—¡Por los dioses! —El guardia retrocedió y soltó el candil—. ¿Qué le sucede?
—Déjanos pasar, buen hombre —dijo en voz baja el brujo, sujetando a Jaskier, que estaba encogido en la silla—. Tenemos prisa, como ves.
—Lo veo. —El guardia tragó saliva, mirando el pálido rostro del poeta y su barbilla cubierta de negras manchas de sangre—. ¿Herido? Se ve terrible, señor.
—Tengo prisa —repitió Geralt—. Estamos en el camino desde el amanecer. Dejadnos pasar, por favor.
—No podemos —dijo el segundo guardia—. Por la puerta sólo de la salida a la puesta de sol se puede. Por las noches nada. Tales son las órdenes. No dejar a ninguno, a menos que tenga la señal real o del burgomaestre. O si es un noble con título.
Jaskier gimió, se encogió aún más, apoyando la cabeza en las crines del caballo, tembló, se sacudió, forcejeó en un vano intento por vomitar. Por el ramificado dibujo de sangre coagulada en el cuello del jinete fluyó una nueva línea.
—Gente —dijo Geralt lo más tranquilo que sabía—. Veis que le va mal. Tengo que encontrar a alguien que le cure. Dejadnos pasar, por favor.
—No pidáis. —El guardia se apoyó en la alabarda—. Las órdenes son órdenes. Si os dejo pasar, me pondrán en la picota y luego me echarán del servicio. ¿Y qué les voy a dar entonces de comer a los críos? No, señor, no puedo. A vuestro amigo bajad del caballo y en la cámara de la barbacana metedlo. Le traeremos de comer, y aguantará hasta el alba, si así está escrito. Mucho no queda.
—No basta con que le den de comer. —El brujo apretó los dientes—. Es necesario un sanador, un capellán, un buen médico…
—A ésos de la cama por la noche no los levantaríais —dijo el otro guardia—. Más por vosotros hacer no podemos, sino que no tengáis que acampar bajo la puerta. En la cámara se está caliente y donde tender al herido también hay, más blando le vendrá que no en la silla. Va, os ayudaremos a bajarlo del caballo.
La cámara del interior de la barbacana era en verdad caliente, sofocante, acogedora. El fuego crepitaba alegremente en el hogar, y más allá del hogar cantaban obstinadamente los grillos.
A una pesada mesa cuadrada donde se hallaban dispuestos copas y platos se sentaban tres hombres.
—Perdonad que os molestemos, nobles señores —dijo el guardia que sostenía a Jaskier—. Espero que no estéis en contra… Aquí el caballero, hummm… Y el otro, herido, pensé…
—Y bien pensaste. —Uno de los hombres volvió hacia él un rostro delgado, agudo y expresivo, se levantó—. Seguid, colocadle sobre el jergón.
El hombre era un elfo. Y también el otro sentado en la mesa. Ambos, como mostraban sus ropas, una mezcla de moda humana y elfa, eran elfos sedentarios, asimilados. El tercer hombre, a primera vista el más viejo, era un ser humano. Un caballero, a juzgar por las ropas y por los cabellos entrecanos, cortados de forma que cupieran dentro del yelmo.
—Me llamo Chireadan —se presentó el más alto de los elfos, el del rostro expresivo. Como siempre, no había manera de estimar la edad de un representante del Antiguo Pueblo, podía tener tanto veinte como ciento veinte años—. Y éste es mi pariente Errdil. Este noble caballero se llama Vratimir.
—Noble —murmuró Geralt, pero una mirada más atenta al escudo de armas bordado en la túnica desbarató sus esperanzas: el escudo cuartelado con lilas de oro estaba cortado al bies por una barra de plata. Vratimir no sólo era hijo ilegítimo sino también nacido de un vínculo mestizo, humano y no humano. Como tal, aunque con escudo, no podía tenerse por un noble con todos los derechos y sin duda no le pertenecía el privilegio de atravesar las puertas de la ciudad después del anochecer.
—Por desgracia —al elfo no se le escapó la mirada del brujo—, también nosotros tenemos que esperar hasta el amanecer. La ley no hace excepciones, por lo menos para tales como nosotros. Le invitamos al grupo, señor caballero.
—Geralt de Rivia —se presentó el brujo—. Soy brujo, no caballero.
—¿Qué le pasa? —Chireadan apuntó a Jaskier, al cual los guardias acababan de tender sobre el jergón—. Parece un envenenamiento. Si es así, puedo ayudarle. Tengo una excelente medicina.
Geralt se sentó, después de lo cual ofreció una comedida y rápida relación de lo sucedido en el río. Los elfos se miraron el uno al otro. El caballero de cabellos grises dejó escapar la saliva por entre los dientes, mientras se masajeaba la cara.
—Increíble —dijo Chireadan—. ¿Qué pudo haber sido?
—Un genio de una botella —murmuró Vratimir—. Como en un cuento…
—No del todo. —Geralt señaló a Jaskier, acurrucado en el camastro—. No conozco ningún cuento que termine así.
—Las heridas de este pobre —dijo Chireadan— son evidentemente de naturaleza mágica. Me temo que mis fármacos no sirvan de mucho. Pero puedo por lo menos aliviar sus sufrimientos. ¿Le has dado algún medicamento, Geralt?
—Elixir contra el dolor.
—Ven, me ayudarás. Sujétale la cabeza.
Jaskier bebió con avidez el potingue mezclado con vino, se atosigó con el último trago, barbotó, escupió en el almohadón de cuero.
—Yo lo conozco —dijo el otro elfo, Errdil—. Es Jaskier, trovador y poeta. Lo vi una vez, cuando tocaba en el palacio del rey Ethain de Cidaris.
—Trovador —repitió Chireadan, mirando a Geralt—. Mala cosa. Muy mala. Tiene infectados los músculos del cuello y de la laringe. Hay que cortar lo más rápido posible la acción del encantamiento, porque si no… Puede ser irrecuperable.
—Quiere decir esto que… ¿Quiere decir que no va a poder hablar?
—Hablar sí. Puede. Pero cantar no.
Geralt, sin decir ni una palabra, se sentó a la mesa, apoyó la frente en los puños cerrados.
—Un hechicero —dijo Vratimir—. Es necesario un filtro mágico o un hechizo de sanación. Tienes que llevarlo a otra ciudad, brujo.
—¿Por qué? —Geralt alzó la cabeza—. ¿Y aquí, en Rinde? ¿No hay hechiceros aquí?
—Es difícil encontrar un mago en toda Redania —dijo el caballero—. ¿No es cierto, señores elfos? Desde el momento en que el rey Heribert empezó a exigir un tributo digno de un ladrón por cada hechizo, los magos boicotean la capital y las ciudades que se distinguen por su afán en cumplir la voluntad real. Y los concejales de Rinde, por lo que he oído, son famosos por sus afanes en lo tocante a este asunto. ¿No es cierto? Chireadan, Errdil, ¿tengo razón?
—La tienes —confirmó Errdil—. Pero… Chireadan, ¿puedo?
—Incluso debes —habló Chireadan, mirando al brujo—. No hay que hacer un secreto de ello, y en cualquier caso, todo el mundo lo sabe, toda Rinde. En la ciudad, Geralt, está pasando algún tiempo cierta hechicera.
—¿De incógnito, seguramente?
—No del todo —se sonrió el elfo—. La persona de la que hablo es muy individualista. Se burla tanto del boicot que el Consejo de Hechiceros decretara sobre Rinde como de las exigencias de los concejales de aquí, y esto le está resultando provechoso, pues a causa del boicot, hay aquí una gran demanda de servicios mágicos. Por supuesto, la hechicera no paga impuesto alguno.
—¿Y el concejo municipal lo tolera?
—La hechicera vive en la residencia de cierto mercader, factor de comercio de Novigrado, el cual es, al mismo tiempo, embajador titular. Nadie la puede tocar allí. Está en asilo.
—Se trata más de un arresto domiciliario que de un asilo —le corrigió Errdil—. Está prácticamente encerrada. Pero no puede quejarse de que le falten clientes. Clientes ricos. Gusta de mostrar, provocativamente, que los concejales le traen sin cuidado, monta bailes y zambras…
—Los concejales, por su lado, están furiosos, ponen contra ella a quien pueden, le crean mala fama de la forma que les es dado —añadió Chireadan—. Difunden terribles rumores sobre ella, seguramente en la esperanza de que el jerarca de Novigrado prohíba al mercader concederle asilo.
—No me gusta pillarme los dedos con tales puertas —murmuró Geralt—. Pero no tengo elección. ¿Cómo se llama ese mercader-embajador?
—Beau Berrant. —Al brujo le pareció que Chireadan torcía el gesto al pronunciar el nombre—. Bueno, de hecho es tu única oportunidad. O mejor dicho, la única oportunidad de este pobre que está ahí tendido en la cama. Pero que la hechicera te quiera ayudar… No sé.
—Ten cuidado cuando entres allí —habló Errdil—. Los chivatos del burgomaestre observan la casa. Si te detuvieran, ya sabes qué hacer. El dinero abre todas las puertas.
—Iré en cuanto que abran las puertas. ¿Cómo se llama la hechicera?
A Geralt le pareció percibir un ligero rubor en la tez de Chireadan. Pero puede que fuera únicamente el reflejo del fuego en el hogar.
—Yennefer de Vengerberg.