—El amo duerme —repitió el portero mirando a Geralt desde arriba. Era una cabeza más alto y casi dos veces más ancho de hombros—. ¿Estás sordo, vagabundo? El amo duerme, te digo.
—Déjale que duerma —accedió el brujo—. No tengo asuntos para tu señor sino para la dama que está aquí alojada.
—Tienes un asunto, dices. —El portero, al parecer, era una persona bromista, lo que resultaba sorprendente para alguien de su postura y apariencia—. Entonces vete a la mancebía, vagabundo, y haz uso de ella. Largo.
Geralt descolgó de su cinturón un saquito y lo sostuvo en la mano, agarrándolo por la correa.
—No me vas a poder sobornar —dijo con orgullo el cancerbero.
—Ni lo pienso.
El portero era demasiado voluminoso para tener reflejos que le permitieran esquivar o protegerse del golpe imprevisto de una persona común y corriente. Ante el golpe del brujo no le dio tiempo ni a cerrar los ojos. El pesado saquito se aplastó contra su sien con un sonido metálico. Se desplomó sobre la puerta, apoyándose con las dos manos en el marco. Geralt lo separó de allí a base de patadas en las rodillas, le empujó con el hombro y descargó de nuevo el saquito contra él. Los ojos del portero se enturbiaron y bizquearon de una forma cómica, los pies se abrieron como un cortaplumas. El brujo, viendo como el mozallón, aunque ya casi inconsciente, agitaba todavía los brazos alrededor de él, lo golpeó con fuerza por tercera vez, directamente en la coronilla.
—El dinero —murmuró— abre todas las puertas.
El zaguán estaba oscuro. Desde una puerta a la izquierda le llegaban unos ronquidos. El brujo miró con cuidado. En un desordenado camastro dormía, silbando por la nariz, una gorda con un camisón levantado por encima de las caderas. No era la vista más hermosa del mundo. Geralt metió al portero en la habitacioncilla y cerró la puerta con el cerrojo.
A la derecha había otra puerta, entreabierta, y detrás de ella unas escaleras de piedra que conducían arriba. El brujo iba ya a pasarlas por alto cuando desde arriba le alcanzaron unas apagadas maldiciones, un estrépito y un ruido seco de vajilla rompiéndose.
El cuarto era una cocina muy grande, llena de utensilios, con olor a hierbas y maderas resinosas. Sobre el suelo de piedra, entre fragmentos de un jarro de barro, blasfemaba un hombre completamente desnudo con la cabeza bajada.
—Zumo de manzana, su puta madre —balbuceó, agitando la cabeza como un carnero que por error hubiera embestido la muralla de una fortaleza—. Zumo… de manzana. ¿Dónde… dónde está el servicio?
—¿Qué dice? —preguntó con voz cortés el brujo.
El hombre alzó la cabeza y tragó saliva. Tenía los ojos perdidos y muy enrojecidos.
—Ella quiere zumo de manzana —anunció, después de lo cual, levantándose con grandes trabajos, se sentó en un taburete cubierto de una piel de cordero y se apoyó en la estufa—. Tengo que… llevárselo arriba, porque si no…
—¿Tengo el honor de hablar con el mercader Beau Berrant?
—Más bajo. —El hombre torció el gesto dolorosamente—. No grites. Escucha, ahí en el barrilete… Zumo. De manzana. Échalo en algo… y ayúdame a llegar a la escalera, ¿vale?
Geralt se encogió de hombros, luego movió la cabeza con compasión. Él, por lo general, evitaba los excesos alcohólicos, pero el estado en que se encontraba el mercader no le era desconocido del todo. Encontró entre los cacharros un jarrón y un vaso de cinc, sacó el zumo del barrilete. Escuchó ronquidos y se dio la vuelta. El hombre desnudo dormía, con la cabeza echada sobre el pecho.
Por un momento al brujo le entraron ganas de echarle el zumo encima para despertarlo, pero se lo pensó mejor. Salió de la cocina, llevando el jarrón. El pasillo se terminaba en unas pesadas puertas labradas. Entró cautelosamente, abriéndolas sólo en la medida en que era necesario para meterse dentro. Estaba oscuro, así que abrió sus pupilas. Y arrugó la nariz.
En el ambiente había un fuerte olor a vino agrio, velas y frutas pasadas. Y algo más que le recordaba una mezcla de perfume de lilas y de grosellas.
Miró a su alrededor. La mesa en el centro de la habitación soportaba un verdadero campo de batalla de jarros, garrafas, copas, platos y páteras de plata, cuencos y cubiertos con guarniciones de marfil. El arrugado mantel estaba completamente anegado de vino, lleno de manchas violetas y restos de cera que habían fluido desde los candelabros. Las cortezas de naranjas resaltaban casi como flores entre huesos de cerezas y melocotones, rabos de peras y ásperos racimos de uvas pelados de frutos. Una copa yacía derribada y rota. Otra estaba entera, llena hasta la mitad, pero de ella sobresalía un hueso de ganso. Junto a la copa había una zapatilla negra de tacón alto. Estaba hecha de piel de basilisco. No había materia prima más cara que se usase en zapatería.
La otra zapatilla yacía bajo una silla y sobre un vestido negro adornado con volantes blancos y bordados de flores que había sido arrojado con negligencia.
Geralt se quedó de pie durante un momento, indeciso, luchando con un sentimiento de turbación, con ganas de darse la vuelta y salir. Pero esto hubiera significado que había dejado grogui al cancerbero en el zaguán innecesariamente. Al brujo no le gustaba hacer nada innecesariamente. En un rincón de la habitación distinguió una retorcida escalera.
En los escalones encontró cuatro marchitas rosas blancas y una servilleta manchada de vino y maquillaje carmín. El olor a lila y grosella creció.
Las escaleras conducían a un dormitorio cuyo suelo estaba cubierto por una gran piel muy peluda. Sobre la piel yacía una camisa blanca con mangas de puntilla y unas cuantas rosas blancas. Y una media negra.
La otra media colgaba de uno de los cuatro pilares que sostenían un baldaquino en forma de cúpula sobre la cama. Unas tallas sobre los pilares mostraban faunos y ninfas en diferentes posiciones. Algunas de ellas eran interesantes. Otras bastante ridículas. Mucho se repetía en ellas. Hablando en general.
Geralt carraspeó ruidosamente, contemplando un montón de rizos negros que se entreveían por debajo de la colcha de damasco. La colcha se movió y gimió. Geralt carraspeó aún más fuerte.
—¿Beau? —preguntó confusamente el montón de rizos negros—. ¿Has traído el zumo?
—Lo he traído.
De por debajo de los rizos negros surgieron un rostro pálido y triangular, unos ojos violetas y unos labios grandes y ligeramente torcidos.
—Aaaaj… —Los labios se torcieron aún más—. Aaaaj… Me muero de sed…
—Tenga.
La mujer se sentó, arropándose con las sábanas. Tenía unos hombros hermosos y un cuello esbelto, al cuello llevaba una cinta de terciopelo negro con una alhaja en forma de estrella, cuajada de brillantes. Exceptuando la cinta no llevaba nada puesto.
—Gracias. —Le quitó el vaso de la mano, bebió con avidez, luego alzó las manos y se tocó las sienes.
La colcha se le bajó aún más. Geralt volvió la vista. Con cortesía, pero de mala gana.
—¿Quién eres tú? —preguntó la mujer morena, frunciendo el ceño y tapándose con la colcha—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde diablos está Berrant?
—¿A qué pregunta tengo que responder primero?
Al instante lamentó la ironía. La mujer elevó la mano, lanzó un rayo dorado. Geralt reaccionó automáticamente: colocando ambos manos en la Señal del Heliotropo, desvió el hechizo justo delante del rostro, pero la descarga fue tan fuerte que le empujó hacia atrás, contra la pared. Cayó al suelo.
—¡No hace falta! —gritó, viendo que la mujer alzaba de nuevo la mano—. ¡Doña Yennefer! ¡Vengo en paz, sin malas intenciones!
Desde las escaleras llegó un estruendo, en las puertas del dormitorio aparecieron las figuras de unos sirvientes.
—¡Doña Yennefer!
—Iros —les ordenó con tranquilidad la hechicera—. No me sois necesarios. Se os paga para cuidarme la casa. Pero ya que esta persona ha sido capaz de llegar aquí, yo misma me ocuparé de ella. Decídselo al señor Berrant. Y a mí, por favor, preparadme el baño.
El brujo se levantó con dificultad. Yennefer le miraba en silencio, con el ceño fruncido.
—Desviaste mi hechizo —dijo por fin—. No eres un hechicero, eso se ve. Pero reaccionaste extraordinariamente rápido. Dime quién eres, tú, intruso en el cuarto de una desconocida. Y te aconsejo que hables rápido.
—Me llamo Geralt de Rivia. Brujo.
Yennefer se incorporó en la cama, agarrándose a un fragmento de la anatomía de un fauno esculpido, bastante apto para ser agarrado. Sin apartar la vista de Geralt, alzó del suelo un abrigo con cuello de piel. Envolviéndose estrechamente en él, se levantó. Sin apresurarse se sirvió otro vaso de zumo, se lo bebió de un trago, tosió, se acercó. Geralt, con discreción, se masajeaba la columna vertebral, que por un momento había chocado dolorosamente contra la pared.
—Geralt de Rivia —repitió la hechicera, mirando hacia él desde detrás de sus rizos negros—. ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Y con qué objetivo? Espero que no le hayas hecho nada malo a Berrant.
—No. No lo hice. Doña Yennefer, necesito vuestra ayuda.
—Un brujo —murmuró, acercándose aún más y apretándose en su abrigo—. Bastante que el primero que veo de cerca no es otro que el famoso Lobo Blanco. He oído hablar mucho de ti.
—Me lo imagino.
—No sé lo que te imaginas. —Bostezó, después de lo cual avanzó aún más hacia él—. ¿Permites? —Tocó con el dedo su mejilla, acercó el rostro, lo miró a los ojos. Él apretó las mandíbulas—. ¿Las pupilas sólo se te adaptan a la luz o también puedes achicarlas y agrandarlas a voluntad?
—Yennefer —dijo tranquilo—. Cabalgué todo el día hasta Rinde, sin detenerme. Esperé todita la noche a que se abrieran las puertas. Le di un trompazo al portero que no me quería dejar entrar. Descortés e importuno, molesté tu sueño y tu tranquilidad. Y todo porque mi amigo necesita una ayuda que sólo tú le puedes otorgar. Dásela, por favor, y luego, si quieres, hablaremos de mutaciones y aberraciones.
Retrocedió un paso, deformó los labios en un feo gesto.
—¿De qué tipo de ayuda se trata?
—De la regeneración de órganos dañados por la magia. Garganta, laringe y cuerdas vocales. Daños tales como los causados por una niebla escarlata. O muy parecidos.
—Parecidos —repitió—. Hablando pronto y mal, no fue una niebla escarlata la que dañó a tu amigo. ¿Qué es lo que fue entonces? Dímelo; arrancada del sueño al alba no tengo ni fuerzas ni ganas de sondearte el cerebro.
—Ummm… Lo mejor será que comience desde el principio…
—Oh, no —le interrumpió—. Si esto va a ser tan complicado, espérate un poco. Un sabor desagradable en los labios, los cabellos enredados, legañas en los párpados y otras indignidades mañaneras reducen mis capacidades perceptivas. Baja abajo, a los baños que están en el sótano. Enseguida estoy allí y me cuentas todo.
—Yennefer, no querría ser inoportuno, pero el tiempo vuela. Mi amigo…
—Geralt —le cortó con sequedad—. He salido por ti de la cama y no pensaba hacerlo antes de que sonaran las campanadas del mediodía. Estoy dispuesta a renunciar al desayuno. ¿Sabes por qué? Porque me has traído zumo de manzana. Tenías prisa, la cabeza nublada por los sufrimientos de tu amigo, y pese a todo sacrificaste unos minutos a una mujer sedienta. Te has ganado mi simpatía con esto y no está descartado que te ayude. Pero al agua y al jabón no renuncio. Vete. Por favor.
—Está bien.
—Geralt.
—Dime. —Se detuvo en el umbral.
—Aprovecha la ocasión y báñate tú también. Por tu olor me siento capaz de adivinar no sólo la raza y la edad de tu caballo, sino hasta su color.