OTRO AÑO COMIENZA

Un periodista me pregunta:

—¿Cómo ve usted el mundo en este año que comienza?

Le respondo:

—En este momento exacto, a las nueve y veinte de la mañana del día cinco de enero, veo el mundo enteramente rosa y azul.

Esto no tiene implicación literaria, ni política, ni subjetiva. Esto significa que desde mi ventana me golpean la vista grandes macizos de flores rosadas y, más lejos, el mar Pacífico y el cielo se confunden en un abrazo azul.

Pero comprendo, y lo sabemos, que otros colores existen en el panorama del mundo. ¿Quién puede olvidar el color de tanta sangre vertida inútilmente cada día en Vietnam? ¿Quién puede olvidar el color de las aldeas quemadas por el napalm?

Respondo otra pregunta del periodista. Como en otros años, en estos nuevos trescientos sesenta y cinco días publicaré un nuevo libro. Estoy seguro de ello. Lo acaricio, lo maltrato, lo escribo cada día.

—¿De qué se trata en él?

¿Qué puedo contestar? Siempre en mis libros se trata de lo mismo; siempre escribo el mismo libro. Que me perdonen mis amigos que, esta nueva vez y en este nuevo año lleno de nuevos días, yo no tenga que ofrecerles sino mis versos, los mismos nuevos versos.

El año que termina nos trajo victorias a todos los terrestres: victorias en el espacio y sus rutas. Durante el año todos los hombres quisimos volar. Todos hemos viajado en sueños cosmonautas. La conquista de la gran altura nos pertenece a todos, hayan sido norteamericanos o soviéticos los que se ciñeran el primer nimbo lunar y comieran las primeras uvas lunarias.

A nosotros, los poetas, debe tocarnos la mayor parte de los dones descubiertos. Desde Julio Verne, que mecanizó en un libro el antiguo sueño espacial, hasta Jules Laforgue, Heinrich Heine y José Asunción Silva (sin olvidar a Baudelaire que descubrió su maleficio), el pálido planeta fue investigado, cantado y publicado, antes que por nadie, por nosotros los poetas.

Pasan los años. Uno se gasta, florece, sufre y goza. Los años le llevan y le traen a uno la vida. Las despedidas se hacen más frecuentes; los amigos entran o salen de la cárcel; van y vuelven de Europa; o simplemente se mueren.

Los que se van cuando uno está muy lejos del sitio donde mueren, parece que se murieran menos; continúan viviendo dentro de uno, tal como fueron. Un poeta que sobrevive a sus amigos se inclina a cumplir en su obra una enlutada antología. Yo me abstuve de continuarla por temor a la monotonía del dolor humano ante la muerte. Es que uno no quiere convertirse en un catálogo de difuntos, aunque éstos sean los muy amados. Cuando escribí en Ceilán, en 1928, «Ausencia de Joaquín», por la muerte de mi compañero el poeta Joaquín Cifuentes Sepúlveda, y cuando más tarde escribí «Alberto Rojas Jiménez viene volando», en Barcelona, en 1931, pensé que nadie más se me iba a morir. Se me murieron muchos. Aquí al lado, en las colinas argentinas de Córdoba, yace sepultado el mejor de mis amigos argentinos: Rodolfo Araos Alfaro, que dejó viuda a nuestra chilena Margarita Aguirre.

En este año que acaba de concluir, el viento se llevó la frágil estatura de Ilya Ehrenburg, amigo queridísimo, heroico defensor de la verdad, titánico demoledor de la mentira. En el mismo Moscú enterraron este año al poeta Ovadi Savich, traductor de la poesía de Gabriela Mistral y de la mía, no sólo con exactitud y belleza sino con resplandeciente amor. El mismo viento de la muerte se llevó a mis hermanos poetas Nazim Hikmet y Semion Kirsanov. Y hay otros.

Amargo acontecimiento fue el asesinato oficial del Che Guevara en la muy triste Bolivia. El telegrama de su muerte recorrió el mundo como un calofrío sagrado. Millones de elegías trataron de hacer coro a su existencia heroica y trágica. En su memoria se derrocharon, por todas las latitudes, versos no siempre dignos de tal dolor. Recibí un telegrama de Cuba, de un coronel literario, pidiéndome los míos. Hasta ahora no los he escrito. Pienso que tal elegía debe contener, no sólo la inmediata protesta, sino también el eco profundo de la dolorosa historia. Meditaré ese poema hasta que madure en mi cabeza y en mi sangre.

Me conmueve que en el diario del Che Guevara sea yo el único poeta citado por el gran jefe guerrillero. Recuerdo que el Che me contó una vez, delante del sargento Retamar, cómo leyó muchas veces mi Canto general a los primeros, humildes y gloriosos barbudos de Sierra Maestra. En su diario transcribe, con relieve de corazonada, un verso de mi «Canto a Bolívar»: «su pequeño cadáver de capitán valiente…».