TOMIC

Me interesó mucho el partido demócrata-cristiano desde su nacimiento, desde que abandonó el nombre inadmisible de Falange. Surgió cuando un grupo reducido de intelectuales católicos formó una élite maritainista y tomista. Este pensamiento filosófico no me preocupó; tengo una indiferencia natural hacia los teorizantes de la poesía, de la política, del sexo. Las consecuencias prácticas de aquel pequeño movimiento se dejaron notar en forma singular, inesperada. Logré que algunos jóvenes dirigentes hablaran en favor de la República española, en los grandes mítines que organicé a mi regreso de Madrid combatiente. Esa participación era insólita; la vieja jerarquía eclesiástica, impulsada por el Partido Conservador, estuvo a punto de disolver el nuevo partido, la intervención de un obispo precursor los salvó del suicidio político. La declaración del prelado de Talca permitió la sobrevivencia del grupo que con el tiempo se transformaría en el partido político más numeroso de Chile. Su ideología cambió totalmente con los años.

Después de Frei, el hombre más importante entre los demócrata-cristianos ha sido Radomiro Tomic. Lo conocí en mi época de parlamentario, en medio de huelgas y giras electorales por el norte de Chile. Los demócrata-cristianos de entonces nos perseguían (a los comunistas) para tomar parte en nuestros mítines. Nosotros éramos (y seguimos siéndolo) la gente más popular en el desierto del salitre y del cobre, es decir, entre los más sacrificados trabajadores del continente americano. De allí había salido Recabarren, allí habían nacido la prensa obrera y los primeros sindicatos. Nada de ello habría existido sin los comunistas.

Tomic era por esa época, no sólo la mejor esperanza de los demócrata-cristianos, sino su personalidad más atrayente y su verbo más elocuente.

Las cosas habían cambiado mucho en 1964, cuando la democracia cristiana ganó las elecciones que llevaron a Frei a la presidencia de la república. La campaña del candidato que triunfó sobre Allende se hizo sobre una base de inaudita violencia anticomunista, orquestada con avisos de prensa y radio que buscaban aterrorizar a la población. Aquella propaganda ponía los pelos de punta: las monjas serían fusiladas; los niños morirían ensartados en bayonetas por barbudos parecidos a Fidel; las niñas serían separadas de sus padres y enviadas a Siberia. Se supo más tarde, por declaraciones hechas ante la comisión especial del senado norteamericano, que la CIA gastó veinte millones de dólares en aquella truculenta campaña de terror.

Una vez ungido presidente, Frei hizo un presente griego a su único y gran rival en el partido: designó a Radomiro Tomic como embajador de Chile en los Estados Unidos. Frei sabía que su gobierno iba a renegociar con las empresas norteamericanas del cobre. En ese momento todo el país pedía la nacionalización. Como un experto prestidigitador, Frei cambió el término por el de «chilenización» y remachó con nuevos convenios la entrega de nuestra principal riqueza nacional a los poderosos consorcios Kennecott y Anaconda Copper Company. El resultado económico para Chile fue monstruoso. El resultado político para Tomic fue muy triste: Frei lo había borrado del mapa. Un embajador de Chile en los Estados Unidos, que hubiese colaborado en la entrega del cobre, no sería apoyado por el pueblo chileno. En las siguientes elecciones presidenciales, Tomic ocupó penosamente el tercer lugar entre tres candidatos.

Poco después de renunciar a su cargo de embajador en USA, a comienzos de 1971, Tomic vino a verme en Isla Negra. Estaba recién llegado del Norte y aún no era oficialmente candidato a la presidencia. Nuestra amistad se había mantenido en medio de las marejadas políticas, como se mantiene todavía. Pero difícilmente pudimos entendernos aquella vez. Él quería una alianza más amplia de las fuerzas progresistas, sustitutivas de nuestro movimiento de Unidad Popular, bajo el título de Unión del Pueblo. Tal propósito resultaba imposible; su participación en las negociaciones cupríferas inhabilitaba su candidatura ante la izquierda política. Además, los dos grandes partidos básicos del movimiento popular, el comunista y el socialista, eran ya mayores de edad, con capacidad para llevar a la presidencia a un hombre de sus filas.

Antes de marcharse de mi casa, bastante desilusionado por cierto, Tomic me hizo una revelación. El ministro de Hacienda demócrata-cristiano, Andrés Zaldívar, le había mostrado documentalmente la bancarrota de la realidad económica del país en ese momento.

—Vamos a caer en un abismo —me dijo Tomic—. La situación no da para cuatro meses más. Esto es una catástrofe. Zaldívar me ha dado todos los detalles de nuestra quiebra inevitable.

Un mes después de elegido Allende, y antes de que asumiera la presidencia de la república, el mismo ministro Zaldívar anunció públicamente el inminente desastre económico del país; pero esta vez lo atribuyó a las repercusiones internacionales provocadas por la elección de Allende. Así se escribe la historia. Por lo menos así la escriben los políticos torcidos y oportunistas como Zaldívar.