EL PREMIO NOBEL
Mi Premio Nobel tiene una larga historia. Durante muchos años sonó mi nombre como candidato sin que ese sonido cristalizara en nada.
En el año de 1963 la cosa fue seria. Los radios dijeron y repitieron varias veces que mi nombre se discutía firmemente en Estocolmo y que yo era el más probable vencedor entre los candidatos al Premio Nobel. Entonces Matilde y yo pusimos en práctica el plan n.º 3 de defensa doméstica. Colgamos un candado grande en el viejo portón de la Isla Negra y nos pertrechamos de alimentos y vino tinto. Agregué algunas novelas policiales de Simenon a estas perspectivas de enclaustramiento.
Los periodistas llegaron pronto. Los mantuvimos a raya. No pudieron traspasar aquel portón, salvaguardado por un enorme candado de bronce tan bello como poderoso. Detrás del muro exterior rondaban como tigres. ¿Qué se proponían? ¿Qué podía decir yo de una discusión en la que sólo tomaban parte académicos suecos en el otro lado del mundo? Sin embargo, los periodistas no ocultaban sus intenciones de sacar agua de un palo seco.
La primavera había sido tardía en el litoral del Pacífico Sur. Aquellos días solitarios me sirvieron para intimar con la primavera marina que, aunque tarde, se había engalanado para su solitaria fiesta. Durante el verano no cae una sola gota de lluvia; la tierra es gredosa, hirsuta, pedregosa; no se divisa una brizna verde. Durante el invierno, el viento del mar desata furia, sal, espuma de grandes olas, y entonces la naturaleza luce acongojada, víctima de aquellas fuerzas terribles.
La primavera comienza con un gran trabajo amarillo. Todo se cubre de innumerables, minúsculas flores doradas. Esta germinación pequeña y poderosa reviste laderas, rodea las rocas, se adelanta hacia el mar y surge en medio de nuestros caminos cotidianos, como si quisiera desafiarnos, probarnos su existencia. Tanto tiempo sostuvieron esas flores una vida invisible, tanto tiempo las apabulló la desolada negación de la tierra estéril, que ahora todo les parece poco para su fecundidad amarilla.
Luego se extinguen las pequeñas flores pálidas y todo se cubre de una intensa floración violeta. El corazón de la primavera pasó del amarillo al azul, y luego al rojo. ¿Cómo se sustituyeron unas a otras las pequeñas, desconocidas, infinitas corolas? El viento sacudía un color y al día siguiente otro color, como si entre las solitarias colinas cambiara el pabellón de la primavera y las repúblicas diferentes ostentaran sus estandartes invasores.
En esta época florecen los cactus de la costa. Lejos de esta región, en los contrafuertes de la cordillera andina, los cactus se elevan gigantescos, estriados y espinosos, como columnas hostiles. Los cactus de la costa, en cambio, son pequeños y redondos. Los vi coronarse con veinte botones escarlatas, como si una mano hubiera dejado allí su ardiente tributo de gotas de sangre. Después se abrieron. Frente a las grandes espumas blancas del océano se divisan miles de cactus encendidos por sus flores plenarias.
El viejo agave de mi casa sacó desde el fondo de su entraña su floración suicida. Esta planta, azul y amarilla, gigantesca y carnosa, duró más de diez años junto a mi puerta, creciendo hasta ser más alta que yo. Y ahora florece para morir. Erigió una poderosa lanza verde que subió hasta siete metros de altura, interrumpida por una seca inflorescencia, apenas cubierta por polvillo de oro. Luego, todas las hojas colosales del Agave Americana se desploman y mueren.
Junto a la gran flor que muere, he aquí otra flor titánica que nace. Nadie la conocerá fuera de mi patria; no existe sino en estas orillas antárticas. Se llama chachual (Puya Chilensis). Esta planta ancestral fue adorada por los araucanos. Ya el antiguo Araucano no existe. La sangre, la muerte, el tiempo y luego los cantos épicos de Alonso de Ercilla, cerraron la antigua historia de una tribu de arcilla que despertó bruscamente de su sueño geológico para defender su patria invadida. Al ver surgir sus flores otra vez sobre siglos de oscuros muertos, sobre capas de sangriento olvido, creo que el pasado de la tierra florece contra lo que somos, contra lo que somos ahora. Sólo la tierra continúa siendo, preservando la esencia.
Pero olvidé describirla.
Es una bromelácea de hojas agudas y aserradas. Irrumpe en los caminos como un incendio verde, acumulando en una panoplia sus misteriosas espadas de esmeralda. Pero, de pronto, una sola flor colosal, un racimo le nace de la cintura, una inmensa rosa verde de la altura de un hombre. Esta señera flor, compuesta por una muchedumbre de florecillas que se agrupan en una sola catedral verde, coronada por el polen de oro, resplandece a la luz del mar. Es la única inmensa flor verde que he visto, el solitario monumento a la ola.
Los campesinos y los pescadores de mi país olvidaron hace tiempo los nombres de las pequeñas plantas, de las pequeñas flores que ahora no tienen nombre. Poco a poco lo fueron olvidando y lentamente las flores perdieron su orgullo. Se quedaron enredadas y oscuras, como las piedras que los ríos arrastran desde la nieve andina hasta los desconocidos litorales. Campesinos y pescadores, mineros y contrabandistas, se mantuvieron consagrados a su propia aspereza, a la continua muerte y resurrección de sus deberes, de sus derrotas. Es oscuro ser héroe de territorios aún no descubiertos; la verdad es que en ellos, en su canto, no resplandece sino la sangre más anónima y las flores cuyo nombre nadie conoce.
Entre éstas hay una que ha invadido toda mi casa. Es una flor azul de largo, orgulloso, lustroso y resistente talle. En su extremo se balancean las múltiples florecillas infra-azules, ultra-azules. No sé si a todos los humanos les será dado contemplar el más excelso azul. ¿Será revelado exclusivamente a algunos? ¿Permanecerá cerrado, invisible, para otros seres a quienes algún dios azul les ha negado esa contemplación? ¿O se tratará de mi propia alegría, nutrida en la soledad y transformada en orgullo, presumida de encontrarse este azul, esta ola azul, esta estrella azul, en la abandonada primavera?
Por último, hablaré de las docas. No sé si existen en otras partes estas plantas, millonariamente multiplicadas, que arrastran por la arena sus dedos triangulares. La primavera llenó esas manos verdes con insólitas sortijas de color amaranto. Las docas llevan un nombre griego: aizoaceae. El esplendor de Isla Negra en estos tardíos días de primavera son las aizoaceae que se derraman como una invasión marina, como la emanación de la gruta verde del mar, como el zumo de los purpúreos racimos que acumuló en su bodega el lejano Neptuno.
Justo en este momento, la radio nos anuncia que un buen poeta griego ha obtenido el renombrado premio. Los periodistas emigraron. Matilde y yo nos quedamos finalmente tranquilos. Con solemnidad retiramos el gran candado del viejo portón para que todo el mundo siga entrando sin llamar a las puertas de mi casa, sin anunciarse. Como la primavera.
Por la tarde me vinieron a ver los embajadores suecos. Me traían una cesta con botellas y delicatessen. La habían preparado para festejar el Premio Nobel que consideraban como seguro para mí. No estuvimos tristes y tomamos un trago por Seferis, el poeta griego que lo había ganado. Ya al despedirse, el embajador me llevó a un lado y me dijo:
—Con seguridad la prensa me va a entrevistar y no sé nada al respecto. ¿Puede usted decirme quién es Seferis?
—Yo tampoco lo sé —le respondí sinceramente.
La verdad es que todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Premio Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan.
En América Latina, especialmente, los países tienen sus candidatos, planifican sus campañas, diseñan su estrategia. Ésta ha perdido a algunos que merecieron recibirlo. Tal es el caso de Rómulo Gallegos. Su obra es grande y decorosa. Pero Venezuela es el país del petróleo, es decir el país de la plata, y por esa vía se propuso conseguírselo. Designó un embajador en Suecia que se fijó como suprema meta la obtención del premio para Gallegos. Prodigaba las invitaciones a comer; publicaba las obras de los académicos suecos en español, en imprentas del propio Estocolmo. Todo lo cual ha debido parecer excesivo a los susceptibles y reservados académicos. Nunca se enteró Rómulo Gallegos de que la inmoderada eficacia de un embajador venezolano fue, tal vez, la circunstancia que lo privó de recibir un título literario que tanto merecía.
En París me contaron en cierta ocasión una historia triste, ribeteada de humor cruel. En esta oportunidad se trataba de Paul Valéry. Su nombre se rumoreaba y se imprimía en Francia como el más firme candidato al Premio Nobel de aquel año. La misma mañana en que se discutía el veredicto en Estocolmo, buscando apaciguar el nerviosismo que le producía la inmediata noticia, Valéry salió muy temprano de su casa de campo, acompañado de su bastón y su perro.
Volvió de la excursión al mediodía, a la hora del almuerzo. Apenas abrió la puerta, preguntó a la secretaria:
—¿Hay alguna llamada telefónica?
—Sí, señor. Hace pocos minutos lo llamaron de Estocolmo.
—¿Qué noticia le dieron? —dijo, ya manifestando abiertamente su emoción.
—Era una periodista sueca que quería saber su opinión sobre el movimiento emancipador de las mujeres.
El propio Valéry refería la anécdota con cierta ironía. Y la verdad es que tan grande poeta, tan impecable escritor, jamás obtuvo el famoso premio.
Por lo que a mí concierne, deben reconocerme que fui muy precavido. Había leído en un libro de un erudito chileno, que quiso enaltecer a Gabriela Mistral, las numerosas cartas que mi austera compatriota dirigió a muchos sitios, sin perder su austeridad pero impulsada por sus naturales deseos de acercarse al Premio. Esto me hizo ser más reticente. Desde que supe que mi nombre se mencionaba (y se mencionó no sé cuántas veces) como candidato, decidí no volver a Suecia, país que me atrajo desde muchacho, cuando con Tomás Lago nos erigimos en discípulos auténticos de un pastor excomulgado y borrachín llamado Gosta Berling.
Además, estaba aburrido de ser mencionado cada año, sin que las cosas fueran más lejos. Ya me parecía irritante ver aparecer mi nombre en las competencias anuales, como si yo fuera un caballo de carrera. Por otro lado los chilenos, literarios o populares, se consideraban agredidos por la indiferencia de la academia sueca. Era una situación que colindaba peligrosamente con el ridículo.
Finalmente, como todo el mundo lo sabe, me dieron el premio Nobel. Estaba yo en París, en 1971, recién llegado a cumplir mis tareas de embajador de Chile, cuando comenzó a aparecer otra vez mi nombre en los periódicos. Matilde y yo fruncimos el ceño. Acostumbrados a la anual decepción, nuestra piel se había tornado insensible. Una noche de octubre de ese año entró Jorge Edwards, consejero de nuestra embajada y escritor, al comedor de la casa. Con la parsimonia que lo caracteriza, me propuso cruzar una apuesta muy sencilla. Si me daban el Premio Nobel ese año, yo pagaría una comida en el mejor restaurant de París, a él y a su mujer. Si no me lo daban, pagaría él la de Matilde y la mía.
—Aceptado —le dije—. Comeremos espléndidamente a costa tuya.
Una parte del secreto de Jorge Edwards y de su aventurada apuesta, comenzó a descorrerse al día siguiente. Supe que una amiga lo había llamado telefónicamente desde Estocolmo. Era escritora y periodista. Le dijo que todas las posibilidades se habían dado esta vez para que Pablo Neruda ganase el Premio Nobel.
Los periodistas comenzaron a llamar a larga distancia. Desde Buenos Aires, desde México y sobre todo desde España. En este último país lo consideraban un hecho. Naturalmente que me negué a dar declaraciones, pero mis dudas comenzaron a asomar nuevamente.
Aquella noche vino a verme Artur Lundkvist, el único amigo escritor que yo tenía en Suecia. Lundkvist era académico desde hacía tres o cuatro años. Llegaba desde su país, en viaje hacia el sur de Francia. Después de la comida le conté las dificultades que tenía para contestar por teléfono internacional a los periodistas que me atribuían el Premio.
—Te quiero pedir una cosa, Artur —le dije—. En el caso de que esto sea verdad, me interesa mucho saberlo antes de que lo publique la prensa. Quiero comunicárselo primero que a nadie a Salvador Allende, con quien he compartido tantas luchas. Él se pondrá muy alegre de ser el primero que reciba la noticia.
El académico y poeta Lundkvist me miró con ojos suecos, extremadamente serio:
—Nada puedo decirte. Si hay algo, te lo comunicará por telegrama el rey de Suecia o el embajador de Suecia en París.
Esto pasaba el 19 o el 20 de octubre. En la mañana del 21 comenzaron a llenarse de periodistas los salones de la embajada. Los operadores de la televisión sueca, alemana, francesa y de países latinoamericanos, demostraban una impaciencia que amenazaba con transformarse en motín ante mi mutismo que no era sino carencia de informaciones. A las once y media me llamó el embajador sueco para pedirme que lo recibiera, sin anticiparme de qué se trataba, lo que no contribuyó a apaciguar los ánimos porque la entrevista se realizaría dos horas después. Los teléfonos seguían repicando histéricamente.
En ese momento una radio de París lanzó un flash, una noticia del último minuto, anunciando que el Premio Nobel 1971 había sido otorgado al «poéte chilien Pablo Neruda». Inmediatamente bajé a enfrentarme a la tumultuosa asamblea de los medios de comunicación. Afortunadamente aparecieron en ese instante mis viejos amigos Jean Marcenac y Aragón. Marcenac, gran poeta y hermano mío en Francia, daba gritos de alegría. Aragón, por su parte, parecía más contento que yo con la noticia. Ambos me auxiliaron en el difícil trance de torear a los periodistas.
Yo estaba recién operado, anémico y titubeante al andar, con pocas ganas de moverme. Llegaron los amigos a comer conmigo aquella noche. Matta, de Italia; García Márquez, de Barcelona; Siqueiros, de México; Miguel Otero Silva, de Caracas; Arturo Camacho Ramírez, del propio París; Cortázar, de su escondrijo. Carlos Vasallo, chileno, viajó desde Roma para acompañarme a Estocolmo.
Los telegramas (que hasta ahora no he podido leer ni contestar enteramente) se amontonaron en pequeñas montañas. Entre las innumerables cartas llegó una curiosa y un tanto amenazante. La escribía un señor desde Holanda, un hombre corpulento y de raza negra, según podía observarse en el recorte de periódico que adjuntaba. «Represento —decía aproximadamente la carta— al movimiento anticolonialista de Georgetown, Guayana Holandesa. He pedido una tarjeta para asistir a la ceremonia que se desarrollará en Estocolmo para entregarle a usted el Premio Nobel. En la embajada sueca me han informado que se requiere un frac, una tenida de rigurosa etiqueta para esta ocasión. Yo no tengo dinero para comprar un frac y jamás me pondré uno alquilado, puesto que sería humillante para un americano libre vestir una ropa usada. Por eso le anuncio que, con el escaso dinero que pueda reunir, me trasladaré a Estocolmo para sostener una entrevista de prensa y denunciar en ella el carácter imperialista y antipopular de esa ceremonia, así se celebre para honrar al más antiimperialista y más popular de los poetas universales».
En el mes de noviembre viajamos Matilde y yo a Estocolmo. Nos acompañaron algunos viejos amigos. Fuimos alojados en el esplendor del Gran Hotel. Desde allí veíamos la bella ciudad fría, y el Palacio Real frente a nuestras ventanas. En el mismo hotel se alojaron los otros laureados de ese año, en física, en química, en medicina, etc., personalidades diferentes, unos locuaces y formalistas, otros sencillos y rústicos como obreros mecánicos recién salidos por azar de sus talleres. El alemán Willy Brandt no se hospedaba en el hotel; recibiría su Nobel, el de la Paz, en Noruega. Fue una lástima porque entre todos aquellos premiados era el que más me hubiera interesado conocer y hablarle. No logré divisarlo después sino en medio de las recepciones separados el uno del otro por tres o cuatro personas.
Para la gran ceremonia era necesario practicar un ensayo previo, que el protocolo sueco nos hizo escenificar en el mismo sitio donde se celebraría. Era verdaderamente cómico ver a gente tan seria levantarse de su cama y salir del hotel a una hora precisa; acudir puntualmente a un edificio vacío; subir escaleras sin equivocarse; marchar a la izquierda y a la derecha en estricta ordenación; sentarnos en el estrado, en los sillones exactos que habríamos de ocupar el día del Premio. Todo esto enfrentados a las cámaras de televisión, en una inmensa sala vacía, en la cual se destacaban los sitiales del rey y la familia real, también melancólicamente vacíos. Nunca he podido explicarme por qué capricho la televisión sueca filmaba aquel ensayo teatral interpretado por tan pésimos actores.
El día de la entrega del Premio se inauguró con la fiesta de Santa Lucía. Me despertaron unas voces que cantaban dulcemente en los corredores del hotel. Luego las rubias doncellas escandinavas, coronadas de flores y alumbradas por velas encendidas, irrumpieron en mi habitación. Me traían el desayuno y me traían también, como regalo, un largo y hermoso cuadro que representaba el mar.
Un poco más tarde sucedió un incidente que conmovió a la policía de Estocolmo. En la oficina de recepción del hotel me entregaron una carta. Estaba firmada por el mismo anticolonialista desenfrenado de Georgetown, Guayana Holandesa. «Acabo de llegar a Estocolmo», decía. Había fracasado en su empeño de convocar a una conferencia de prensa pero, como hombre de acción revolucionario, había tomado sus medidas. No era posible que Pablo Neruda, el poeta de los humillados y de los oprimidos, recibiera el Premio Nobel de frac. En consecuencia, había comprado unas tijeras verdes con las cuales me cortaría públicamente «los colgajos del frac y cualquier otros colgajos». «Por eso cumplo con el deber de prevenirle. Cuando usted vea a un hombre de color que se levanta al fondo de la sala, provisto de grandes tijeras verdes, debe suponer exactamente lo que le va a pasar».
Le alargué la extraña carta al joven diplomático, representante del protocolo sueco, que me acompañaba en todos mis trajines. Le dije sonriendo que ya había recibido en París otra carta del mismo loco, y que en mi opinión no debíamos tomarlo en cuenta. El joven sueco no estuvo de acuerdo.
—En esta época de cuestionadores pueden pasar las cosas más inesperadas. Es mi deber prevenir a la policía de Estocolmo —me dijo, y partió velozmente a cumplir lo que consideraba su deber.
Debo señalar que entre mis acompañantes a Estocolmo estaba el venezolano Miguel Otero Silva, gran escritor y poeta chispeante, que es para mí no solamente una gran conciencia americana sino también un incomparable compañero. Faltaban apenas unas horas para la ceremonia. Durante el almuerzo comenté la seriedad con que los suecos habían recibido el incidente de la carta protestataria. Otero Silva, que almorzaba con nosotros, se dio una palmada en la frente y exclamó:
—Pero si esa carta la escribí yo de mi puño y letra, por tomarte el pelo, Pablo. ¿Qué haremos ahora con la policía buscando a un autor que no existe?
—Serás conducido a la cárcel. Por tu broma pesada de salvaje del Mar Caribe, recibirás el castigo destinado al hombre de Georgetown —le dije.
En ese instante se sentó a la mesa mi joven edecán sueco que venía de prevenir a las autoridades. Le dijimos lo que pasaba:
—Se trata de una broma de mal gusto. El autor está almorzando actualmente con nosotros.
Volvió a salir presuroso. Pero ya la policía había visitado todos los hoteles de Estocolmo, buscando a un negro de Georgetown, o de cualquier otro territorio similar.
Y mantuvieron sus precauciones. Al entrar a la ceremonia y al salir del baile de celebración, Matilde y yo advertimos que en vez de los acostumbrados ujieres, se precipitaban a atendernos cuatro o cinco mocetones, sólidos guardaespaldas rubios a prueba de tijeretazos.
La ceremonia ritual del Premio Nobel tuvo un público inmenso, tranquilo y disciplinado, que aplaudió oportunamente y con cortesía. El anciano monarca nos daba la mano a cada uno; nos entregaba el diploma, la medalla y el cheque; y retornábamos a nuestro sitio en el escenario, ya no escuálido como en el ensayo sino cubierto ahora de flores y de sillas ocupadas. Se dice (o se lo dijeron a Matilde para impresionarla) que el rey estuvo más tiempo conmigo que con los otros laureados, que me apretó la mano por más tiempo, que me trató con evidente simpatía. Tal vez haya sido una reminiscencia de la antigua gentileza palaciega hacia los juglares. De todas maneras, ningún otro rey me ha dado la mano, ni por largo ni por corto tiempo.
Aquella ceremonia, tan rigurosamente protocolar, tuvo indudablemente la debida solemnidad. La solemnidad aplicada a las ocasiones trascendentales sobrevivirá tal vez por siempre en el mundo. Parece ser que el ser humano la necesita. Sin embargo, yo encontré una risueña semejanza entre aquel desfile de eminentes laureados y un reparto de premios escolares en una pequeña ciudad de provincia.