espada que llevaba a la espalda.
—No —dijo Falwick, sacando la suya—. No vas a luchar con tu garrancha. Toma mi espada.
Geralt se encogió de hombros. Tomó el estoque del conde y lo blandió para probarlo.
—Pesada —dijo con frialdad—. Ya puestos, podríamos batirnos con dos palas.
—Tailles tiene una idéntica. Las mismas posibilidades.
—Muy gracioso, don Falwick. De verdad, muy gracioso.
Los soldados rodearon el campo en una cadena no muy densa. Tailles y el brujo estaban de pie el uno enfrente del otro.
—¿Don Tailles? ¿Qué decís a unas excusas?
El caballerete apretó los labios, puso la mano izquierda a la espalda en posición de esgrima.
—¿No? —Geralt sonrió—. ¿No escucháis la voz de la razón? Lástima.
Tailles flexionó las piernas, saltó, lanzó un ataque relampagueante, sin aviso. El brujo no hizo siquiera el esfuerzo de pararlo, evitó la plana estocada con una rápida media vuelta. El caballerete extendió el golpe, la hoja cortó de nuevo el aire; Geralt, con una hábil pirueta, salió de debajo de la hoja, saltó ligero y con una corta y fina finta quebró el ritmo a Tailles. Tailles maldijo, dio un amplio mandoble por la derecha, perdió el equilibrio durante un segundo, intentó recuperarlo, cubriéndose con un movimiento de la espada automático, desmañado, muy alto. El brujo golpeó con la rapidez y la fuerza de un rayo, directamente, extendiendo el brazo en toda su longitud. La pesada espada chocó con un estruendo metálico en la hoja de Tailles, de forma tal que, al rebotar, le dio con fuerza justo en el rostro. El caballero aulló, cayó postrado de hinojos y dio con la testa en la hierba. Falwick corrió hacia él. Geralt clavó la espada en la tierra, se dio la vuelta.
—¡Eh, guardia! —gritó Falwick, levantándose—. ¡Cogedle!
—¡Alto! ¡En vuestros puestos! —ronqueó Dennis Cranmer, tocando su hacha. La soldadesca se detuvo—. No, conde —dijo con lentitud el enano—. Yo siempre cumplo las órdenes al pie de la letra. El brujo no ha tocado al caballero Tailles. El rapaz se ha herido con su propio acero. Mala suerte.
—¡Tiene el rostro masacrado! ¡Está marcado para toda la vida!
—La piel crece rápido. —Dennis Cranmer clavó sus ojos metálicos en el brujo y mostró los dientes—. ¿Y la cicatriz? La cicatriz es para un caballero recuerdo honorable y motivo para la fama y la gloria que tanto le deseaba el capítulo. Un caballero sin cicatriz es un muñeco, no un caballero. Preguntadle, conde, y os convenceréis de que está contento.
Tailles se retorcía en la tierra, escupía sangre, gemía y aullaba. No aparentaba estar contento en absoluto.
—¡Cranmer! —gritó Falwick, extrayendo su espada de la tierra—. ¡Te juro que lamentarás esto!
El enano se dio la vuelta, sacó con lentitud el hacha del cinturón, tosió y escupió abundantemente en la mano derecha.
—¡Ah, señor conde! —dijo con rabia—. No juréis en falso. No aguanto a los perjuros y el príncipe Hereward me dio derecho a castigar a tales personas. Haré como que no he oído vuestras estúpidas palabras. Pero no las repitáis, os lo pido por favor.
—Brujo. —Falwick, bufando de rabia, se dio la vuelta hacia Geralt—. Lárgate de Ellander. Ahora mismo. ¡Sin un instante de demora!
—Raramente estoy de acuerdo con él —murmuró Dennis, yendo hacia el brujo y dándole la espada—, pero en este caso tiene razón. Vete de aquí lo más pronto posible.
—Haré tal y como aconsejáis. —Geralt se colgó el talabarte a lo largo del pecho—. Pero antes de eso… Aún tengo que cruzar un par de palabras con el señor conde. ¡Don Falwick!
El caballero de la Rosa Blanca parpadeó con nerviosismo, se tocó con la mano la capa.
—Volvamos por un momento al código de vuestro capítulo —siguió el brujo, intentando no reírse—. Mucho me interesa cierto asunto. Si, pongamos, yo me sintiera injuriado e insultado por vuestra actitud en toda esta historia, si os retara a duelo aquí, ahora, en este lugar, ¿haríais algo? ¿Me consideraríais suficientemente digno para cruzar conmigo las espadas? ¿O acaso os negaríais, incluso sabiendo que en caso de rechazo yo os tendría a vos por indigno hasta para escupiros, golpearos en los morros y daros de patadas en el culo ante los ojos de vuestros lacayos? Conde Falwick, sed tan amable de calmar mi curiosidad.
Falwick palideció, retrocedió un paso, miró a su alrededor. Los soldados evitaron su mirada. Dennis Cranmer torció el gesto, sacó la lengua y dejó salir una buena cantidad de babas.
—Aunque calláis —continuó Geralt—, escucho en vuestro silencio la voz de la razón, don Falwick. Habéis calmado mi curiosidad, ahora yo satisfaré la vuestra. Si os interesa saber qué pasaría si la orden quisiera molestar de algún modo a la madre Nenneke o a sus sacerdotisas o si se le quisiera imputar lo más mínimo al capitán Cranmer, sabed, conde, que entonces os buscaré y sin importarme código alguno, os sacaré la sangre como si fuerais un cerdo.
El caballero palideció aún más.
—No olvidéis mi promesa, don Falwick. Ven, Jaskier. Ya es hora. Adiós, Dennis.
—Suerte, Geralt. —El enano mostró una amplia sonrisa—. Adiós. Me ha alegrado mucho nuestro encuentro, espero que no sea el último.
—Lo mismo digo, Dennis. Hasta la vista, entonces.
Se fueron con provocadora lentitud, sin mirar atrás. Sólo pasaron al trote cuando estaban ya ocultos por el bosque.
—Geralt —habló de pronto el poeta—. ¿No iremos directamente al sur? Tendremos que evitar Ellander y las posesiones de Hereward. ¿No? ¿O piensas seguir con esta demostración?
—No, Jaskier. No pienso hacerlo. Iremos a través de los bosques, y luego tomaremos la Ruta de los Mercaderes. Recuerda, no le digas ni una palabra a Nenneke sobre esta aventura. Ni una.
—Tengo la esperanza de que nos iremos sin perder tiempo.
—Inmediatamente.