CANDIDATO PRESIDENCIAL
Una mañana de 1970 llegaron a mi escondite marinero, a mi casa de Isla Negra, el secretario general de mi partido y otros compañeros. Venían a ofrecerme la candidatura parcial a la presidencia de la república, candidatura que propondrían a los seis o siete partidos de la Unidad Popular. Tenían todo listo: programa, carácter del gobierno, futuras medidas de emergencia, etc. Hasta ese momento todos aquellos partidos tenían su candidato Y cada uno quería mantenerlo. Sólo los comunistas no lo teníamos. Nuestra posición era apoyar al candidato único que los partidos de izquierda designaron y que sería el de la Unidad Popular. Pero no había decisión y las cosas no podían seguir así. Los candidatos de la derecha estaban lanzados y hacían propaganda. Si no nos uníamos en una aspiración electoral común, seríamos abrumados por una derrota espectacular.
La única manera de precipitar la unidad estaba en que los comunistas designaran su propio candidato. Cuando acepté la candidatura postulada por mi partido, hicimos ostensible la posición comunista. Nuestro apoyo sería para el candidato que contara con la voluntad de los otros. Si no se lograba tal consenso, mi postulación se mantendría hasta el final.
Era un medio heroico de obligar a los otros a ponerse de acuerdo. Cuando le dije al camarada Corvalán que aceptaba, lo hice en el entendimiento de que igualmente se aceptaría mi futura renuncia, en la convicción de que mi renuncia sería inevitable. Era harto improbable que la unidad pudiera lograrse alrededor de un comunista. En buenas palabras, todos nos necesitaban para que los apoyáramos a ellos (incluso algunos candidatos de la Democracia Cristiana), pero ninguno nos necesitaba para apoyarnos a nosotros.
Pero mi candidatura, salida de aquella mañana marina de Isla Negra, agarró fuego. No había sitio de donde no me solicitaran. Llegué a enternecerme ante aquellos centenares o miles de hombres y mujeres del pueblo que me estrujaban, me besaban y lloraban. Pobladores de los suburbios de Santiago, mineros de Coquímbo, hombres del cobre y del desierto, campesinas que me esperaban por horas con sus chiquillos en brazos, gente que vivía su desamparo desde el río Bío Bío hasta más allá del estrecho de Magallanes, a todos ellos les hablaba o les leía mis poemas a plena lluvia, en el barro de calles y caminos, bajo el viento austral que hace tiritar a la gente.
Me estaba entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones, cada vez acudían más mujeres. Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo si salía elegido presidente de la república más chúcara, más dramáticamente insoluble, la más endeudada y, posiblemente, la más ingrata. Los presidentes eran aclamados durante el primer mes y martirizados, con o sin justicia, los cinco años y los once meses restantes.