III

—… el maleficio —siguió Duny, tocándose la sien—. De nacimiento. Nunca he llegado a saber por qué ni quién me lo hizo. Desde la medianoche hasta el amanecer un hombre normal, desde el amanecer… visteis el qué. Akerspaark, mi padre, quiso esconderlo. En Maecht la gente es supersticiosa, los embrujos y las maldiciones en la familia real podrían haber resultado fatales para la dinastía. Uno de los caballeros de mi padre se me llevó del castillo, me crió, los dos vagabundeamos por el mundo, el caballero andante con su escudero, luego, cuando él murió, viajé solo. Ya no recuerdo a quién le oí decir que de la maldición me podía librar un niño-sorpresa. Poco después encontré a Roegner. El resto ya lo sabéis.

—El resto ya lo sabemos o nos lo imaginamos —afirmó con la cabeza Calanthe—. Especialmente que no esperaste los quince años acordados con Roegner y le calentaste la cabeza a mi hija antes de tiempo. ¡Pavetta! ¿Desde cuándo?

La princesa bajó la cabeza y subió un dedo.

—Vaya, mira. Pequeña bruja. ¡Delante de mis narices! ¡Como me entere de quién lo dejó entrar de noche al castillo! ¡Como pille a las dueñas del castillo con las que ibas a coger prímulas! ¡Prímulas, y un cuerno!

—Calanthe —comenzó Eist.

—Poco a poco, Tuirseach. Aún no he terminado. Duny, el asunto se ha complicado mucho. Estás con Pavetta desde hace un año, ¿y qué? Y nada. Eso quiere decir que le sacaste una promesa al padre equivocado. El destino se ha reído de ti. Qué ironía, como dice el aquí presente Geralt de Rivia.

—A la porra con el destino, las promesas y la ironía —se encolerizó Duny—. Amo a Pavetta y ella me ama a mí, sólo eso cuenta. No puedes, reina, interponerte en el camino de nuestra felicidad.

—Puedo, Duny, puedo y no sabes cómo —sonrió Calanthe con una de sus indescifrables sonrisas—. Por suerte para ti, no quiero. Tengo cierta deuda para contigo, Duny. Por aquello, sabes. Estaba decidida a… Debería pedir perdón pero odio hacerlo. Así que te doy a Pavetta y estamos en paz. ¿Pavetta? ¿No has cambiado de opinión?

La princesa negó con pasión, agitando la cabeza.

—Gracias, señora. Gracias —sonrió Duny—. Eres una reina inteligente y bondadosa.

—Por supuesto que sí. Y hermosa.

—Y hermosa.

—Podéis quedaros los dos en Cintra, si queréis. La gente de aquí es menos supersticiosa que los habitantes de Maecht y se acostumbra a todo rápido. Al fin y al cabo, incluso como Erizo eras bastante simpático. Sólo que de momento no puedes contar con el trono. Tengo intención de gobernar todavía un poco al lado del nuevo rey de Cintra. El noble Eist Tuirseach de Skellige me hizo una cierta proposición.

—Calanthe…

—Sí, Eist, accedo. Todavía no había oído una declaración de amor hecha mientras yacía en el suelo, entre los escombros del propio trono, pero… ¿Cómo has dicho antes, Duny? Sólo cuenta eso, y mejor que nadie se interponga en el camino de mi felicidad, le aconsejo. ¿Y qué miráis vosotros? No soy todavía tan vieja como creéis cuando miráis a mi casi casada hija.

—La juventud de hoy —murmulló Myszowor—. De tal palo…

—¿Qué murmuras, hechicero?

—Nada señora.

—Eso está bien. Aprovechando la ocasión, Myszowor, tengo una proposición para ti. Pavetta va a necesitar un maestro. Ha de aprender a manejar su extraordinario don. Me gusta este castillo, preferiría que siguiera siendo como es. En el próximo ataque de histeria de mi dotada hija puede que se venga abajo. ¿Qué dices a esto, druida?

—Será un honor para mí.

—Lo imagino. —La reina volvió la cabeza hacia la ventana—. Ha amanecido. Es hora ya de…

Se dio la vuelta violentamente en dirección a donde Pavetta y Duny se susurraban el uno al otro, aferrándose las manos y rozándose levemente las frentes.

—¡Duny!

—¿Sí, reina?

—¿Has oído? ¡El amanecer! ¡Ya ha amanecido! Y tú…

Geralt miró a Myszowor, Myszowor a Geralt y ambos comenzaron a sonreír.

—¿Y qué es lo que os parece tan gracioso, hechiceros? ¿Acaso no veis…?

—Hemos esperado hasta que tú misma lo vieras —rezongó Myszowor—. Estaba interesado en ver cuándo te ibas a dar cuenta.

—¿Darme cuenta de qué?

—Deshiciste el maleficio. Tú misma has sido —dijo el brujo—. En el momento en que dijiste: «Te doy a Pavetta», se cumplió el destino.

—Justo —confirmó el druida.

—Por todos los dioses —dijo lentamente Duny—. Por fin. Demonios, pensé que me iba a alegrar más, que sonarían clarines y trompetas o que… La costumbre. ¡Reina! Gracias. ¿Pavetta, has oído?

—Mnnn —dijo la princesa sin alzar los párpados.

—Así que —suspiró Calanthe, mirando a Geralt con ojos cansados— todo ha acabado bien. ¿No es cierto, brujo? El maleficio deshecho, se preparan dos bodas, la reforma de la sala del trono durará meses, cuatro muertos, un montón de heridos, Rainfarn de Attre apenas respira. Alegrémonos. Sabes, brujo, hubo un momento en que tuve ganas de mandar que te…

—Lo sé.

—Ahora tengo que darte la razón. Te pedí un resultado y tengo un resultado. Cintra se aliará con Skellige. Mi hija se casará y no de mala manera. Hace un momento pensaba en todo esto y se me ocurrió que en cualquier caso se hubiera cumplido todo siguiendo el destino, incluso si no te hubiera cogido de la oreja y no te hubiera sentado junto a mí. Pero me equivocaba. El destino lo pudo haber cambiado el estilete de Rainfarn. Y a Rainfarn le detuvo la espada en la mano del brujo. Has trabajado dignamente, Geralt. Ahora es cuestión de precio. Di lo que pides.

—Un momento —dijo Duny, masajeándose el costado cubierto de vendas—. Cuestión de precio, decís. Yo soy el deudor, a mí me pertenece…

—No me interrumpas, yerno. —Calanthe entornó los ojos—. Tu suegra no aguanta que se la interrumpa. Recuérdalo. Y sabe que no eres deudor de nadie. Tal vino a suceder que fuiste algo así como el objeto de un contrato que cerré con Geralt de Rivia. Dije que estamos en paz y no veo la razón para que tuviera que estar eternamente pidiéndote perdón. Pero estoy todavía ligada por el contrato. Venga, Geralt. Tu precio.

—Bien —dijo el brujo—. Pido tu fajín verde. Para que siempre me recuerde el color de los ojos de la más hermosa de las reinas que conozco.

Calanthe sonrió, se quitó del cuello el collar de esmeraldas.

—Esta bisutería —dijo— tiene piedras de un tono más preciso. Guárdala junto con los hermosos recuerdos.

—¿Puedo decir algo? —preguntó con modestia Duny.

—Pero por supuesto, yerno, venga, venga.

—Sigo afirmando que yo te debo algo, brujo. Fue mi vida la que amenazaba el estilete de Rainfarn. A mí me hubieran atravesado los guardias si no lo hubieras impedido. Si se habla de algún precio, soy yo el que debiera pagar. Os juro que puedo hacerlo. ¿Qué quieres, Geralt?

—Duny —dijo con lentitud Geralt—. Un brujo al que se le hace tal pregunta debe pedir que se la repitan.

—La repito, pues. Porque, ¿sabes?, te debo algo también por otra causa. Cuando supe allí, en la sala, quién eras, te odié y pensé muy mal de ti. Te tuve por un asesino ciego y sediento de sangre, por alguien que sin pensarlo y sin remordimientos mata, limpia la hoja de sangre y cuenta el dinero. Y ahora me he convencido de que la profesión de brujo es en verdad digna de respeto. Nos proteges no sólo del Mal que se esconde entre las sombras, sino también del que está oculto en nosotros mismos. Una pena que seáis tan pocos.

Calanthe sonrió. Por primera vez en aquella noche Geralt estaba dispuesto a reconocer que era su sonrisa natural.

—Mi yerno lo ha dicho de una forma muy bonita. Tengo que añadir a ello dos palabras más. Justo dos palabras. Perdona, Geralt.

—Y yo, repito —dijo Duny—. ¿Qué es lo que quieres?

—Duny —habló Geralt con seriedad—, Calanthe, Pavetta. Y tú, honesto caballero Tuirseach, futuro rey de Cintra. Para ser brujo hace falta nacer a la sombra del destino, y no muchos nacen así. Por eso somos tan pocos. Envejecemos, morimos, y no tenemos a quién transmitir nuestra ciencia, nuestras habilidades. Nos hacen falta sucesores. Y este mundo está repleto de Mal, que espera solamente que nosotros faltemos.

—Geralt —susurró Calanthe.

—Sí, no te equivocas, reina. ¡Duny! Me darás aquello que ya posees y de lo que aún no sabes. Volveré a Cintra dentro de seis años, para comprobar si el destino me ha sido benigno.

—Pavetta —Duny abrió mucho los ojos—. Tú no estás…

—Pavetta —gritó Calanthe—. Acaso tú… Acaso tú estás…

La princesa bajó los ojos y enrojeció. Y luego contestó a la pregunta.