EXTREMISMO Y ESPÍAS
Con mucha frecuencia los antiguos anarquistas —y pasará lo mismo mañana con los anarcoides de hoy— derivan hacia una posición muy cómoda, el anarcocapitalismo, guarida a la que se acogen también los francotiradores políticos, los izquierdizantes y los falsos independientes. El capitalismo represivo tiene como enemigo fundamental a los comunistas, y su puntería no suele equivocarse. Todos esos rebeldes individualistas son halagados, de una manera o de otra por la sabiduría o zamarrería reaccionaria que los considera heroicos defensores de sagrados principios. Los reaccionarios saben que el peligro de cambios en una sociedad no reside en las rebeliones individualistas, sino en la de las masas y en una extensiva conciencia de clase.
Todo esto lo vi claramente en España durante la guerra. Ciertos grupos antifascistas estaban jugando un carnaval enmascarado frente a las fuerzas de Hitler y Franco que avanzaban hacia Madrid. Descarto, naturalmente, a los anarquistas indomables, como Durruti y sus catalanes, que en Barcelona combatieron como leones.
Algo mil veces peor que los extremistas son los espías. Entre los militantes de los partidos revolucionarios se cuelan de cuando en cuando los agentes adversos asalariados de la policía, de los partidos reaccionarios o de gobiernos extranjeros. Algunos de ellos cumplen misiones especiales de provocación; otros de observación paciente. Es clásica la historia de Azeff. Antes de la caída del zarismo tomó parte en numerosos atentados terroristas y fue encarcelado muchas veces. Las memorias del jefe de la policía secreta del zar, publicadas después de la Revolución, contaban en detalle cómo Azeff fue en todo instante un agente de la Ochrana. En la cabeza de este extraño personaje, uno de cuyos atentados causó la muerte de un gran duque, coincidían el terrorista y el delator.
Otra de las experiencias curiosas fue aquella que tuvo lugar en Los Ángeles, San Francisco u otra ciudad de California. Durante la racha enloquecida del maccarthysmo se detuvo a toda la militancia del partido comunista de la localidad. Eran setenta y cinco personas, numeradas, acotadas e historiadas hasta en sus menores detalles de vida. Pues bien, las setenta y cinco personas resultaron agentes de la policía. El FBI se había dado el lujo de constituir su propio pequeño partido comunista con individuos que no se conocían entre sí, para luego perseguirlos y atribuirse triunfos sensacionales sobre enemigos inexistentes. El FBI llegó por ese camino a episodios tan grotescos como el de aquel repollo donde guardaba los secretos internacionales más explosivos: un tal Chalmers, excomunista comprado a precio de dólares por la policía. También llegó el FBI a historias horrendas, entre las cuales indignó particularmente a la humanidad la ejecución o asesinato de los esposos Rosenberg.
En el partido comunista de Chile, organización de larga historia y de origen cerradamente proletario, fue siempre más difícil la entrada de estos agentes. Las teorías guerrilleristas en América Latina, en cambio, abrieron las compuertas para toda clase de soplones. La espontaneidad y la juventud de estas organizaciones hizo más dificultosa la detección y el desenmascaramiento de los espías. Por eso las dudas acompañaron siempre a los jefes guerrilleros que tuvieron que cuidarse hasta de su propia sombra. El culto al riesgo fue alentado en cierto modo por la fogosidad romántica y la descabellada teorización guerrillerista que inundó la América Latina. Esta época concluyó tal vez con el asesinato y muerte heroica de Ernesto Guevara. Pero durante mucho tiempo los sostenedores teóricos de una táctica saturaron el continente de tesis y documentos que virtualmente asignaban el gobierno revolucionario popular del futuro, no a las clases explotadas por el capitalismo, sino a los grupos armados de la montonera. El vicio de este razonamiento es su debilidad política: puede ser que en algunas ocasiones el gran guerrillero coexista con una poderosa mentalidad política, como en el caso del Che Guevara, pero esto es una cuestión minoritaria y de azar. Los sobrevivientes de una guerrilla no pueden dirigir un estado proletario por el solo hecho de ser más valientes, de haber tenido mayor suerte frente a la muerte o mejor puntería frente a los vivos.
Ahora referiré una experiencia personal. Yo estaba entonces en Chile, recién llegado de México. En una de las reuniones políticas a las que yo acudía, se me acercó un hombre a saludarme. Era un señor de edad mediana, imagen del caballero moderno, correctísimamente vestido y provisto de esas gafas que dan tanta respetabilidad a la gente, unos lentes sin montura que se pinchan de la nariz. Resultó un personaje muy afable:
—Don Pablo, nunca me había atrevido a acercarme a usted, aunque le debo la vida. Soy uno de los refugiados que usted salvó de los campos de concentración y de los hornos de gas cuando nos embarcó en el «Winnipeg» con destino a Chile. Soy catalán y masón. Tengo aquí una situación formada. Trabajo como experto vendedor de artículos sanitarios, para la compañía Tal y Tal que es la más importante de Chile.
Me contó que ocupaba un buen departamento en el centro de Santiago. Su vecino era un famoso campeón de tenis llamado Iglesias, que había sido mi compañero de colegio. Hablaban de mí con frecuencia y, por último, decidieron invitarme y festejarme. Por eso había venido a verme.
El departamento del catalán daba muestras del bienestar de nuestra pequeña burguesía. Un amueblado impecable; una paella dorada y abundante. Iglesias estuvo con nosotros todo el almuerzo. Nos reímos recordando el viejo liceo de Temuco en cuyos sótanos nos rozaban la cara las alas de los murciélagos. Al final del almuerzo, el hospitalario catalán dijo unas breves palabras y me obsequió dos espléndidas copias fotográficas: una de Baudelaire y otra de Edgar Poe. Espléndidas cabezas de poetas que, por cierto, conservo todavía en mi biblioteca.
Un día cualquiera nuestro catalán cayó fulminado por una parálisis, inmovilizado en su cama, sin uso de la palabra ni de los gestos. Sólo sus ojos se movían angustiosamente, como queriendo decir algo a su esposa, una eximia republicana española de intachable historia; o a su vecino Iglesias, mi amigo y campeón de tenis. Pero el hombre se murió sin habla y sin movimiento.
Cuando la casa se llenó de lágrimas, amigos y coronas, el vecino tenista recibió un misterioso llamado: «Conocemos la íntima amistad que usted mantuvo con el difunto caballero catalán. Él no se cansaba de hacer elogios de su persona. Si quiere hacer un servicio trascendental a la memoria de su amigo, abra usted la caja fuerte y saque una cajita de hierro que tiene allí depositada. Volveré a llamarlo dentro de tres días».
La viuda no quiso oír hablar de semejante cosa; su dolor era paroxístico; no quería saber nada del asunto; dejó el departamento; se mudó a una casa de pensión de la calle Santo Domingo. El dueño de la pensión era un yugoeslavo de la resistencia, hombre fogueado en política. La viuda le pidió que examinara los papeles de su marido. El yugoeslavo encontró la cajita metálica y la abrió con muchas dificultades. Entonces saltó la más inesperada de las fiebres. Los documentos guardados descubrían que el difunto había sido siempre un agente fascista. Las copias de sus cartas revelaban los nombres de decenas de emigrados que, al volver a España clandestinamente, fueron encarcelados o ejecutados. Había incluso una carta agradeciendo sus servicios. Otras indicaciones del catalán sirvieron a la marina nazi para hundir barcos de carga que salían del litoral chileno con pertrechos. Una de esas víctimas fue nuestra bella fragata, orgullo de la marina de Chile, la veterana «Lautaro». Se hundió durante la guerra, con su carga de salitre, al salir de nuestro puerto de Tocopilla. El naufragio costó la vida a diecisiete cadetes navales. Murieron ahogados o carbonizados.
Éstas fueron las hazañas criminales de un catalán sonriente que un día cualquiera me invitó a almorzar.