CHILE CHICO

Venía yo desde Puerto Ibáñez, asombrado del gran lago General Carrera, asombrado de esas aguas metálicas que son un paroxismo de la naturaleza, solamente comparables al mar color turquesa de Varadero en Cuba, o a nuestro Petrohué. Y luego el salvaje salto del río Ibáñez, indivisible en su aterradora grandeza. Venía también transido por la incomunicación y la pobreza de los pueblos de la región; vecinos a la energía colosal pero desprovistos de luz eléctrica; viviendo entre las infinitas ovejas lanares pero vestidos con ropa pobre y rota. Hasta que llegué a Chile Chico.

Allí, cerrando el día, el gran crepúsculo me esperaba. El viento perpetuo cortaba las nubes de cuarzo. Ríos de luz azul aislaban un gran bloque que el viento mantenía en suspensión entre la tierra y el cielo.

Tierras de ganadería, sembrados que luchaban bajo la presión polar del viento. Alrededor la tierra se elevaba con las torres duras de la Roca Castillo, puntas cortantes, agujas góticas, almenas naturales de granito. Las montañas arbitrarias de Aysén, redondas como bolas, elevadas y lisas como mesas, mostraban rectángulos y triángulos de nieve.

Y el cielo trabajaba su crepúsculo con cendales y metales: centelleaba el amarillo en las alturas, sostenido como un pájaro inmenso por el espacio puro. Todo cambiaba de pronto, se transformaba en boca de ballena, en leopardo ardiendo, en luminarias abstractas.

Sentí que la inmensidad se desplegaba sobre mí cabeza, nombrándome testigo del Aysén deslumbrante, con sus cerreríos, sus cascadas, sus millones de árboles muertos y quemados que acusan a sus antiguos homicidas, con el silencio de un mundo en nacimiento en que está todo preparado: las ceremonias del cielo y de la tierra. Pero faltan el amparo, el orden colectivo, la edificación, el hombre. Los que viven en tan graves soledades necesitan una solidaridad tan espaciosa como sus grandes extensiones.

Me alejé cuando se apagaba el crepúsculo y la noche caía sobrecogedora y azul.