PRESTES

Ningún dirigente comunista de América ha tenido una vida tan azarosa y portentosa como Luis Carlos Prestes. Héroe militar y político de Brasil, su verdad y su leyenda traspasaron hace mucho tiempo las restricciones ideológicas, y él se convirtió en una encarnación viviente de los héroes antiguos.

Por eso, cuando en Isla Negra recibí una invitación para visitar el Brasil y conocer a Prestes, la acepté de inmediato. Supe, además, que no había otro invitado extranjero y esto me halagó. Sentí que de alguna manera yo tomaba parte en una resurrección.

Recién salía Prestes en libertad después de más de diez años de prisión. Estos largos encierros no son excepcionales en el «mundo libre». Mi compañero, el poeta Nazım Hikmet, pasó trece o catorce años en una prisión de Turquía. Ahora mismo, cuando escribo estos recuerdos, hace ya doce años que seis o siete comunistas del Paraguay están enterrados en vida, sin comunicación alguna con el mundo. La mujer de Prestes, alemana de origen, fue entregada por la dictadura brasileña a la Gestapo. Los nazis la encadenaron en el barco que la llevaba al martirio. Dio a luz una niña que hoy vive con su padre, rescatada de los dientes de la Gestapo por la infatigable matrona doña Leocadia Prestes, madre del líder. Luego, después de haber dado a luz en el patio de una cárcel, la mujer de Luis Carlos Prestes fue decapitada por los nazis. Todas esas vidas martirizadas hicieron que Prestes jamás fuera olvidado durante sus largos años de prisión.

Yo estaba en México cuando murió su madre, doña Leocadia Prestes. Ella había recorrido el mundo demandando la liberación de su hijo. El general Lázaro Cárdenas, expresidente de la República Mexicana, telegrafió al dictador brasileño pidiendo para Prestes algunos días de libertad que le permitieran asistir al entierro de su madre. El presidente Cárdenas, en su mensaje, garantizaba con su persona el regreso de Prestes a la cárcel. La respuesta de Getulio Vargas fue negativa.

Compartí la indignación de todo el mundo y escribí un poema en honor de doña Leocadia, en recuerdo de su hijo ausente y en execración del tirano.

Lo leí junto a la tumba de la noble señora que en vano golpeó las puertas del mundo para liberar a su hijo. Mi poema empezaba sobriamente:

Señora, hiciste grande, más grande a nuestra América.

Le diste un río puro de colosales aguas:

le diste un árbol grande de infinitas raíces:

un hijo tuyo digno de su patria profunda.

Pero, a medida que el poema continuaba se hacía más violento contra el déspota brasileño.

Lo seguí leyendo en todas partes y fue reproducido en octavillas y en tarjetas postales que recorrieron el continente.

Una vez, de paso por Panamá, lo incluí en uno de mis recitales, luego de haber leído mis poemas de amor. La sala estaba repleta y el calor del istmo me hacía transpirar. Empezaba yo a leer mis imprecaciones contra el presidente Vargas cuando sentí secarse mi garganta. Me detuve y alargué la mano hacia un vaso que estaba cerca de mí. En ese instante vi que una persona vestida de blanco se acercaba presurosa hacia la tribuna. Yo, creyendo que se trataba de un empleado subalterno de la sala, le tendí el vaso para que me lo llenara de agua. Pero el hombre vestido de blanco lo rechazó indignado y dirigiéndose a la concurrencia gritó nerviosamente: «Soy o Embaxaidor do Brasil. Protesto porque Prestes es sólo un delincuente común…».

A estas palabras, el público lo interrumpió con silbidos estruendosos. Un joven estudiante de color, ancho como un armario, surgió de en medio de la sala y, con las manos dirigidas peligrosamente a la garganta del embajador, se abrió paso hacia la tribuna. Yo corrí para proteger al diplomático y por suerte pude lograr que saliera del recinto sin mayor desmedro para su investidura.

Con tales antecedentes, mi viaje desde Isla Negra a Brasil para tomar parte en el regocijo popular, pareció natural a los brasileños. Quedé sobrecogido cuando vi la multitud que llenaba el estadio de Pacaembú, en São Paulo. Dicen que había más de ciento treinta mil personas. Las cabezas se veían pequeñísimas dentro del vasto círculo. A mi lado Prestes, diminuto de estatura, me pareció un lázaro recién salido de la tumba, pulcro y acicalado para la ocasión. Era enjuto y blanco hasta la transparencia, con esa blancura extraña de los prisioneros. Su intensa mirada, sus grandes ojeras moradas, sus delicadísimas facciones, su grave dignidad, todo recordaba el largo sacrificio de su vida. Sin embargo habló con la serenidad de un general victorioso.

Yo leí un poema en su honor que escribí pocas horas antes. Jorge Amado le cambió solamente la palabra albañiles por la portuguesa «pedreiros». A pesar de mis temores, mi poema leído en español fue comprendido por la muchedumbre. A cada línea de mi pausada lectura estalló el aplauso de los brasileños. Aquellos aplausos tuvieron profunda resonancia en mi poesía. Un poeta que lee sus versos ante ciento treinta mil personas no sigue siendo el mismo, ni puede escribir de la misma manera después de esa experiencia.

Por fin me encuentro frente a frente con el legendario Luis Carlos Prestes. Está esperándome en la casa de unos amigos suyos. Todos los rasgos de Prestes —su pequeña estatura, su delgadez, su blancura de papel transparente— adquieren una precisión de miniatura. También sus palabras, y tal vez su pensamiento, parecen ajustarse a esta representación exterior.

Dentro de su reserva, es muy cordial conmigo. Creo que me dispensa ese trato cariñoso que frecuentemente recibimos los poetas, una condescendencia entre tierna y evasiva, muy parecida a la que adoptan los adultos al hablar con los niños.

Prestes me invitó a almorzar para un día de la semana siguiente. Entonces me sucedió una de esas catástrofes sólo atribuible al destino o a mi irresponsabilidad. Sucede que el idioma portugués, no obstante tener su sábado y su domingo, no señala los demás días de la semana como lunes, martes, miércoles, etc., sino con las endiabladas denominaciones de segunda feira, terca feira, quarta feira, saltándose la primera feira para complemento. Yo me enredo enteramente en esas furas, sin saber de qué día se trata.

Me fui a pasar algunas horas en la playa con una bella amiga brasileña, recordándome a mí mismo a cada momento que al día siguiente me había citado Prestes para almorzar. La quarta feira me enteré de que Prestes me esperó la terça feira inútilmente con la mesa puesta mientras que yo pasaba las horas en la playa de Ipanema. Me buscó por todas partes sin que nadie supiera mi paradero. El ascético capitán había encargado, en honor a mis predilecciones, vinos excelentes que tan difícil era conseguir en el Brasil. Íbamos a almorzar los dos solos.

Cada vez que me acuerdo de esta historia, me quisiera morir de vergüenza. Todo lo he podido aprender en mi vida, menos los nombres de los días de la semana en portugués.