CODOVILA
Al salir de Santiago supe que Vittorio Codovila quería conversar conmigo. Fui a verlo. Siempre mantuve una buena amistad con él. Hasta su muerte.
Codovila había sido un representante de la III Internacional y tenía todos los defectos de la época. Era personalista, autoritario, y creía poseer siempre la razón. Imponía fácilmente su criterio y entraba en la voluntad de los demás como un cuchillo en la manteca. Llegaba apresuradamente a las reuniones y daba la sensación de tenerlo ya todo pensado y resuelto. Parecía que escuchaba por cortesía y con cierta impaciencia las opiniones ajenas; luego daba sus instrucciones perentorias. Su capacidad era inmensa, su poder de síntesis era abrumador. Trabajaba sin ningún descanso e imponía ese ritmo a sus compañeros. Siempre me dio la idea de ser una gran máquina del pensamiento político de aquellos tiempos.
Por mí tuvo siempre un sentimiento muy especial de comprensión y deferencia. Este italiano, transmigrado y utilitario en lo civil, era desbordantemente humano, con un profundo sentido artístico que lo hacía comprender los errores, las debilidades en los hombres de la cultura. Esto no le impedía ser implacable —y a veces funesto— en la vida política.
Estaba preocupado, me dijo, por la incomprensión de Prestes ante la dictadura peronista. Codovila pensaba que Perón y su movimiento eran una prolongación del fascismo europeo. Ningún antifascista podía aceptar pasivamente el crecimiento de Perón ni sus repetidas acciones represivas. Codovila y el partido comunista argentino pensaban en ese momento que la única respuesta a Perón era la insurrección.
Codovila quería que yo hablara del tema con Prestes. No se trata de una misión, me dijo; pero lo sentí preocupado dentro de esa seguridad en sí mismo que lo caracterizaba.
Después del mitin de Pacaembú conversé largamente con Prestes. No se podía encontrar dos hombres más diferentes, más antípodas. El italoargentino, voluminoso y rebosante, pareció siempre ocupar toda la habitación, toda la mesa, todo el ambiente. Prestes, esmirriado y ascético, parecía tan frágil que una ventolera podía llevárselo por la ventana.
Sin embargo, encontré que detrás de las apariencias los dos hombres eran tan duros el uno como el otro.
«No hay fascismo en Argentina; Perón es un caudillo, pero no es un jefe fascista», me dijo Prestes respondiendo a mis preguntas. «¿Dónde están las camisas pardas? ¿Las camisas negras? ¿Las milicias fascistas?».
»Además, Codovila se equivoca. Lenin dice que no se juega con la insurrección. Y no se puede estar anunciando una guerra sin soldados, si se cuenta sólo con los espontáneos».
Estos dos hombres tan diferentes eran, en el fondo, irreductibles. Alguno de ellos, probablemente Prestes, tuvo la razón en estas cosas, pero el dogmatismo de ambos, de estos dos revolucionarios admirables, producía a menudo alrededor de ellos una atmósfera que yo encontraba irrespirable.
Debo añadir que Codovila era un hombre vital. A mí me gustaba mucho su combate contra la gazmoñería y el puritanismo de una época comunista. Nuestro gran hombre chileno de los viejos tiempos partidarios, Lafferte, era antialcoholista hasta la obsesión. El viejo Lafferte gruñía igualmente a cada rato contra los amores y amoríos que surgían fuera del Registro Civil, entre compañeros y compañeras del partido. Codovila derrotaba a nuestro limitado maestro con su amplitud vital.