LA CAMPAÑA DE ALLENDE
En un momento afortunado llegó la noticia: Allende surgía como candidato posible de la entera Unidad Popular. Previa la aceptación de mi partido, presenté rápidamente la renuncia a mi candidatura. Ante una inmensa y alegre multitud hablé yo para renunciar y Allende para postularse. El gran mitin era en un parque. La gente llenaba todo el espacio visible y también los árboles. De los ramajes sobresalían piernas y cabezas. No hay nada como estos chilenos aguerridos.
Conocía al candidato. Lo había acompañado tres veces anteriores, echando versos y discursos por todo el brusco e interminable territorio de Chile. Tres veces consecutivas, cada seis años, había sido aspirante presidencial mi porfiadísimo compañero. Ésta sería la cuarta y la vencida.
Cuenta Arnold Bennet o Somerset Maugham (no recuerdo bien quién de los dos) que una vez le tocó dormir (al que lo cuenta) en el mismo cuarto de Winston Churchill. Lo primero que hizo al despertar aquel político tremendo, junto con abrir los ojos, fue estirar la mano, coger un inmenso cigarro habano del velador y, sin más ni más, comenzar a fumárselo. Esto lo puede hacer solamente un saludable hombre de las cavernas, con esa salud mineral de la edad de piedra.
La resistencia de Allende dejaba atrás a la de todos sus acompañantes. Tenía un arte digno del mismísimo Churchill: se dormía cuando le daba la gana. A veces íbamos por las infinitas tierras áridas del norte de Chile. Allende dormía profundamente en los rincones del automóvil. De pronto surgía un pequeño punto rojo en el camino: al acercarnos se convertía en un grupo de quince o veinte hombres con sus mujeres, sus niños y sus banderas. Se detenía el coche. Allende se restregaba los ojos para enfrentarse al sol vertical y al pequeño grupo que cantaba. Se les unía y entonaba con ellos el himno nacional. Después les hablaba, vivo, rápido y elocuente. Regresaba al coche y continuábamos recorriendo los larguísimos caminos de Chile. Allende volvía a sumergirse en el sueño sin el menor esfuerzo. Cada veinticinco minutos se repetía la escena: grupo, banderas, canto, discurso y regreso al sueño.
Enfrentándose a inmensas manifestaciones de miles y miles de chilenos; cambiando de automóvil a tren, de tren a avión, de avión a barco, de barco a caballo, Allende cumplió sin vacilar las jornadas de aquellos meses agotadores. Atrás se quedaban fatigados casi todos los miembros de su comitiva. Más tarde, ya presidente hecho y derecho de Chile, su implacable eficiencia causó entre sus colaboradores cuatro o cinco infartos.