II

Vio por vez primera las rojas tejas de la techumbre cónica de una torre cuando alcanzó la cumbre de una elevación, a la que se encaramaba para acortar el arco de la curva de un sendero poco marcado. El desvío, poblado de avellanos, obstruido por ramas secas, cubierto por una gruesa alfombra de hojas amarillas, no era demasiado seguro para cabalgar. El brujo retrocedió, avanzando cuidadosamente por la pendiente, volvió al camino. Cabalgaba despacio, cada cierto tiempo detenía el caballo, se agachaba en la silla, observaba las huellas.

La yegua agitó la cabeza, relinchó salvajemente, pataleó, bailoteó en el sendero, levantando un remolino de hojas secas. Geralt, agarrando el cuello del caballo con el brazo izquierdo, dirigió la mano izquierda hacia la cabeza de su montura, con los dedos en forma de la Señal de Axia, silbando el conjuro al mismo tiempo.

—¿Tan malo es? —murmuró, mirando alrededor sin dejar de hacer la Señal—. ¿Tan malo? Tranquila, Sardinilla, tranquila.

El hechizo funcionó con rapidez pero la yegua movía sus pezuñas obligada, con torpeza, desconcertada, falta de naturalidad, perdiendo el elástico ritmo de la marcha. El brujo saltó a tierra, siguió a pie llevando el caballo de las riendas. Vio un muro.

Entre el muro y el bosque no había solución de continuidad, ni transición evidente. Árboles jóvenes y arbustos de enebro entremezclaban sus hojas con la hiedra y la vid silvestre, pegadas a las paredes de piedra. Geralt alzó la cabeza. En ese mismo momento sintió cómo se le aferraba y se le arrastraba por el cuello, erizándole e irritándole los cabellos, una blanda criatura invisible. Sabía lo que era.

Alguien le estaba mirando.

Se volvió con lentitud, con fluidez. Sardinilla resolló, los músculos de su cuello temblaron, se movieron por debajo de la piel.

En la pendiente de la loma por la que había venido hacía unos momentos estaba de pie e inmóvil una muchacha que apoyaba una mano en el tronco de un aliso. Su largo vestido blanco contrastaba con el brillante negro de los largos y sueltos cabellos que le caían sobre los hombros. A Geralt le pareció que sonreía, pero no estaba seguro: se encontraba demasiado lejos.

—Hola —dijo, levantando una mano en gesto amistoso. Dio un paso hacia la chica. Ésta, girando levemente la cabeza, siguió sus movimientos. Tenía el rostro muy pálido y unos enormes ojos negros. La sonrisa —si era una sonrisa— desapareció de su cara como si se la hubieran borrado. Geralt dio un paso más. Las hojas crujieron. La muchacha echó a correr por la pendiente como un corzo, se deslizó por entre las matas de avellano, era ya sólo una estela blanca cuando desapareció en lo profundo del bosque. Su largo vestido parecía no estorbar en nada su libertad de movimiento.

La yegua del brujo relinchó quejumbrosamente, alzando su cabeza. Geralt, todavía mirando en dirección al bosque, la calmó con la Señal. Abrazó al caballo alrededor del muslo y avanzó con lentitud siguiendo el muro, hundiéndose en el sendero entre las hojas de las bardanas.

La puerta, sólida, cubierta de hierro, sujeta por unas oxidadas bisagras, estaba provista de una gran aldaba de latón. Después de dudar un momento, Geralt alzó la mano y tocó la enmohecida bola. Hubo de dar de inmediato un salto porque en ese momento la puerta se abrió, chirriando, chasqueando, apartando hacia los lados montoncillos de hierba, guijarros y ramas. Al otro lado de la puerta no había nadie: el brujo vio tan sólo un patio desierto, descuidado, obstruido por las ortigas. Entró, llevando al caballo detrás de él. Embotada por la Señal, la yegua no se resistió, pero asentaba las pezuñas insegura y con rigidez.

El patio estaba rodeado en tres de sus lados por una pared y ciertos restos de estructuras de madera, el cuarto lado lo constituía la fachada de un pequeño palacio, marcada por la viruela del revoco caído, sucia de chorreras de humedad, embellecida por guirnaldas de hiedra. Los postigos, de los que se había desprendido la pintura, estaban cerrados. La puerta también.

Geralt echó las riendas de Sardinilla a un poste que estaba junto a la puerta y anduvo lentamente en dirección al palacio, atravesando un paseo cubierto de grava que discurría junto al vaso de una pequeña fuente cubierta de hojas y de basura. En el centro de la fuente, en un pedestal de fantasía, había un delfín labrado en piedra blanca, alzando hacia el cielo una cola rota.

Junto a la fuente, sobre algo que hacía muchísimo tiempo había sido un macizo de flores, había un rosal. Aquel rosal no se diferenciaba en nada de otros que Geralt había tenido la ocasión de ver, excepto en el color de sus flores. Las flores eran excepcionales: tenían un color índigo, con ligeros ribetes púrpuras en las puntas de algunos pétalos. El brujo tocó una de ellas, acercó el rostro, la olió. La flor poseía el típico aroma de las rosas, pero, de algún modo, más intenso.

Las puertas del palacio —y al mismo tiempo todos los postigos— se abrieron con un estruendo. Geralt alzó la cabeza súbitamente. Por el paseo, levantando nubes de gravilla, se arrastraba en dirección a él un monstruo.

La mano derecha del brujo se elevó rápidamente hacia arriba por encima del hombro derecho mientras que la mano izquierda tiraba con fuerza del cinturón del pecho, gracias a lo cual el pomo de la espada saltó a los dedos. La hoja, saliendo con un silbido de la vaina, describió un corto semicírculo y se detuvo, apuntando con el filo a la bestia atacante. El monstruo, a la vista de la espada, frenó, se detuvo. La gravilla saltó a todos lados. El brujo ni siquiera respiraba.

El ser era de aspecto humano, vestido con una ropa destrozada pero de calidad, y sin que le faltaran adornos de buen gusto aunque absolutamente innecesarios. El aspecto humano, sin embargo, no alcanzaba más allá del sucio cuello de la camisa: sobre ella se alzaba una gigantesca cabeza, velluda como la de un oso, con enormes orejas, un par de ojos salvajes y un morro amenazador lleno de colmillos afilados entre los cuales, como un fuego, temblaba una lengua roja.

—¡Vete de aquí, mortal! —gritó el monstruo, agitando las manos pero sin moverse del sitio—. ¡Que te devoro! ¡Que te hago cachos!

El brujo no se movió, no bajó la espada.

—¿Estás sordo? ¡Vete de aquí! —bramó el ser, después de lo que expulsó un sonido que estaba entre el gruñido de un cerdo y el bramido de un ciervo macho. Los postigos de todas las ventanas se cerraron y golpetearon, haciendo caer cascotes y yeso de los muros. Ni el brujo ni el monstruo se movieron.

—¡Escapa, mientras estés entero! —gritó el ser, pero como si se sintiera menos seguro—. Porque si no…

—Si no, ¿qué? —le interrumpió Geralt.

El monstruo resolló salvajemente, inclinó la enorme cabeza.

—Vedlo ahí, que atrevido —dijo tranquilo, mostrando los colmillos y mirando a Geralt con los ojos enrojecidos—. Baja ese hierro, si no te importa. ¿Puede que no te hayas dado cuenta de que te encuentras en el patio de mi propia casa? ¿O es que de donde vienes es costumbre amenazar con una espada al anfitrión en su propio patio?

—Lo es —afirmó Geralt—. Pero sólo al anfitrión que recibe a los huéspedes a gritos y anuncia que los cortará en pedacitos.

—Ah, cuernos —se exaltó el monstruo—. Y todavía me va a ofender, el vagabundo. ¡Vaya un huésped! Se mete en el patio, destroza flores ajenas, campa por sus respetos y encima piensa que le van a dar el pan y la sal. ¡Puff!

El ser escupió, resopló y cerró el morro. Los colmillos inferiores se quedaron en el exterior, otorgándole el aspecto de un jabalí.

—¿Y qué? —dijo el brujo al cabo de un rato, bajando la espada—. ¿Nos vamos a quedar así, de pie?

—¿Y qué propones? ¿Que nos tumbemos? —bufó el monstruo—. Guarda ese hierro, te digo.

El brujo metió diestramente el arma en la vaina de su espalda, sin bajar la mano acarició el pomo que sobresalía por encima del hombro.

—Preferiría —dijo— que no hicieras movimientos demasiado violentos. Siempre es posible sacar esta espada, y más rápido de lo que te imaginas.

—Lo he visto —gargajeó el monstruo—. Si no fuera por ello, ya hace rato que estarías al otro lado de la puerta, con la huella de mis tacones en tu trasero. ¿Qué quieres? ¿De dónde has salido?

—Equivoqué el camino —mintió el brujo.

—Equivocaste el camino —repitió el monstruo, abriendo la boca en un gesto amenazador—. Pues entonces desequivócate. Al otro lado de la puerta, se entiende. Pon la oreja izquierda hacia el sol y sigue así y enseguida encontrarás la carretera. Venga, ¿a qué esperas?

—¿Hay agua por aquí? —preguntó tranquilamente Geralt—. El caballo está sediento. Y yo también, si esto no te molesta demasiado.

El monstruo se apoyó de una pierna a la otra, se arrascó la oreja.

—Escucha, tú —dijo—. ¿De verdad no tienes miedo de mí?

—¿Y tendría que tenerlo?

El monstruo miró a su alrededor, resopló, se tiró impetuosamente de los pantalones.

—Ah, cuernos, qué más me da. Un huésped en casa, es como Dios en casa. No todos los días se encuentra uno a alguien que al verme no salga corriendo ni se desmaye. Bueno, vale. Si eres un viajero cansado, pero honesto, te invito a entrar. Si eres, sin embargo, un ladrón o malhechor, te aviso: esta casa me obedece. ¡Dentro de estos muros yo gobierno!

Levantó una garra velluda. Todos los postigos de nuevo chocaron contra la pared y en la garganta de piedra del delfín algo hizo un ruido sordo.

—Bienvenido —dijo.

Geralt no se movió, mirándolo inquisitivamente.

—¿Vives solo?

—¿Y a ti qué te importa con quién vivo? —dijo con furia el ser, abriendo la boca y seguidamente riéndose en voz alta—. Ajá, entiendo. Seguro que te refieres a que si tengo cuatrocientos sirvientes de mi misma belleza. No los tengo. ¿Y qué, vas a aceptar una invitación hecha de corazón? ¡Si no, la puerta está allí, justo detrás de tu culo!

Geralt se inclinó con rigidez.

—Acepto la invitación —dijo formalmente—. No faltaré a la hospitalidad del anfitrión.

—Mi casa es tu casa —dijo el ser, también con mucha formalidad pero descuidadamente—. Por aquí. Y pon el caballo ahí, junto al pozo.

También en su interior pedía el palacio a gritos una reforma capital, aunque se mantenía una cierta limpieza y un cierto orden. Los muebles habían salido con seguridad de las manos de buenos artesanos, aunque esto había tenido lugar hacía mucho tiempo. En el ambiente se percibía un agudo olor a polvo. Estaba oscuro.

—¡Luz! —bramó el monstruo y en el mismo momento de una tea sujeta con un mango de hierro saltaron humo y llamas.

—No está mal —dijo el brujo. El monstruo se rió.

—¿Sólo eso? Ciertamente veo que no es fácil impresionarte. Te dije que esta casa obedece mis órdenes. Cuidado, las escaleras son empinadas. ¡Luz!

En las escaleras, el monstruo se volvió.

—¡Algo se te menea en el cuello, amigo! ¿Qué es?

—Míralo.

El ser tomó el medallón en las garras, se lo acercó a los ojos, tensando la cadena ligeramente en el cuello de Geralt.

—Este animal tiene una cara poco agradable. ¿Qué es?

—El escudo de mi gremio.

—Ajá, entonces seguro que te dedicas a fabricar bozales. Por aquí, por favor. ¡Luz!

El centro de una amplia cámara, completamente falta de ventanas, lo constituía una enorme mesa de roble, vacía excepto por un candelabro de latón verdoso cubierto con festones de cera derretida y vuelta a solidificar. Ante una nueva orden del monstruo las velas se encendieron, temblaron, iluminaron un tanto el interior.

Una de las paredes de la habitación estaba cubierta de armas. Colgaban allí composiciones de escudos redondos, alabardas cruzadas, picas y lanzas, pesadas porras y hachas. La mitad de la pared siguiente la ocupaba el hogar de una gigantesca chimenea, sobre el que colgaban filas de descascarillados y polvorientos retratos. La pared frente a la salida estaba repleta de trofeos de caza: cornamentas de alces y enmarañados cuernos de ciervos arrojaban largas sombras sobre los hocicos repletos de dientes de jabalíes, osos y linces y sobre las desgreñadas y deshilachadas alas de águilas y azores disecados. El lugar central, honorífico, lo ocupaba una ennegrecida y destrozada cabeza de dragón alpino con la estopa saliéndosele por los agujeros. Geralt se acercó.

—Lo cazó mi abuelo —dijo el monstruo, arrojando en medio del hogar un gran tronco—. Creo que era el último de estos alrededores que se dejó cazar. Siéntate, amigo. ¿Estás hambriento, como me supongo?

—No lo negaré, señor.

El monstruo se sentó a la mesa, bajó la cabeza, juntó sobre la barriga las velludas garras, murmuró algo durante un momento, hizo girar los enormes pulgares, después de lo cual mugió en voz baja, colocando las zarpas sobre la mesa. Cuencos y platos chasquearon con el sonido del cinc y la plata, las copas tintinearon con el del cristal. Olía a asado, ajo, majorana, nuez moscada. Geralt no mostró sorpresa alguna.

—Sí —alzó las garras el monstruo—. Esto es mejor que el servicio, ¿no es cierto? Sírvete, amigo. Aquí hay gallina, aquí jamón de jabalí, aquí paté de… no sé qué. De algo. Aquí tenemos codornices. No, cuernos, son perdices. Me equivoqué de hechizo. Come, come. Es comida de verdad, sabrosa, no tengas miedo.

—No tengo miedo. —Geralt partió la gallina en dos mitades.

—Me había olvidado —resopló el monstruo— de que no eres de los miedosos. ¿Cómo hay que llamarte, en este caso?

—Geralt. ¿Y a ti, señor?

—Nivellen. Pero en los alrededores me llaman la Bestia o el Colmilludo. Y asustan a los niños conmigo. —El monstruo se echó en la garganta el contenido de una enorme jarra y luego hundió los dedos en el paté, sacando del cuenco casi la mitad de un sólo golpe.

—Asustan a los niños —repitió Geralt con la boca llena—. ¿Seguramente sin motivo?

—Absolutamente. ¡A tu salud, Geralt!

—Y a la tuya, Nivellen.

—¿Qué tal el vino? ¿Has observado que es de uva y no de manzana? Pero si no te gusta, te hago otro.

—No, gracias, éste no está mal. ¿Tus habilidades mágicas son de nacimiento?

—No. Las tengo desde el momento en que esto me creció. El morro, se entiende. Yo mismo no sé de dónde salió, pero la casa cumple todo lo que yo deseo. Nada especial, sé crear comida, bebida, trajes, ropa de cama, agua caliente, jabón. Lo que toda hembra sabe hacer hasta sin encantamientos. Abrir y cerrar las puertas. Encender el fuego. Nada especial.

—Ya es algo. Y este… como tú dices, morro, ¿lo tienes desde hace tiempo?

—Desde hace doce años.

—¿Y cómo fue?

—¿Y a ti que te importa? Échate más vino.

—Con gusto. A mí no me importa un comino, pregunto por curiosidad.

—Un motivo comprensible y aceptable —se rió roncamente el monstruo—. Pero yo no lo acepto. Ni te va, ni te viene, y basta. Pero para satisfacer al menos en parte tu curiosidad, te mostraré cómo era yo antes de todo esto. Mira allí, sí, a los retratos. El primero, contando desde la chimenea, es mi padre. El segundo, el diablo sabe quién. Y el tercero soy yo. ¿Lo ves?

Por debajo del polvo y las telarañas, les contemplaba desde el retrato, con una mirada acuosa, un gordito con un rostro hinchado, triste, granujiento. Geralt, a quien no le era extraña la tendencia a adular clientes, bastante general entre los retratistas, bajó la cabeza con tristeza.

—¿Lo ves? —repitió Nivellen, mostrando los dientes.

—Lo veo.

—¿Quién eres?

—No te entiendo.

—¿No me entiendes? —El monstruo levantó la cabeza, los ojos le brillaban como a los gatos—. Mi retrato, amigo, está colgado más allá de la luz de las velas. Yo puedo verlo, pero yo no soy un ser humano. Por lo menos, no en este momento. Un ser humano, para poder ver el retrato, se hubiera levantado, se hubiera acercado, seguramente hubiera tenido que coger una vela. Tú no lo has hecho. La conclusión es muy sencilla. Pero te pregunto sin rodeos: ¿eres un ser humano?

Geralt no bajó la vista.

—Si lo pones así —contestó al cabo de un instante de silencio—, no del todo.

—Ajá. No creo que peque de indiscreto, entonces, si pregunto quién eres.

—Un brujo.

—Ajá —repitió Nivellen un poco después—. Si no recuerdo mal, los brujos se ganan la vida de una manera curiosa. Matan monstruos por dinero.

—Recuerdas bien.

De nuevo se hizo el silencio. Las llamas de las velas temblaron, expulsaron hacia arriba unas estrechísimas lenguas de fuego, se reflejaron en los grabados de las copas de cristal, en las cascadas de cera que se deslizaban por el candelabro. Nivellen se sentó inmóvil, meneando apenas las enormes orejas.

—Pongamos —dijo al fin— que alcanzas a desenvainar la espada antes de que te agarre. Pongamos que alcanzas incluso a golpearme con ella. Con mi peso, no es suficiente para pararme, te tiraré al suelo con el propio impulso. Y luego deciden los dientes. Qué piensas, brujo, ¿quién de nosotros dos tiene más ventaja si llega el momento de morder gargantas?

Geralt, sujetando con el pulgar la caperuza de la jarra, se echó más vino, bebió un trago, se apoyó en el respaldo de su silla. Miró al monstruo con una sonrisa, y era aquélla una sonrisa harto amenazadora.

—Síííí —dijo prolongadamente Nivellen, hurgándose con las uñas en los huecos de las muelas—. Hay que reconocer que sabes responder a las preguntas sin usar muchas palabras. Interesante, cómo te las vas a apañar con la siguiente que te hago. ¿Quién te ha pagado por mí?

—Nadie. Estoy aquí por casualidad.

—¿No me mientes?

—No tengo por costumbre mentir.

—¿Y qué tienes por costumbre? Me han hablado de los brujos. Recuerdo que los brujos raptan niños pequeños a los que dan luego unas hierbas mágicas. Los que sobreviven se convierten ellos mismos en brujos, hechiceros con habilidades inhumanas. Se les enseña a matar, se les elimina todo sentimiento e impulso propio de seres humanos. Se hace de ellos monstruos que han de matar a otros monstruos. He oído por ahí que ya va siendo hora de que alguien comience a cazar brujos. Porque monstruos hay cada vez menos, y brujos cada vez más. Come perdices, antes de que se enfríen.

Nivellen tomó del cuenco una perdiz y se la metió entera en la boca. La mascó como si fuera una galletita, haciendo crujir los huesos pulverizados entre los dientes.

—¿Por qué no dices nada? —dijo entrecortadamente, tragando—. ¿Qué hay de eso que dicen de vosotros, es verdad?

—Casi nada.

—¿Y qué es mentira?

—Eso de que cada vez hay menos monstruos.

—Cierto. Hay un montón. —Nivellen enseñó los dientes—. Justo uno está sentado delante de ti y se está pensando si hizo bien en invitarte. Desde el principio no me ha gustado el escudo de tu gremio, amigo.

—Tú no eres un monstruo, Nivellen —dijo secamente el brujo.

—Ah, cuernos, esto es algo nuevo. Entonces, según tú, ¿qué soy yo? ¿Jalea de arándanos? ¿Una bandada de patos gordos que vuelan al sur en una triste mañana de noviembre? ¿No? ¿Y puede entonces que sea la virtud perdida junto a una fuente por la dulce hija de un molinero? Venga, Geralt, dime quién soy. ¿No ves que me muero de curiosidad?

—No eres un monstruo. De otro modo no hubieras podido tocar esa taza de plata. Y en ningún caso hubieras podido coger con la mano mi medallón.

—¡Ja! —gritó Nivellen de tal forma que las llamas de las velas tomaron por un momento la posición horizontal—. ¡Hoy es justo el día en el que se aclararán todos los grandes misterios! ¡Ahora me voy a enterar de que estas orejas me han crecido porque cuando era un crío no me gustaban las papillas de cereales!

—No, Nivellen —dijo Geralt con tranquilidad—. Sucedió a causa de un hechizo. Estoy seguro de que sabes quién te lanzó el hechizo.

—¿Y qué pasa si lo sé?

—Los hechizos se pueden deshacer. En muchos casos.

—Y tú, como brujo, por supuesto que sabes deshacer hechizos. ¿En muchos casos?

—Sé hacerlo. ¿Quieres que probemos?

—No. No quiero.

El monstruo abrió la boca y sacó una lengua roja de dos palmos de larga.

—Te has quedado pasmado, ¿eh?

—Pero pasmado —admitió Geralt.

El monstruo se rió, se removió en el sillón.

—Sabía que te iba a chocar —dijo—. Échate más vino, siéntate cómodamente. Te contaré toda la historia. Brujo o no, me caes bien y tengo ganas de hablar. Échate más.

—No hay más que echar.

—Ah, cuernos. —El monstruo carraspeó y de nuevo golpeó la mesa con la zarpa. Junto a las dos jarras vacías aparecieron de la nada varias damajuanas de barro en una cesta de mimbre. Nivellen abrió con los dientes un tapón de cera.

—Como sin duda habrás observado —comenzó mientras servía—, estos alrededores están bastante despoblados. Hay un buen trecho hasta el lugar habitado más cercano. Porque, sabes, mi padre, y también mi abuelo, en sus tiempos, no dieron demasiados motivos para que los apreciaran los vecinos ni los mercaderes que recorrían la carretera. Todo el que se aventuraba por aquí, si mi padre lo veía desde la torre, perdía, en el mejor de los casos, su haber. Y un par de aldeas cercanas se quemaron porque mi padre pensaba que pagaban los tributos con demasiada lentitud. Poca gente quería a mi padre. Excepto yo, claro. Lloré amargamente cuando cierta vez trajeron en un carro lo que quedaba de él después del golpe de una tizona. De todos modos, por aquel entonces padre ya no se ocupaba de saquear activamente, porque, desde el día en que le habían dado en la cabeza con una porra, tartamudeaba de un modo terrible, babeaba y pocas veces alcanzaba a llegar a tiempo al retrete. Y pasó entonces que, como su heredero, tuve que liderar la banda.

»Muy joven era yo entonces —siguió Nivellen—, un niño de teta, así que los de la banda hacían de su capa un sayo. Yo los lideraba, como puedes imaginarte, de la misma forma que un lechón bien gordo puede liderar una horda de lobos. De modo que comenzamos a hacer cosas que, de haber vivido mi padre, no hubiera permitido. Te ahorraré los detalles, iré derecho al asunto. Cierto día nos llegamos hasta Gelibol, cerca de Mirt, y saqueamos un santuario. Para más inri, había también una sacerdotisa muy jovencita.

—¿De qué santuario se trataba, Nivellen?

—El diablo sabe cuál, Geralt. Pero tenía que tratarse de un santuario poco bueno. Me acuerdo de que en el altar había cráneos y huesos y ardía un fuego verde. Apestaba como el infierno. Pero, al caso. Los muchachos se apoderaron de la sacerdotisa y la liberaron de sus ropas, después de lo cual dijeron que yo tenía que obrar como un hombre. Bueno, y obré como un hombre, estúpido mocoso. Durante mi actuación como hombre la sacerdotisa me escupió en la cara y gritó algo.

—¿El qué?

—Que soy un monstruo en la piel de un ser humano y que voy a ser un monstruo en la de un monstruo, y algo sobre amor y sobre sangre, no me acuerdo. El estilete, así de pequeño, lo tenía, me parece, oculto entre sus cabellos. Se suicidó, y entonces… Huimos de allí, Geralt, te digo que a poco no reventamos los caballos. Era un santuario poco bueno.

—Sigue.

—Siguiendo. Sucedió tal y como la sacerdotisa había dicho. Un par de días después, me despierto temprano, y los sirvientes, todo el que me veía, un grito y pies en polvorosa. Voy al espejo… Sabes, Geralt, entré en histeria, me dio algún ataque, recuerdo todo aquello como a través de una niebla. En pocas palabras, hubo cadáveres. Unos cuantos. Usé todo lo que caía en mis manos, de pronto me había hecho muy fuerte. Y la casa ayudaba como podía: se cerraban las puertas, volaba la vajilla por el aire, estallaba el fuego. Quien pudo escapó llevado por el pánico, mi tía, mi prima, los muchachos de la banda, qué digo, si se escapó hasta mi gata Tragoncilla. Incluso el papagayo de mi tía se quedó seco del miedo. Al final me quedé solo, rugiendo, aullando, gritando, rompiendo lo que caía en mis manos, sobre todo los espejos.

Nivellen se interrumpió, suspiró, se sorbió los mocos.

—Cuando se me pasó el ataque —dijo al cabo—, era ya demasiado tarde para hacer nada. Estaba solo. A nadie pude explicar ya que se me había transformado única y exclusivamente mi aspecto, que, aunque con una figura horrible, era tan sólo un crío estúpido, sollozando en un castillo vacío sobre los cadáveres de sus sirvientes. Luego me entró un miedo terrible: volverán y me matarán a golpes antes de que me dé tiempo a explicarme. Pero nadie volvió.

El monstruo se quedó en silencio por un momento, se frotó la nariz con la manga.

—No quiero volver a aquellos primeros meses. Geralt, todavía tiemblo cuando me acuerdo. Iré al grano. Mucho, mucho tiempo me quedé en el castillo como el ratón en su ratonera, sin sacar la nariz al exterior. Si aparecía alguien, y esto sucedía raramente, no salía, sino que mandaba a la casa que hiciera golpear dos o tres veces las ventanas o aullaba un poco a través de las gárgolas del canalón y, por lo general, esto bastaba para que el tipo dejara tras de sí una bonita nube de polvo. Así fue hasta el día en el que, un pálido amanecer, miro por la ventana y, ¿qué veo? Un gordo arranca una rosa del rosal de mi tía. Y has de saber que no se trataba de cualquier tontería, sino de rosas azules de Nazair, el esqueje lo había traído mi padre. La rabia me embargó y salté al patio. El gordo, cuando recobró la voz que había perdido al verme, murmuró que tan sólo quería una de aquellas rosas para su hija, que le perdonara y le dejara la vida y la salud. Ya me había decidido a echarlo de una patada por la puerta principal cuando se me ocurrió algo, me acordé de un cuento que me contara una vez Lenka, mi niñera, un vejestorio. Cuernos, pensé, se dice que las muchachas hermosas transforman las ranas en príncipes, y al revés, así que quizás… Puede que en esas habladurías haya una pizca de verdad, una posibilidad… Salté media legua, aullé de tal modo que las parras se desprendieron de los muros y grité: «¡Tu hija o la vida!», no se me ocurrió nada mejor. El mercader, porque era un mercader, se echó a llorar y después me dijo que su hija tenía ocho años. ¿Qué pasa, te ríes?

—No.

—Porque yo no sabía si llorar o reír por mi suerte de mierda. Me dio pena el mercader, no podía ver cómo temblaba, le invité a entrar, le agasajé y cuando se iba le metí oro y piedras preciosas en su bolsa. Has de saber que en los subterráneos quedaban todavía muchas riquezas desde los tiempos de mi padre, no sabía muy bien qué hacer con ellas, así que me podía permitir tal gesto. El mercader se iluminó, me dio las gracias hasta quedarse seco. Debió de vanagloriarse de sus aventuras donde fuera porque no habían pasado dos meses cuando apareció otro mercader por aquí. Traía preparadas bolsas de sobra. Y una hija. También de sobra.

Nivellen metió los pies debajo de la mesa, se estiró hasta que el sillón crujió.

—Por segunda vez hablé con un mercader —siguió—. Acordamos que me dejaría a la hija por un año. Hube de ayudarle a cargar el saco en la mula, él solo no hubiera sido capaz.

—¿Y la muchacha?

—Durante algún tiempo le daban convulsiones cuando me veía, estaba convencida de que me la iba a comer. Pero al cabo de un mes comíamos ya en la misma mesa, charlábamos y dábamos largos paseos. Y aunque era simpática y muy despabilada, la lengua se me quedaba pegada cuando hablaba con ella. Sabes, Geralt, siempre he sido tímido con las mujeres, siempre he hecho el ridículo, incluso con las mozas de los establos, ésas que tienen estiércol en las pantorrillas, a las que los muchachos de la banda se llevaban de acá para allá a su gusto. Hasta ésas se burlaban de mí. Y qué no será ahora, pensé, con este morro. No fui capaz, ni siquiera, de mencionar la causa por la que había pagado tan caro por un año de su vida. El año continuó más largo que un día sin pan, hasta que al fin apareció el mercader y se la llevó. Yo entonces, resignado, me encerré en casa y durante algunos meses no reaccioné ante ninguno de los sujetos con hijas que fueron viniendo. Pero después de pasar un año en compañía, me di cuenta de lo difícil que era no tener nadie a quien abrir la boca. —El monstruo produjo un sonido que había de ser un suspiro pero que sonó como si tuviera hipo—. La siguiente —dijo al cabo— se llamaba Fenne. Era pequeña, nerviosa y parlotera, un verdadero ratoncito. No me tenía miedo en absoluto. Un día, justo el día de mi mayoría de edad, nos emborrachamos con licor de miel y… je, je. Inmediatamente después me eché abajo de la cama y directo al espejo. Lo reconozco, me sentí decepcionado y rabioso. El morro estaba allí, tal y como era, puede que incluso con el añadido de una expresión más estúpida. ¡Y dicen que en los cuentos se encierra la sabiduría del pueblo! Una mierda de sabiduría, Geralt. Pero Fenne intentó con mucho ardor que olvidara mis preocupaciones. No te haces una idea de qué muchacha más alegre era. ¿Sabes lo que se le ocurrió? Asustábamos los dos juntos a los visitantes no deseados. Imagínate: entra uno en el patio, echa un vistazo y de pronto, con un aullido, le salto encima yo, a cuatro patas, y Fenne que, completamente desnuda, está sentada en mi lomo y sopla el cuerno de caza del abuelo.

Nivellen se convulsionó de risa, le brillaba el blanco de los colmillos.

—Fenne —continuó— estuvo en casa un año entero, luego volvió con su familia, con una gran dote. Pensaba casarse con cierto criador de cerdos, un viudo.

—Sigue, Nivellen. Esto es muy entretenido.

—¿Tú crees? —dijo el monstruo, arrascándose entre las orejas con un crujido—. Venga, vale. La siguiente, Prímula, era la hija de un caballero empobrecido. El caballero, cuando llegó aquí, tenía un caballo esquelético y una cota de mallas herrumbrosa e increíblemente larga. Era asqueroso, Geralt, ya te digo, como un montón de estiércol, y echaba a su alrededor una peste parecida. Prímula, me dejaría cortar una mano, debía de haber sido concebida cuando él estaba en la guerra, porque era bastante bonita. Y yo no le producía miedo, cosa no tan extraña al fin y al cabo, pues en comparación con su progenitor podía dármelas hasta de garboso. Ella tenía, como luego pude comprobar, un temperamento considerable, pero yo, habiendo cobrado confianza en mí mismo, tampoco me dormí en mis laureles. Apenas dos semanas después me encontraba ya en unas muy estrechas relaciones con Prímula, durante las cuales solía tirarme de la oreja y gritar: «¡Muérdeme, animal!», «¡Despedázame, bestia!». Y parecidas tonterías. Yo, en los descansos, corría al espejo, pero, imagínate, Geralt, que me miraba en él con creciente desasosiego. Cada vez me apetecía menos volver a ser aquella persona menos sana. Sabes, Geralt, antes yo era un flojucho, había crecido siempre metido en casa. Antes estaba siempre enfermo, tosía y se me salían los mocos, mientras que ahora no se me pegaba nada. ¿Y los dientes? ¡No te creerías cómo tenía de podridos los dientes! ¿Y ahora? Puedo morder la pata de una silla. ¿Quieres que muerda la pata de una silla?

—No. No quiero.

—Y mejor así. —El monstruo abrió la boca—. A las señoritas les hacía gracia cuando alardeaba de ello y me han quedado pocas sillas en casa. —Nivellen bostezó, a causa de lo cual la lengua se le enrolló como una trompeta—. Me ha cansado tanta plática, Geralt. En pocas palabras: después hubo otras dos, Ilka y Venimira. Todo sucedió del mismo modo, hasta el aburrimiento. Al principio una mezcla de miedo y reserva, luego un pelín de simpatía, reforzada por pequeños, aunque costosos, souvenires, luego «Muérdeme, cómeme entera», luego el regreso del papá, triste despedida y una merma cada vez más apreciable del tesoro. Decidí estar solo por una larga temporada. Por supuesto, hace ya bastante que he dejado de creer en que el besito de una virgen pueda cambiar mi forma. Y me he conformado con ello. Es más, he llegado a la conclusión de que está bien como está y de que no hace falta ningún cambio.

—¿Ninguno, Nivellen?

—Como te digo. Ya te he contado, la salud de caballo que está relacionada con esta forma es lo primero. Lo segundo: mi rareza funciona como un afrodisíaco para las mujeres. ¡No te rías! Estoy más que seguro de que como ser humano tendría que correr mucho para hacerme con una como, por ejemplo, Venimira, que era una virgen muy hermosa. A mí se me da que a uno como al del retrato ni siquiera lo miraría. Y en tercer lugar: seguridad. Padre tenía enemigos, un par de ellos sobrevivieron. Aquéllos a los que mi banda bajo mi penoso mando enviara al otro barrio tenían parientes. En el sótano hay oro. Si no fuera por el miedo que produzco, alguien vendría a por él. Aunque no fueran más que pueblerinos con sus biernos.

—Pareces completamente seguro —dijo Geralt mientras jugueteaba con una copa vacía— de que en esta figura no has hecho nada a nadie. A ningún padre, a ninguna hija. A ningún pariente ni novio de las hijas. ¿Qué dices, Nivellen?

—Espera, Geralt —se enfadó el monstruo—. ¿De qué hablas? Los padres no cabían en sí de gozo, ya te he contado, fui liberal más allá de lo imaginable. ¿Y las hijas? No las viste cuando llegaron aquí, con vestidos de lana basta, con las manitas blancas de la lejía de lavar, con la espalda doblada de llevar cántaros. Prímula, todavía dos semanas después de llegar, tenía marcas en la espalda y los muslos del cinturón de cuero con el que le zurraba la badana su noble padre. Y aquí andaban como princesas, lo único que llevaban en la mano era el abanico y ni siquiera sabían dónde estaba la cocina. Las vestí y las llené de oropeles. Con hechizos, les traía agua caliente a su gusto para que se bañaran en una bañera de latón que mi padre había robado en Assengard para mi madre. ¿Te imaginas? ¡Una bañera de latón! Pocos condes, qué digo, pocos monarcas tienen en su casa una bañera de latón. Para ellas ésta era una casa de cuento de hadas, Geralt. Y en lo que respecta a la cama… Cuernos, la virtud es en estos tiempos más rara que los dragones alpinos. Yo no las obligué a nada, Geralt.

—Pero sospechabas que alguien me había pagado para matarte. ¿Quién podía haber pagado?

—Algún canalla al que le apetecieran los restos de mi sótano y no tuviera más hijas —dijo con fuerza Nivellen—. La codicia humana no conoce fronteras.

—¿Y nadie más?

—Y nadie más.

Ambos callaron, mirando las temblorosas llamas de las velas.

—Nivellen —dijo de pronto el brujo—. ¿Estás solo ahora?

—Brujo —dijo el monstruo al cabo de un rato—, pienso que tengo ahora razones suficientes para insultarte con palabras indecorosas, cogerte por el pescuezo y tirarte por las escaleras. ¿Sabes por qué? Porque me tratas como si fuera idiota. Desde el principio veo como colocas la oreja, como miras de soslayo la puerta. Sabes muy bien que no vivo solo. ¿Tengo razón?

—La tienes. Perdón.

—Al cuerno con tus perdones. ¿La has visto?

—Sí. En el bosque, junto a la puerta. ¿Es ésa la causa por la que hace algún tiempo que los mercaderes y sus hijas se van de aquí con las manos vacías?

—¿Y sabes eso también? Sí, es por eso.

—Me permites que pregunte…

—No. No te permito.

De nuevo se hizo el silencio.

—Qué más da, como quieras —dijo por fin el brujo, levantándose—. Gracias por tu hospitalidad, señor. Es hora de seguir mi camino.

—De acuerdo. —Nivellen se levantó también—. Por determinadas razones no puedo ofrecerte pasar la noche en el castillo y no te aconsejo pernoctar en estos bosques. Desde que los alrededores se despoblaron, las noches son peligrosas por aquí. Debes volver a la carretera antes de que anochezca.

—Lo tendré en cuenta, Nivellen. ¿Estás seguro de que no necesitas mi ayuda?

El monstruo lo miró de soslayo.

—¿Y estás seguro de que podrías ayudarme? ¿Serías capaz de quitarme esto?

—No hablaba sólo de eso.

—No has contestado a mi pregunta. O, mejor dicho… Creo que has contestado. No serías capaz.

Geralt le miró directamente a los ojos.

—Tuvisteis mala suerte —dijo—. De todos los santuarios en Gelibol y el Valle de Nimnar elegisteis justo Coram Agh Tera, la Araña de Cabeza de León. Para quitar un maleficio de la sacerdotisa de Coram Agh Tera, hacen falta conocimientos y capacidades que yo no poseo.

—¿Y quién las posee?

—¿Te interesa, entonces? Has dicho que todo está bien como está.

—Como está, sí. Pero no como puede llegar a ser. Tengo miedo de que…

—¿De qué tienes miedo?

El monstruo se detuvo en las puertas de la estancia, se dio la vuelta.

—Estoy harto de que siempre preguntes, brujo, en vez de contestarme. Está claro que hay que preguntarte de modo adecuado. Escucha, desde hace cierto tiempo tengo unos sueños terribles. Puede que la palabra «monstruosos» fuera mejor. ¿Tengo razón al tener miedo? En pocas palabras, por favor.

—¿Después de esos sueños, al despertarte, no tienes nunca los pies manchados de barro? ¿Hojas de árboles en las sábanas?

—No.

—¿Y tampoco…?

—No. En pocas palabras, por favor.

—Haces bien en tener miedo.

—¿Se puede contagiar? En pocas palabras, por favor.

—No.

—Por fin. Vamos, te acompañaré.

En el patio mientras Geralt arreglaba las albardas, Nivellen acarició las patas a la yegua, le dio palmaditas en el cuello. Sardinilla, contenta de los mimos, bajó la cabeza.

—Los animales me quieren —se enorgulleció el monstruo—. Y a mí me gustan también. Mi gata Tragoncilla, aunque se escapó al principio, luego volvió conmigo. Durante mucho tiempo fue el único ser vivo que me acompañó en mi soledad. A Vereena también…

Se interrumpió, cerró la boca. Geralt se sonrió.

—¿También le gustan los gatos?

—Los pájaros. —Nivellen mostró los dientes—. Se me escapó, cuernos. Y qué más me da. No es una hija de mercader más, Geralt, ni una búsqueda más de si en viejas historias se encierra una pizca de verdad. Esto es algo serio. Nos amamos. Si te ríes te rompo los morros.

Geralt no se rió.

—Tu Vereena —dijo— es seguramente una náyade. ¿Lo sabías?

—Me lo imaginaba. Delgaducha. Morena. Habla poco, en una lengua que no conozco. No come comida humana. Se pierde en el bosque durante días, luego vuelve. ¿Es normal esto?

—Más o menos. —El brujo apretó la cincha—. Seguro que piensas que no volvería a ti si te convirtieras en ser humano.

—Estoy seguro. Sabes cómo temen las náyades a los humanos. Pocos han visto una náyade de cerca. Y yo y Vereena… Ah, cuernos. Buena suerte, Geralt.

—Buena suerte, Nivellen.

El brujo dio con los talones en los costados de la yegua, se dirigió hacia la puerta. El monstruo se arrastró a su lado.

—¿Geralt?

—Habla.

—No soy tan tonto como piensas. Llegaste aquí siguiendo las huellas de alguno de los mercaderes que estuvieron por aquí hace poco. ¿Le sucedió algo a alguno?

—Sí.

—El último estuvo aquí hace tres días. Con una hija, no de las más guapas, en cualquier caso. Ordené a la casa cerrar todas las puertas y postigos, no di señales de vida. Anduvieron un poco por el patio y se fueron. La muchacha cortó una rosa del rosal de la tía y se la prendió en el vestido. Búscalos en otro sitio. Pero ten cuidado, estos alrededores son horribles. Ya te dije que por la noche el bosque no es muy seguro. Se ven y se escuchan cosas poco buenas.

—Gracias, Nivellen. Me acordaré de ti. Quien sabe, puede que encuentre a alguien que…

—Puede. Y puede que no. Es mi problema, Geralt, mi vida y mi castigo. Me he acostumbrado a soportar esto. Si empeora, también me acostumbraré. Y si empeora demasiado, no busques a nadie, ven aquí tú solo y termina el asunto. Como los brujos. Suerte, Geralt.

Nivellen se dio la vuelta y marchó enérgicamente en dirección al palacio. No se volvió a mirar ni una sola vez.