ENEMIGOS LITERARIOS

Supongo que los conflictos de mayor o menor cuantía entre los escritores han existido y seguirán existiendo en todas las regiones del mundo.

En la literatura del continente americano abundan los grandes suicidas. En Rusia revolucionaria, Maiakovski fue acorralado hasta el disparo por los envidiosos.

Los pequeños rencores se exacerban en América Latina. La envidia llega a veces a ser una profesión. Se dice que ese sentimiento lo heredamos de la raída España colonial. La verdad es que en Quevedo, en Lope y en Góngora encontramos con frecuencia las heridas que mutuamente se causaron. Pese a su fabuloso esplendor intelectual, el Siglo de Oro fue una época desdichada, con el hambre rondando alrededor de los palacios.

En los últimos años la novela tomó una nueva dimensión en nuestros países. Los nombres de García Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Sábato, Cortázar, Carlos Fuentes, el chileno Donoso, se oyen y se leen en todas partes. A algunos de ellos los bautizaron con el nombre de boom. Es corriente también oír decir que ellos forman un grupo de autobombo.

Yo los he conocido a casi todos y los hallo notablemente sanos y generosos. Comprendo —cada día con mayor claridad— que algunos hayan tenido que emigrar de sus países en busca de un mayor sosiego para el trabajo, lejos de la inquina política y la pululante envidia. Las razones de sus exilios voluntarios son irrefutables: sus libros han sido más y más esenciales en la verdad y en el sueño de nuestras Américas.

Dudaba de hablar de mis experiencias personales en ese extremo de la envidia. No deseaba aparecer como egocéntrico, como excesivamente preocupado de mí mismo. Pero me han tocado en suerte tan persistentes y pintorescos envidiosos que vale la pena emprender el relato.

Es posible que alguna vez me irritaran esas sombras persecutorias. Sin embargo, la verdad es que cumplían involuntariamente un extraño deber propagandístico, tal como si formaran una empresa especializada en hacer sonar mi nombre.

La muerte trágica de uno de esos sombríos contrincantes ha dejado una especie de hueco en mi vida. Tantos años mantuvo su beligerancia hacia cuanto yo hacía que al no tenerla extraño su carencia.

Cuarenta años de persecución literaria es algo fenomenal. Con cierta fruición me pongo a resucitar esta solitaria batalla que fue la de un hombre contra su propia sombra, ya que yo nunca tomé parte en ella.

Veinticinco revistas fueron publicadas por un director invariable (que era él siempre), destinadas a destruirme literalmente, a atribuirme toda clase de crímenes, traiciones, agotamiento poético, vicios públicos y secretos, plagio, sensacionales aberraciones del sexo. También aparecían panfletos que eran distribuidos con asiduidad, y reportajes no desprovistos de humor, y finalmente un volumen entero titulado Neruda y yo, libro obeso, enrollado de insultos e imprecaciones.

Mi contrincante era un poeta chileno de más edad que yo, acérrimo y absolutista, más gesticulatorio que intrínseco. Esta clase de escritores dotados de ferocidad egocéntrica proliferan en las Américas; adoptan diversas formas de aspereza y de autosuficiencia, pero su ascendencia dannunziana es trágicamente verdadera.

En nuestras pobres latitudes, nosotros, poetas casi harapientos y hambrientos, merodeábamos en las madrugadas inmisericordes, entre el vómito de los borrachos. En esos ambientes miserables la literatura producía insólitamente figuras matoniles, espectros de la sobrevivencia picaresca. Un gran nihilismo, un falso cinismo nietzscheano, inclinaba a muchos de los nuestros a encubrirse con máscaras delincuenciales. No pocos torcieron por ese atajo su vida, hacia el delito o hacia la propia destrucción.

Mí legendario antagonista surgió de ese escenario. Primero trató de seducirme, de embarcarme en las reglas de su juego. Tal cosa era inadmisible para mi provincianismo pequeño-burgués. No me atrevía y no me gustaba vivir del expediente. Nuestro protagonista, en cambio, era un técnico en sacarle el jugo a las coyunturas. Vivía en un mundo de continua farsa, dentro del cual se estafaba a sí mismo inventándose una personalidad amenazante que le servía de profesión y de protección.

Ya es hora de que nombremos al personaje. Se llamaba Perico de Palothes. Era un hombre fuerte y peludo que trataba de impresionar tanto con su retórica como con su catadura. En cierta ocasión, cuando yo tenía sólo dieciocho o diecinueve años, me propuso que publicáramos una revista literaria. La revista constaría solamente de dos secciones: una en la que él, en diversos tonos, prosas y metros, afirmaría que yo era un poeta poderoso y genial; y otra en la que yo sostendría a todos los vientos que él era el poseedor de la inteligencia absoluta, del talento sin límites. Todo quedaba así arreglado.

Aunque yo era demasiado joven, aquel proyecto me pareció excesivo. No obstante, me costó disuadirlo. Él era un portentoso publicador de revistas. Resultaba asombroso observar cómo arañaba fondos para mantener su perpetuidad panfletaria.

En las aisladas provincias invernales se trazaba un plan preciso de acción. Se había fabricado una larga lista de médicos, abogados, dentistas, agrónomos, profesores, ingenieros, jefes de servicios públicos, etcétera. Aureolado por el halo de sus voluminosas publicaciones, revistas, obras completas, panfletos épicos y líricos, nuestro personaje llegaba como mensajero de la cultura universal. Todo aquello se lo ofrecía severamente a los borrosos hombres a quienes visitaba, y luego se dignaba cobrarles algunos miserables escudos. Ante su verbo grandilocuente, la víctima se iba empequeñeciendo hasta el tamaño de una mosca. Por lo general De Palothes salía con los escudos en el bolsillo y dejaba la mosca entregada a la grandeza de la Cultura Universal.

Otras veces Perico de Palothes se presentaba como técnico de publicidad agrícola y proponía a los selváticos agricultores sureños realizar lujosas monografías de sus haciendas, con fotografías de los propietarios y de las vacas. Era un espectáculo verlo llegar con pantalones de montar y botas de bombero, envuelto en una magnífica hopalanda de procedencia exótica. Entre halagos y oblicuas amenazas de publicaciones contrarias, nuestro hombre salía de los fundos con algunos cheques. Los propietarios, tacaños pero realistas, le alargaban unos billetes para librarse de él.

La característica suprema de Perico de Palothes, filósofo nietzscheano y grafómano irredimible, era su matonismo intelectual y físico. Ejerció de perdonavidas en la vida literaria de Chile. Tuvo durante muchos años una pequeña corte de pobres diablos que lo celebraban. Pero la vida suele desinflar en forma implacable a estos seres circunstanciales.

El trágico final de mi iracundo antagónico —se suicidó ya anciano— me hizo vacilar mucho antes de escribir estos recuerdos. Lo hago finalmente, obedeciendo a un imperativo de época y de localidad. Una gran cordillera de odio atraviesa los países de habla española; corroe las tareas del escritor con afanosa envidia. La única manera de terminar con tan destructiva ferocidad es exhibir públicamente sus accidentes.

Tan insana, e igualmente persistente, ha sido la folletinesca persecución literario-política desatada contra mi persona y mi obra por cierto ambiguo uruguayo de apellido gallego, algo así como Ribero. El tipo publica desde hace varios años, en español y en francés, panfletos en que me descuartiza. Lo sensacional es que sus proezas antinerúdicas no sólo desbordan el papel de imprenta que él mismo costea, sino que también se ha financiado costosos viajes encaminados a mí implacable destrucción.

Este curioso personaje emprendió camino hasta la sede universitaria de Oxford, cuando se anunció que allí se me otorgaría el título de doctor honoris causa. Hasta allá llegó el poetiso uruguayo con sus fantásticas incriminaciones, dispuesto a mi descuartizamiento literario. Los Dones me comentaron festivamente las acusaciones en mi contra, todavía vestido yo con la toga escarlata, después de haber recibido la honorífica distinción, mientras bebíamos el oporto ritual.

Más inconcebible y más aventurado aún fue el viaje a Estocolmo de este mismo uruguayo, en el año de 1963. Se rumoreaba que yo obtendría en aquella ocasión el Premio Nobel. Pues bien, el tipo visitó a los académicos, dio entrevistas de prensa, habló por radio para asegurar que yo era uno de los asesinos de Trotski.

Con esta maniobra pretendía inhabilitarme para recibir el Premio.

Al correr del tiempo se comprobó que el hombre anduvo siempre con mala suerte y que, tanto en Oxford como en Estocolmo, perdió tristemente su dinero y su forcejeo.